Read Más allá y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
Reflexionemos. Puede un hombre admitir en broma una intervención fantástica. Puede preguntarse como acabo de hacerlo yo: ¿qué sortilegio me ha traído hasta aquí? ¿Qué hada o genio ha efectuado este milagro? Un hombre que camina al sol por una calle de Buenos Aires está perfectamente libre de que un genio lo transporte en un abrir y cerrar de ojos a un desierto.
Muy bien: mas todos mis sentidos al vivo me dicen que estoy viendo caer la noche en un abismo… ¡Y lo que yo hago, en verdad, es encaminarme a la casa de un monstruo! Tengo inmediata, tocándola casi, la sensación de mi cuerpo al cruzar la calle, la visión de los adoquines deslumbrantes, la percepción de un razonamiento comenzado que acabo en este instante de concluir… ¡Y este paisaje, entonces…!
Bajo los ojos a mi ropa y un escalofrío me recorre la médula: estoy vestido de invierno…
Recorro los bolsillos: ¡nada de lo que poseo me pertenece…!
¡Ah, por fin! Las tarjetas son mías: Julio Roldán Berger. ¿Pero este telegrama…? Hoy no lo tenía… Lo abro temblando y leo:
«Encantada con las flores. Te esperamos sin falta el 3. Papá no podrá asistir casamiento. Ven sin falta. Tuya Nora».
¡De Nora! ¡Del monstruo! Miro el lago fúnebre y un segundo suspiro dilata mi alma: ¡con que no me he casado! ¡Soy libre siempre! ¡Dios del cielo! ¿Qué fuerza misteriosa me ha protegido al arrancarme de golpe de los brazos malditos que me iban a ahogar?
¿Protegido? ¿Pero qué soy yo mismo? ¿Por qué estoy aquí? ¿He muerto tal vez bajo un auto al cruzar la calle, y este paisaje no es del mundo donde nací?
¡Pero no! Oigo por fin algo, un ruido. Es una bocina de auto. Y volviendo la cabeza, veo a un chofer que se encamina hacia mí y me dice:
—Creí que se había perdido, señor Berger… El hotel ha encendido ya los faros, y tendremos neblina.
Me quedo mirando al chofer: ¿Perdido…? ¿Hotel…?
No he muerto, pues. Estoy vivo, soy huésped de un hotel de montaña, donde almuerzo, hablo, tengo relaciones, me traslado de un lugar a otro, todo en perfecta regla, como me lo prueba la deferencia, un poco excesiva tal vez, del chofer. Solamente…
No tengo la menor idea de qué hotel puede ser ése, ni de qué personas conozco, ni de qué hago, ni de nada. Estoy muerto, real y efectivamente. Y aunque muerto, sigo tambaleando al chofer, pretextando desde ya una caída para excusar mi confusión de ideas y las mil y una planchas que con seguridad voy a cometer.
Con un pañuelo atado a la frente (pretexto: me caí anoche en un barranco y he perdido momentáneamente la memoria), pasé anoche de largo por el hall del hotel y me encerré en mi cuarto, conducido por la camarera que no concluía de compadecer al señor Berger, que con el golpe había perdido hasta el recuerdo de su pieza…
Pasé la noche en vela, más confundido que los hombres de Babel. No quiero ver a un médico: para escándalos, hay ya bastante con los habituales. Pero en la estación, adonde fui esta mañana a informarme del horario de trenes, tuve la primera sorpresa del día.
Mientras hablaba con el empleado, alcancé a ver por la ventanilla el gran calendario de papel.
—Andan adelantados aquí —le dije señalando el almanaque.
—¿Qué cosa? —inquirió el hombre.
—El calendario.
—¿Qué tiene el calendario?
—Nada… sino que está un poco avanzado.
—¿Avanzado? 1927.
—No, 1921.
El hombre, dudando al fin de sí mismo, echa una rápida ojeada atrás.
—Ya ve —me dijo volviéndose a sus números—. 1927.
—No, 21 —repetí yo.
—Bien; ¡déjeme en paz, señor! —concluyó el empleado mirándome—. Si no está satisfecho del almanaque, ahí tiene el libro de quejas.
Yo miré entonces el calendario y al hombre tres veces, y salí despacio al andén.
¡1927! ¡2 de abril de 1927! ¡Y el último recuerdo que yo tenía databa de ayer, el 24 de febrero de 1921!
Con muchísimo menos que esto un hombre puede volverse loco. ¡Loco, loco! Esta palabra danza como un aro de fuego ante mi tiniebla mental. ¿Cuándo lo estuve? ¿Lo estoy ahora?
¡Pero no! Todo aquí me dice lo contrario… Y aun noto, como noté anoche en el chofer, una deferencia a mi respecto que raya en la admiración. Si se exceptúa al boletero de esta mañana…
Esta noche sale el tren. Dentro de día y medio estaré en Buenos Aires… si es que Buenos Aires existe todavía.
Si alguna duda me quedaba en el hotel, al llegar aquí a Buenos Aires he sentido, en todo, la vejez del mundo. Han transcurrido dos mil ciento noventa y tantos días de luchas, pasiones y agonías de las que no tengo ninguna idea. No he estado enfermo durante ese tiempo. Ni inconsciente, ni cataléptico. Mi cuerpo ha vivido, e igualmente mi alma. Pero nada sé de lo que he pensado y hecho en esos seis años. Mi yo, que conozco y habla en este momento, está adherido a una calle asoleada, desde el 24 de febrero de 1921.
En este estado de ánimo he volado esta mañana a casa de mi médico. Si yo esperaba que al verme se echara atrás de sorpresa, no pasó así. Se alegró simplemente de que hubiera llegado bien, pues me esperaba hoy. Y me miraba como si yo no volviera en realidad de un viaje mortuorio de seis años.
Había llegado el momento de comprender.
—¿Entonces, me esperaba? —le dije con pausa, mirándolo en las pupilas.
—¡Claro! Su telegrama era bien explícito —me respondió.
—¡Ah! ¿Y era mío?
—Supongo que sí.
—¿Julio Roldán Berger?
—¡Vamos…!
—¡No, no! —le dije—. El caso es más serio de lo que usted cree. Respóndame tal cual le pregunto, como si yo no lo supiera. ¿Qué tiempo hace que usted no me ve?
—Muy bien: quince días.
—¿Por qué?
—Porque estaba en el lago Negro.
—¿En la cordillera?
—Claro. Y ahora permítame…
—No, no me pregunte nada todavía. ¡Por favor, Campillo! Míreme bien y respóndame con entera franqueza: en estos seis años últimos, ¿notó usted algo de anormal en mí?
—Nada.
—¿Nada?
—¡No, nada! ¡Nada! ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? ¡Vamos, Berger!
—Todavía un poco más. ¿Y no estuve enfermo… de gravedad alguna vez?
—No.
—Y… ¿no estuve… loco?
Aquí la expresión del médico cambió.
—Pierda cuidado, no estoy loco ahora —le dije—. Míreme más todavía y verá… ¿Pero antes? ¡Campillo, amigo…!
Mas el alienista no parecía ya fastidiado por mi interrogatorio idiota. Me hizo sentar a su frente y me dijo con calma:
—No le pregunto nada; cuénteme usted lo que quiera.
—¡Muy bien! Así nos entenderemos. Y comienzo. ¿Sabe usted cuál es el último recuerdo que tengo de mis pensamientos, de mis actos, de mi vida, en fin? De anteayer.
—Algún golpe…
—No me he golpeado en parte alguna. ¿Sabe cuándo es anteayer para mí?
—No.
—El 24 de febrero de 1921. Tal es el caso.
Campillo echó el cuerpo atrás para mirarme mejor, y yo me levanté con las manos en los bolsillos.
—Tal como lo oye —concluí fríamente—. Anteayer, cuando cruzaba la calle e iba a pisar la vía, me encontré en la cordillera con un lago violeta a mis pies y un crepúsculo lleno de frío, dando fin en ese instante a la misma reflexión que había comenzado un segundo antes al pisar la vía. Y parece que han pasado seis años de un instante a otro. ¿Cómo? Es lo que yo deseo que me explique.
Y la explicación me llegó por fin, en pos de un sinnúmero de preguntas insidiosas del médico. He aquí, pues, lo que ha pasado.
Yo pertenezco a una familia de nerviosos, donde han prosperado algunos histéricos y hasta alguna abuela epiléptica. Personalmente no he tenido nunca desarreglos nerviosos ni mentales, si se exceptúa acaso el estado afectivo anormal de que he dado cuenta, a principios de 1921.
Mas he aquí que bruscamente despierta en mí la epilepsia de mi abuela, la cual, si me esquiva crisis y ataques dramáticos, me sumerge de golpe en una ausencia, justo y cabal en el momento en que atravesaba la calle asoleada. Bajo la influencia de este estado epiléptico que el atacado no percibe en lo más mínimo, la vida prosigue como siempre. Sólo que al cabo de un día, un mes, un año, el hombre despierta de pronto. Se halla en un lugar que ignora, ni sabe por qué está allí, ni conoce a nadie, ni conserva un solo recuerdo de lo que ha hecho desde el momento en que ha caído sobre él la fuga epiléptica. Su último recuerdo data desde aquel instante; de lo demás: triunfos o tragedias de su propia vida, nada sabe. Es decir, que durante esos meses o esos años el hombre ha estado muerto. Ha vivido, amado, aullado de dolor, o delirado de alegría, pero muerto. Otro hombre ha proseguido viviendo en su nombre, en su cuerpo y en su alma; pero él mismo ha quedado detenido, suspenso al borde de la vía que iba a pisar… para despertar seis años después, asombrado e idiota ante su absurdo existir.
—Tal es su caso —concluyó el alienista—. Y no se queje mucho, porque hay epilépticos que arrancan a caminar un día, y no paran hasta llegar al Polo. Otros van derecho al mar o a través de un incendio. Usted ha sido de los afortunados.
—Desde su cínico punto de vista, tal vez —respondí con una sacudida de hombros, yendo a apoyar la frente en los vidrios de la ventana.
Pero mi amigo había bajado ya de su tarima científica.
—¡Vamos, Berger! Me doy cuenta de sobra de lo que le pasa… Lo quiero demasiado para emplear mi amistad en burlarme de usted. ¿Qué piensa hacer…?
—¡Pero es precisamente lo que le pregunto! —me volví malhumorado—. ¿Qué hago yo ahora? ¿Qué hacía yo en el lago Negro? ¿Qué he hecho en esos seis años? ¿A quién pedir cuenta de mi vida en ese tiempo, y qué cuenta debo dar de mis acciones? ¡No se imagina usted, con todas sus definiciones, lo que es ignorar la actuación de la propia vida de uno durante seis años! Sólo sé que hice una cosa… ¡la única que no debía haber hecho!
Y agregué, sonriendo casi de lúgubre dicha:
—¡Qué pesadilla amigo! Usted no lo supo entonces, porque estaba en Europa… Yo iba a casarme. Ahora comprendo que ya mi epilepsia había comenzado cuando miré a aquella mujer, cuando la seguí y le puse el anillo en el dedo, como un sonámbulo… En los últimos momentos me di cuenta de lo que iba a hacer, cuando cruzaba la calle bajo el sol de fuego… Y vi entonces el lago. Pero tenía un telegrama de ella, en que me hablaba siempre de matrimonio. ¿Cómo mi segunda alma ha proseguido adherida a tal monstruo, mientras la primera quedaba en suspenso sobre la vía? ¿Cómo no he…?
—¡Un momento! —me interrumpió mi amigo, que desde hacía un instante me miraba con extrañeza—. ¿Cómo se llamaba esa que usted denomina monstruo?
—Nora. Tengo todavía el telegrama.
Y mientras Campillo leía:
—¡Y pensar —repetía yo dichoso— que si no me quedo plantado en la vía, mañana estaría casado!
—Y lo estará —me dijo tranquilo el médico, devolviéndome el papel—. Mañana se casa usted.
—¿Con Nora…? ¡Bah! Es usted ahora el que está loco.
—No estoy loco. Mañana se casa usted, pero con Nora… Strindberg.
Tableau
de nuevo. Uno y otro quedamos inmóviles mirándonos.
—Tal como le digo —rompió por fin Campillo con una sonrisa—. Ese telegrama no es del… monstruo, sino de su novia actual, Nora Strindberg. Hace un año que tienen ustedes amores. Debían haberse casado hace quince días, pero usted fue llamado urgentemente de la cordillera por asuntos particulares. El casamiento se aplazó hasta mañana, 5 de abril. Desde allá usted le envió últimamente un cesto de magníficas orquídeas, pues debo advertirle que está usted perdidamente enamorado. Nora le contestó con este telegrama en que se refiere a la ausencia de su padre. Todo está perfectamente dispuesto para el matrimonio, mañana a las tres. Y si yo le doy esta suma de detalles, es porque durante los seis años de su ausencia epiléptica, hemos intimado mucho más de lo que usted supone, y ahora soy testigo de su boda. Tal es el caso.
Yo no lo oía más, desesperado. ¡Otra Nora! ¿Pero es que mi destino no era otro entonces que planear matrimonios absurdos e idiotizarme al cruzar las vías? ¿No había purgado con seis años de epilepsia la abyección de mi alma al enamorarme de la primera Nora, cuando este segundo monstruo venía a llenar el hueco miserable de mi nuevo corazón?
—¡No, y mil veces no! —me levanté de nuevo—. Me basta con una Nora; no quiero otra. ¡Si usted la hubiera visto! ¡Jamás vio usted mujer más horrible, le digo! Y esta otra debe ser…
—¡Otro momento! No hable todavía —saltó Campillo—. Tengo un retrato de ella, porque somos también muy amigos… Aquí lo tiene, mire.
Tomé la fotografía a distancia, receloso, pero apenas bajé los ojos torné a alzarnos muy abiertos.
—Ésta es… —murmuré.
—Nora Strindberg. Puede mirarla. Vaya a la ventana y la verá mejor.
Fui a la ventana y aparté el visillo. Durante un largo rato contemplé aquel rostro que temblaba y sonreía entre mis manos y que parecía entrecerrar cada vez más los ojos al mirarme.
Campillo fumaba sin perderme de vista, y yo proseguía inmóvil y mudo, como un pobre diablo ante el cual se abren las puertas del Paraíso, y no se atreve a entrar.
—Ésa es Nora Strindberg —dijo por fin Campillo con vaga sorna—. ¿Qué tal?
—Bellísima —murmuré—. No he visto nunca mujer con esta ingenuidad y pasión de mirada…
—Muy bien: ingenuidad y pasión. ¿Y el resto? ¿Corte de cara, nariz, boca?
—Únicos en mujer nacida de los hombres… Pero la expresión, sobre todo. ¿Qué edad tiene?
—Diecinueve años. No es vieja.
Yo no oía más. Una cosa absurda, imposible de ser, se cernía sobre mí en forma de pregunta.
—¿Y esta persona… —me arriesgué al fin sin apartar los ojos del retrato— está enamorada de mí?
—Mucho. Loca por usted, es la palabra. Mírela más todavía… Mañana a estas horas será ya su mujer.
No vale la pena recordar las mil ansiosas preguntas que hice al respecto a mi amigo. Con cada respuesta iba yo naturalmente de asombro en asombro. Hasta que éste rebasó del vaso cuando exclamé por fin, como todo hombre que se excusa ante una dicha no merecida:
—¿Pero qué hice yo, pobre diablo de ingeniero, para merecer el amor de esta criatura?
—Supongo que por usted mismo, en parte —repuso Campillo—. La otra parte se la debe a una circunstancia que aún ignora. ¿No me dijo usted que había notado una obsequiosidad y un respeto muy grande a su respecto?
—Así es —contesté recordando de nuevo el aire misterioso con que me observaban en el hotel y aquí mismo en Buenos Aires y que yo atribuí a algún estigma de locura e idiotez impreso en mi semblante.