Read Más allá y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
—La hemos extrañado a usted mucho, señora —le dije con efusión.
—¡Y yo, señor Grant! —repuso, reclinando la cara sobre ambas manos juntas.
—¿Me extrañaba usted? ¿De veras?
—¿A usted? ¡Oh, sí, mucho! —y tornó a sonreírme largamente.
En ese instante me daba yo cuenta de que el dueño de casa no había levantado los ojos de su tenedor desde que comenzáramos a hablar. ¿Sería posible…?
—Y a nuestro anfitrión, señora, ¿no lo extrañaba usted?
—¿A él…? —murmuró ella lentamente; y deslizando sin prisa su mano de la mejilla, volvió el rostro a Rosales.
Vi entonces pasar por sus ojos fijos en él la más insensata llama de pasión que por hombre alguno haya sentido una mujer. Rosales la miraba también. Y ante aquel vértigo de amor femenino expresado sin reserva el hombre palideció.
—A él también… —murmuró la joven con voz queda y exhausta.
En el transcurso de la comida ella afectó no notar la presencia del dueño de casa mientras charlaba volublemente conmigo, y él no abandonó casi su juego con el tenedor. Pero las dos o tres veces en que sus miradas se encontraron como al descuido, vi relampaguear en los ojos de ella, y apagarse enseguida en desmayo, el calor incontenible del deseo.
Y ella era un espectro.
—¡Rosales! —exclamé en cuanto estuvimos un momento solos—. ¡Si conserva usted un resto de amor a la vida, destruya eso! ¡Lo va a matar a usted!
—¿Ella? ¿Está usted loco, señor Grant?
—Ella, no. ¡Su amor! Usted no puede verlo, porque está bajo su imperio. Yo lo veo. La pasión de ese… fantasma no la resiste hombre alguno.
—Vuelvo a decirle que se equivoca usted, señor Grant.
—¡No; usted no puede verlo! Su vida ha resistido a muchas pruebas, pero arderá como una pluma, por poco que siga usted excitando a esa criatura.
—Yo no la deseo, señor Grant.
—Pero ella sí lo desea a usted. ¡Es un vampiro, y no tiene nada que entregarle! ¿Comprende usted?
Rosales nada respondió. Desde la sala de reposo, o de más allá, llegó la voz de la joven:
—¿Me dejarán ustedes sola mucho tiempo?
En ese instante, recordé bruscamente el esqueleto que yacía allí…
—¡El esqueleto, Rosales! —clamé—. ¿Qué se ha hecho su esqueleto?
—Regresó —me respondió—. Regresó a la nada. Pero ella está ahora allí en el diván… Escúcheme usted, señor Grant: jamás criatura alguna se ha impuesto a su creador… Yo creé un fantasma; y, equivocadamente, un harapo de huesos. Usted ignora algunos detalles de la creación… Óigalos ahora. Adquirí una linterna y proyecté las cintas de nuestra amiga sobre una pantalla muy sensible a los rayos N
1
(los rayos N
1
, ¿recuerda usted?). Por medio de un vulgar dispositivo mantuve en movimiento los instantes fotográficos de mayor vida de la dama que nos aguarda… Usted sabe bien que hay en todos nosotros, mientras hablamos, instantes de tal convicción, de una inspiración tan a tiempo, que notamos en la mirada de los otros, y sentimos en nosotros mismos, que algo nuestro se proyecta adelante… Ella se desprendió así de la pantalla, fluctuando a escasos milímetros al principio, y vino por fin a mí, tal como usted la ha visto… Hace de esto tres días. Ella está allí…
Desde la alcoba nos llegó de nuevo la voz lánguida de la joven:
—¿Vendrá usted, señor Rosales?
—¡Deshaga eso, Rosales —exclamé, tomándolo del brazo—, antes de que sea tarde! ¡No excite más ese monstruo de sensación!
—Buenas noches, señor Grant —me despidió él con una sonrisa, inclinándose.
Y bien, esta historia está concluida. ¿Halló Rosales en el mundo fuerza para resistir? Muy pronto —acaso hoy mismo— lo sabré.
Aquella mañana no tuve ninguna sorpresa al ser llamado urgentemente por teléfono, ni la sentí al ver las cortinas del salón doradas por el fuego, la cámara de proyección caída, y restos de películas quemadas por el suelo. Tendido en la alfombra junto al diván, Rosales yacía muerto.
La servidumbre sabía que en las últimas noches la cámara era transportada al salón. Su impresión es que debido a un descuido, las películas se han abrasado, alcanzando las chispas a los cojines del diván. La muerte del señor debe imputarse a una lesión cardiaca, precipitada por el accidente.
Mi impresión es otra. La calma expresión de su rostro no había variado, y aun su muerto semblante conservaba el tono cálido habitual. Pero estoy seguro de que en lo más hondo de las venas no le quedaba una gota de sangre.
(Réplica de «El hombre muerto»)
Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado —quebrado, mejor dicho— contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo —el zumbido de la lesión medular— que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas si uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Ésta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundo y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca a este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Ésta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y enseguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
—Entonces —dice uno de aquéllos— no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.
—¿Moscas…?
—Sí —responde—, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación: ¡las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede su oficio ser más lucrativo.
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.
«Desde 1905 hasta 1925 han ingresado en el Hospicio de las Mercedes 108 maquinistas atacados de alienación mental».
«Cierta mañana llegó al manicomio un hombre escuálido, de rostro macilento, que se tenía malamente en pie. Estaba cubierto de andrajos y articulaba tan mal sus palabras que era necesario descubrir lo que decía. Y, sin embargo, según afirmaba con cierto alarde su mujer al internarlo, ese maquinista había guiado su máquina hasta pocas horas antes».
«En un momento dado de aquel lapso, un señalero y un cambista alienados trabajaban en la misma línea y al mismo tiempo que dos conductores, también alienados».
«Es hora, pues, dados los copiosos hechos apuntados, de meditar ante las actitudes fácilmente imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce un tren».
Tal es lo que leo en una revista de criminología, psiquiatría y medicina legal, que tengo bajo mis ojos mientras me desayuno.
Perfecto. Yo soy uno de esos maquinistas. Más aun: soy conductor del rápido del Continental. Leo, pues, el anterior estudio con una atención también fácilmente imaginable.
Hombres, mujeres, niños, niñitos, presidentes y estabiloques: desconfiad de los psiquiatras como de toda policía. Ellos ejercen el contralor mental de la humanidad, y ganan con ello: ¡ojo! Yo no conozco las estadísticas de alienación en el personal de los hospicios; pero no cambio los posibles trastornos que mi locomotora con un loco a horcajadas pudiera discurrir por los caminos, con los de cualquier deprimido psiquiatra al frente de un manicomio.
Cumple advertir, sin embargo, que el especialista cuyos son los párrafos apuntados comprueba que 108 maquinistas y 186 fogoneros alienados en el lapso de veinte años, establecen una proporción en verdad poco alarmante: algo más de cinco conductores locos por año. Y digo ex profeso conductores refiriéndome a los dos oficios, pues nadie ignora que un fogonero posee capacidad técnica suficiente como para manejar su máquina, en caso de cualquier accidente fortuito.
Visto esto, no deseo sino que este tanto por ciento de locos al frente del destino de una parte de la humanidad, sea tan débil en nuestra profesión como en la de ellos.
Con lo cual concluyo en calma mi café, que tiene hoy un gusto extrañamente salado.
Esto lo medité hace quince días. Hoy he perdido ya la calma de entonces. Siento cosas perfectamente definibles si supiera a ciencia cierta qué es lo que quiero definir. A veces, mientras hablo con alguno mirándolo a los ojos, tengo la impresión de que los gestos de mi interlocutor y los míos se han detenido en extática dureza, aunque la acción prosigue; y que entre palabra y palabra media una eternidad de tiempo, aunque no cesamos de hablar aprisa.
Vuelvo en mí, pero no ágilmente, como se vuelve de una momentánea obnubilación, sino con hondas y mareantes oleadas de corazón que se recobra. Nada recuerdo de ese estado; y conservo de él, sin embargo, la impresión y el cansancio que dejan las grandes emociones sufridas.
Otras veces pierdo bruscamente el contralor de mi yo, y desde un rincón de la máquina, transformado en un ser tan pequeño, concentrado de líneas y luciente como un bulón octogonal, me veo a mí mismo maniobrando con angustiosa lentitud.
¿Qué es esto? No lo sé. Llevo 18 años en la línea. Mi vista continúa siendo normal. Desgraciadamente, uno sabe siempre de patología más de lo razonable, y acudo al consultorio de la empresa.
—Yo nada siento en órgano alguno —he dicho—, pero no quiero concluir epiléptico. A nadie conviene ver inmóviles las cosas que se mueven.
—¿Y eso? —me ha dicho el médico mirándome—. ¿Quién le ha definido esas cosas?
—Las he leído alguna vez —respondo—. Haga el favor de examinarme, le ruego.
El doctor me examina el estómago, el hígado, la circulación —y la vista, por descontado.
—Nada veo —me ha dicho—, fuera de la ligera depresión que acusa usted viniendo aquí… Piense poco, fuera de lo indispensable para sus maniobras, y no lea nada. A los conductores de rápidos no les conviene ver cosas dobles, y menos tratar de explicárselas.