Read Más allá y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
Tal era la tesis sustentada en mi artículo.
—No sé —había respondido yo inmediatamente— que se hayan hecho experiencias al respecto… Todo eso no ha sido más que una especulación imaginativa, como dice usted muy bien. Nada hay de serio en mi tesis.
—¿No cree usted, entonces, en ella?
Y con las cruzadas manos siempre calmas, mi visitante me miró.
Esa mirada —que llegaba recién— era lo que me había preiluminado sobre los verdaderos motivos que tenía mi hombre para conocer «mi impresión personal».
Pero no contesté.
—Ni para mí ni para usted es un misterio —continuó él— que los rayos N
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solos no alcanzarán nunca a impresionar otra cosa que ladrillos o retratos asoleados. Otro aspecto del problema es el que me trae a distraerlo de sus preciosos momentos…
—¿A hacerme una pregunta, concediéndome una respuesta? —lo interrumpí sonriendo—. ¡Perfectamente! Y usted mismo, señor Rosales, ¿cree en ella?
—Usted sabe que sí —respondió.
Si entre la mirada de un desconocido que echa sus cartas sobre la mesa y la de otro que oculta las suyas ha existido alguna vez la certeza de poseer ambos el mismo juego, en esa circunstancia nos hallábamos mi interlocutor y yo.
Sólo existe un excitante de las fuerzas extrañas, capaz de lanzar en explosión un alma: este excitante es la imaginación. Para nada interesaban los rayos N
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a mi visitante. Corría a casa, en cambio, tras el desvarío imaginativo que acusaba mi artículo.
—¿Cree usted, entonces —le observé—, en las impresiones infrafotográficas? ¿Supone que yo soy… sujeto?
—Estoy seguro —me respondió.
—¿Lo ha intentado usted consigo mismo?
—No aún; pero lo intentaré. Por estar seguro de que usted no podría haber sentido esa sugestión oscura, sin poseer su conquista en potencia, es por lo que he venido a verlo.
—Pero las sugestiones y las ocurrencias abundan —torné a observar—. Los manicomios están llenos de ellas.
—No. Lo están de las ocurrencias «anormales», pero no vistas «normalmente», como las suyas. Sólo es imposible lo que no se puede concebir, ha sido dicho. Hay un inconfundible modo de decir una verdad por el cual se reconoce que es verdad. Usted posee ese don.
—Yo tengo la imaginación un poco enferma… —argüí, batiéndome en retirada.
—También la tengo enferma yo —sonrió él—. Pero es tiempo —agregó levantándose— de no distraerle a usted más. Voy a concretar el fin de mi visita en breves palabras: ¿Quiere usted estudiar conmigo lo que podríamos llamar su tesis? ¿Se siente usted con fuerzas para correr el riesgo?
—¿De un fracaso? —inquirí.
—No. No son los fracasos lo que podríamos temer.
—¿Qué?
—Lo contrario…
—Creo lo mismo —asentí yo, y en pos de una pausa—. ¿Está usted seguro, señor Rosales, de su sistema nervioso?
—Mucho —tornó a sonreír con su calma habitual—. Sería para mí un placer tenerle a usted al cabo de mis experiencias. ¿Me permite usted que nos volvamos a ver otro día? Yo vivo solo, tengo pocos amigos, y es demasiado rico el conocimiento que he hecho de usted para que no desee contarlo entre aquéllos.
—Encantado, señor Rosales —me incliné.
Y un instante después, dicho extraño señor abandonaba mi compañía.
Muy extraño, sin duda. Un hombre culto, de gran fortuna, sin patria y sin amigos, entretenido en experiencias más extrañas que su mismo existir, lo tenía todo de su parte para excitar mi curiosidad. Podría él ser un maniático, un perseguido y un fronterizo; pero lo que es indudable, es que poseía una gran fuerza de voluntad… Y para los seres que viven en la frontera del más allá racional, la voluntad es el único sésamo que puede abrirles las puertas de lo eternamente prohibido.
Encerrarse en las tinieblas con una placa sensible ante los ojos y contemplarla hasta imprimir en ella los rasgos de una mujer amada, no es una experiencia que cueste la vida. Rosales podía intentarla, realizarla, sin que genio alguno puesto en libertad viniera a reclamar su alma. Pero la pendiente ineludible y fatal a que esas fantasías arrastran era lo que me inquietaba en él y temía por mí.
A pesar de sus promesas, nada supe de Rosales durante algún tiempo. Una tarde la casualidad nos puso uno al lado del otro en el pasadizo central de un cinematógrafo, cuando salíamos ambos a mitad de una sección. Rosales se retiraba con lentitud, alta la cabeza a los rayos de la luz y sombras que partían de la linterna proyectora y atravesaba oblicuamente la sala.
Parecía distraído con ello, pues tuve que nombrarlo dos veces para que me oyera.
—Me proporciona usted un gran placer —me dijo—. ¿Tiene usted algún tiempo disponible, señor Grant?
—Muy poco —le respondí.
—Perfecto. ¿Diez minutos, sí? Entremos entonces en cualquier lado.
Cuando estuvimos frente a sendas tazas de café que humeaban estérilmente:
—¿Novedades, señor Rosales? —le pregunté—. ¿Ha obtenido usted algo?
—Nada, si se refiere usted a cosa distinta de la impresión de una placa sensible. Es ésta una pobre experiencia que no repetiré más, tampoco. Cerca de nosotros puede haber cosas más interesantes… Cuando usted me vio hace un momento, yo seguía el haz luminoso que atravesaba la sala. ¿Le interesa a usted el cinematógrafo, señor Grant?
—Mucho.
—Estaba seguro. ¿Cree usted que esos rayos de proyección agitados por la vida de un hombre no llevan hasta la pantalla otra cosa que una helada ampliación eléctrica? Y perdone usted la efusión de mi palabra… Hace días que no duermo, he perdido casi la facultad de dormir. Yo tomo café toda la noche, pero no duermo… Y prosigo, señor Grant: ¿Sabe usted lo qué es la vida en una pintura, y en qué se diferencia un mal cuadro de otro? El retrato oval de Poe vivía, porque había sido pintado con «la vida misma». ¿Cree usted que sólo puede haber un galvánico remedo de vida en el semblante de la mujer que despierta, levanta e incendia la sala entera? ¿Cree usted que una simple ilusión fotográfica es capaz de engañar de ese modo el profundo sentido que de la realidad femenina posee un hombre?
Y calló, esperando mi respuesta.
Se suele preguntar sin objeto. Pero cuando Rosales lo hacía, no lo hacía en vano. Preguntaba seriamente para que se le respondiera.
¿Pero qué responder a un hombre que me hacía esa pregunta con la voz medida y cortés de siempre? Al cabo de un instante, sin embargo, contesté:
—Creo que tiene usted razón, a medias… Hay, sin duda, algo más que luz galvánica en una película; pero no es vida. También existen los espectros.
—No he oído decir nunca —objetó él— que mil hombres inmóviles y a oscuras hayan deseado a un espectro.
Se hizo una larga pausa, que rompí levantándome.
—Van ya diez minutos, señor Rosales —sonreí.
Él hizo lo mismo.
—Ha sido usted muy amable escuchándome, señor Grant. ¿Querría llevar su amabilidad hasta aceptar una invitación a comer en mi compañía el martes próximo? Cenaremos solos en casa. Yo tenía un cocinero excelente, pero está enfermo… Pudiera también ser que faltara parte de mi servicio. Pero a menos de ser usted muy exigente, lo que no espero, saldremos del paso, señor Grant.
—Con toda seguridad. ¿Me esperará usted?
—Si a usted le place.
—Encantado. Hasta el martes entonces, señor Rosales.
—Hasta entonces, señor Grant.
Yo tenía la impresión de que la invitación a comer no había sido meramente ocasional, ni el cocinero faltaba por enfermedad, ni hallaría en su casa a gente alguna de su servicio. Me equivoqué, sin embargo, porque al llamar a su puerta fui recibido y pasado de unos a otros, por hombres de su servidumbre, hasta llegar a la antealcoba, donde tras larga espera se me pidió disculpas por no poder recibirme el señor: estaba enfermo, y aunque había intentado levantarse para ofrecerme él mismo sus excusas, le había sido imposible hacerlo. El señor iría a verme apenas le fuera posible ponerse en pie.
Tras el mucamo hierático, y por bajo de la puerta entreabierta, se veía la alfombra del dormitorio, fuertemente iluminada. No se oía en la casa una sola voz. Se hubiera jurado que en aquel mudo palacete se velaba a enfermos desde meses atrás. Y yo había reído con el dueño de casa tres días antes.
Al día siguiente recibí la siguiente esquela de Rosales:
«La fatalidad, señor y amigo, ha querido privarme del placer de su visita cuando honró usted ayer mi casa. ¿Recuerda usted lo que le había dicho de mi servicio? Pues esta vez fui yo el enfermo. No tenga usted aprensiones: hoy me hallo bien, y estaré igual el martes próximo. ¿Vendrá usted? Le debo a usted una reparación. Soy de usted, atentamente, etcétera».
De nuevo el asunto del servicio. Con la carta en la mano, pensé en qué seguridad de cena podía ofrecerme el comedor de un hombre cuya servidumbre estaba enferma o incompleta, alternativamente, y cuya mansión no ofrecía otra vida que la que podía darle un pedazo de alfombra fuertemente iluminada.
Yo me había equivocado una vez respecto de mi singular amigo; y comprobaba entonces un nuevo error. Había en todo él y su ámbito demasiada reticencia, demasiado silencio y olor a crimen, para que pudiera ser tomado en serio. Por seguro que estuviera Rosales de su fortaleza mental, era para mí evidente que había comenzado ya a dar traspiés sobre el pretil de la locura. Congratulándome una vez más de mi recelo en asociarme a inquietar fuerzas extrañas con un hombre que sin ser español porfiaba en usar giros hidalgos de lenguaje, me encaminé el martes siguiente al palacio del ex enfermo, más dispuesto a divertirme con lo que oyera que a gozar de la equívoca cena de mi anfitrión.
Pero la cena existía, aunque no la servidumbre, porque el mismo portero me condujo a través de la casa al comedor, en cuya puerta golpeó con los nudillos, esfumándose enseguida.
Un instante después el mismo dueño de casa entreabría la puerta, y al reconocerme me dejaba paso con una tranquila sonrisa.
Lo primero que llamó mi atención al entrar fue la acentuación del tono cálido, como tostado por el sol o los rayos ultravioleta, que coloreaba habitualmente las mejillas y las sienes de mi amigo. Vestía smoking.
Lo segundo que noté fue el tamaño del lujosísimo comedor, tan grande que la mesa, aun colocada en el tercio anterior del salón, parecía hallarse al fondo de éste. La mesa estaba cubierta de manjares, pero sólo había tres cubiertos. Junto a la cabecera del fondo vi, en traje de
soirée
, una silueta de mujer.
No era, pues, yo sólo el invitado. Avanzamos por el comedor, y la fuerte impresión que ya desde el primer instante había despertado en mí aquella silueta femenina, se trocó en tensión sobreaguda cuando pude distinguirla claramente.
No era una mujer, era un fantasma; el espectro sonriente, escotado y traslúcido de una mujer.
Un breve instante me detuve; pero había en la actitud de Rosales tal
parti-pris
de hallarse ante lo normal y corriente, que avancé a su lado. Y pálido y crispado asistí a la presentación.
—Creo que usted conoce ya al señor Guillermo Grant, señora —dijo a la dama, que sonrió en mi honor. Y Rosales a mí—: ¿Y usted, señor Grant, la reconoce?
—Perfectamente —respondí, inclinándome pálido como un muerto.
—Tome usted, pues, asiento —me dijo el dueño de casa— y dígnese servirse de lo que más guste. Ve usted ahora por qué debí prevenirle de las deficiencias que podríamos tener en el servicio. Pobre mesa, señor Grant… Pero su amabilidad y la presencia de esta señora saldarán el débito.
La mesa, ya lo he advertido, estaba cubierta de manjares.
En cualquier otra circunstancia distinta de aquélla, la fina lluvia del espanto me hubiera erizado y calado hasta los huesos. Pero ante el
parti-pris
de vida normal ya anotado, me deslicé en el vago estupor que parecía flotar sobre todo.
—Y usted, señora, ¿no se sirve? —me volví a la dama, al notar intacto su cubierto.
—¡Oh, no, señor! —me respondió con el tono de quien se excusa por no tener apetito; y juntando las manos bajo la mejilla, sonrió pensativa.
—¿Siempre va usted al cinematógrafo, señor Grant? —me preguntó Rosales.
—Muy a menudo —respondí.
—Yo lo hubiera reconocido a usted enseguida —se volvió a mí la dama—. Lo he visto muchas veces…
—Muy pocas películas suyas han llegado hasta nosotros —observé.
—Pero usted las ha visto todas, señor Grant —sonrió el dueño de casa—. Esto explica el que la señora lo haya hallado a usted más de una vez en las salas.
—En efecto —asentí; y tras una pausa sumamente larga—: ¿Se distinguen bien los rostros desde la pantalla?
—Perfectamente —repuso ella. Y agregó un poco extrañada—: ¿Por qué no?
—En efecto —torné a repetir, pero esta vez en mi interior.
Si yo creía estar seguro de no haber muerto en la calle al encaminarme a lo de Rosales, debía perfectamente admitir la trivial y mundana realidad de una mujer que sólo tenía vestido y un vago respaldo de silla en su interior.
Departiendo sobre estos ligeros temas, los minutos pasaron. Como la dama llevara con alguna frecuencia la mano a sus ojos:
—¿Está usted fatigada, señora? —dijo el dueño de casa—. ¿Querría usted recostarse un instante? El señor Grant y yo trataremos de llenar, fumando, el tiempo que usted deja vacío.
—Sí, estoy un poco cansada… —asintió nuestra invitada, levantándose—. Con permiso de ustedes —agregó, sonriendo a ambos uno después del otro. Y se retiró llevando su riquísimo traje de
soirée
a lo largo de las vitrinas, cuya cristalería se veló apenas a su paso.
Rosales y yo quedamos solos, en silencio.
—¿Qué opina usted de esto? —me preguntó al cabo de un rato.
—Opino —respondí— que si últimamente lo he juzgado mal dos veces, he acertado en mi primera impresión sobre usted.
—Me ha juzgado usted dos veces loco, ¿verdad?
—No es difícil adivinarlo…
Quedamos otro momento callados. No se notaba la menor alteración en la cortesía habitual de Rosales, y menos aún en la reserva y la mesura que lo distinguían.
—Tiene usted una fuerza de voluntad terrible… —murmuré yo.
—Sí —sonrió—. ¿Cómo ocultárselo? Yo estaba seguro de mi observación cuando me halló usted en el cinematógrafo. Era «ella», precisamente. La gran cantidad de vida delatada en su expresión me había revelado la posibilidad del fenómeno. Una película inmóvil es la impresión de un instante de vida, y esto lo sabe cualquiera. Pero desde el momento en que la cinta empieza a correr bajo la excitación de la luz, del voltaje y de los rayos N
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, toda ella se transforma en un vibrante trazo de vida, más vivo que la realidad fugitiva y que los más vivos recuerdos que guían hasta la muerte misma nuestra carrera terrenal. Pero esto lo sabemos sólo usted y yo.