Su viejo ser había desaparecido, pero no devorado por la máscara —como afirman los malvados y los ignorantes—, sino que se había ido de la misma forma en que un niño deja paso al adulto, o una larva a la mariposa, creciendo y madurando. Rara vez recordaba tiempos pasados y, si lo hacía, era como desde muy lejos, sin dolor y, si acaso a veces, con una nostalgia vaga. Pero eso ocurría cada vez menos y todo era como el aleteo de viejas emociones en un desván polvoriento; algo se agitaba por un instante, sólo para posarse un momento después y ser de nuevo olvidado.
Y así, poco antes de la fiesta del Alto Ogueral, me fui a las Tierras Altas. Es una región agreste y elevada, sita en el corazón del macizo del Carauce, y sirve de refugio a una población dispersa y salvaje. Allí, hasta las sendas son escasas y las señales de las encrucijadas pocas y confusas. Pero, con todo, son caminos: llevan de un lugar a otro y evitan los lugares más peligrosos, tales como los pinares de las brujas o las gargantas cubiertas de maleza que sirven de madrigueras a ogros y bichas.
No perdí tiempo tras mi conversación con Aorcabuéis, y esa misma noche remontaba en barco el río Ondo, porque ésa es la forma más rápida de ir desde Minacota a las Tierras Altas: subir río arriba hasta Salmora, donde deja de ser navegable, y a partir de ahí a pie hasta Angostura, que es la puerta por ese lado de las Tierras Altas. Viajé ligero, casi sin detenerme y, como suele ocurrir casi siempre, las mismas prisas acabaron por ser mi mayor estorbo.
Me extravié en una de las partes más salvajes y despobladas, y durante dos días anduve dando vueltas y revueltas, maldiciéndome a cada paso por no haber buscado guías. En ese tiempo, pude oír los tambores de las brujas, resonando en la hondura de sus pinares, y vi a lo lejos caseríos que colgaban de los riscos como nidos de golondrinas: las fortalezas de ferales manamaragas, tan pequeños como feroces. En cierta ocasión descubrí el rastro de una bicha, impreso en el barro junto a un arroyo. Pero, hasta el tercer día, no me crucé con ser humano alguno.
Me había detenido a media mañana junto a un manantial, en una quebrada boscosa, a refrescarme y estudiar las señales colocadas junto al venero. Fue entonces cuando oí como alguien bajaba por la senda. Quien fuese, lo hacía con despreocupación, apartando malezas y haciendo rodar los guijarros cuesta abajo, con los andares del que confía en sí mismo. Y recuerdo que, en ese momento, sentí el roce de la envidia ante tal demostración de seguridad.
Me senté junto a la fuente, apoyando la espada contra la roca y manteniendo la espada envainada sobre las rodillas, listo para luchar; porque un encuentro al borde del camino siempre es incierto en las Tierras Altas.
Por el sendero llegó una mujer tan alta como yo, con una musculatura de luchador. Se cubría con una caprichosa medio armadura gorgota de cuero —un hombro cubierto por hombreras y el otro no, un muslo protegido y el otro desnudo, etc.— y con un barroco casco cerrado que le dejaba la boca al descubierto. Entre las manos llevaba una red plegada y tres esbeltos dardos con puntas erizadas de espolones. Al verme se detuvo en seco, en una postura que recordaba a la de una araña al acecho. Pero no tuve necesidad de ver eso último para saber que había tenido la mala suerte de toparme con una mujer-tarántula.
Así estuvimos unos instantes: yo sentado y con las manos sobre la espada, y ella a unos pasos, observándome. Luego, con lentitud, comenzó a aproximarse. Sus movimientos eran rítmicos y precisos, dotados de una cadencia que era sugerente y amenazadora a un tiempo, como las parsimoniosas danzas que bailan las mujeres-culebra de las montañas. Detuvo su avance a sólo cuatro pasos, y empezó a moverse de un lado a otro, con gestos complejos, hilvanando su hechizo en torno a mí, de la misma forma que una araña teje la tela alrededor de su víctima.
La contemplé deslumbrado. Tenía la boca hermosa, y sus vaivenes acompasados y llenos de fuerza encendían la imaginación. Sentado junto al manantial, con la mano sobre el puño de la espada, entorné los párpados y me dejé acariciar por el hechizo. Los contraluces del bosque moteaban el cuerpo de la mujer-araña, sus manos trenzaban dibujos que parecían flotar en el aire y, a cada paso, los músculos se perfilaban en sus muslos morenos…
Estuve a punto de sucumbir a aquel baile embrujado.
—Paz, manamaraga —conseguí articular con gran esfuerzo, y mi voz me sonó ronca a mí mismo.
Se inmovilizó de nuevo. Pero después de unos momentos vino a acuclillarse cerca, en otra de esas posturas que tanto recordaban a la de los arácnidos. Nos miramos en silencio durante largo rato. Se agazapaba totalmente quieta y sin embargo en tensión. Sus músculos jugueteaban bajo la piel oscurecida por el sol y yo no podía despegar mis ojos de ella. Tal como ocurre con algunas mujeres así, poseía un extraño atractivo; a pesar de que en su caso podía despedazarme con las manos desnudas, o tal vez por eso mismo, o quizá por ambas razones a un tiempo.
—Dime, ¿estás de caza? —Su voz pareció tañer y sostenerse en mis oídos, porque retazos de su hechizo aún flotaban junto al manantial.
—Voy detrás de Tuga Tursa. —Acaricié el pomo de mi espada—. Es una bruja mestiza.
—La conozco. No la encontrarás aquí. —Noté que, al hablar, tan sólo movía la boca, sin que el menor gesto rompiese su postura.
—Lo sé. Busco a una tal Sagalea, para hablar con ella.
—Ah, esa bruja gorda. Seguro que la encuentras en el mercado de Artam Orata.
—¿Cómo puedo llegar allí?
—Sigue el camino; está a menos de una legua.
—Gracias. —Meneé la cabeza.
Después de dar tantas vueltas, prácticamente perdido, la suerte me había llevado hasta quien buscaba.
—Ésa es la máscara de matar de Ansutar. —Me señaló el rostro, cambiando de golpe de tema.
—¿Ansutar? —La miré atónito—. No es de nadie, porque es una máscara de matar hecha para que la lleve gente-lobo. Es cierto que hubo un Ansutar que la llevó, pero eso fue hace mucho tiempo.
—Mucho tiempo, sí. —Sonrió de repente, confundiéndome aún más. Usaba esa máscara y cazó muchas cabezas. Pero tú no eres él.
No supe qué replicar a esos comentarios tan extraños, así que nada dije. Me limité a seguir acariciando, inseguro, el pomo de mi espada.
—El mercado aún durará —prosiguió, mirándome a los ojos—. No hay ninguna prisa. ¿Vendrás conmigo?
Dicen que las mujeres-araña acechan en despoblado, que obran conjuros sobre los hombres y que los atraen a la destrucción. Y es cierto. Pero también deberían hablar sobre cuánto le gusta a la gente coquetear con la muerte. Como hice yo, dejándole tejer su maleficio, y como hicieron tantos otros, que acudieron por su propia voluntad a las cuevas de las mujeres-araña, atraídos por sus míticas artes amatorias. Y casi ninguno fue visto nunca más.
—Gracias, no puede ser —rehusé con esfuerzo, sintiendo la boca seca al tiempo que cerraba la mano sobre la empuñadura de mi acero, presto ya a luchar.
Pero la mujer-tarántula no me atacó. Tan sólo se puso en pie y se apartó unos pasos.
—Calavai —dijo lentamente.
Y me dio la espalda y se fue.
Completamente desconcertado, observé su espalda acorazada hasta que desapareció tras el follaje. Luego yo también retomé mi camino.
La garganta serpenteaba un trecho hacia arriba, antes de desembocar en un páramo de brezales y rocas grises, salpicado de enebros dispersos, y en aquellos momentos batido por la solana y un viento ardiente. La senda corría entre las matas amarillentas hasta llegar al santuario de Artam Orata, que era visible allá a lo lejos, a unos tres mil metros. Mientras atravesaba aquel páramo, sofocado por los golpes de calor, entre el chirrido de los insectos, no pude menos que ir dándole vueltas en la cabeza a mi extraño encuentro con la mujer-tarántula.
Ahora creo que ella era una mascarena: el soporte físico de una personalidad antigua y plural, en la que se mezcla la suya propia y la de su máscara. Porque había mencionado a Ansutar, un hombre-lobo que había cazado cabezas con mi misma máscara de matar, pero doscientos años antes de que yo naciese. Nunca oí que hubiera entrado en las cuevas de las mujeres-araña, aunque hacerlo y sobrevivir significaba entrar en las leyendas. Pero ella se había despedido diciendo calavai y por eso pienso que fue así.
Porque
calavai
es una fórmula que emplean en ocasiones las mujeres pandalumes. Cuando el amor debe acabar, porque duele o es imposible, entonces se despiden diciendo calavai, que en falanai, la vieja lengua materna de los pandalumes, significa algo así como «no digas nada y vete». Es una simple palabra, que es como una sentencia y que deja el sabor de las cenizas.
Anduve lentamente a lo largo del sendero, escudriñando los matorrales con un venablo en cada mano, y deteniéndome cada cierto tiempo a otear los alrededores. La mujer-tarántula podía cambiar de humor y volver sobre sus pasos para atacarme; y ellas, como su animal epónimo, suelen emboscar a sus presas. Me sentía remiso a luchar con aquella extraña mujer y mi ánimo había decaído por culpa de su melancólica despedida. Quizá se debía a mis propios recuerdos o quizás a los del viejo Ansutar, impregnados en la máscara de matar.
Remonté las empinadas cuestas del farallón que hay al final del páramo, en dirección al santuario. El acantilado está carcomido, sembrado de cuevas poco profundas y una enorme puerta adintelada marca el perímetro del Orata, el santuario. Los estandartes amarillos con sellos rojos de la tregua ondeaban lánguidos sobre los taludes y, al pie de la puerta, dormitaba un hombre muy alto y delgado, apoyado en una larga lanza con penachos de arbitraje. Un arma desnudo, de cabeza calva y piel renegrida por el sol, con el cráneo, la frente y el puente de la nariz pintados de blanco: un hombre-buitre. Al verme llegar alzó la mano, esbozando el gesto de la paz.
—A juzgar por esa máscara que llevas ahí, yo diría que estás en la caza de cabezas —afirmó con cierta indolencia.
—Y no te equivocas.
—Has llegado a las puertas de Artam Orata. Esto es santuario. —Con el pulgar, señaló los anaqueles tallados en las grandes jambas de piedra de la puerta, sobre los que se alineaban hileras de cráneos humanos, pintados de colores—. No rompas la paz del mercado.
—¿Vas tú a enseñarme las costumbres de nuestra gente?
La ira pasó como un fogonazo por los ojos oscuros del hombre-buitre y, por un momento, pensé que me iba a atacar; porque los manamaragas son gente violenta y no temen a nadie. Pero se contuvo por respeto al santuario y el arbitraje.
—Bien dicho —aceptó a regañadientes, antes de franquearme el paso—. Bienvenido, lobo.
Antes de nada, subí hasta la oquedad que resguarda el orata del tutelar —una peana de roca, con gradas repletas de calaveras pintadas, donde se sienta la imagen broncínea del ídolo Artam— para presentar a éste mis respetos. Más abajo se levantaban los puestos del mercado: un batiburrillo de tenderetes, toldos o simples mantas extendidas sobre el suelo, en el que comerciantes y buhoneros exhibían sus mercaderías: armas, tabaco, alcohol, pócimas, mujeres, cerámica, telas…
Fui paseando sin prisas por el recinto. La feria estaba en su apogeo, los feroces habitantes de las Tierras Altas habían aplazado sus rencillas para comerciar, y entre los puestos deambulaba un gentío dispar, característico de aquel territorio. La mayoría eran manamaragas de aspecto truculento, así como brujas desnudas y pintadas. Pero también había hechiceros, mochas-pochas, mediarmas, gargales y toda clase de mestizos. Incluso se veía a algún que otro ogro de cabeza bestial; enormes, peludos, contrahechos; monstruos de apetitos brutales y escasa inteligencia que descollaban como torres sobre el resto de la concurrencia.
En mi deambular, descubrí a dos hombres sentados bajo el toldo de un mestizo. Uno era un hombrón de barba salvaje veteada de gris, desnudo como un montañés, con la cabeza y espaldas cubiertas por una piel de lobo teñida de rojo y amarillo. El otro era alto y descarnado. Su hacha de hoja muy larga, que remedaba una guadaña; la cabeza afeitada y las pinturas blancas que cubrían su cuerpo moreno para darle la apariencia de un esqueleto le delataban como santón de Ejaune, el tutelar de los muertos.
El manamaraga de la piel de lobo era el jefe Lobo Feroz, pariente mío, y en el santón reconocí a Arastacasta, que fuera también miembro de mi feral antes de entrar al servicio de Ejaune. Me despojé de la máscara, antes de arrimarme a ellos.
Con un gesto, Arastacasta me invitó a sentarme a su lado.
—Tú eres… —Lobo Feroz dejó la frase en el aire. Yo lo observé durante un momento bastante largo, antes de responder. Tenía los ojos entornados, el fusil cruzado sobre los muslos, se abanicaba con desgana y parecía, puede que por efectos del calor, más bien distante.
—Soy Corocota, hijo de Andatarú y cognato de las garzas. —Me identifiqué formalmente, dando el nombre de mi padre y el feral de mi madre; ya que yo era mucho más joven la última vez que les vi y podría ser que no se acordasen, por mi cara, de mí.
—Ah, entonces estuvimos juntos en la guerra del Oga Pantera.
Asentí con la cabeza y, hechas las presentaciones, charlamos un rato sobre los asuntos del feral, sobre este o aquel pariente, mientras mirábamos el ir y venir de gente. Abrí mis alforjas y me fumé una pipa de tabaco. Arastacasta se me antojó hombre reservado, aunque amable. Lobo Feroz hacía honor a su apodo, que entre los míos reservamos a los guerreros excepcionales pero de carácter turbulento; algo que, a éste en concreto, le había convertido en un manamaraga.
—¿Y qué te trae a ti por las Tierras Altas? —Arastacasta puso los ojos en la máscara de matar, antigua y de sobra conocida por mis parientes, que yo había depositado a mi lado.
—Busco la cabeza de Tuga Tursa, una bruja mestiza.
—Tursa Tumbalobos —rechinó Lobo Feroz—. Si le pongo la mano encima…
Decían que los prisioneros le duraban mucho a aquel jefe manamaraga, y aún más si eran mujeres. Fijé mis ojos por un instante en los suyos, que eran como brasas negras, y no tardé en apartarlos. No comparto esa pasión por la tortura que hemos heredado de los gargales y que tan querida resulta a algunos de los míos.
—Pero lo cierto es que he venido hasta aquí buscando a Sagalea, una bruja arma —maticé—, porque quiero intercambiar unas palabras con ella.
—Que sólo sea eso, ¿eh? —El santón señaló con la barbilla ladera arriba, al altar abarrotado de calaveras sonrientes.