—Sí, señor —le dijo el capitán Rion a Aethenir—. Nuestras espadas son inútiles ante una amenaza semejante.
«Por fin, las voces de la razón», pensó Félix.
—A pesar de todo —replicó Aethenir—, debemos acercarnos más para percibir qué lo provoca. Continuad remando.
Max miró de Félix a Oberhoff y Aethenir.
—Tal vez un poco más cerca —concedió, al fin—. Pero tened cuidado.
El capitán Oberhoff suspiró. Rion apretó los dientes. Intercambiaron una mirada de dolorosa complicidad. Félix y los demás volvieron a coger los remos a regañadientes y se pusieron a remar con lentitud. Había una división visible entre las agitadas olas del mar y la corriente rápida que giraba en torno al gran vórtice. Avanzaban con lentitud hacia la línea divisoria, midiendo cada impulso. Al fin comenzaron a sentir la fatal fuerza de la corriente en la quilla del bote.
—¡Ya nos arrastra! —dijo Félix, en voz más alta de lo que había pretendido.
—Entonces, retroceded ligeramente y manteneos allí —ordenó Aethenir, con calma, y avanzó hacia la proa.
Félix les echó una mirada a sus camaradas, mientras todos juntos remaban en sentido contrario para retroceder y detener la embarcación. Los espadachines parecían nerviosos, Gotrek furioso, y los elfos profundamente serenos. Al fin el bote se detuvo, oscilando sin parar en el agua al arrastrarlo la corriente en una dirección mientras los remos lo impulsaban en sentido contrario. La sensación era que se encontraban en equilibrio sobre rocas que se movían. Un solo resbalón, y caerían todos. Félix se enjugó con un hombro el sudor de la frente, y continuó remando hacia atrás.
Max se reunió con Claudia y Aethenir en la proa del bote, y cerró los ojos mientras murmuraba para sí. En torno a la canosa cabeza de Max comenzó a brillar un resplandor de luz. Unas ondulaciones alteraban el aire en torno a Aethenir. Claudia miraba hacia el trozo de cielo que se veía a tra-
vés del agujero abierto en las nubes, mientras susurraba con vehemencia.
Félix, Gotrek y los demás continuaban remando lenta pero constantemente para mantener quieto el bote, mientras las voces de los hechiceros se hacían más altas y monótonas. Los tres diferentes hechizos se entretejían y destejían como partes de una melodía ultraterrena, y Félix sentía que extrañas presiones y emociones inesperadas lo acometían desde fuera y desde dentro. Claudia comenzó a mecerse, y Félix temió —o tal vez deseó—, que se cayera del bote.
En medio de todo esto, el capitán Oberhoff gritó:
—¡Un barco!
Max interrumpió el encantamiento al instante; Claudia y Aethenir, más a regañadientes. Gotrek, Félix y los otros se volvieron a mirar en la dirección que señalaba el capitán. Al otro lado del ojo de la tormenta se movía una forma oscura, justo dentro de la cortina de lluvia.
—No dejéis de remar, humano —dijo el capitán Rion.
Félix se apresuró a coger el remo otra vez, pero la rápida mirada le había permitido ver un barco de negro casco, pequeño pero con una proa afilada como un cuchillo, con velas negras y largos remos a ambos lados.
—Que Asuryan salve a sus nobles hijos —dijo Aethenir, cuya pálida piel se volvió aún más blanca—. Es lo que yo temía. Los corsarios de Naggaroth.
—¿Los qué? —preguntó el capitán Oberhoff.
—Los elfos oscuros —replicó Max.
—Será mejor que regresemos a la orilla —dijo Félix.
Max asintió.
—Sería lo más prudente, sí.
—¡Pero el origen de la profecía…! —exclamó Claudia.
Nadie la escuchó. Ni siquiera Aethenir, que ahora contemplaba la negra nave con petrificado terror. Gotrek, Félix y los guerreros humanos y elfos se inclinaron sobre los remos y comenzaron a remar nuevamente, ahora con mayor rapidez. A pesar de eso, apenas si lograban alejarse del vórtice.
—Señor Aethenir, fraulein Pallenberger, sentaos —dijo Max—. Debemos mantenernos tan encogidos como podamos, y abrigar la esperanza de que no nos vean.
Claudia y Aethenir se acuclillaron, ella malhumorada y él como una tienda que se desplomara. El elfo se volvió a mirar a los remeros.
—¿No podemos movernos más aprisa? —preguntó.
—Si queréis ir más rápido —dijo Gotrek—, remad.
El alto elfo miró con horror el último par de remos que yacían en el fondo del bote.
—Imposible. Nunca he…
—Dejadme a mí —dijo el capitán Oberhoff, que avanzó y cogió uno de los remos.
—Y yo cogeré el otro —decidió Max.
El capitán de la Guardia del Reik y el magíster se sentaron en el banco libre, encajaron los remos en los toletes y se pusieron a remar con los demás.
Gotrek bufó mirando a Aethenir con asco.
—Deja que el viejo reme. Miserable de muñecas débiles…
Las murmuradas protestas se apagaron cuando se puso a remar con ganas otra vez. Continuaron afanándose con toda la fuerza posible, mientras la oscura nave continuaba su ruta circular en torno al ojo de la tormenta, pero incluso con la ayuda adicional de Max y Oberhoff, se movían realmente con mucha lentitud.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Claudia, que observaba el barco.
—Mantenerse a una sensata distancia del agujero —replicó Félix, con tono lúgubre.
—Deberíamos haber probado eso —masculló el capitán Oberhoff, para sí.
La nave negra se les acercaba, moviéndose como el segundero de un reloj en torno al borde del círculo. Félix se dio cuenta de que se inclinaba sobre los remos para intentar mantenerse tan abajo como le fuera posible. Al cabo de poco, la nave druchii estaba ya lo bastante cerca como para que pudiera distinguir, incluso a través de la cortina de lluvia, cada una de las cuerdas que ascendían desde las negras velas, y a los elfos que subían por ellas. Vio un destello del bruñido casco de un oficial que se encontraba en la cubierta de popa, y los crueles emblemas de las banderas que ondulaban en los extremos de los mástiles.
La nave estaba ya casi paralela a ellos. Félix contuvo la respiración. «Pasad de largo —pensó, cerrando los ojos—. Pasad de largo. Dejadnos atrás y continuad en torno al círculo. Un impulso más y nos habremos marchado.»
Pero, ¡ay!, funcionó tan bien como la mayoría de los encantamientos infantiles. Se oyó un áspero grito al otro lado del agua, y Félix volvió a abrir los ojos. Un marinero druchii los estaba señalando desde lo alto de un mástil y les gritaba a los que estaban en cubierta.
—Ya la hemos liado —dijo el capitán Oberhoff, y maldijo.
Con una rapidez que indicaba un capitán decidido y una tripulación bien entrenada, la negra nave se desvió de su curso y se dirigió directamente hacia ellos; las empapadas velas negras brillaron como el caparazón de un escarabajo al entrar en la zona soleada del ojo de la tormenta. Atravesó a una velocidad alarmante el abierto círculo de mar en línea oblicua, hacia ellos, como un cuchillo que atravesara un plato.
—¡Remad! —gritó Aethenir—. ¡Remad más rápido!
—¿Por qué no le das un buen uso a tu aliento? —contestó Gotrek, mientras remaba con todas sus fuerzas.
—¿Ninguno de vosotros tiene ningún hechizo que nos pueda ayudar? —preguntó Félix, antes de que el elfo pudiera devolver el insulto.
—Todos mis hechizos son de sanación y adivinación —dijo Aethenir.
—Remar es más útil que cualquier cosa que fuera capaz de hacer en este momento —contestó Max.
Félix desvió la mirada hacia la vidente.
—¿Claudia?
—No… no sé —replicó ella, impotente.
Félix apretó los dientes mientras él, Gotrek y los demás remaban con toda su alma. A pesar de esto, el pequeño bote se movía muy poco a poco, mientras que la nave druchii se les aproximaba segundo a segundo. Era como una de esas pesadillas en las que uno corre y nunca parece llegar a ninguna parte.
—¡Tiene intención de embestirnos! —gritó Aethenir—. ¿No tiene miedo de ser arrastrado por el remolino?
—Es lo bastante veloz y cuenta con la vela suficiente como para salir —dijo Max—. Nosotros no.
El pequeño bote se movía ahora más velozmente al alejarse del insidioso influjo del remolino, pero no lo bastante. La negra nave se encontraba ya a apenas cincuenta metros de dios. No había manera de que pudieran escapar.
—Es inútil —dijo Aethenir—. Esto es nuestra perdición.
—Qué bien —dijo Gotrek, al tiempo que dejaba caer el remo y sacaba el hacha de la funda que llevaba a la espalda. Avanzó hasta la proa y agitó una mano carnosa para llamar .1 la nave que se les echaba encima—. ¡Vamos, esqueletos barbilampiños, que convertiré en madera de deriva ese mondadientes flotante!
Todos los demás se prepararon para el impacto. No obstante, el capitán druchii no los atacó directamente. Por el contrario, en el último momento viró bruscamente a babor y pasó a poco más de la distancia de un brazo.
Pero aunque el barco no los tocó, sí que lo hizo la estela de proa, que casi volcó el bote, lo hizo ascender y retroceder sobre una montaña de espuma blanca, y derribó de los bancos a Félix y los demás remeros. Gotrek se fue de cabeza al agua, y si no desapareció bajo las olas, fue porque se aferró a un remo en el momento de caer y se sujetó a él con desesperación. Félix oyó risas altivas procedentes de la negra nave cuando el alto casco pasó susurrando a pocos metros de ellos.
Mientras los demás se recuperaban, Félix se puso de rodillas y cogió al Matador por un brazo para ayudarlo.
—¿De qué estaban riéndose esos villanos? —preguntó el capitán Oberhoff, mientras se incorporaba de vuelta a su sitio en el banco de remero—. Han fallado.
—No —lo contradijo Aethenir, que miraba hacia el remolino—. No han fallado.
Félix y los demás se volvieron para ver qué estaba mirando. A Félix se le cayó el corazón a los pies. El pequeño bote se había adentrado ahora en la franja de veloz corriente que rodeaba el vórtice. Sentía que los atraía como si fuera una amante voraz.
—Mariconazos —dijo el capitán Oberhoff.
—Remad —gritó Max—. ¡Rápido, amigos!
Gotrek, Félix, elfos y hombres volvieron a coger los remos e intentaron bogar al unísono. Era inútil. La corriente los arrastraba cada vez más cerca del centro. Y ellos no conseguían nada más que hacer girar el bote hacia un lado u otro. A Félix se le heló la sangre. No había forma de salir. Mori-
rían allí, no vencidos por algún grandioso monstruo o astuto enemigo, sino por la simple fuerza de gravedad. El vórtice los atraería hacia su garganta, y se ahogarían.
La destellante pendiente se acercaba cada vez más, tan lisa y brillante que casi parecía inmóvil. Félix miró a sus compañeros. Gotrek, el capitán Oberhoff y sus hombres de la Guardia del Reik, Rion y sus guerreros, se inclinaban todos ceñudamente sobre los remos, intentándolo hasta el último momento. Max también remaba, pero sus ojos parecían mirar hacia un sitio remoto, como si buscara una solución. Claudia, acuclillada en la proa y murmurando para sí, tenía los ojos muy abiertos y fijos en el remolino. Aethenir también parecía rezar, con los ojos cerrados y las delicadas manos unidas en un gesto de súplica.
—Sigmar, recíbeme en tu salón —murmuraba el capitán Oberhoff, una y otra vez, con los ojos cerrados, y Félix descubrió que estaba repitiendo la plegaria con él.
Y luego se inclinaron para caer hacia el fondo, deslizándose por la pendiente como un mármol que describiera un espiral descendente dentro de un embudo de vidrio verde. El ángulo de la pendiente se hacía cada vez más pronunciado, y todos se encogieron dentro del bote y se aferraron a la borda. Al final, la pendiente se hizo completamente vertical y se precipitaron en caída libre.
Claudia chilló, y Félix temía haber hecho lo mismo. Los demás maldecían y gritaban; comenzaban a caer a mayor velocidad que el bote, frenado por la fricción del casco contra las paredes de agua. Félix se aferró por instinto a uno de los bancos y se mantuvo dentro de la embarcación, para luego mirar hacia el fondo del pozo verde, aterrorizado pero decidido a enfrentar a la muerte cara a cara. La conmoción causada por lo que vio casi le arrancó el miedo de cuajo. En primer lugar, las pareces del remolino no descendían en línea oblicua para unirse en el fondo, como cabía esperar, sino que lo hacían en línea recta y dejaban un círculo de suelo marino de unos ochocientos metros de diámetro expuesto al cielo. En segundo lugar, alzándose de ese fangoso suelo vio las dispersas torres blancas y ruinosos edificios de una ciudad antigua.
—¡Por la Reina Eterna! —exclamó Aethenir.
—Una ciudad —dijo Max con reverencia.
Una ciudad que sería su lugar de descanso eterno dentro de unos segundos, pensó Félix.
El murmullo de Claudia se hizo más agudo y sonoro. Félix no sabía a qué dios o diosa le estaba rezando, pero daba la impresión de que quienquiera que fuese, no estaba escuchando.
—Ésta es una mala muerte—dijo Gotrek, mirando con ferocidad el suelo marino, que se aproximaba con rapidez.
—Estoy de acuerdo —convino Félix, en cuya garganta se formó un nudo de impotencia. Ahora ya no podría averiguar jamás qué le había sucedido a su padre. Ya no resolvería las cosas con Ulrika. Ya no acabaría el poema épico de la muerte de Gotrek. De todo ello culpaba directamente a Claudia. Sus condenadas visiones los habían llevado hasta allí. Aquella mujer había parecido decidida a arruinarle la vida y la paz mental desde el primer momento en que le puso los ojos encima. Esta calamidad era exactamente lo que ella merecía por su estupidez. Se habría reído de la muerte de ella de no haber estado a punto de compartirla.
De repente, la vidente se levantó de la postura acuclillada, extendió los brazos y se zambulló desde el bote. Félix se quedó mirándola fijamente. ¿Se había vuelto loca, al fin? ¿Estaba cediendo a lo inevitable?
Pero entonces, la muchacha se elevó por encima de ellos —o, más bien, ellos cayeron más velozmente—, al tiempo que ella giraba y barría el aire con un brazo, hacia ellos. Félix se sintió abofeteado por un viento imposible, un viento procedente de debajo, un viento que le tironeaba de las mangas y la capa e intentaba que se soltara del bote.
—¿Qué sucede? —gritó uno de los caballeros de la Guardia del Reik—. ¿Qué está haciendo la bruja?
—¡Soltaos! —gritó Max—. No puede sostener también el bote.
A Félix se le salieron los ojos de las órbitas mientras la vergüenza le inundaba el corazón. La muchacha estaba intentando salvarlos con algún tipo de hechizo de viento. Luchó contra la natural inclinación a sujetarse, y obligó a sus dedos a soltar el bote.