Mataelfos (16 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Mataelfos
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Cuando llegó al agujero, Félix se inclinó para recoger el extremo de otro de los lazos que Gotrek tenía en torno a su cuerpo, y luego se lanzó hacia delante cuando las zarpas de la rata ogro pasaron zumbando por encima de su cabeza. Rodó hasta ponerse de pie y se encaró con la enorme rata ogro, que alzó los brazos y atacó. Félix se apartó a un lado sin soltar la cuerda, al tiempo que barría el aire con la espada hacia los emboscados que lo merodeaban para meterlo en el saco. La bestia tropezó con la cuerda. Félix corrió rápidamente para situarse detrás de ella y envolverle la cintura con la cuerda.

—¡Venga, rata de cloaca hiperdesarrollada! —gritó, blandiendo la espada—. ¡Ven a morir!

El monstruo lo complació y avanzó con un bramido salvaje, mientras Félix retrocedía para esquivarlo. La cuerda que rodeaba la cintura de la rata ogro se tensó tras ella, y en medio de una explosión de arena Gotrek fue arrastrado fuera del agujero… ¡por el cuello!

Félix quedó boquiabierto, y casi se vuelve loco por la desesperación. ¡Había cogido la cuerda equivocada! ¡Por Sigmar! ¿Habría ahorcado al Matador?

Félix se lanzó hacia un lado, cosa que obligó a la rata ogro a detenerse y cambiar de dirección. La cuerda quedó floja y, para su gran alivio, Félix vio que Gotrek se levantaba sobre pies tambaleantes, maldiciendo y manoteando el lazo que le había atrapado la barba contra el cuello.

La gigantesca bestia volvió a atacar con las zarpas. Félix retrocedió, luego avanzó corriendo para pasar por debajo de uno de sus descomunales brazos y le clavó una estocada entre las costillas. La punta del arma se hundió profundamente. El monstruo rugió y giró bruscamente, con lo que arrancó la espada de manos de Félix y lo derribó al suelo de un codazo.

La bestia alzó los puños por encima de la cabeza para asestarle el golpe mortal. Félix gateó débilmente de espaldas, desarmado y aturdido, convencido de que había llegado su fin. Pero, de repente, la rata ogro caía hacia un lado al desaparecerle la pierna derecha en medio de una lluvia de sangre. Se desplomó de espaldas, debatiéndose y chillando. Gotrek se encontraba detrás de ella, con el hacha goteando sangre. Levantó el arma en alto y luego la descargó para atravesar el cráneo de la bestia con un repugnante crujido. El cuerpo hinchado de músculos quedó laxo, y Félix suspiró de alivio.

Gotrek arrancó el hacha del cráneo de la rata ogro y corrió hacia los asesinos skavens, que volvían a acercarse sigilosamente.

—Tienes un extraño sentido del humor, humano.

—¡Cogí la cuerda equivocada! —dijo Félix, mientras se ponía de pie, tambaleante, y se unía al enano—. No lo hice a propósito.

No obstante, daba la impresión de que los asesinos habían tenido suficiente. Se dispersaron como cucarachas ante Gotrek y Félix, soltando silbidos agudos mientras corrían.

Al parecer, los silbidos eran una señal, porque la muchedumbre skaven que aún acometía a los caballeros de la Guardia del Reik y al séquito de Aethenir abandonó la batalla y corrió de vuelta hacia la orilla. Los hombres y los elfos los persiguieron, pero los hombres rata se zambulleron en las olas y se pusieron a nadar con fuerza mar adentro, por las oscuras aguas en las que sus hocicos dejaban estelas.

Félix los observaba mientras él y Gotrek bajaban hasta el rompiente.

—¿Adonde van? —preguntó—. ¿Acaso tienen un barco?

Gotrek se encogió de hombros. A la vista no había más barco que el Orgullo de Skinstaad, ahora quemado hasta la línea de flotación y hundiéndose con rapidez.

—Espero que se ahoguen.

Félix elevó una silenciosa plegaria por el capitán Breda y sus tripulantes, mientras echaba una última mirada al barco moribundo, y luego se volvió para valorar las consecuencias de la batalla. La playa estaba sembrada de cuerpos de skavens, mutilados bultos peludos rodeados de sangre roja coagulada. Sin embargo, tendidos entre los horrores había demasiados hombres y elfos. Dos de los altos elfos habían muerto, destripados mientras estaban inconscientes a causa del gas somnífero de los skavens. También habían muerto cuatro de los espadachines de la Guardia del Reik, ensartados por lanzas skaven, y un quinto agonizaba mientras le manaba un río de sangre por un tajo profundo que tenía en el interior de un muslo. Los únicos que quedaban en pie eran el capitán Oberhoff y dos de sus hombres, e incluso ellos presentaban numerosas heridas sangrantes. Estaban arrodillados junto al hombre moribundo, al que le cogían las manos y le decían palabras de consuelo mientras la cara se le ponía cada vez más pálida. El capitán Rion rezaba junto a los dos elfos caídos.

Max, Claudia y Aethenir estaban ilesos. Las guardias de ambos habían cumplido con su misión y pagado por ello. Aethenir hacía hechizos de sanación sobre los elfos heridos, y Max estaba esperando a que los soldados de la Guardia del Reik acabaran de despedirse de su compañero para poder curarlos también con su magia. Claudia se encontraba arrodillada sobre la arena mojada, empapada hasta los huesos, y miraba con ojos fijos la carnicería que la rodeaba, inexpresiva a causa de la conmoción. Félix estuvo a punto de preguntarle si estaba disfrutando de su libertad, pero decidió que eso era demasiado cruel y contuvo la lengua.

Max miró a Gotrek y a Félix cuando se aproximaron.

—Iban tras vosotros —dijo, con amargura—. Debería haber recordado que siempre lleváis problemas adondequiera que vayáis.

Félix negó con la cabeza.

—No lo entiendo. ¿Qué quieren de nosotros? Es cierto que luchamos contra ellos, pero fue hace veinte años. Es imposible que éstos sean los mismos, ¿verdad?

Max se encogió de hombros.

—De todos modos, os quieren, y os quieren vivos. Habéis sido los únicos a los que no han intentado matar. Sólo espero que no vuelvan por vosotros hasta que nos hayamos separado.

Félix asintió mientras reprimía una ola de culpabilidad. Max tenía razón. El ataque skaven les había hecho daño a todos menos a sus objetivos. Estaba a punto de hablarle a Max de los ataques que habían sufrido en Altdorf y Marienburgo, cuando un destello rojo y azul que percibió en el pecho de uno de los asesinos skavens, atrajo su atención. Parecía fuera de lugar en medio de las mugrientas posesiones del resto de los hombres rata.

Se acercó a él y apartó con la punta de un pie el harapiento atuendo negro de la alimaña. En un cordel sucio que le rodeaba el cuello llevaba enhebrada una colección de baratijas diversas: huesos, monedas, una oreja humana, trocitos de ámbar y hojalata y, en medio de todas estas porquerías, un vistoso anillo con zafiros engarzados en torno a la letra «J», resaltada por rubíes.

Félix parpadeó durante varios segundos al verlo, sin comprender. Lo reconoció, pero estaba tan fuera de lugar en ese entorno, que, por un momento, no lo identificó. Luego lo supo, y se le heló el corazón.

Era el anillo de su padre.

Capítulo 8

—¡Debemos regresar a Altdorf! —gritó Félix, y arrancó el anillo del cordel que rodeaba el cuello del skaven—. ¡De inmediato!

Los otros se volvieron a mirarlo con curiosidad.

Félix alzó el anillo.

—¡Esta vil criatura tenía el anillo de mi padre! Tiene que haber… tiene que haber… —Félix descubrió que no lograba decir en voz alta lo que temía que hubiera hecho el skaven—. No sé lo que ha hecho. ¡Pero tengo que regresar de inmediato a Altdorf para averiguarlo!

Los ojos de Gotrek se entrecerraron al mirar el anillo.

Max avanzó hacia él, preocupado.

—Félix, esto es terrible. ¿Estás seguro de que es el anillo de tu padre?

—Por supuesto que estoy seguro —le espetó Félix, y se lo enseñó—. Míralo. Tiene la «J» de Jaeger. La última vez que lo vi, fue en su mano. ¡Los skaven han estado en su casa! ¡Debo regresar lo antes posible!

—¡No! —gritó Claudia, detrás de ellos—. ¡No lo haréis!

Se volvieron. Ella estaba luchando para ponerse de pie, estorbada por el ropón empapado.

Félix le dirigió una mirada feroz.

—¿Estáis dándome una orden? —preguntó, acalorado.

—No —dijo ella, una vez más, mirando sin ver más allá de él, hacia el mar, con los ojos en blanco—. No nos mar-

charemos. —Extendió un dedo tembloroso para señalar más allá de la columna de humo negro que era cuanto ahora quedaba del Orgullo de Skinstaad—. ¡Iremos allí! ¡Es allí donde reside el mal!

Félix maldijo por lo bajo. Maldita muchacha y sus inconvenientes visiones. Realmente comenzaba a creer que lo hacía a propósito.

Los demás miraron en la dirección que ella señalaba, al otro lado de las aguas. Félix, a regañadientes, los imitó con la esperanza de que no hubiera nada. Por desgracia, sí lo había.

Más o menos a un kilómetro y medio, una distancia a la que no habían podido ver en el momento más torrencial de la lluvia, se había abierto una brecha en las espesas nubes que cubrían el cielo de uno a otro horizonte, y los bordes desiguales de la brecha estaban girando lentamente como gachas removidas por una cuchara. Por el agujero descendía un recto haz de pálida luz solar. Félix se estremeció ante el antinatural espectáculo. Con toda la niebla y la lluvia, resultaba difícil estar seguro, pero daba la impresión de que el agua que estaba situada debajo de la abertura giraba exactamente del mismo modo que las nubes.

—¡No, maldición! ¡Me niego! —dijo, mientras la sangre le latía con fuerza en las sienes—. ¡Por una vez, los males antiguos del amanecer de los tiempos pueden esperar! Mi padre podría estar… ¡podría estar herido, y tengo intención de regresar de inmediato a su lado!

—No tenemos barco, humano —dijo Gotrek.

—¡No me importa! ¡Iré a pie!

—Ciertamente, caminaremos —dijo Max, con el tono paciente que usaría para hablar con un niño enfurruñado—. Ahora no tenemos elección. Pero dado que estamos aquí, deberíamos hacer lo que hemos venido a hacer. Un día no supondrá ninguna diferencia.

—Podría suponer toda la diferencia del mundo —gritó Félix, mientras los recorría a todos con una mirada feroz. ¿Es que no lo entendían? Su padre podría estar agonizando. Los skaven podrían haberle hecho cualquier cosa.

Gotrek se arrodilló para limpiar la sangre del hacha con un puñado de arena.

—Las ratas ya han hecho lo que han hecho, humano —dijo, sin alzar la mirada—. Por muy rápidamente que regresemos, no podemos hacer retroceder el tiempo.

Félix reprimió una colérica respuesta, mientras intentaba hallar un fallo en la fría lógica del Matador, pero al fin, tras asestarle una última patada al skaven muerto, suspiró.

—Vale, de acuerdo. Vayamos a echar una mirada al lugar en el que reside el mal, pero luego yo regresaré a Altdorf, con o sin ti.

—Gracias, Félix —dijo Max.

Los demás dieron media vuelta y comenzaron a prepararse para remar hacia la brecha abierta en las nubes. Félix fue hasta la rata ogro muerta y se dispuso a arrancarle la espada de entre las costillas.

—Humano —dijo Gotrek.

Al volverse, Félix se encontró con que el Matador tenía fijo en él su único ojo duro.

—La venganza es paciente —dijo Gotrek, luego enfundó el hacha y se alejó.

Media hora más tarde, después de que Max y Aethenir se hubieran ocupado lo mejor posible de las heridas de los supervivientes, y tras enterrar los cuerpos de los muertos en la arena y marcar las sepulturas con el fin de poder recuperarlos más tarde, el resto del grupo de desembarco partió hacia las arremolinadas nubes en un solo bote. Gotrek, Félix, el capitán Rion, sus tres elfos ilesos y los dos espadachines de la Guardia del Reik que quedaban se ocuparon de los remos, mientras que Aethenir, Max, el elfo herido y el capitán Oberhoff se sentaron en la parte posterior, y Claudia se situó de pie en la proa, con la mirada fija en el viento y la lluvia, como un mascarón de proa viviente. Félix resistió varias veces el impulso de empujarla.

Durante el viaje, en más de un par de ocasiones tuvo la clara sensación de que los observaban, pero cuando miraba hacia tierra no veía a nadie en la orilla ni ningún hocico skaven que asomara del agua, así que decidió que era cosa de su imaginación, aunque continuaba siendo un misterio adónde habían ido los hombres rata que se habían alejado a nado.

Cuando más se acercaban a la abertura de las arremolinadas nubes, más disminuía la lluvia, hasta que, a unos ochocientos metros de distancia, llegaron al ojo de la rara tormenta y se encontraron con un aire claro y límpido donde el sol de otoño penetraba en un haz oblicuo a través de la abertura irregular y brillaba sobre el agua azul oscuro… y sobre algo más.

Dado que se encontraba de pie en la proa, Claudia fue la primera que lo vio.

—Hay… hay un agujero. En el agua.

Félix dejó de remar y se volvió a mirar, junto con los demás.

—¿Un agujero?

Max se puso de pie, se apantalló los ojos y miró hacia delante.

—Un remolino.

—¡Es… es enorme! —dijo el capitán Oberhoff.

Gotrek gruñó, como para decir que era exactamente el tipo de cosas que él esperaba del agua.

Félix se levantó para mirar. En efecto, había un remolino, y era, en efecto, enorme —de casi ochocientos metros de diámetro—, un reflejo exacto del agujero que había en las nubes que giraban en lo alto. En torno a él, el mar giraba y hacía espuma como si cayera por un desagüe, y ahora que habían salido de la lluvia percibieron un ruido como de olas que rompieran interminablemente. Félix tragó saliva, aterrorizado. Era una gran boca abierta en el mar, ansiosa por tragárselos.

—Bueno, ahí lo tenemos —dijo, nervioso—. Ahora que ya lo hemos visto, podemos regresar. Le decimos al Consejo Supremo de Marienburgo que un remolino va hacia ellos, y así podrán… eh… tomar medidas.

—El remolino no es la amenaza —lo contradijo Claudia—, sino lo que hay dentro de él. Puedo percibirlo, pero tenemos que acercarnos más.

Félix maldijo. Las visiones de aquella mujer no dejaban de meterlos en problemas. ¿Acaso las profecías no deberían ser una advertencia destinada a alejar a las personas de los peligros, en lugar de arrastrarlas hacia ellos?

—¡No podéis hablar en serio! ¡Se nos tragará! ¡Moriremos!

—También yo lo percibo —dijo Aethenir—. Aquí hay un gran mal. Continuad remando.

Félix miró a Max en busca de apoyo. El hechicero vacilaba, pero Félix vio en sus ojos el insaciable deseo de conocimiento.

—Yo no puedo protegeros de eso, señor magíster —intervino el capitán Oberhoff—. Será mejor dar media vuelta.

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