Un parpadeo más tarde volvió a hallarse sumido en la lucha contra sus oponentes. Se agachó para evitar una enorme cuchilla que barría el aire hacia su cabeza, y luego apuñaló con la daga al hombre que la blandía, a la vez que usaba el chafarote para abrir un tajo en una muñeca que empuñaba un cuchillo, antes de que se lo clavara. No tenía ni idea de a quién pertenecía la muñeca. Su campo visual se había reducido a sólo las armas que iban hacia él. Una estocada de espada corta dirigida a su entrepierna. Golpeó con fuerza los dedos que la sujetaban, y el arma repiqueteó en el suelo. Una hacha de mano hendía el aire hacia su cabeza. Se agachó y se desvió a un lado, le dio un golpe de hombro a alguien en las costillas, y destripó a otro más. El hacha de mano le dejó un corte en un hombro, ¡el mismo que le había herido la daga! Siseó de dolor mientras respondía con una colérica estocada, y se sintió gratificado al oír un alarido. Un cuchillo le rozó una mejilla, y él atacó con el chafarote. El cuchillero se desplomó con el cuello cortado hasta el hueso.
Los últimos dos hombres retrocedieron ante él, se escabulleron a través de la trampilla y corrieron hacia la oscuridad del otro lado. Félix comenzó a avanzar, gruñendo.
—No te dejes atraer, humano —dijo Gotrek desde detrás.
Con un esfuerzo, Félix se contuvo para no perseguir a los fugitivos. Siempre le asombraba cómo, cuando se le encendía la sangre, estaba dispuesto a hacer cosas que no habría hecho ni por todo el oro del mundo cuando estaba tranquilo y pensaba con claridad.
Se volvió. Todos los hombres que los habían atacado estaban muertos o habían huido. La sala era un osario. Los cuerpos les llegaban hasta las rodillas. Gotrek tenía algunos cortes sin importancia, pero, por lo demás, estaba ileso. El Matador miraba con ferocidad a Ulrika, mientras ella se arrancaba el cuchillo del estómago y lo arrojaba a un lado con un mohín de fastidio.
—Mi jubón tileano —dijo—. Hará falta bastante… —Calló al ver la mirada de Gotrek, y puso los ojos en blanco—. ¿Aún tienes ganas de matarme, Matador?
—Eres un monstruo —gruñó Gotrek.
—Un monstruo al que tú permitiste que surgiera a la existencia.
Gotrek le enseñó los dientes.
—Eso hace que sea aún peor.
—Tal vez deberíamos zanjar esto más tarde —dijo Félix, que miraba a su alrededor con inquietud, mientras recuperaba la espada rúnica del estómago de uno de los hombres a los que había matado.
Ulrika alzó el mentón y ladeó la cabeza.
—Buena idea. Vienen más.
—¿Por dónde? —preguntó Gotrek, ansioso.
Ella señaló la pared de la izquierda con un movimiento de cabeza.
—Deberíamos evitarlos.
—¿Evitarlos? —Gotrek parecía tan asqueado como si ella le hubiera sugerido que besara a un orco.
Ulrika suspiró.
—Nunca has sido un genio de la estrategia, ¿verdad, Matador? —Continuó como si hablara con un niño inusitadamente lento de entendimiento—: Si luchamos a cada paso que damos, los jefes tendrán tiempo para escabullirse o cambiar la pólvora de sitio.
Ahora, incluso Félix oía los correteos, y procedían de distintas direcciones.
—Entonces, larguémonos.
Pero Gotrek continuaba mirando a Ulrika con ferocidad.
—¿Qué? —le espetó ella, impaciente.
Al fin, él gruñó y se volvió hacia el corredor interior.
—Sígueme.
Ulrika le lanzó a Félix una mirada interrogativa, como si preguntara: «¿Se refiere a mí?». Félix se encogió de hombros, y ambos siguieron al enano hacia el corredor.
* * *
Félix no veía casi nada, pero oía que un poco más adelante unos hombres iban hacia ellos.
—¿A esto le llamas tú evitarlos? —preguntó Ulrika.
—Cállate, sanguijuela —gruñó Gotrek.
El enano palpó las paredes con los dedos. La composición de éstas cambiaba casi a cada paso: ladrillo, madera, yeso, piedra. Era obvio que aquellas bodegas habían sido reconstruidas incontables veces. Gotrek giró en un recodo. El sonido de los pasos aumentó, y oyeron otros que iban hacia ellos desde atrás.
—¡Ja! —exclamó el Matador, que se puso a palpar de arriba abajo una sección de ladrillo—. Sabía que tenía que haber otra.
Félix miraba el corredor en una y otra dirección, ansioso. Por el sonido daba la impresión de que ambos grupos estaban casi sobre ellos.
Con un gruñido de satisfacción, Gotrek se valió de una de sus gruesas uñas para arrancar un trozo de lo que parecía mortero suelto. Se oyó un chasquido y una parte de la pared giró hacia fuera para dejar a la vista una escalera que descendía.
—Adentro. Rápido —dijo el Matador.
Félix y Ulrika atravesaron la puerta secreta, y Gotrek tiró de ella para cerrarla y los sumió a todos en la oscuridad. Cuando se oyó el chasquido que indicaba que la puerta había vuelto a cerrarse, unas botas llegaron atronando por ambos lados del corredor y se detuvieron justo frente a ellos.
—¿Dónde están? —preguntó una voz áspera.
—Iban hacia vosotros —dijo otro—. No me digáis que los dejasteis pasar de largo sin daros cuenta.
—¡Nadie pasó junto a nosotros! —protestó la primera voz—. Debéis de haberlos perdido. ¡Volved a buscarlos por donde habéis venido!
Los dos grupos se separaron de nuevo, y el sonido de las botas se desvaneció a lo lejos.
—Un agujero del que ni siquiera las cucarachas conocen la existencia —dijo Ulrika—. Interesante.
Gotrek olfateó el aire.
—Huelo humo y carne. Están abajo. —Avanzó hasta la escalera—. Cógeme del hombro, humano.
Comenzaron a descender, con Gotrek y Ulrika delante, y Félix dando traspiés tras ellos. Apretaba los dientes de frustración. ¿Por qué era siempre él quien no podía ver en la oscuridad?
* * *
—Oye, ¿y cómo te has enterado de que estos hombres tenían la pólvora? —preguntó Félix cuando hubieron bajado unos cuantos tramos de escalera.
—La condesa Gabriella oye muchas cosas —respondió Ulrika—. Entre ellas, estaba el rumor de que la Llama Purificadora efectuaría pronto un ataque contra la Escuela Imperial de Artillería que sería el principio del incendio de toda Nuln.
—¡¿Qué?! —exclamó Félix—. ¿Tienen intención de hacer volar la escuela?
—Sí —dijo Ulrika—. Cuando la condesa se enteró de que habían robado la pólvora, se preguntó si no sería la Llama Purificadora la que se la habría comprado a los ladrones, y me envió a investigar. Mientras vosotros os zambullíais en el Reik, yo aparté a uno de los agitadores de máscara amarilla que encabezaban la revuelta y lo interrogué. Me confirmó que las sospechas de la condesa eran correctas.
—¿Habló? —preguntó Félix, sorprendido.
—Ya lo creo. —Ulrika rió entre dientes—. Le drené todo lo que sabía.
Gotrek escupió, asqueado.
—¿Y qué le importa a tu señora la seguridad de Nuln? —preguntó.
—Le importa Nuln precisamente del mismo modo que a una pastora le preocupan sus ovejas —fue la remilgada respuesta de Ulrika.
Gotrek gruñó, pero no dijo nada.
Tras bajar otro tramo de escalera, el Matador se detuvo en el rellano.
—Quedaos atrás —dijo, y apartó el hombro para deshacerse de la mano de Félix.
Jaeger escuchó y, por los suaves sonidos que siguieron, intentó entender qué estaba haciendo el enano. Luego, apareció repentinamente una fina línea de luz de antorcha que iluminó el feo rostro de Gotrek y bañó el resto del rellano con un resplandor mortecino que les permitió ver que la escalera continuaba descendiendo.
Gotrek espió con su único ojo a través de la puerta apenas abierta que daba al rellano. Félix fue a situarse detrás de él y miró por encima de su hombro.
Aunque sólo podía abarcar una estrecha franja de la habitación del otro lado, vio que era espaciosa, con alto techo abovedado, y que la pared opuesta quedaba a más de treinta pasos de distancia. Había un gran cuadrado de tela amarilla en la pared izquierda, por encima de lo que parecía ser una especie de escenario: tablones colocados sobre una estructura formada por barriles viejos.
—Deben de haber escapado —resonó una voz plañidera en el interior—. Hemos registrado todas las bodegas.
—¿Escapado? —dijo una voz de clase alta—. Eso me resulta difícil de creer. Volved a buscar, de arriba abajo. No podemos permitir que nos interrumpan ahora. ¡Marchaos!
—Sí, hermano. De inmediato, hermano.
Gotrek cerró la puerta.
—Bajemos más —dijo.
Reanudaron el descenso.
* * *
Cuatro tramos más tarde, la escalera acababa ante otra puerta oculta. Gotrek escuchó, luego tiró del mecanismo de apertura y la abrió apenas. Miró a través de la rendija, y entonces la abrió más. Ante la puerta había una especie de cortina. Gotrek cogió el hacha, vacilante. Félix aguzó el oído por si percibía movimiento.
—No os preocupéis —dijo Ulrika—. En esta estancia no huelo nada que tenga pulso.
Gotrek le lanzó una rápida mirada, y luego se deslizó a través de la puerta y miró al otro lado de la cortina. Les hizo a sus compañeros una señal para que lo siguieran. Félix y Ulrika atravesaron la puerta y la cortina, y se encontraron en una habitación pequeña que se parecía un poco a la oficina que el padre de Félix tenía en la casa de contabilidad. A la izquierda había un escritorio con casilleros y estantes, iluminado por una lámpara de cuerno. La cortina era una bandera que tenía bordada la antorcha que constituía el símbolo de la Llama Purificadora. Contra la pared de la derecha había un armario, y en la opuesta se veía una robusta puerta.
Gotrek avanzó hasta esta última, escuchó y luego probó el picaporte. Félix y Ulrika se situaron detrás de él mientras abría. Un corredor corto acababa en una bien iluminada sala de almacén. Félix vio hombres que pasaban ante la puerta; hacían rodar barriles bajo la dirección de capataces enmascarados.
—La pólvora —murmuró Ulrika.
—Sí —dijo Gotrek—. Pero ¿adonde la llevan?
Salió sigilosamente al corredor, con Félix y Ulrika detrás. Se detuvo justo fuera del cuadrado de luz que se filtraba desde la sala de almacén de alto techo abovedado. Había cajas de balas de acero para armas de mano apiladas junto a pirámides de balas de cañón, hileras de lanzas, espadas y arcos, un pequeño cañón de cubierta que parecía robado de una galera estaliana y… los barriles de pólvora robados.
En el lado derecho de la sala había un altillo de madera sobre el que se apilaban sacos de harina, hileras de fusiles, barriles de cerveza, toneles de carne de vaca salada, y otros de agua, así como barriletes de brea y parafina.
La cuadrilla de trabajo sacaba los barriles de pólvora de debajo del altillo, y pasaba con ellos por un agujero irregular que había en la pared opuesta y que conducía a un túnel de paredes de ladrillo. Las cloacas. Félix percibía el olor desde donde estaban. En el canal de repugnante líquido, se mecían pequeños botes. Los hombres cargaban dos barriles en cada bote, y otros hombres usaban pértigas para alejarse con ellos. Sólo quedaban media docena de barriles.
—¿Con destino a la Escuela Imperial de Artillería? —preguntó Félix—. Deberíamos regresar y advertir al señor Ostwald.
—¿Regresar? —Gotrek bufó—. Espera diez minutos más, y podrás decirle que ya ha acabado. —Avanzó hacia la luz.
—¡Estúpido! ¡Espera! —siseó Ulrika—. ¡¿Es que nunca has oído hablar de la sutileza?!
Ya era demasiado tarde. Uno de los capataces enmascarados miraba directamente a Gotrek. Lo señaló y gritó una orden. Los hombres enderezaron los barriles que estaban haciendo rodar, desenvainaron las armas y cargaron. De las salas adyacentes salieron más hombres, que cogieron lanzas y espadas de los soportes para armas. Sobre el altillo de la derecha, otros comenzaron a sacar los fusiles que se guardaban allí y a cargarlos con pólvora y balas. Los enmascarados capataces se pusieron a gritar frases arcanas.
Gotrek sonrió, con el ojo destellante, y corrió al mismo tiempo que bramaba un grito de guerra de los enanos.
Ulrika se quedó mirándolo.
—Está loco.
Félix se encogió de hombros.
—Es un Matador —y corrió tras Gotrek, gritando inarticuladamente.
Ulrika corría junto a él.
Los dos bandos se encontraron y se produjo un choque de acero en el centro de la espaciosa sala. La funesta hacha de Gotrek, que cortaba lanzas, espadas y cuerpos con igual facilidad, mató a cinco hombres al instante. Félix descargó la espada sobre el hombro de un lancero, y el arma penetró hasta el costillar del hombre. Ulrika asestó una estocada, recuperó y volvió a estocar a una velocidad vertiginosa, y mató a dos hombres en el tiempo que Félix necesitó para arrancar la espada del pecho del lancero.
Luego, quedaron rodeados: tres remolinos que luchaban espalda con espalda en el ojo de un huracán de acero. Lanzas, espadas y hachas de mano los acometían desde todas partes. Una espada abrió un tajo superficial en el pecho de Félix, de modo que la camisa que le habían prestado quedó cortada y ensangrentada. Una lanza le hirió un muslo. ¡Aquello era una locura! ¿Por qué no llevaba puesta su fiable cota de malla? ¡Porque había creído que él y Gotrek salían en busca de un trago, por eso!
Por las puertas continuaban entrando hombres —patrullas que volvían después de haberlos buscado por los corredores, según dedujo Félix—, y corrían a unirse a sus compañeros, lo que desplazaba la refriega hacia la sombra del altillo. Gotrek los mataba a medida que iban llegando, y cada uno de sus tajos causaba grandes estragos. Ulrika parecía flotar y deslizarse como una bailarina, y su espada estaba en todas partes al mismo tiempo. A su paso caían hombres que agonizaban debido a heridas que apenas sangraban. Félix asestaba tajos y paraba ataques, más preocupado por mantener a distancia las lanzas y espadas que por matar a nadie. Resultaba demasiado peligroso pasar a la ofensiva. Cada estocada era una oportunidad para que cinco enemigos encontraran una brecha en sus defensas y lo mataran.
Un capataz enmascarado acabó el encantamiento y adelantó bruscamente las manos hacia el centro de la lucha. No sucedió nada. «Tal vez el hacha de Gotrek nos haya protegido», pensó Félix. Ya había disipado hechizos antes. O tal vez Ulrika podía contrarrestar la magia, ahora que era vampiro. A Félix le causaba una buena sensación saber que sus amigos eran tan poderosos, una sensación de seguridad. Con ellos a su lado sabía que podía enfrentarse a los más grandiosos ejércitos y salir victorioso. Gotrek era imparable, y Ulrika parecía haberse convertido en una espada aún mejor de lo que había sido cuando estaba viva. De hecho, eran tan buenos que Félix realmente no tenía que hacer nada. En cualquier caso, estaba cansado. ¿Por qué no se limitaba a bajar las armas y mirar cómo trabajaban ellos? Entre los dos podían protegerlo. No tenía nada de que preocuparse. Todo iba bien. Todo iría…