Matahombres (11 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Matahombres
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—Leopolt Engle —entonó el señor Groot—, que te sea concedido que, en la muerte, traigas victoria al Imperio y derrotes a sus enemigos como hiciste en vida.

—Que así lo quiera Sigmar —dijeron los otros hombres de la escuela.

Durante otros interminables diez minutos, los hombres de la forja vertieron, poco a poco, el metal dentro del molde, mientras Félix se sentía como si la cara fuera a marchitársele y pelársele. Al fin, el molde quedó lleno hasta el borde y los hombres enderezaron el crisol.

Cuando el sacerdote avanzó para imponer una última bendición, Félix reparó en que el iniciado que había sido quemado por la chispa se había desmayado. Yacía sobre la grúa, con la urna aún aferrada, mientras el otro acólito, arrodillado junto a él, lo sacudía.

Groot y los otros hombres de la escuela se inclinaron ante el cañón, hicieron la señal de Sigmar y luego dieron media vuelta para marcharse.

Groot les sonrió a Gotrek y a Félix.

—Venid —dijo—. Deben rendirse honores a los héroes que defendieron el cañón de Johannes Baer mientras Wissen y sus cobardes daban media vuelta y huían. Esta noche cenaréis sentados a mi mesa.

—¿Habrá cerveza? —preguntó Gotrek.

—¡Por supuesto! —replicó Groot—. Tanta como queráis.

—Qué bien —dijo Gotrek—. Estoy reseco.

«Tanta como Gotrek quiera», pensó Félix. Groot podría acabar lamentando esas palabras.

Cuando atravesaban los terrenos de la escuela en dirección a las dependencias de Groot, vieron a unos guardias ataviados con el uniforme de la escuela que se llevaban a otro guardia. El hombre desvariaba.

—¡Los cañones! —gritaba—. ¡Me estaban mirando! ¡Querían matarme!

Groot alzó una mano para detener a la extraña procesión.

—Sargento Volker, ¿qué es esto? ¿Qué ha sucedido?

El sargento parecía disgustado.

—Es Breyermann, señor, el que vigila los cañones antes de que sean embarcados. Cree que los cañones están vivos y tienen intención de hacerle daño.

—Me miraban fijamente —gimoteó Breyermann desde detrás del sargento—. ¡Nos odian a todos!

Groot sacudió la cabeza.

—Es terrible. Primero, Federeich muta, y ahora, Breyermann se vuelve loco. ¿Qué probabilidades hay de que dos desgracias semejantes caigan sobre nuestros muchachos en una semana?

—Pensamos que tal vez a Breyermann se le ha contagiado la locura de Federeich, señor —dijo el sargento—. No me sorprendería que dentro de poco presentara estigmas.

Groot asintió con la cabeza.

—Sí. Sin duda, tenéis toda la razón. Es muy triste. Informad a la familia. Y entregádselo a las hermanas de Shallya. Tal vez puedan curarlo antes de que se convierta en asunto de los cazadores de brujas.

El sargento saludó, y él y sus hombres se llevaron al enajenado. Groot suspiró y luego continuó caminando hacia sus dependencias. Félix se volvió a mirar aquella triste procesión; una maraña de pensamientos a medio formar se agitaban en el interior de su cabeza. Vio que Gotrek también se volvía a mirar.

* * *

Ya muy tarde, esa misma noche, cuando Gotrek, Félix y Malakai iban con paso cansado hacia el Colegio de Ingeniería tras el pródigo banquete de Groot, Gotrek se detuvo y se volvió hacia Las Chabolas.

—Quiero ir a El Cerdo Ciego —dijo, su voz apenas denotaba que había bebido.

—¿Quieres beber más? —preguntó Félix, asombrado.

El Matador había bebido una cantidad enorme de cerveza durante la cena. Félix había visto a Groot hacer una mueca de dolor al ser espitado el tercer barril. Había supuesto que Gotrek intentaba calmar el dolor de las quemaduras —como había estado haciendo él mismo—, pero, dado que a menudo bebía de ese modo, ¿quién podía saberlo?

Gotrek negó con la cabeza, y luego se estabilizó.

—Quiero hablar con Heinz.

—No estoy seguro de que él quiera hablar contigo —dijo Félix, pero Gotrek ya se alejaba con pesados pasos, noche adentro.

Félix suspiró, agitó un brazo para darle las buenas noches a Malakai, que se había adelantado, y lo siguió.

—Vigila al grandote, joven Félix —le gritó Malakai—. Es capaz de meterse en líos.

Félix soltó un bufido. No había ninguna otra respuesta posible.

* * *

—No podéis entrar —dijo el corpulento guardia que, con los brazos cruzados sobre el pecho, se encontraba ante la entrada de El Cerdo Ciego.

—Intenta impedírmelo —gruñó Gotrek, encaminándose hacia la puerta.

El guardia se preparó, pero luego vaciló ante la demente mirada feroz del único ojo de Gotrek, y se apartó a un lado al mismo tiempo que se encogía de hombros.

—Venga, entrad. De todos modos, no hay nadie con quien pelear.

Félix siguió a Gotrek al interior de la taberna, y vio que era cierto. Estaba desierta, salvo por una solitaria camarera y por Heinz, apoyado sobre los codos y medio dormido detrás de la barra.

El tabernero alzó la cabeza de golpe al ver a Gotrek.

—¡Te dije que no regresaras, destrozón! —No pareció sorprenderse en lo más mínimo de que Gotrek estuviera envuelto en vendas.

—Anoche no vine, ¿verdad? —dijo Gotrek, que arrojó sobre la barra una moneda de plata marcada con el sello de Karak-Hirn—. Cóbrame el doble por las bebidas —dijo—. Con eso, muy pronto pagarás los desperfectos.

Heinz miró la moneda durante un largo momento; luego, la recogió y se la guardó en el bolsillo.

—Supongo que tengo que aprovechar los clientes que haya. —Se volvió y sirvió dos jarras grandes.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Félix—. ¿Dónde están todos?

Heinz suspiró y dejó las jarras ante ellos.

—Es por el capitán de distrito Wissen y sus matones. Desde el alboroto del puente, han estado rondando por Las Chabolas y el Laberinto, poniéndose violentos con cualquiera que encuentren por la calle; intentan dar con los jefes de la Llama Purificadora. Todos mis clientes habituales se quedarán a la sombra hasta que las cosas se calmen. —Soltó un bufido—. Yo podría decirle a Wissen que está buscando en el sitio equivocado. Esos liantes no son de por aquí.

—¿De dónde son? —preguntó Gotrek, que de repente parecía mucho menos borracho.

—Son dandis —replicó Heinz con una sonrisa despectiva—. Mocosos del Altestadt, con demasiado tiempo libre. Se ven a sí mismos como bienhechores que defienden a los plebeyos. Antorcha, se autodenomina su jefe. Da enardecidos discursos sobre cómo los pobres deben alzarse y asesinar a los sacerdotes, los nobles y los fabricantes. Pero cuando la gente se pone a destrozar cosas y la guardia cae sobre ella, ¿dónde están Antorcha y sus ricos colegas? No se los ve por ninguna parte. Se quitan las máscaras y desaparecen. Cobardes, los llamo yo.

—Yo los llamo cosas peores —replicó Gotrek con la voz enronquecida.

—¿Y por qué la guardia no está buscando por el Altestadt, entonces? —preguntó Félix.

—Porque no lo saben —replicó Heinz—. Piensan que son todos escoria agitadora nacida en el Laberinto.

—¿Y por qué no los sacas de su engaño?

Heinz miró a Félix con el ceño fruncido.

—Nadie de Las Chabolas le dirá nada a la guardia. Sin importar de qué se trate, hallarían la forma de volverlo contra nosotros.

—¿Los encontraríamos en el Altestadt, entonces? —preguntó Gotrek.

—Si supierais quiénes son —asintió Heinz—, pero eso nadie lo sabe. Ni siquiera sus seguidores. No obstante, tienen una casa de reuniones en el Laberinto. Oculta.

—¿Dónde está? —inquirió Gotrek.

Heinz se volvió a mirarlo, y luego negó con la cabeza.

—No, Gurnisson. No quiero perder El Cerdo Ciego. Los de la Llama Purificadora obran de acuerdo con su nombre con todos aquellos que los traicionan. Le han prendido fuego a la casa de más de un hombre que creían que los había traicionado. ¿Por qué quieres saberlo?

Gotrek alzó el brazo vendado.

—Me prendieron fuego a mí.

Félix se tocó la cara.

—Y a mí.

Heinz paseó los ojos de Gotrek a Félix, y de vuelta. Sus labios se tensaron en un gruñido.

—¡Nadie les prende fuego a mis amigos y sale bien parado! —Luego, calló, inseguro—. Pero son hombres peligrosos. Una serpiente de muchas cabezas. Creo recordar que tenéis amigos en el palacio. Tal vez ellos puedan ayudaros. Ahorradnos disgustos a todos.

Gotrek se limitó a gruñir y continuó bebiendo su cerveza.

Heinz se frotó el mentón con barba crecida mientras se ablandaba visiblemente al calor del silencio de Gotrek.

—Por supuesto, entre nosotros ya no existe ninguna conexión —dijo—. Han pasado veinte años desde que trabajasteis para mí. Y os eché de aquí hace dos noches. Nadie pensará que fui yo quien os envió. —Se mordió pensativamente el labio inferior, y luego suspiró—. De acuerdo. Puede que me cause algunos problemas, pero ya he capeado otros antes, y odio a esos liantes que se aprovechan de la miseria ajena casi tanto como odio a la guardia.

Miró en derredor a pesar del hecho de que no había nadie en la taberna, y después se inclinó hacia adelante y bajó la voz.

—En una ocasión oí sin querer que uno de ellos le explicaba a un nuevo recluta cómo llegar hasta allí. Están en el centro del Laberinto, detrás de un sitio llamado La Corona Rota. El tipo dijo que el edificio parece simplemente otro viejo edificio de viviendas, pero está construido sobre una antigua fábrica de cerveza y las bodegas tienen varios pisos de profundidad. Los muchachos de la Llama Purificadora lo mantienen vigilado día y noche, así que tened cuidado cuando os acerquéis. —Se mojó un dedo en un charco de cerveza y comenzó a trazar un mapa sobre la barra—. Os mostraré cómo llegar hasta La Corona Rota. A partir de allí, es asunto vuestro.

* * *

Félix no estaba precisamente ansioso por entrar en el Laberinto, conocido como la zona más dura del vecindario más duro de Nuln, y particularmente en plena noche, sobre todo cuando Gotrek zigzagueaba a causa de la borrachera y él no estaba mucho mejor. Pero sabía que nada podía detener a un Matador que buscaba venganza, así que lo siguió con precaución, con una mano sobre la empuñadura en forma de dragón de la espada rúnica, observando atentamente cada sombra ante la que pasaban.

El Laberinto era la guarida de atracadores, miembros de cultos prohibidos y hombres buscados por la justicia. Allí no había farolas en las calles, y apenas luces de cualquier tipo. Aunque Mannslieb y Morrslieb se hallaban en el cielo, los edificios estaban tan apiñados y eran tan altos —algunos se encumbraban hasta cinco y seis pisos por encima del suelo— que la luz de las lunas raramente llegaba hasta las calles. Unos cuantos se inclinaban contra otros por encima de los callejones como enamorados borrachos y ocultaban por completo el cielo.

En la mayoría de los casos, las lámparas que ardían sobre las puertas de las tabernas y salas de juego ilegales, así como de los burdeles baratos que ocupaban la planta baja de los desvencijados edificios de viviendas, aportaban la única iluminación existente. La mayoría de los callejones estaban negros como la brea, y Félix tenía que confiar en la aguda visión de morador de túneles de Gotrek para que los guiara sin percance a través de la oscuridad. En algunos sitios habían construido nuevas estructuras, aún más endebles que las antiguas, sobre los escombros de las viejas casas que se habían quemado durante la invasión skaven, veinte años antes. En otros sitios aún permanecían en pie los chamuscados esqueletos de madera, en cuyo interior se alzaban tiendas remendadas y colgadizos improvisados.

Hombres de mirada dura observaban a Gotrek y a Félix desde portales y ventanas. Mujeres con vestidos escotados les tiraban besos al pasar. Grupos de villanos haraganeaban en el exterior de los puestos de cerveza abiertos, con las piernas extendidas de través en la calle para bloquear deliberadamente el paso.

Gotrek pasó de largo ante todos ellos, sin hacerles el menor caso, buscando con su único ojo los puntos de referencia que Heinz les había proporcionado y girando donde les había dicho que giraran.

Al cabo de un cuarto de hora llegaron a una calle mugrienta, sembrada de basura. A la izquierda había una taberna bajo un cartel con una corona rota toscamente pintada. Por un lado de la taberna corría un callejón. Heinz había dicho que la casa de reunión de la Llama Purificadora estaba en el edificio de viviendas situado frente al callejón, detrás de La Corona Rota.

—Ahora, de puntillas, ¿eh? —dijo Félix, pensando en los hombres que Heinz había dicho que vigilaban la zona día y noche.

Gotrek avanzó pesadamente como si no lo hubiera oído, y los pasos de sus botas resonaron por el callejón. Félix suspiró y lo siguió. Viva la sutileza. Desenvainó la espada.

Detrás de La Corona Rota había un callejón curvo, tan estrecho que Félix podría haber tocado las paredes de ambos lados con los brazos extendidos si hubiera querido ensuciarse las manos. A derecha e izquierda, el callejón desaparecía en las sombras, pero enfrente de la puerta trasera de La Corona Rota, un oblicuo rayo de luna iluminaba un ruinoso edificio de viviendas que tenía una sombría tienda de trastos viejos en la planta baja, de cuya fachada oscura pero abierta se derramaban al exterior muebles y loza rotos y ennegrecidos por el humo. ¿Era ése el sitio? ¿Era el edificio de la izquierda? ¿El de la derecha? Por desgracia, los conocimientos de Heinz acababan en La Corona Rota. Tendrían que comenzar a meter las narices por las puertas para buscar. A Félix se le puso la carne de gallina ante esa perspectiva.

Mientras Gotrek cruzaba el callejón hasta la tienda de trastos viejos y miraba en su interior, Félix volvía la cabeza a derecha e izquierda, intentando penetrar las sombras en busca de vigilantes. Estaba demasiado oscuro y, si hubiera habido algo que ver, Gotrek lo habría visto ya.

El Matador señaló con un pulgar la tienda de trastos viejos que estaba abierta.

—Una trampa —dijo—. Una puerta abierta, pero no hay huellas.

Gotrek volvió a estudiar el suelo del callejón, que era de tierra apisonada, como el de todas las calles del Laberinto. Siguió las huellas que conducían a una puerta cerrada, y luego se desplazó más a la izquierda, hasta un sitio en que parecía que habían usado restos de maderos para tapar un agujero de la pared.

—Aquí —dijo, y tiró de los maderos.

Se resistieron. Cuando Gotrek avanzaba un paso para tirar con más fuerza, Félix oyó un silbido procedente de lo alto, detrás de ellos. Se volvió y miró hacia arriba. Alguien reculaba de una ventana que no tenía echados los postigos. Debajo de ella, la puerta trasera de La Corona Rota se abrió bruscamente y salieron, con paso fanfarrón, siete hombres, cuyas manos balanceaban descuidadamente espadas y dagas. Cada uno llevaba una máscara de algodón amarillo sobre el rostro.

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