Al rodear el montículo de cajones, vio una puerta abierta en la pared opuesta, ocupada por las siluetas de Gephardt y del otro hombre. Corrió hacia ellas a la máxima velocidad posible, que no era mucha, acompañado por las campanadas del orinal contra el suelo. Sentía que por el costado le chorreaba sangre que manaba de los puntos reventados. Oyó que sus perseguidores le ganaban terreno y miró hacia atrás. Tendría que luchar con ellos antes de que pudiera luchar con Gephardt, ¡maldición!
Se volvió para enfrentarlos, pero, al hacerlo, una sombra oscura cayó detrás de ellos, silueteada contra el resplandor de las llamas de la parte delantera del almacén. Una brillante punta de acero salió entre las costillas del que iba más atrás. ¡Ulrika! Los otros se volvieron y gritaron cuando la mujer vampira los acometió. Aún humeaba ligeramente.
Félix dio media vuelta y continuó adelante, con terribles calambres en el pie atrapado. Gephardt giró y se detuvo en la puerta.
—¡Vete! —gritó por encima del hombro—. ¡Haz correr la voz! ¡Podría haber más espías entre nosotros! ¡Diles a los demás que comiencen los incendios antes de la hora prevista! —Se arrancó la máscara y desenvainó la espada, mirando ferozmente a Félix con ojos enloquecidos—. Yo me encargaré de este estúpido.
Félix cargó contra él y le dirigió un tajo, pero Gephardt retrocedió al otro lado de la puerta y la espada dejó una marca en la pared de al lado. Gephardt estocó a través de la puerta y obligó a Félix a hurtar el cuerpo hacia un lado, con poca elegancia, para esquivar la punta. Se le saltaron más puntos. Maldijo con los dientes apretados. El mocoso lo tenía en una posición de desventaja. La espada rúnica de Félix, una asesina de dragones, era una arma diseñada para asestar tajos, no para las estocadas rápidas; en cambio, Gephardt empuñaba un fino estoque, el arma de un cortesano, hecha para lo que su nombre indicaba. Con el marco de la puerta en medio, Félix no podía barrer el aire para asestarle un tajo.
Estocó, pero Gephardt paró con facilidad, y con la estocada de respuesta le pinchó un brazo. Félix dio un paso atrás, el pie atrapado resbaló hacia un lado y le forzó la ingle. «Maldito orinal estúpido», pensó Félix. Pateó salvajemente para intentar librarse de él. Esa vez, salió volando de su pie, atravesó la puerta y rebotó contra la frente de Gephardt.
Félix saltó hacia adelante antes de que el dirigente pudiera recuperarse, y le atravesó el vientre, donde le hizo un horrendo desgarro. Gephardt cayó de espaldas sobre el fango de la calle, jadeando y mirándose fijamente las cuerdas de intestinos que se le deslizaban afuera por el agujero del abdomen.
Félix alzó la espada para acabar con el sufrimiento del hombre, pero una forma negra pasó a toda velocidad y lo empujó hacia un lado.
—¡No!
Ulrika se puso a horcajadas sobre el pecho de Gephardt, e inclinó la cabeza bruscamente, con los colmillos desnudos.
—¿Querías quemarme? —le gruñó, y le clavó los dedos con garras en el cuello como si fuera de mantequilla.
Gephardt farfulló y se debatió, pero no pudo quitársela de encima. Le arrancó el esófago con una mano y se lo enseñó a los agonizantes ojos.
—Arde en las llamas de tu amo, estúpido.
Arrojó a un lado el ensangrentado trozo, se limpió la mano en la hermosa capa de Gephardt, y cuando vio la horrorizada mirada de Félix, se encogió de hombros.
—No me gusta el fuego.
Gotrek apareció en la puerta.
—¿Ese era el último?
Félix negó con la cabeza y miró la calle de arriba abajo.
—Había uno más, y tenemos que atraparlo. Gephardt lo envió a decirles a los demás que comenzaran los incendios antes de la hora prevista.
—¿Hacia dónde se marchó? —preguntó Ulrika.
—No lo sé —replicó Félix—. Yo…
Calló al ver algo en el suelo. Lo recogió. Era una máscara. Gimió. Estaban hundidos. El hombre podría estar ya a varias manzanas de distancia, y no sabían qué aspecto tenía. La mitad de la ciudad podría estar en llamas al cabo de una hora.
—Dame eso —dijo Ulrika.
Le quitó la máscara de la mano a Félix, se cubrió la nariz con ella e inhaló profundamente. Pasado un momento, se la apartó de la cara y se la metió dentro del jubón, para luego acuclillarse como un gato al acecho y oler el aire y el suelo. Avanzó unos pocos pasos hacia el norte, luego asintió con la cabeza y se irguió.
—Lo encontraré —aseguró, y se alejó corriendo, noche adentro.
—Esto es mala cosa —dijo Félix mientras ayudaba a Gotrek a transportar el cuerpo de Gephardt de vuelta al interior del almacén, que estaba llenándose del humo del fuego que se propagaba con rapidez—. ¿Has oído…? —Tosió violentamente—. ¿Has oído el plan que tienen?
—No todo —replicó Gotrek.
—Van a volar la Escuela Imperial de Artillería, después de todo, en cuanto el último cañón destinado a Middenheim efectúe el disparo de prueba, y la explosión será la señal para que el resto de los miembros de la Llama Purificadora provoquen incendios por toda Nuln. —Sacudió la cabeza—. Jamás lograremos impedirlos todos. —Miró con desesperación el infierno que ardía al otro lado del almacén—. Ni siquiera podemos extinguir éste.
—No tenemos que impedirlos todos —dijo Gotrek—, sino sólo la explosión de la escuela. Así, nunca se dará la señal.
—¡Pero no podemos dejar que esto arda sin más! —dijo Félix—. ¡Ya hicimos arder este vecindario una vez! No volveré a hacerlo.
—Mejor un vecindario que todos —replicó Gotrek, y echó a andar hacia la puerta—. Vamos, humano. No hay tiempo que perder. Si el cañón ya está listo, podrían dispararlo antes del amanecer.
Félix lo siguió, a regañadientes y desconsolado. Aunque su cabeza sabía que eran los adoradores del Caos los responsables de los incendios, también sabía que no los habrían provocado si él y Gotrek no hubieran ido a meter las narices en sus asuntos. Sin embargo, si no hubieran investigado, no habrían averiguado que el culto tenía intención de incendiar toda la ciudad de Nuln.
Al salir a la calle, vieron que se aproximaba Ulrika; se limpiaba la cara con la máscara amarilla del hombre al que había ido a perseguir. Tenía los labios y el mentón sucios de sangre, y sus ojos brillaban con vida febril.
—Lo he encontrado —dijo, y tiró la máscara a un lado. Se lamió los labios hasta dejárselos limpios.
Félix se estremeció. Gotrek escupió, luego avanzó, pisando con fuerza, y pasó junto a ella como si no existiera. Ulrika echó a andar tras él.
Félix iba a seguirlos, pero luego se detuvo y se volvió a mirar el almacén. No podía marcharse, sencillamente, sin hacer nada. Desvió los ojos hacia los edificios de viviendas circundantes.
—¡Fuego! —gritó—. ¡Fuego en el almacén de Peppenheimer! ¡Fuego!
Gotrek y Ulrika se detuvieron y se volvieron a mirarlo.
Pasado un instante, también Gotrek se puso a gritar.
—¡Fuego! —bramó—. ¡Despertad! ¡Fuego! —Golpeó un pilar de piedra con el plano de la hoja del hacha, causando un estruendo espantoso.
Ulrika se unió a ellos, con voz alta y clara.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Están quemando otra vez Las Chabolas!
Félix oyó postigos que se abrían y voces que gritaban preguntas en los edificios circundantes. Echaron a correr otra vez, pero al menos habían hecho algo.
* * *
—No lo entiendo —dijo Félix mientras atravesaban a paso ligero el Neuestadt en dirección a la zona universitaria—. Registramos la escuela, y desde entonces ha habido patrullas ahí abajo. No se ha encontrado la pólvora. ¿Dónde la ha escondido la Llama Purificadora?
—En algún sitio donde no buscamos —replicó Gotrek.
Ulrika se echó a reír.
Félix puso los ojos en blanco. Iba a decir algo despectivo, pero vio que Gotrek estaba sumido en sus pensamientos, así que guardó silencio.
—Los túneles de los skavens —dijo Gotrek, al fin—, esos por los que salieron las alimañas cuando atacaron Nuln. Esos lunáticos deben de haberlos encontrado.
Ulrika frunció el ceño.
—Pero ¿una pólvora colocada tan abajo bastaría para derrumbar la Escuela Imperial de Artillería? —preguntó cuando los tres entraban en la plaza del Reik y pasaban ante el Deutz Elm, para continuar hacia el oeste.
—Sí —replicó Gotrek—, si la colocan en los puntos adecuados. Las cloacas corren por debajo de la escuela. Si han encontrado túneles que pasan por debajo de las cloacas, podrían hacer que las cloacas se desplomaran dentro de los túneles. La escuela de hundiría como un barco. —Gruñó con voz profunda—. Entre ellos tiene que haber un ingeniero.
Félix gimió.
—Pero ¿cómo vamos a impedirlo? Si bajamos a las cloacas para intentar advertir a la guardia, sólo tratarán de arrestarnos otra vez, como en la ocasión anterior. No escucharán nada de lo que tengamos que decir. Maldito Wissen, estúpido de cráneo grueso.
—Se lo haré entrar en la cabeza a golpes —dijo Gotrek, pero luego suspiró—. No, tienes razón, humano. Discutir con esos idiotas sólo lograría retrasarnos. —Se detuvo y miró en derredor, para luego desviarse por una calle lateral—. Venid. Aquí encontraremos una ratera que nos conducirá hasta la pólvora por debajo de las cloacas.
Félix y Ulrika lo siguieron a lo largo de media manzana, hasta una rejilla de hierro que había en el suelo. Gotrek la levantó y la mantuvo abierta.
—Adentro —dijo.
—Esperad —llamó una voz detrás de ellos.
Gotrek, Félix y Ulrika se volvieron a mirar. Gotrek dejó la rejilla en su sitio y cogió el hacha que llevaba a la espalda.
Ulrika desenvainó la espada y se puso en guardia.
—¿Qué queréis? —preguntó.
Avanzando a grandes zancadas hacia ellos, desde la calle, iba una falange de figuras negras. A algunas, Félix las reconoció por la visita que había hecho al burdel de la condesa: la sombra alta e imposiblemente delgada era la señora Wither, por completo oculta bajo sus largos ropones e impenetrable velo; la hermosa dama Hermione, de fríos ojos, que llevaba una capa con capucha sobre un vestido azul oscuro, y a la que seguía un puñado de sus héroes de paso fanfarrón e inmaculadamente vestidos, protegidos por petos y morriones lustrados a la perfección.
Junto a ellos iban personas a las que Félix no había visto nunca: un grupo de acechantes villanos comandados por una voluptuosa mujer vampira de aspecto basto, cuyo cuerpo parecía a punto de reventar el corpiño muy escotado y la falda alzada de las busconas callejeras. Podría haber sido preciosa de no ser por la cicatriz que le tiraba hacia arriba de la comisura izquierda de la boca, en una mueca permanente. Sus seguidores eran igual de inquietantes: rameras y ladrones de callejón, de aspecto malévolo, tocos con cicatrices y ojos de mirada salvaje, armados hasta los dientes con dagas, espadas baratas y garrotes revestidos de hierro. Félix nunca había visto una colección de escoria humana más despreciable que aquélla. Uno de ellos era mucho más alto que el resto, un gigantesco hombre de barba mugrienta que llevaba un martillo con cabeza de piedra en un peludo puño descomunal. Félix percibió su olor desde veinte pasos de distancia.
—Buenas noches, amigos —dijo la dama Hermione con dulzura.
Gotrek gruñó por lo bajo.
Ulrika no bajó la guardia.
—¿Habéis venido a luchar contra nosotros? —preguntó—. ¿No habéis hablado con la condesa?
La dama Hermione sonrió.
—No temas, hermana. La condesa nos informó de tu mensaje, y nos ha enviado para ayudaros. —Le lanzó una mirada de soslayo a la ramera vampira que iba a su lado—. Madame Mathilda también ha sumado su apoyo.
Ulrika frunció el ceño con suspicacia.
—¿Habéis venido a ayudar?
—¿Y por qué no iba a ser así? —preguntó madame Mathilda, con acento plebeyo—. Es nuestra ciudad tanto como la vuestra. —Sonrió y le hizo a Félix un gesto de asentimiento con la cabeza—. ¿Este es tu amante, kossar? Es un bonito pastelito de mantequilla, ¿eh? Vale la pena convertirlo, seguro que sí.
—Nosotros no convertimos hombres, Mathilda —dijo la dama Hermione, y sorbió por la nariz—. Sólo debilitaría el linaje, como aprendió la queridísima Gabriella, a costa suya.
—¡No! —dijo Gotrek, de repente—. ¡No lo haré! —Miró a Ulrika con ferocidad—. Te he apoyado a ti, Ulrika, hija de Ivan. Fuiste una buena compañera, en otros tiempos, y tu padre era Amigo de los Enanos y cumplía sus juramentos, pero éstos…, éstos… —Parecía no encontrar una palabra lo suficientemente vil como para describir a los vampiros presentes—. Morirán por mi hacha antes de permitirles que luchen a mi lado.
—No tienes tiempo para luchar contra nosotros, Matador —dijo la dama Hermione con calma—. Y pierdes tiempo discutiendo.
—La dama tiene razón, enano —dijo Mathilda, que se rascó las partes íntimas—. No malgastes tu energía en luchar contra los de nuestra clase, cuando queremos lo mismo que tú. No es de sentido común.
—¡Al diablo con el sentido común! —gruñó Gotrek—. Morís aquí, o muero yo.
Adoptó una postura de lucha. Los guapos enamorados de Hermione y los harapientos ladrones de Mathilda hicieron lo mismo. La señora Wither susurró como hojas secas en el viento. Ulrika miró a uno y otro bando, como si no supiera a quién ayudar.
Félix maldijo para sí. No podía producirse esa pelea. No le gustaba más que a Gotrek luchar en el mismo bando que la dama Hermione y la señora Wither, pero no había tiempo. Ganaran o perdieran, la lucha los retrasaría y probablemente acabarían heridos de tal gravedad que no serían capaces de vencer en la lucha que importaba. Detestaba recurrir al sentido del honor del Matador. Parecía una bajeza pero, por lamentable que fuese, las mujeres vampiras tenían razón.
—Gotrek, ¿no juraste vengarte de la Llama Purificadora por la destrucción de la taberna de Heinz? ¿No dijiste que estabas incluso dispuesto a renunciar al viaje hasta Middenheim para acabar con ellos? ¿Dejarás ahora que la Llama Purificadora triunfe sólo por librar una pelea callejera contra oponentes indignos?
—¿Indignos? —exclamó Hermione, pero nadie le hizo el menor caso.
Durante un largo momento, Gotrek continuó mirando a los vampiros con ferocidad y los puños apretados con fuerza, mientras su pecho subía y bajaba con rapidez. Luego, al fin, dejó escapar el aliento y bajó el hacha.
—Tienes razón, humano. Siempre tienes razón. —Se volvió hacia la entrada de las cloacas—. Uno de estos días, será la causa de tu muerte. —Alzó la rejilla con brusquedad y la arrojó a un lado como si no pesara nada—. Que me sigan, si pueden —dijo, y saltó adentro del agujero.