No podía decirse que Gotrek fuese corriente, ni siquiera según las pautas de los Matadores. Si a los guardias de la puerta les habían dado su descripción —y Félix no dudaba de que así era—, lo reconocerían al instante. Les darían el alto. Les formularían preguntas, y muy probablemente habría violencia. Hombres inocentes resultarían heridos o muertos, y Gephardt lograría escapar.
Gotrek llegó hasta él.
—¿Qué sucede?
—Van hacia el Neuestadt —informó Ulrika.
—La guardia no nos permitirá seguirlos —dijo Félix—. Nos harán preguntas. Nos arrestarán.
Las puertas estaban abriéndose, y el cochero de Gephardt azotó a los caballos.
Gotrek gruñó.
—Si quieren arrestarnos, démosles una razón para hacerlo.
—No podemos hacer eso. Nosotros… —Calló, y se quedó mirando a Gotrek con la boca abierta—. ¡Espera! ¡Buena idea! Quieren arrestarnos. Dejaremos que lo hagan.
—¿Eh? —preguntó Gotrek.
Ulrika alzó una ceja.
—Sólo hasta que estemos al otro lado de la puerta.
—¡Ah! —asintió Gotrek—. Buena idea, humano. Abre la marcha.
Félix se volvió a mirar a Ulrika.
—No los pierdas de vista. Te daremos alcance al otro lado.
—Preferiría quedarme a ver esto —dijo ella, sonriendo—, pero de acuerdo. Buena suerte.
Dio media vuelta y echó a correr por una calle lateral, para desaparecer luego por un callejón, en dirección a la muralla. Félix se quedó mirándola. La alegre sonrisa de ella lo había atravesado como un atizador al rojo.
—¿Y bien, humano?
—Sí —dijo Félix, volviendo a la realidad—. Perdona.
Él y Gotrek echaron a andar hacia la puerta.
—No podemos entregarnos, simplemente —dijo por un lado de la boca—. Se darían cuenta de que tramamos algo. Tenemos que dar la impresión de que intentamos que no nos arresten.
—¿Y cómo vamos a hacer eso? —preguntó Gotrek.
—¡Alto! —gritó el sargento de la guardia, que alzó una mano. Tenía detrás seis robustos lanceros formados ante la puerta, todos con peto y casco—. ¿Adónde vais, señores?
Félix y Gotrek se detuvieron. El carruaje de Gephardt aún era visible, aunque apenas, a través de los barrotes de la puerta; traqueteaba por el Camino Comercial al girar hacia el este por el Handelbezirk.
—Abrid las puertas, mi buen hombre —dijo Félix con su mejor voz de fachendón—. Tengo asuntos urgentes que atender en la Escuela Imperial de Artillería.
—¿A esta hora, señor? La escuela no recibe visitantes a estas horas de la noche, señor —dijo el sargento mientras los observaba a la luz del farol de la caseta de guardia—. Y nadie atraviesa esta puerta hasta que sale el sol.
—No seáis ridículo. Acabáis de dejar salir un carruaje. Dejadnos pasar. —Félix agitó una mano con gesto imperioso.
—Conocíamos al caballero —dijo el sargento, que parecía que no pudiera apartar los ojos de Gotrek—. Y a menudo tiene asuntos que atender a esta hora.
«Y cada noche te desliza en el bolsillo un buen soborno», pensó Félix.
—Exijo que nos dejéis salir —dijo Félix—. ¡La condesa Emmanuelle tendrá noticia de esto si no lo hacéis!
El sargento se volvió a mirar brevemente a sus hombres, que comenzaron a desplegarse.
—Quiero vuestros nombres, señor. El vuestro y el de vuestro compañero.
—¿Mi nombre? —dijo Félix—. Que me aspen si os lo daré. Os despojaré del cargo que ocupáis, patán. ¡Dejadme pasar!
—Vuestros nombres, señores —gruñó el sargento.
—¡Mi nombre es…, es…, señor Gesundheit, malditos sean vuestros ojos! Y éste es mi sirviente, eh…, Snorri Muerdenarices.
El sargento parpadeó por un momento, y luego sacudió la cabeza con asombro.
—Gesundheit y Muerdenarices. Son los peores nombres falsos que he oído jamás. —Se volvió a mirar a sus hombres—. Quitadles las armas y cargadlos de cadenas. Creo que éstos son los salvadores de Nuln que se supone que ahora mismo deberían estar encerrados en el Colegio de Ingeniería. Los encerraremos en el calabozo de universidad hasta que podamos mandar llamar a alguien, mañana por la mañana. ¡Abrid la puerta!
—¡Cómo os atrevéis! —dijo Félix cuando los guardias comenzaron a avanzar con las lanzas preparadas. Vio que Gotrek se tensaba—. ¡Sígueme el juego! —murmuró por un lado de la boca.
—Sí, sí —refunfuñó Gotrek.
—Vuestras armas, señores —dijo un guardia.
Félix suspiró y soltó la hebilla del cinturón de la espada, mientras la puerta comenzaba a abrirse.
—Esto es una gran indignidad —dijo en tanto le entregaba a un guardia joven la espada con empuñadura en forma de dragón.
Gotrek cogió el hacha rúnica que llevaba a la espalda, y luego hizo una pausa como si estuviera reconsiderando el asunto; su único ojo ardía. Daba la impresión de que podría asesinar al guardia en lugar de entregarle el arma. Al fin, con un gruñido reacio, se la tendió. El joven la cogió, y, cuando Gotrek la soltó, se tambaleó y cayó de rodillas, con los brazos casi desencajados de la articulación. La hoja metálica golpeó contra los adoquines.
—No la melléis —refunfuñó Gotrek.
El guardia se esforzaba por levantar el hacha, mientras miraba fijamente a Gotrek con los ojos muy abiertos. Finalmente, la alzó hasta la altura del pecho y la rodeó con los brazos como un hombre que transportara un barril.
—Las muñecas —dijo el primer guardia.
Gotrek y Félix se llevaron las manos a la espalda, y un tercer guardia les rodeó las muñecas con grilletes en forma de herradura, y los cerró.
—Bien —dijo el sargento—. Cuatro de vosotros con Kulich. ¡En marcha!
Les hizo a Gotrek y Félix una reverencia socarrona mientras cuatro guardias los empujaban para que atravesaran la puerta, seguidos por el muchacho que llevaba las armas.
—Señoría —murmuró con burlón respeto—, maese Muerdenarices.
Félix oyó reír a los hombres del sargento mientras los otros los conducían al interior del Handelbezirk. Gotrek gruñía por lo bajo, pero no decía nada.
Félix miró hacia adelante. El carruaje de Gephardt estaba desapareciendo en la curva del Camino Comercial, allá a lo lejos. Era necesario darse prisa o los perderían, pero no podían actuar hasta que no estuvieran fuera de la vista y del alcance auditivo de la puerta. Esperaba que Ulrika pudiera haber pasado por encima de la muralla con tanta facilidad como había dicho que podía hacerlo. Era de vital importancia que tuviera localizados a los del carruaje.
* * *
—¡Dorfmann, coge esta hacha! —dijo el guardia joven, con voz ronca, cuando habían recorrido unas pocas calles. Se esforzaba por caminar bajo el monstruoso peso del arma ancestral. Incluso en la oscuridad de la calle, Félix vio que tenía la cara teñida de rojo oscuro, como una remolacha.
—Tú lo estás haciendo muy bien, Mitteberger —dijo otro guardia, riendo entre dientes—. Habremos llegado antes de que te des cuenta.
Los otros rieron.
—Lo digo en serio —gimoteó Mitteberger—. Se me está resbalando.
Lo guardias sólo rieron con más ganas.
Félix miró por encima del hombro. La puerta ya estaba a cinco manzanas de distancia y comenzaba a desaparecer de la vista.
—Ahora —dijo en voz baja.
—Ya era hora —contestó Gotrek. Encogió los descomunales hombros, y la cadena que unía sus grilletes se partió como si fuera una rosquilla.
El movimiento fue tan pequeño y tranquilo que, por un momento, los guardias no se dieron cuenta de nada. No fue hasta que avanzó hacia el sobrecargado Mitteberger y le quitó el hacha y la espada de Félix cuando los guardias se volvieron y gritaron de sorpresa.
Gotrek golpeó a Mitteberger en el plexo solar con la frente, y el muchacho cayó de espaldas, boqueando como pez fuera del agua.
Dos guardias acometieron al Matador por la espalda. Félix se lanzó hacia la derecha y los embistió con el hombro. Uno se tambaleó contra el otro y cayó. El segundo continuó adelante. Gotrek rotó y le cortó la lanza, para luego derribarlo sobre los adoquines de un empujón.
Los otros guardias retrocedieron de un salto, apuntaron a Gotrek con las lanzas y le gritaron que soltara el hacha. Gotrek descargó un tajo descendente por detrás de Félix, que se encogió de aprensión, pero el enano apuntó certeramente. La hoja del hacha cortó la cadena con un tintineo, y pudo separar las manos. Gotrek le lanzó la espada.
Félix la atrapó y le dio un golpe en la cabeza con la vaina al guardia caído.
Los últimos dos guardias cargaron contra Gotrek. Él se apartó a un lado para esquivar a uno, de un golpe desvió la lanza del otro, y luego lo hizo pasar por encima de su hombro para derribarlo.
Félix golpeó también a ése en la cabeza, y luego le hizo lo mismo al que tenía la lanza partida. Eso dejó solo al que había pasado de largo junto a Gotrek, en pie y completamente consciente.
Félix y el Matador se volvieron para encararlo. El los miró por un momento, luego giró sobre sí mismo y corrió de vuelta hacia la puerta, llamando a gritos al sargento. Dos pasos después dio un traspié, gritó y cayó de cara al suelo, sin sentido. Una flecha de caza con la punta roma repiqueteó sobre los adoquines, a su lado.
—¿Quién…? —dijo Félix, mirando a su alrededor.
Un movimiento que se produjo por encima de él atrajo su mirada. Alzó los ojos y vio que Ulrika lo saludaba desde un tejado cercano, una mera silueta contra las nubes grises, y luego les indicaba por gestos que siguieran.
—Adelante —dijo Gotrek, y echaron a correr por el Camino Comercial; atrás quedaron los guardias que gemían y comenzaban a moverse.
Félix hizo girar la cabeza en círculos, atrás y adelante. Se sentía mejor, La pelea le había devuelto algo de flexibilidad.
* * *
Unas pocas manzanas después de la plaza del Reik, el carruaje de Gephardt se detuvo y bajó uno de los hombres. Ahora llevaba la cara oculta tras una máscara amarilla, pero Félix podía distinguir que no se trataba de Gephardt. Era un hombre demasiado bajo y ancho.
Desde la sombra de la oficina de una compañía comercial, Gotrek y Félix observaron cómo el hombre le hacía un gesto de asentimiento al cochero, y luego desaparecía en el callejón que había entre dos edificios de viviendas.
—¿Lo seguimos a él, o al carruaje? —murmuró Félix.
—Gephardt es el jefe —dijo Gotrek—. Los otros acuden a él. Seguiremos al carruaje.
Félix asintió con la cabeza y continuaron calle abajo cuando el carruaje se puso en marcha otra vez. Mucho más adelante, vio que un borrón de sombras saltaba de un tejado a otro, a través de una distancia imposible. Se estremeció. Por muchos arrestos que retuviera de su antiguo ser, los saltos como ése demostraban que Ulrika ya no pertenecía a la misma raza que él. El estremecimiento fue seguido por un suspiro. Si al menos el resto de ella fuese igual de ajena, tal vez le resultaría más fácil aceptar que lo que le había sucedido era irreversible. Pero aún era demasiado humana…, demasiado humana de verdad.
Un rato más tarde, el carruaje giró hacia el norte para entrar en el distrito Weston. Félix y Gotrek corrieron hasta la esquina y se asomaron al otro lado. El carruaje giraba a la izquierda por una calle lateral. Corrieron hasta la esquina siguiente. El carruaje volvió a girar.
Desde otro tejado, Ulrika agitó los brazos para llamarles la atención, y luego les hizo un gesto para indicarles que esperaran. Félix comprendió que era lo más prudente. Las calles eran más anchas y rectas en aquel sobrio vecindario burgués, y había menos sitios en los que ocultarse. Si seguían al carruaje a una distancia excesivamente corta, podrían verlos.
Pasados unos momentos, Ulrika les indicó que continuaran, y fueron hasta la esquina siguiente. Durante un rato siguieron así, corriendo y deteniéndose, hasta que el carruaje frenó ante una taberna de aspecto elegante que estaba a oscuras y aparentemente ya cerrada esa noche. Otro hombre bajó del carruaje y llamó a la puerta de la taberna: dos golpes breves, una pausa, luego tres golpes, otra pausa, y después otros dos golpes breves. La puerta se abrió y él se escabulló al interior.
Félix miró a Gotrek, porque el hombre era alto y delgado, como Gephardt.
El Matador negó con la cabeza.
—Demasiado estrecho de hombros.
Félix asintió con la cabeza. Gotrek tenía mejor ojo que nadie a quien él conociera para la escala y las proporciones. Si decía que ése no era Gephardt, entonces, no lo era.
Se disponían a seguir otra vez al carruaje, pero el vehículo dio media vuelta y tuvieron que correr en busca de un escondite; lo hallaron a la sombra de una portería profunda cuando giró para entrar en la calle donde ellos se encontraban. Se quedaron tan inmóviles como estatuas cuando pasó de largo y continuó por donde había llegado.
En cada esquina, Ulrika continuó indicándoles cuándo avanzar, y siguieron al carruaje, que se dirigió hacia el sur hasta que, después de cruzar el Camino Comercial, se adentró en el distrito de Las Chabolas y se detuvo, al fin, ante un largo almacén de madera situado a una calle de distancia de los muelles.
Gotrek y Félix se ocultaron en la sombra de la arqueada puerta del patio de un armador, y observaron cómo Gephardt bajaba del carruaje. Y era Gephardt, en efecto. Félix lo reconoció por el paso arrogante. El joven enmascarado llamó a la puerta con el mismo ritmo que su compañero había usado en la taberna, y se deslizó al interior del almacén. El carruaje arrancó y se alejó hacia el Altestadt. Félix frunció el entrecejo. Con independencia de lo que Gephardt se trajera entre manos, no tenía intención de volver a casa esa noche.
—Esta es la parada definitiva —susurró.
Gotrek gruñó.
—Más definitiva de lo que él supone.
Ulrika se dejó caer junto a ellos, tan silenciosa como una capa.
—Es una gran reunión —dijo—. Capto muchos olores diferentes.
—Bien —dijo Gotrek—. Mi hacha tiene sed.
—Primero, deberíamos enterarnos de qué se traen entre manos —dijo Félix.
Gotrek gruñó, impaciente, pero luego asintió con la cabeza.
—Sí.
Félix se volvió a mirar a Ulrika.
—¿Puedes oírlos a través de la pared?
—No lo bastante bien, pero tengo una idea mejor.
—¿Sí?
Hizo un gesto con la cabeza por encima de un hombro.
—Mirad.
Félix se volvió. Por la calle avanzaban dos hombres enmascarados y con capa, en dirección al almacén. No tardarían en pasar ante el escondrijo de ellos.