Félix lo siguió mientras daban la vuelta a la manzana; luego, entraron en un callejón. Gotrek avanzó con seguridad por el zigzagueante laberinto de calles secundarias y caballerizas, hasta detenerse en las sombras de un callejón situado justo detrás del orador y sus compañeros.
—Bueno —dijo Gotrek—, atrae a uno hasta aquí.
—¿Atraer…? ¿Cómo?
Gotrek se encogió de hombros.
—Tú eres el sutil.
Félix gimió.
—De acuerdo. Lo intentaré.
Avanzó con precaución hasta la boca del callejón y miró a su alrededor. Se encontraba detrás de los agitadores, y un poco a la izquierda. Desde ese ángulo podía ver las caras de los reunidos que escuchaban el discurso. El orador estaba enardeciéndolos bien. Lo aclamaban en los momentos adecuados, agitaban los puños. Uno de los compañeros del orador se encontraba de cara a la muchedumbre, justo delante de Félix, con un puñado de octavillas en una mano.
Félix se echó la capucha hasta los ojos; luego, salió de las sombras y le hizo un gesto al hombre.
—¡Eh!, déjame ver una.
—Claro, hermano —replicó el hombre, que avanzó hacia Félix y le tendió una octavilla—. ¿Viste los incendios anoche? ¿Perdiste tu hogar a causa de la villanía de los propietarios?
—Ya lo creo que sí —replicó Félix, que cogió la octavilla y, con el mismo movimiento, apoyó la daga contra el vientre del hombre—. Y también vi a quienes los provocaron.
El agitador bajó la mirada y luego la alzó, momento en que se encontró con los ojos de Félix debajo de la capucha.
—¡Vos! —jadeó.
—Si gritáis, sois hombre muerto —dijo Félix—. Vamos, entrad en el callejón.
El hombre vaciló y se dispuso a recular. Félix lo cogió por un brazo y se lo retorció al mismo tiempo que empujaba un poco la daga.
El hombre gimoteó, con los ojos desorbitados.
—¡Chhhh! —le chistó Félix—. Vamos.
Dirigió al hombre hacia el interior del callejón, inclinado sobre la octavilla como si la comentara con él, y durante todo el tiempo mantuvo la punta de la daga apoyada firmemente contra el abdomen del agitador.
—¿Qué queréis de mí? —susurró el hombre, cuando fueron tragados por las sombras.
—¿Yo? —preguntó Félix—. Yo no quiero nada. Es él quien quiere hablar con vos. —Con un gesto de la cabeza, señaló más adentro del callejón.
Gotrek avanzó, y la luz del fondo de la calleja destelló en su único y colérico ojo.
El agitador se encogió y retrocedió, y casi se le escapó de las manos a Félix.
—¡El enano! —gritó—. ¡Que los Poderes de la Oscuridad me protejan!
Una velocísima mano de Gotrek lo aferró por el cuello y tiró de él para hacer que se arrodillara.
—¿Quiénes son vuestros líderes? —gruñó.
—¿Líderes? —dijo el agitador—. No sé de qué…
Los gruesos dedos de Gotrek apretaron, y la frase del hombre acabó en un grito estrangulado.
—¿Quiénes son vuestros líderes? —repitió el Matador.
—Yo…, yo… —replicó el hombre con voz chillona—, yo no lo sé.
Gotrek le dio una bofetada en un oído. El sonido fue como de una rama partida.
El hombre gritó de dolor. Gotrek le tapó la boca con una mano hasta que calló, y luego la retiró.
—¿Quiénes?
—¡Os juro que no lo sé! —jadeó el hombre—. ¡Nunca los vemos sin máscara!
—¿Qué me dices del hombre que está hablando? —preguntó Félix.
—Está por encima de mí —dijo el agitador—, pero no es más que el jefe de trece hombres. Sólo hace lo que le ordenan, como el resto de nosotros.
—¿Y quién le ordena lo que debe hacer?
—Los líderes —respondió el hombre—. Los enmascarados.
—Tal vez sepa quiénes son —dijo Félix.
—Nadie lo sabe —le aseguró el agitador.
—Que me lo diga él —decidió Gotrek, y miró a su alrededor. En la parte posterior de una casa de viviendas que tenía al lado había una endeble puerta de madera—. Abrela —le dijo a Félix, y luego aproximó al adorador del Caos hasta la boca del callejón.
Félix probó la puerta, que no estaba cerrada con llave, y la mantuvo abierta.
Gotrek sacudió al agitador.
—Grita un nombre —le dijo.
—¿Un nombre?
—De uno de tus hermanos. Dile que venga.
—Eh…, yo…
Gotrek le dio otra bofetada.
—¡Llámalo!
El hombre gritó de dolor.
—Harald —gimoteó.
Gotrek alzó un puño.
—¡Más fuerte!
—¡Harald, ven aquí! —chilló el hombre—. ¡De prisa! ¡Te necesito!
—Bien —dijo Gotrek, y le retorció el cuello hasta partírselo.
El hombre se desplomó como un saco, muerto. Gotrek lo dejó delante de la puerta, entró en el edificio y cogió el hacha que llevaba a la espalda. Félix entró tras él.
—Ciérrala.
Félix lo hizo y desenvainó la espada. Miró a Gotrek.
—Lo has matado. —Sí.
Gotrek apoyó una oreja contra la puerta. Félix frunció el ceño, y luego lo imitó.
Oyeron pasos y una pregunta, seguida por un grito de alarma.
Los pasos se acercaron más.
—¡Dolf! —dijo una voz justo al otro lado de la puerta—. ¡Dolf! ¿Qué ha sucedido?
Félix se tensó.
—Todavía no —murmuró Gotrek.
Los pasos se alejaron otra vez a la carrera, y Félix oyó que se alzaban voces fuera del callejón. El discurso del orador vaciló, y luego continuó. Las voces se acercaron. Parecían pertenecer a cuatro hombres.
—¿Qué le ha sucedido?
—No lo sé. Pero creo que está muerto.
—¿Lo han atacado?
—No veo ninguna herida.
—Tal vez, simplemente se le ha parado el corazón.
—Vamos, saquémoslo de aquí.
—Ahora —dijo Gotrek—. Y guarda silencio.
Abrió la puerta. Cuatro hombres se inclinaban sobre el cuerpo del muerto y lo levantaban. Gotrek mató a los dos más cercanos antes de que tuvieran la oportunidad de alzar la mirada. Félix acometió a un tercero y lo atravesó cuando soltaba el cadáver para sacar la espada. El cuarto abrió la boca para gritar, pero Gotrek le partió la cabeza hasta el cuello antes de que emitiera sonido alguno.
—Adentro —dijo el Matador—. Deja aquí al primero. —Cogió dos cuerpos por el cuello de la ropa, y los arrastró hasta el interior del edificio.
Félix cogió a otro por las muñecas y tiró de él. El cuerpo rebotó pesadamente sobre el dintel, y lo dejó caer junto a los otros. Gotrek arrojó el último sobre los demás. Félix tenía el estómago revuelto. No recordaba haber matado nunca a alguien tan poco preparado como los hombres que acababan de morir. No parecía honorable ni heroico. Él y Gotrek los habían pillado literalmente agachados.
—Eso ha sido…
—Silencio —dijo Gotrek. Cerró la puerta y volvió a apoyar la oreja contra ella, con el hacha preparada.
El tiempo pasaba, pero al fin se oyó una voz interrogativa que llamaba callejón adentro, y luego gritaba, alarmada. Esa vez, el discurso del orador se interrumpió, y Félix oyó que le pedía a la multitud que lo excusara durante un momento.
Su voz volvió a alzarse dentro del callejón.
—¿Qué quieres decir con que han desaparecido? ¿Cómo pueden haber desaparecido? ¡Feodor! ¿Dónde estáis?
Gotrek abrió la puerta. Había dos hombres inclinados sobre el cuerpo, mientras un tercero, el orador, permanecía detrás de ellos con las manos en las caderas. Gotrek barrió con el hacha a izquierda y derecha, y mató a los dos primeros, para luego saltar hacia el orador y darle un puñetazo en el estómago. El hombre se dobló por la cintura en medio de una exhalación explosiva, y se desplomó, gimiendo, sobre un hombro del Matador. Gotrek se lo llevó hacia la puerta.
Desde la boca del callejón les llegó un coro de gritos. Félix alzó la mirada y vio que un grupo de curiosos los señalaban y gritaban. Los llamaron y echaron a andar hacia ellos.
Gotrek atravesó la puerta. Félix la cerró, y el enano arrojó al orador al suelo, para luego comenzar a apilar los cadáveres contra la puerta. Unos puños la aporrearon desde el otro lado, pero no lograron abrirla.
Gotrek recogió al orador y volvió a echárselo sobre un hombro.
—Vamos, humano.
Transportó al orador a través de la casa de viviendas y salió a la calle, para entrar inmediatamente en un segundo edificio de la acera de enfrente, donde encontró la escalera que bajaba al sótano.
Bajaron, y Gotrek dejó al hombre en el suelo de tierra, en medio de pilas de basura y muebles rotos. Le apoyó una rodilla en el pecho y bajó el hacha hasta que le tocó el cuello.
—¿Quiénes son vuestros líderes? —preguntó con voz ronca.
El orador lo miró y parpadeó, aturdido y asustado. Tragó.
—Yo…, yo no tengo líderes. Soy yo el líder.
Gotrek le partió la nariz con un puño huesudo.
—¿Quiénes son vuestros líderes?
La sangre corrió por las mejillas del hombre como un río rojo.
—¡No…, no lo sé! ¡Llevan máscaras!
Gotrek alzó el puño.
Félix hizo una mueca de dolor y avanzó con una mano en alto.
—¿Quiénes piensas que son?
El hombre abrió más los ojos.
—¡No me atrevo! ¡No puedo!
Gotrek le dio otro puñetazo que le rompió aún más la nariz. El hombre gritó.
—¿Te atreves ahora? —gruñó el Matador.
El orador escupió sangre y alzó hacia Gotrek una mirada colérica. A sus ojos afloró una mirada demente.
—Hazme lo peor que sepas, enano. El dolor acaba con la muerte, pero si traiciono a mis maestros, la muerte será sólo el comienzo del dolor.
Gotrek se inclinó hacia él, aplastó al hombre con su enorme peso y le presionó el cuello con la hoja del hacha.
—¿Y qué sucede si la muerte tarda mucho en llegar?
—¡Llega ahora mismo! —gritó el orador, que alzó la cabeza con fuerza y la giró, de modo que se degolló contra la hoja del hacha.
Félix reprimió una exclamación cuando la cabeza del hombre cayó hacia atrás y el tajo de bordes limpios se abrió como una segunda boca. La sangre manó por él a modo de torrente.
Gotrek se sentó, fastidiado.
Félix dejó escapar el aliento. Le desagradaban ese tipo de asuntos.
—Ha sido un esfuerzo desperdiciado —dijo—. No sabemos más que cuando empezamos.
—Matar a siete servidores de los Poderes Malignos no es ningún desperdicio —replicó Gotrek mientras se ponía de pie—. Pero tienes razón. Estos peones no saben nada. Por ellos no averiguaremos más sobre sus jefes.
Félix asintió con la cabeza.
—Y no creo que vayamos a encontrar a sus jefes dentro del Laberinto.
Gotrek limpió el hacha en la camisa del orador, con la frente fruncida.
—Se han protegido bien, los malditos. —Devolvió el hacha a la funda que llevaba a la espalda, y se volvió hacia la escalera—. Vamos, humano. Un trago me ayudará a pensar.
* * *
Al girar en la esquina de la calle donde estaba El Cerdo Ciego, Gotrek gruñó como si le hubieran disparado. Félix alzó la mirada y se quedó boquiabierto. La taberna había desaparecido; había quedado reducida, junto con la mayoría de los edificios que la rodeaban, a vigas carbonizadas y montones de humeantes restos negros. Ante ella, en la calle, sentado y cabizbajo sobre un cubo de agua puesto boca abajo, estaba Heinz, con la cara escondida entre los brazos. Tenía la ropa sucia de hollín, y los dorsos de las manos quemados.
Gotrek se paró en medio de la calle, con la mirada fija en el triste cuadro vivo. Félix se detuvo detrás de él. A sus espaldas, un carruaje frenó bruscamente.
—Alguien morirá por esto —dijo Gotrek.
Félix asintió con la cabeza, pero una vocecilla persistente en el interior de su cabeza volvió a preguntar si él y Gotrek no serían los responsables del incendio. Y, si lo eran, ¿los mataría el Matador?
—Hola, Félix —dijo una voz conocida, detrás de ellos—. Hola, Matador.
Félix se volvió. Asomada por la ventanilla del carruaje que tenían detrás, había una persona bien encapuchada. Un mechón de pelo blanco brillaba a través del encaje negro del velo que la cubría.
—Ulrika —dijo Félix—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—He estado buscándoos —respondió—. Mi señora desea hablar con vosotros. Para pediros un favor.
Gotrek apartó los ojos de las ruinas de la taberna de Heinz y le dirigió una mirada feroz a Ulrika.
—¿La perjura quiere un favor? —En su voz había una nota peligrosa.
—Está relacionado con la Llama Purificadora, y podría contribuir a descubrir a los líderes y averiguar qué han hecho con la pólvora.
Gotrek miró fijamente a Ulrika durante un largo momento, y luego se volvió hacia El Cerdo Ciego.
—Ve tú —le dijo a Félix—. Yo tengo cosas que hacer.
—¿Yo? —A Félix no le gustaba la idea de entrar solo en el cubil de la condesa vampira. En el pasado, ella había actuado honorablemente con él, pero con los vampiros nunca se sabía—. Pero podría tratarse de la información que hemos estado buscando.
—Te irán mejor las cosas sin mí —replicó Gotrek—. En presencia de ella, no me fío de mi hacha.
—En presencia de ella, yo no me fío de mi cuello —replicó Félix, pero Gotrek ya avanzaba pesadamente hacia Heinz y no se volvió a mirarlo.
»De acuerdo. Pues supongo…, supongo que iré yo solo, entonces.
Félix se volvió hacia el carruaje. Ulrika abrió la portezuela para que entrara, y su sonrisa dejó ver los afilados dientes blancos a través del velo. Tragó, mientras el miedo y la emoción guerreaban en el fondo de su estómago, y luego se encogió de hombros y subió al vehículo.
Ulrika dio unos golpecitos en el techo con los nudillos, y el carruaje se puso en movimiento. Cerró las cortinillas para protegerse de la luz crepuscular, y después se quitó la capucha y el velo, y se recostó contra el respaldo para mirarlo con ojos que destellaban a la luz de una lámpara de cuerno. Le habían cortado el cabello muy corto para eliminar la parte que se le había quemado la noche anterior, y tenía un aspecto aún más andrógino de lo habitual.
Félix se removió, incómodo, sin saber qué decir ni adonde mirar. Era tan hermosa, y sin embargo lo acobardaba tanto… Era tan parecida a la mujer que había conocido y amado en otra época, y al mismo tiempo, tan diferente de ella…
—Te recuerdo con cariño, Félix —dijo ella, pasado un momento—. ¿Es así como me recuerdas tú a mí?
Félix frunció el ceño. Los recuerdos de los momentos que habían pasado juntos surgieron ante sus ojos, y sintió que el deseo despertaba en su interior. Al mismo tiempo, la sonrisa presumida que había aflorado a los labios de ella al formular la pregunta le recordó, de modo desagradable, el innato sentido que ella tenía de su propia condición de aristócrata, que siempre le había sentado como una patada. ¡Había habido tantas peleas por tan poco! ¡Ella había sido tan extraña para él, incluso entonces! Una noble. Una kislevita. Una guerrera nata. ¡Tenía tan poco en común con el hijo demasiado educado de un comerciante de Altdorf, que se consideraba más poeta que soldado! La idea que cada uno tenía del mundo era tan desemejante que podrían haber pertenecido a especies distintas.