Félix frunció el ceño.
—Ya veo —dijo—. Y si no quisieras ser un empleado de oficina, ¿qué te gustaría ser?
—Marinero de un barco —replicó Rodik al instante—. Mi primo Lani fue oficial mercante, señor. Me contó las historias más maravillosas. Ha estado en todas partes, mi primo Lani. ¿Sabéis lo que son los monos? Mi primo vio uno una vez.
Félix se estremeció al recordar una noche pasada en la selva, bajo las lunas, con enormes siluetas peludas que subían lentamente por la escalera de un templo en ruinas, hacia ellos. Apartó la escena de su mente y le sonrió a Rodi.
—Marinero, ¿eh? Bueno, por si acaso alguna vez cambias de idea respecto a trabajar en una oficina, aquí tienes una contribución para tu arcón de mar. —Escogió una moneda de plata de las que le había dado su hermano, y se la dio a Rodik.
El niño se quedó mirando la moneda fijamente, con ojos como platos.
—¡Gracias, señor! —dijo, y luego les lanzó una mirada de desconfianza a los otros niños que había en la sala, antes de meter la moneda en el bolsillo del cinturón.
Félix se encogió de hombros mientras iba por las calles hacia la casa del sastre de Otto. Lo más probable era que el dinero fuera a parar a las manos de la madre o el padre de Rodik, y que el muchacho no abandonara nunca la oficina de Otto, pero al menos Félix lo había intentado. Se preguntó si le habría dado el dinero en el caso de que hubiera respondido que quería ser soldado o aventurero.
Probablemente, no.
* * *
El Wulf's ocupaba un magnífico edificio de piedra y ladrillo del Camino Comercial, en el corazón del Handelbezirk. Por las altas ventanas, cada una decorada con una cabeza de lobo de cristal coloreado, salía luz dorada. Anchos escalones de piedra conducían hasta las sólidas puertas de roble. Un enorme hombre uniformado, con aspecto de soldado retirado, abría la puerta para que pasaran jóvenes llamativamente vestidos que iban y venían, charlando fanfarronamente unos con otros. Parecía conocerlos a todos por su nombre y bromeaba con ellos cuando pasaban.
El gigante midió a Otto y a Félix con la mirada mientras salían del carruaje cerrado de Otto, y este último decía al cochero y a los dos guardaespaldas que los esperaran calle abajo. Félix se sonrojó bajo el escrutinio. Estaba seguro de que el hombre se había dado cuenta al instante de que el jubón y los calzones que llevaba eran completamente nuevos, y que su mirada podía ver al vagabundo sin un céntimo que había bajo aquellas galas. Con tales prendas se sentía como un completo fraude, un actor que encarnaba a un rico. Y un actor que se sentía incómodo, además. La almidonada puntilla del cuello le irritaba la piel. El tenso terciopelo verde del jubón le apretaba el pecho. Las lustrosas botas altas hasta la rodilla le apretaban los pies. Sentía resecos y calientes el mentón y las mejillas que el barbero había apurado con la navaja.
—¿Vuestros nombres,
meinen herren
? —tronó la voz del gigante, deferente, cuando él y Otto subieron los escalones.
—Otto Jaeger y un invitado —replicó Otto.
—Herr Jaeger —dijo el gigante, haciendo una reverencia—. Perdonadme por no haberos reconocido de inmediato, señor. Ha pasado bastante tiempo desde vuestra última visita. Bienvenido. —Tiró de una anilla de latón que sujetaban las fauces de una cabeza de lobo, también de latón, y la puerta se abrió—. Por favor, recordad que a los invitados sólo se les permite entrar en el comedor y el salón de fumar, señor.
Otto asintió con la cabeza y entró. El suelo del vestíbulo era de madera oscura. Los estandartes de varios gremios de comerciantes pendían de las paredes. En una escalera que ascendía a los pisos superiores había jóvenes que reían y chismorreaban. Un ensordecedor torrente de voces alegres y tintineo de platos salía por una puerta situada a la derecha.
Tras dejar las capas y las espadas a un conserje, Otto y Félix atravesaron la puerta y entraron en el comedor. Algo pasó volando ante la cara de Félix, que se echó atrás, precavido. El proyectil le dio en la parte posterior de la cabeza a un joven comensal, y cayó al suelo. Era un trozo de pan negro. A la izquierda de Félix estallaron carcajadas.
El comensal se puso en pie de un salto, armado con un trozo de pan propio.
—¿Quién me ha arrojado eso? —gritó con los ojos encendidos—. ¡Mieritz! ¿Has sido tú?
Un joven vestido de terciopelo naranja y verde abrió las manos ante sí, sonriente.
—¿Yo, Fetterhoff? ¿Por qué sospechas de mí?
Fetterhoff lanzó su pan. Mieritz lo atrapó diestramente en el aire y le dio un mordisco.
—Gracias, señor —dijo mientras masticaba—. Parece que mi pan se ha caído al suelo.
La agudeza provocó la risa de sus amigos, así como la de Fetterhoff, y todos volvieron a su cena.
—Ya te lo advertí —dijo Otto por un lado de la boca.
Un mayordomo con cuello alto les hizo una reverencia y los condujo hasta una mesa para dos, situada contra la pared opuesta. El comedor era espacioso y de techo alto, con rugientes fuegos en chimeneas situadas en ambos extremos. Bellos tapices —todos los cuales mostraban lobos que cazaban— ocultaban las paredes de yeso, y columnas de madera con estarcidos dorados ascendían hasta vigas talladas y pintadas. El centro de la sala estaba ocupado por grandes mesas circulares, todas abarrotadas de acicalados jóvenes afectados, cada uno de los cuales parecía querer superar a todos los demás en la riqueza y calidad elaborada de sus ropas. Félix nunca había visto tantos colores bajo un mismo techo. Era como si un arco iris hubiera sufrido violentos vómitos.
—Por la barba de Sigmar, qué ruido —dijo Otto, que hizo una mueca cuando en una de las mesas estallaron nuevas carcajadas—. ¿De verdad que prefieres esto a El Martillo Dorado?
—No estoy seguro de que así sea —replicó Félix—, pero quería verlo por mí mismo.
Cuando acudió el camarero, Félix pidió pato en salsa de ciruelas, mientras que Otto encargó asado de ternera y vino bretoniano para ambos.
Félix intentó escuchar a los demás comensales en tanto Otto le hablaba de los diferentes trabajos que podía hacer para Jaeger e Hijos. Aunque deseó cerrar los ojos para concentrarse mejor en las voces, Otto lo habría notado, así que los mantuvo abiertos. Maldijo el constante estrépito. En la sala había demasiado ruido y el eco era excesivo.
Trató de escoger una voz en medio del ruido, y luego otra, pero le resultaba difícil concentrarse en ellas sin ponerse a escuchar las conversaciones, y cuanto más escuchaba, más apretaba los dientes y se le erizaba el pelo de la nuca. No eran ni el ruido ni la alegría de los jóvenes lo que despertaba su enojo; en sus viajes con Gotrek había visto más que suficientes tabernas de pendencieros y posadas de vocingleros. De hecho, le gustaba la juerga de vez en cuando: cantar canciones obscenas, echar un pulso y bailar con señoras de dudosa reputación, mantener profundas conversaciones filosóficas con perfectos desconocidos a quienes olvidaba completamente al día siguiente. Había conocido a Gotrek en una noche semejante.
Eso era diferente. Había crueldad en las risas, algo odioso en los chistes y pullas que se intercambiaban entre las mesas, lo que constituía un rasgo particular de los ricos ociosos. Aquellos jóvenes no eran amigos; eran rivales, y rivales mortales, a pesar de toda su aparente bonachonería. Sus chistes no estaban destinados a divertir, sino a humillar a las víctimas al mismo tiempo que daban importancia al que los hacía. No escogían a sus compañeros porque les cayeran bien, sino por saber que ofrecían alguna ventaja. El símbolo del lobo había sido bien escogido para aquel lugar, según pensó Félix, porque la sociedad que conformaban los miembros del club parecía basada en la jerarquía del más fuerte de la jauría, donde el depredador más grande, malvado y astuto abusaba de los que estaban por debajo de él, y éstos, a su vez, abusaban de los que tenían por debajo.
Félix siempre había despreciado ese tipo de comportamiento, ya desde sus tiempos de estudiante en la Universidad de Altdorf, donde los nobles se habían burlado de él por ser el hijo de un comerciante, y le habían negado el ingreso en sus clubes y fraternidades. Lo angustiaba ver a hijos de comerciantes imitando precisamente ese vil comportamiento. Uno habría pensado que, al haber sido desairados y tratados con condescendencia por la clase superior, habrían deseado pertenecer a una sociedad más igualitaria. En cambio, eran unos esnobs peores que los nobles, exageraban su malevolencia y se vanagloriaban hasta ser poco mejores que bestias vestidas de terciopelo.
Llegó el vino. El camarero les sirvió las copas y se retiró.
Otto bebió un sorbo de la suya e hizo una mueca.
—¡Dioses! —dijo—. La bodega de aquí ya no es lo que era. El importador debe de estar estafándolos.
Félix bebió un sorbo. A él le sabía bien, pero después de todos los años pasados con Gotrek, había que tener en cuenta que estaba más habituado a la cerveza.
—Bueno, en fin —dijo Otto—. Como iba diciéndote…
Félix devolvió su atención a los otros comensales e intentó dejar a un lado las palabras para concentrarse en el timbre y el tono de la voz, mientras evocaba las voces de la Llama Purificadora. Gimió. ¿Por qué Ulrika y la condesa habían puesto tantas esperanzas en un indicio tan débil? Entre el Wulf's y la Hermandad de la Llama Purificadora podría no existir otra conexión que el hecho de que compartían un miembro, el hombre al que Ulrika había matado cuando le quitó el colgante. Esa noche podría quedar en nada. Quizá se había sometido a cenar con su hermano sin que hubiese razón alguna.
Miró a los comensales que lo rodeaban, con la esperanza de que algún gesto peculiar despertara un recuerdo. Suspiró. A él todos le parecían unos villanos, pero intentó evaluarlos con objetividad. Era difícil. Aquel petimetre vestido de púrpura, con colorete en las mejillas y una gorguera tan grande que casi le caía por encima de los hombros, parecía ciertamente miembro de algún culto depravado. Y a aquel vestido de amarillo limón, con la permanente sonrisa despectiva y el pendiente, Félix podía imaginárselo ofreciendo sacrificios de sangre cuando Morrslieb estaba llena. Y el pícaro vestido de rojo y dorado que jugaba a las cartas con sus compañeros, ¿se valía de la magia para cambiar las cartas? Y el apuesto dandi de mejillas hundidas que tosía convulsivamente con el pañuelo en la boca…, ¿estaría propagando la sífilis por todos los burdeles de Nuln? Y aquel tipo…
Casi escupió un sorbo de vino al ver a un hombre que lo observaba con suspicacia desde el otro lado del comedor. ¿Era un adorador del Caos? No. Un momento. Lo conocía. Pero ¿de dónde? ¿Dónde había visto antes esa mandíbula fuerte?, ¿ese bigote perfectamente rizado?, ¿esa nariz orgullosa? Entonces, lo supo, y estuvo a punto de ponerse a reír. Era uno de los hermosos caballeros de la dama Hermione, que se le pegaba a los talones para vigilarlo. Casi literalmente. No podría haber sido más descarado si lo hubiese intentado. Tal vez era lo que quería. La dama Hermione le estaba recordando su omnipresencia. De repente, ya no tuvo ganas de reír.
Le devolvió al hombre una mirada feroz y continuó observando la sala. Y volvió a detenerse al ver otra cara casi familiar que se asomaba desde detrás de la columna más cercana. Y ése, ¿quién era? Conocía su pelo, que colgaba ante los soñolientos ojos del hombre, pero su ropa no le resultaba familiar. ¡Por supuesto! Era debido a que estaba desnudo la última vez que lo había visto. Era el capitán Reingelt, el actual enamorado de la condesa. Al parecer, no confiaba en que la dama Hermione compartiera la información. ¿Y por qué iba a hacerlo?
Llegó la cena, y Otto se metió la servilleta bajo el mentón y comenzó a comer. Félix abandonó la búsqueda e hizo otro tanto. Intentar identificar a los adoradores por el aspecto parecía tan imposible como intentar reconocerlos por el habla. Él no era cazador de brujas. No sabía cómo diferenciar la villanía humana normal de los más bajos horrores de la adoración de los demonios. Podía reconocer a un mutante si le veía dos cabezas, pero mientras la corrupción no se manifestara, estaba tan perdido como cualquier otro hombre.
—Sé que no se te da muy bien estar todo el día sentado delante de un escritorio —estaba diciendo Otto—, pero tenemos abundancia de empleos que te harán salir a trabajar al aire libre. Es necesario que alguien vaya a Marienburgo cada primavera, por ejemplo. Allí les compramos a los bretonianos, estalianos y árabes muchos de los tintes para nuestra lana. Arabia hace el mejor añil. Pero para conseguir los mejores precios y asegurarse de que esos asquerosos diablos extranjeros no nos estafan, hay que ir en persona. ¿Te gustaría hacerlo?
Félix se encogió de hombros.
—Nunca he sido muy bueno para regatear.
—¡Hummm! Bueno —dijo Otto—, también dotamos de guardias nuestros convoyes, y hemos ampliado el servicio para ofrecer guardias para los convoyes de otras compañías. Tal vez te gustaría ocuparte del reclutamiento y entrenamiento de esa gente. Es una ocupación que parece hallarse más dentro de tu línea.
Félix estaba intentando pensar en una respuesta adecuada cuando oyó por casualidad la conversación de un grupo de jóvenes que pasaban junto a su mesa.
—Eso tiene mal aspecto, Gephardt. ¿Te pillaste la mano en la ventana de alguna dama cuando su marido volvió a casa?
—No. Me la quemé. Fue una estupidez, en realidad. Dejé el atizador dentro del fuego por error, y cuando lo cogí me quemé.
Félix se volvió para mirar al que había hablado, mientras los jóvenes reían. Era un muchacho nervudo que llevaba un jubón sin adornos y el cabello desgreñado como si acabara de levantarse de la cama, aspecto que ese año parecía estar de moda entre los estudiantes universitarios más elegantes. Su ropa era de terciopelo color espliego y crema, y tenía la mano izquierda vendada.
—¡Ja! —dijo un muchacho de mentón hundido, vestido de rosa—. ¡Cuando yo dejo el atizador demasiado tiempo en el fuego, se funde! ¡¡Ja, ja!
Nadie rió.
—Mi atizador, ya sabéis —dijo el joven de rosa, con una risilla tonta—. En el fuego.
—Haz el favor de callarte, Kalter —replicó el del vendaje.
Félix lo observó en tanto se alejaba. Se había quemado la mano, ¿eh? ¿Y era imaginación de Félix, o disimulaba una cojera? Intentó imaginar esa voz socarrona, despectiva, gritando órdenes. Podría haber sonado de modo parecido a una de las voces que había oído en la bodega incendiada, aunque tal vez no, y necesitaba asegurarse. Sería cruel lanzar a las mujeres vampiras tras un inocente.