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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos (16 page)

BOOK: Mataorcos
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«
Por otro lado
—pensó, avergonzado—,
no me habría importado lo más mínimo que Gotrek tuviese una opinión menos elevada de mí y me hubiese dejado bajar antes.
»

Los orcos muertos se amontonaban en gran número, pero no parecían ser menos los atacantes, y con Thorgig y Narin descendiendo por el risco, Gotrek, Barbadecuero y Félix lucharon con más ahínco que nunca. Félix se preguntó si Gotrek podría mantener él solo a los orcos lejos de la cuerda. Una cuchilla rozó una pierna de Félix, donde dejó un tajo sangrante, y un orco muerto que cayó por efecto del hacha de Gotrek estuvo a punto de lanzarlo hacia atrás por el borde del precipicio. Le latía el tobillo, un dolor entre muchos. Se sentía aturdido y entumecido, y la horda verde se le desdibujaba ante los ojos. Apenas podía sujetar la espada en alto.

—Abajo, humano —gritó Gotrek—. Ahora esto es trabajo para Matadores.

Félix asintió con la cabeza y retrocedió para separarse de la lucha y aliviado, recogió la cuerda. Vio que Barbadecuero se hinchaba al oír las palabras de Gotrek —como le había sucedido a él un momento antes— y acometía a los orcos con renovado vigor, complacido al pensar que Gotrek lo consideraba un igual. Resultaba asombroso como semejante misántropo taciturno podía inspirar a los demás con una palabra casual.

Cuando comenzaba a descender, situando una mano debajo de la otra y buscando con cuidado apoyos para el pie lesionado, Félix observó a los dos Matadores: luchaban espalda con espalda, con las brillantes hachas teñidas de rojo por los últimos rayos del sol, los musculosos torsos recorridos por regueros de sudor y sangre, las gruesas piernas muy abiertas para afianzarse ante la acometida de la voraz horda verde. Y el detalle demente era que reían. A centímetros del borde del precipicio —donde un solo paso en falso podía lanzarlos al vacío—, batallando contra decenas de monstruos salvajes sedientos de sangre, reían.

Félix lo entendía hasta cierto punto. No era inmune a la euforia de la batalla, la emoción loca que acompañaba al hecho de poner en juego la propia vida, cuando desaparecían el dolor, el cansancio y cualquier pensamiento de futuro, y uno se perdía completamente en la gloriosa violencia del momento. Pero, al menos en su caso, se trataba de un júbilo que siempre lindaba con el terror, una emoción siempre bien mezclada con el miedo. Los Matadores no parecían experimentar ninguna inquietud de esa naturaleza. Daban la impresión de sentirse plenamente satisfechos.

—¡Barbadecuero, baja!

—¿Bajar? ¡No! —gritó el segundo Matador, a través de la máscara—. ¡La gloria está aquí!

—No hay gloria ninguna en los orcos —replicó Gotrek—. Ya oíste lo que dijo el explorador. ¡Baja!

—¡Este no es el respeto que un Matador debe a otro Matador! —dijo Barbadecuero, con enojo.

No obstante, finalmente, Félix sintió que la cuerda se estremecía por encima de él, y el enano enmascarado comenzó a descender.

Aunque Félix ya no podía ver la batalla, le llegaban indicios desde lo alto; era como el estruendo de una fundición, y los roncos gritos y el entrechocar de acero resonaban en el tenue aire de la montaña. Miró hacia abajo. Narin y Thorgig aguardaban junto a la primera clavija, cada uno colgado de una cuerda sujeta a un pitón, con los ojos vueltos hacia arriba. La cuerda que bajaba desde el borde del risco estaba, como había pedido Gotrek, sujeta por dos pitones en el extremo inferior.

—De prisa, humano —dijo Thorgig—. El Matador no puede resistir eternamente.

—Yo comienzo a dudar de que no pueda —comentó Narin, pensativo—. Será un oponente terrible. Si mi padre muere luchando con él, me convertiré en noble, y que Grungni me proteja…

Se oyó una detonación atronadora en lo alto. Un cuerpo con cresta de Matador pasó a toda velocidad junto a Félix, precipitándose hacia las sombras crepusculares del fondo. Jaeger lanzó un grito ahogado. ¿Había sido Gotrek? ¿Barbadecuero? Alzó los ojos.

La cuerda quedó laxa en sus manos.

Félix cayó al vacío.

Capítulo 10

Mientras caía, Félix miraba fijamente la cuerda suelta, idiotizado de sorpresa. Otro cuerpo caía con él, alguien que bramaba. Captó un atisbo de Thorgig que lo miraba, boquiabierto, al pasar, y pensó: «
Voy a morir»
. Entonces, la cuerda se tensó con un tirón y se le soltó de las manos. Giró y, cabeza abajo, se estrelló contra el risco con una fuerza tremenda, pero fue detenido en seco por algo que lo aferró por el tobillo izquierdo. La pierna estuvo a punto de descoyuntársele.

Inspiró una tremenda cantidad de aire, con el corazón enloquecido y el cuerpo vibrando como una campana. Tenía las palmas de las manos empapadas de sudor. El mundo estaba al revés y borroso en los bordes.

«
Estoy vivo
», pensó, aunque no estaba seguro de cómo podía estarlo. Debería haber girado por el aire como una muñeca de paja.

Alguien gimió por debajo de él. Echó la cabeza atrás para mirar hacia el fondo del precipicio. Aturdido, Barbadecuero se sujetaba a la cuerda, a unos seis metros más abajo, con la mitad derecha de la máscara raspada y arañada, y el hombro derecho ensangrentado.

Si Barbadecuero era el que colgaba de la cuerda, entonces era Gotrek quien había caído. Gotrek estaba…

Un dolor lacerante en el tobillo alejó el pensamiento. Bueno, se lo había torcido, ¿no? Entonces, se dio cuenta de que, de hecho, era el otro tobillo el que le dolía. Luchó contra la gravedad para alzar la mirada. Lo tenía atrapado en un bucle de cuerda, y el bucle se apretaba cada vez más a causa del peso del Matador enmascarado, que colgaba por debajo de él. El dolor era terrible, un fuego brillante que superaba el latido de todos los otros dolores de su cuerpo.

—Barbadecuero, quítate de la…

Félix cerró la boca, aterrorizado ante lo que había estado a punto de hacer. El peso del Matador era lo único que impedía que Félix cayera. Si soltaba la cuerda y se agarraba a la pared del risco, el bucle se aflojaría, y Félix se precipitaría al vacío.

—Sujétate bien, humano —oyó que decía la voz de Thorgig, y el joven enano se deslizó por su cuerda hasta detenerse junto a él, mientras Narin continuaba descendiendo hacia Barbadecuero.

Thorgig le tendió una mano.

—Cógete.

Félix extendió el brazo y aferró la mano de Thorgig con fuerza. Debajo de él, Narin balanceaba su cuerda hacia Barbadecuero, para que se cogiera. El Matador la atrapó y pasó de una a otra con facilidad. La presión sobre el tobillo de Félix cedió, y él volvió a caer y resbaló contra la áspera pared del risco, hasta quedar colgado de la mano de Thorgig.

—Ahora, coge la cuerda —dijo Thorgig.

Félix se aferró a la cuerda con la mano libre, se ciñó una pierna con ella y soltó la mano de Thorgig. Él y los tres enanos quedaron colgando de las cuerdas y recobraron el aliento. Oyeron cómo los orcos se alejaban en lo alto, tan callados como hasta entonces.

—¿El Matador ha muerto? —preguntó Thorgig, que bajó la vista hacia la oscuridad del fondo.

—Lo sabremos cuando lleguemos abajo —replicó Narin.

—Estoy seguro de que ni siquiera Gurnisson puede haber sobrevivido a una caída como ésa —declaró Thorgig.

Narin se encogió de hombros.

—Si alguien puede, es él.

—Pero ¿qué lo hizo caer? —preguntó Thorgig—. ¿Qué fue esa detonación?

—Tal vez los acompañaba un chamán —sugirió Narin.

—Yo no vi ningún chamán —dijo Barbadecuero con voz cansada.

—Vamos —decidió Narin—. Bajemos. No tiene sentido especular. Ya llegamos tarde para reunimos con Hamnir.

* * *

El descenso fue mucho más rápido que el ascenso. Los enanos usaron cuerdas y pitones durante todo el recorrido, deslizándose con brincos de saltamontes.

Félix bajó con mayor lentitud. El tobillo no le permitía ejecutar aquellos largos saltos; descendió en silencio, mientras su mente luchaba para asimilar la idea de que Gotrek, a cuyo lado había caminado durante dos décadas, podría estar muerto.

Era demasiado pronto para el duelo; aún no podía creer que el Matador hubiese desaparecido. Pero la idea de una vida sin él le hacía sentir vértigo. ¿Qué iba a hacer? Seguir al Matador era algo que había ocupado la casi totalidad de la existencia adulta de Félix. Su cometido de dejar constancia de la muerte del Matador había sido tan prolongado que le costaba recordar qué otra actividad había reemplazado. ¿Qué había tenido intención de hacer con su vida antes de conocer a Gotrek? ¿Escribir poesía, obras teatrales? ¿Renunciar a sus costumbres bohemias y ayudar a su hermano en el negocio familiar? ¿Casarse? ¿Tener hijos? ¿Era eso lo que quería entonces?

¿Qué edad tenía? ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y dos? Durante los viajes con Gotrek por el este, había perdido la noción del paso de los años. ¿Era demasiado tarde para retomar las cosas donde las había dejado? ¿Era demasiado ridículo un estudiante de cuarenta años? Por supuesto, aun en el caso de que Gotrek hubiese muerto, Félix le debía una obra antes de continuar con su vida. El juramento hecho no quedaría cumplido hasta que hubiese escrito la obra épica de la muerte del Matador.

Se le cayó el alma a los pies al pensarlo. A Gotrek le enfurecería que se dejara constancia de que había muerto a manos de «meros orcos». No era una muerte adecuada para un Matador que, en su momento, había matado demonios y gigantes; era un anticlímax de primer orden. Gotrek nunca permitiría que Félix acabara así la obra. Salvo que… Félix reprimió un sollozo inesperado cuando, finalmente, lo comprendió. Salvo que Gotrek estuviera…

—Allí está —dijo Narin, muy por debajo de él, al mismo tiempo que señalaba hacia abajo.

Félix clavó los ojos en la oscuridad del valle del Caldero para buscarlo, y al final distinguió una mancha de brillante pelo rojo en la orilla del agitado lago. El Matador yacía, inmóvil, boca abajo, con la mitad del cuerpo en el agua. ¿Había caído allí desde lo alto, o se había arrastrado hasta la orilla desde el agua? Félix estuvo a punto de soltarse de la cuerda debido a la prisa por alcanzar el suelo.

Narin, Thorgig y Barbadecuero llegaron abajo antes que él, pero por algún sentido de corrección, lo esperaron antes de rodear la empinada orilla del agitado lago hacia la ancha figura postrada. Al paso cojo de Félix, pareció que tardaban una eternidad en llegar, pero al fin se detuvieron junto al Matador. En el valle quedaba justo la luz suficiente para ver que Gotrek tenía la espalda y el cuello teñidos de un llameante rojo vivo, como si lo hubiera golpeado una mano gigante. Su único ojo estaba cerrado, y tenía la cresta lacia y despeinada. Le manaba sangre de la nariz y la boca, y se encharcaba sobre el negro esquisto, debajo de la cabeza. También caía sangre por debajo de un hombro. El hacha yacía junto a él.

—¿Gotrek? —dijo Félix.

No hubo respuesta.

Félix se acuclilló y tendió una mano hacia el Matador, pero luego vaciló. Si lo tocaba, lo sabría, y tenía miedo de saber.

—Gotrek…, ¿estás…?

El ojo de Gotrek se abrió. El enano gimió, y luego tosió violentamente y vomitó agua sobre el esquisto.

Félix y los tres enanos suspiraron aliviados.

El ataque de tos de Gotrek cesó.

—Tortugas —dijo con voz apenas audible—. ¿Por qué… habéis tardado tanto?

Narin se arrodilló junto a él.

—¿Puedes moverte, Matador? ¿Tienes algo roto?

Gotrek lo pensó durante un momento, con los ojos cerrados, y luego volvió a abrirlos.

—No —masculló—. Sólo… escuece un poco. —Intentó darse la vuelta y sentarse, pero le temblaron los brazos y volvió a caer.

Thorgig y Barbadecuero lo ayudaron a levantarse, y lo sentaron sobre una roca. Se lamentaba con cada movimiento y contacto. Félix vio que tenía una profunda herida ensangrentada en el hombro izquierdo.

—¿Qué es eso? —preguntó al mismo tiempo que la señalaba.

Gotrek parpadeó al mirar la herida.

—¿Eso? —Se llevó una mano al hombro, pero parecía demasiado cansado, y la dejó caer sobre el regazo—. Es la razón por la que dejé a los orcos.

—No me digas que saltaste a propósito —bufó Barbadecuero.

—Por supuesto que sí —dijo Narin—. Un gorrión insultó a su tatarabuelo, y saltó al aire para desafiarlo.

Thorgig rió. Todos parecían un poco aturdidos por encontrar a Gotrek con vida.

—Matagorriones, lo llamarán.

—No —dijo Gotrek, negando pesadamente con la cabeza—. Me dispararon. Me lanzaron al vacío.

—¿Te dispararon? —preguntó Thorgig, confuso—. ¿Con qué? Eso no es una herida de flecha.

—Con un fusil —respondió Gotrek.

—Los orcos no tienen fusiles —dijo Narin, con desprecio—. Apenas si conocen el fuego.

—Un fusil de enanos —aclaró Gotrek.

Los enanos guardaron silencio.

—Estos orcos son verdaderamente muy extraños —dijo Thorgig, al fin.

El teniente orco de ojos negros volvió a la memoria de Félix. Estaba de acuerdo.

Thorgig abrió el botiquín de campo de Druric y sacó vendas. Vendó el hombro de Gotrek lo mejor que pudo, y los demás se ocuparon de sus propias lesiones.

Una vez hechas las curaciones, Gotrek intentó levantarse. Osciló como una espiga de trigo al viento, y volvió a sentarse.

—Maldición. Barbadecuero, tu hombro. No podemos esperar.

Barbadecuero lo ayudó a levantarse, y le deslizó un hombro por debajo de un brazo.

Cuando se pusieron en marcha para rodear el lago, Gotrek alzó una ceja y miró a Félix.

—¿Estás bien, humano? Te veo un poco pálido.

Félix tosió.

—Sólo…, sólo me alegro de no haber tenido que hacer que «lanzado desde un risco por los orcos» pareciera algo heroico.

—No pensarías que estaba muerto, ¿no?

—Eh…, se me pasó por la cabeza.

Gotrek bufó.

—Deberías tener más fe. —Siseó y tropezó. Barbadecuero lo sujetó, y continuaron—. Aunque es buena cosa que ese lago sea profundo.

* * *

Rodearon a la máxima velocidad posible la base de Karak-Hirn. Al principio no iban muy de prisa, pero pasada una media hora, Gotrek se recuperó y pudo caminar sin ayuda. A partir de ese momento, avanzaron más rápidamente, aunque el camino continuaba siendo arduo, ya que tenían que caminar por terreno escabroso y abrirse paso a través del denso sotobosque de los pinares en una oscuridad casi absoluta. Los enanos, que no querían atraer la atención de ninguna otra patrulla de pieles verdes, renunciaron a encender los faroles y se orientaron en el bosque mediante la aguda vista de su raza, nacida en los túneles. Félix, no obstante, se golpeaba constantemente la cabeza contra las ramas bajas, o volvía a torcerse el tobillo al pisar raíces que sobresalían del suelo.

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