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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos (33 page)

BOOK: Mataorcos
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Estaba atestada de orcos.

El ejército de enanos defendía la zona que rodeaba la escalera, filas de bravos guerreros, grupos de Rompehierros y mineros alineados en torno a la base, mientras los Atronadores formaban dos líneas sobre el escalón superior: los de la primera, arrodillados, y los de la segunda, de pie, y disparaban por encima de las cabezas de sus hermanos, situados en los escalones siguientes. Los enanos ya estaban tremendamente superados en número, y más orcos entraban en el salón a través de una docena de arcadas.

Más allá de la batalla, se oyeron una serie de explosiones. Félix miró hacia arriba, y vio que otros dos grupos de Atronadores habían ocupado posiciones en dos balcones; uno estaba situado en la pared derecha del descomunal salón, el otro en la izquierda, por encima y detrás del cuerpo principal de orcos. Veinte enemigos cayeron con esa primera salva, y a continuación se oyó otra cuando una segunda fila de enanos avanzó hasta la balaustrada, y la primera retrocedió para cargar de nuevo las armas. Una tercera fila siguió a la segunda, y luego, la primera estuvo preparada otra vez. Los orcos caían como trigo segado. La rapidez y puntería de los Atronadores era pasmosa.

Justo debajo del lugar en el que Félix estaba con Gotrek, con Hamnir y con los otros, el enorme orco pálido de extraña armadura y su séquito de similar atavío y piel lechosa hacían pedazos a los barbaslargas de Karak-Hirn. El olor rancio de los orcos era casi cegador. Los enanos de cabello blanco luchaban valientemente contra ellos, con los ojos llorosos a causa del hedor, mientras los acometían una y otra vez, pero los orcos eran increíblemente fuertes y, lo que resultaba aún peor, disciplinados. Por cada orco blanco que caía, tres barbaslargas acababan con el cráneo hundido. Los barbaslargas no tenían intención de desistir pero, al parecer, tampoco la tenían los orcos. Y ninguno podía tocar al gigantesco jefe de guerra. Tres barbaslargas lo acometieron y le asestaron un golpe tras otro, pero el orco resistió hasta los peores ataques y respondió con muerte. Un enano de pelo blanco retrocedió con paso tambaleante al mismo tiempo que se aferraba el cuello, con la larga barba convertida en un tabardo de color rojo brillante. Era el viejo Rúen. Cayó de bruces ante los escalones.

—Apartaos —dijo Gotrek, que avanzó, cojeando.

—No, Gurnisson —ordenó Hamnir, y se interpuso en el camino del Matador—. Es mío. Se apoderó de mi fortaleza. Yo lo mataré. Además, no estás en forma para luchar.

—Yo siempre estoy en forma para luchar —contestó Gotrek, que se puso rígido, pero luego desistió con un gruñido—. ¡Bah! Es tu fortaleza. Supongo que tienes derecho a retarlo, ¡que Valaya te maldiga!

Hamnir y Gorril ya cargaban escaleras abajo para unirse a la línea de barbaslargas. Gotrek los siguió con una mirada llameante, enojado, o tal vez, preocupado; Félix no lo sabía.

—Vamos, humano —dijo el Matador al mismo tiempo que daba media vuelta—. Buscaremos otro sitio en el que meternos.

—¿Y por qué no hacemos caso del consejo de Hamnir y nos quedamos al margen de esto? —preguntó Félix—. No estás en tu mejor forma, precisamente.

—¿Por qué todos decís eso? —gruñó Gotrek—. Lo único que necesitaba era un trago.

—Escuchad —intervino Narin, que intentaba ver a través del humo de los disparos que inundaba el salón como una niebla—. Los Atronadores del balcón de la derecha han dejado de disparar.

—Están atacándolos —añadió Galin, a la vez que miraba hacia arriba—. Los orcos han dado un rodeo por detrás de ellos.

Gotrek se volvió hacia el corredor.

—Entonces, nosotros daremos un rodeo por detrás de los orcos.

—¿Sólo nosotros cuatro? —preguntó Félix.

Gotrek miró hacia la batalla. Los enanos estaban terriblemente presionados por todos lados.

—No pueden prescindir de nadie más.

Regresó al corredor con pesados pasos. Félix, Narin y Galin intercambiaron una mirada, y luego se encogieron de hombros y lo siguieron.

Unos pocos pasos más abajo por el corredor, llegaron a una escalera ascendente que estaba defendida por una fila de enanos de Karak-Hirn.

—Uno de vosotros, muchachos, que nos conduzca hasta el balcón de la derecha que da a la gran confluencia —dijo Gotrek—, Los Atronadores tienen problemas.

—¿Uno de nosotros? —preguntó un enano—. ¡Iremos todos!

—¿Y abandonar vuestra posición? —gruñó Gotrek—, A vuestro príncipe no le gustaría. Sólo uno.

El que había hablado, un veterano brusco llamado Dolmir, los acompañó; los condujo con rapidez escaleras arriba, y por el pasillo del piso de encima. Gotrek gruñía con cada paso cojo que daba, debido al esfuerzo que hacía por mantener la velocidad de los otros.

Al cabo de poco rato, entraron en un alto y ancho corredor que formaba un anillo en torno al perímetro de la gran confluencia. En la pared del exterior del anillo había una serie de magníficas puertas, cada una coronada por la insignia de un clan, tallada en piedra: eran las entradas de las fortalezas de los clanes que moraban en Karak-Hirn. Muchas de las puertas estaban abiertas o habían sido arrancadas de los goznes a golpes, y el corredor se veía sembrado de pilas de piedra y material de construcción, como si los orcos hubiesen intentado hacer reparaciones. La pared del interior del anillo estaba cribada por numerosas ventanas con rejas de hierro, balcones y galerías que daban a la gran confluencia. Por ellas entraban los ecos de la batalla de abajo, pero era más fuerte el ruido de una lucha que se libraba más cerca. Los compañeros giraron.

En mitad del corredor estaba la entrada al balcón desde el que habían estado disparando los Atronadores, rodeada por una hirviente escoria de orcos. Los primeros se habían vuelto para luchar contra ellos con hachas de mano y dagas. Tanto orcos como enanos muertos yacían a los pies de los combatientes, pero los enanos estaban llevando la peor parte. Los superaban en número por dos a uno. Los vencerían en poco tiempo.

—¡Que Grimnir maldiga a esta pierna! —dijo Gotrek, cojeando—. No puedo correr. —Miró a su alrededor, enojado, y luego señaló hacia la construcción—. ¡Humano, esa carretilla!

Félix corrió hasta una pila de escombros y sacó de ella una carretilla de madera, que llevó hasta Gotrek. El Matador se subió encima, primero la pierna herida, y se situó mirando hacia adelante, con el hacha preparada.

—¡Empuja!

Félix lo intentó, pero el enano era imposiblemente pesado, más denso de lo que tenía derecho a ser cualquier otra cosa hecha de carne y hueso.

—Narin, ayúdame.

Narin cogió una de las asas de la carretilla y, entre ambos, corrieron pasillo abajo, con Galin y Dolmir junto a ellos. Los orcos y los Atronadores estaban demasiado ocupados para reparar en su llegada.

—¡Por la misericordia de Valaya, Gurnisson! —dijo Narin, jadeando—. ¿Es que te desayunas con piedra?

—Cállate. ¡Más de prisa!

A solo cuatro pasos de la refriega, la rueda de la carretilla topó con una piedra suelta y dio un violento salto. Gotrek salió catapultado hacia adelante, gruñendo de sorpresa, pero en medio del aire transformó el gruñido en un sanguinario grito de batalla y alzó el hacha.

La última fila de orcos se volvió al oír el ruido, y cayó al suelo en pedazos al ser atravesada por el hacha de Gotrek, que cortó armadura y hueso con la misma facilidad que la carne. Félix y Narin lanzaron la carretilla contra los orcos; luego, desenvainaron las armas y cargaron hacia la refriega, junto con Galin y Dolmir, y comenzaron a asestar tajos y cercenar.

Los Atronadores los aclamaron y, animados por la llegada de refuerzos, renovaron la furia de la defensa. Los orcos luchaban con el mismo silencio inexpresivo que Félix había esperado ya de ellos.

Dolmir, no obstante, se sentía intranquilo.

—¿Por qué no gritan? ¿Por qué no huyen?

—No lo sé, primo —dijo Narin—, pero no huirán. Tendremos que matarlos hasta el último.

Y así lo hicieron. Aunque Gotrek permaneció casi inmóvil a causa de la pierna, eso careció de importancia. Los orcos iban hacia él, se empujaban para intentar herirlo, y sólo lograban caer bajo la omnipresente hoja del hacha. El grupo fue aniquilado con prontitud.

—Muy agradecido, Matador —dijo el capitán de los Atronadores, mientras los enanos se recobraban y volvían a coger los fusiles—. Son más duros de lo que pensábamos que serían.

Volvieron a formar en el balcón, y se pusieron a disparar otra vez contra la masa de orcos de abajo.

Gotrek, Félix y los otros se asomaron a mirar la batalla del salón. Los enanos y los orcos libraban una lucha que los estaba inmovilizando a lo largo de una línea curva, ante la escalera. Parecía que todos los orcos de la fortaleza intentaban llegar hasta los enanos, y en el centro…

—¡Que Grimnir lo maldiga! —dijo Gotrek al verlo—. ¿Acaso se cree que ahora es un Matador?

En el centro, Hamnir y el jefe de guerra orco aún luchaban, rodeados por los restos destrozados de sus escuadrones. Quedaban menos de diez de los extraños orcos pálidos, y un puñado de barbaslargas no más numeroso. El casco de Hamnir estaba abollado, tenía la cota de malla de gromril rasgada en una docena de sitios, y la cara roja de sangre y agitación. La armadura del jefe de guerra también estaba golpeada y rasgada, pero, cosa extraña, la pálida piel verde no tenía ni un arañazo.

Mientras Félix y Gotrek observaban, Hamnir lanzó un tajo de hacha a una rodilla desnuda del gigantesco orco. Al principio, pareció que le había acertado, porque Félix habría jurado que había visto cómo los hombros de Hamnir se habían estremecido a causa del impacto, pero tenía que tratarse de una ilusión, dado que el hacha pasó de largo, sin manchas de sangre, y el orco no sufrió herida ninguna. El monstruo apenas si acusó el ataque, y descargó hacia Hamnir su hacha del tamaño de un escudo con tal rapidez que el príncipe enano tuvo que lanzarse hacia un lado para evitar que lo cortara en dos.

—Nunca fue muy bueno en una pelea —gruñó Gotrek, que se subió a la balaustrada—. ¡Aguanta, erudito! —rugió, y sin pensarlo dos veces, saltó hacia el suelo situado dos niveles más abajo.

Capítulo 20

—¡Gotrek! —gritó Félix, y asomó la cabeza por encima de la balaustrada.

Narin y Galin hicieron lo mismo, con los ojos desorbitados por la alarma.

—Está bien —comentó Narin con una sonrisa torcida—. Una docena de orcos le ha parado la caída.

Era verdad. Gotrek se encontraba de pie en medio de un grupo de orcos despatarrados, y asestaba tajos alrededor de sí mismo como un remolino de roja cresta, mientras se abría paso hacia Hamnir y el jefe de guerra. Tenía la venda de la pierna enrojecida por una hemorragia reciente.

Félix abrió la boca y la cerró.

—¡Maldito sea! Yo…, yo… me romperé una pierna. Yo…

Con una maldición, dio media vuelta y corrió por el pasillo en dirección a la escalera. Narin y Galin corrieron tras él, pero poco después se quedaron rezagados.

Félix bajó la escalera a grandes zancadas, pasó de un empujón entre los enanos de la base y se lanzó a la carrera por el corredor hacia el gran salón. Derrapó hasta detenerse detrás del grupo de Atronadores de la escalera, y buscó a Gotrek en medio de la batalla.

El Matador estaba llegando hasta el jefe de guerra y dejaba detrás un ancho refuerzo de orcos muertos y descuartizados. Lanzó un tajo hacia la espalda del jefe de guerra. El golpe arrancó los destrozados restos del negro espaldar del orco y los lanzó girando por el aire. Cuando el bruto se volvió para acometer a Gotrek, Félix vio que tenía la espalda completamente intacta. Gimió. Gotrek había errado el golpe por segunda vez ese día, aunque no era de extrañar: debería haber estado tumbado en la cama.

Con la atención del jefe de guerra centrada en Gotrek, Hamnir y los barbaslargas lo atacaron desde todas partes. Los golpes no lograban nada. Félix palideció. ¿Acaso todos erraban? ¿O estaba sucediendo algo más siniestro? El corpulento orco no hacía el más mínimo intento de bloquear los ataques. Siete hachas impactaron contra su espalda, piernas y hombros, y él continuó como si no se hubiera dado cuenta. Luchaba cubierto por jirones de cuero y trozos de tela, y su cuerpo continuaba sin sufrir la más leve herida.

«
Actúa algún tipo de magia
—pensó Félix—,
algún hechizo protector.
» No importaba. Gotrek acabaría pronto con eso. Él y el hacha habían matado dragones y demonios. Máquinas de asedio mágicas se habían desintegrado bajo el más leve contacto con esa feroz hoja.

Gotrek apartó a un lado la enorme hacha de guerra del monstruo de piel cerúlea y lo acometió con un tajo limpio, dirigido directamente al vientre. El orco rugió de dolor y retrocedió tres tambaleantes pasos, y Félix alzó un puño. «
Ya está
», pensó. Pero cuando el jefe de guerra se irguió, vio sólo una línea que se desvanecía sobre su vientre, como la que podría aparecer si uno se pasara una uña por el dorso de una mano. El orco había recibido un tajo que debería haberle salido por el espinazo, y estaba intacto.

—¡Maldita bestia hedionda! —juró Gotrek—. ¿De qué estás hecho?

El orco lo acometió y descargó sobre él una lluvia de golpes que el Matador bloqueó, oscilando a causa de la pierna herida, mientras maldecía de dolor y frustración.

Félix se abrió paso entre los Atronadores y cargó contra la espalda del monstruoso orco. Sabía que era un acto estúpido, incluso mientras estaba haciéndolo. Si el hacha de Gotrek no podía causarle daño ninguno, ¿qué iba a hacerle él? Pero no podía quedarse mirando. Lo acometió con la espada larga, al mismo tiempo que Hamnir y los barbaslargas lo atacaban con las hachas. Ni un solo golpe atravesó la piel. Todas las armas resbalaron por el pellejo verde pálido del orco como si fuera mármol aceitado.

El orco les lanzó a Félix, Hamnir y los otros un perezoso tajo de retorno que cortó las costillas de un barbalarga y lo arrojó al suelo, muerto. Félix saltó atrás y apenas logró evitar la misma suerte.

Gotrek avanzó y acometió con todas sus fuerzas la espinilla derecha del orco con el hacha; un golpe así habría cortado la pierna de una estatua de hierro. El orco gruñó y la pierna se dobló, pero se recuperó, giró sobre sí mismo y la enorme hacha cortó un mechón de la roja cresta de Gotrek.

Félix arrojó a un lado la espada. Tal vez no podía herir a la criatura, pero podía cegarla. Saltó sobre la enorme espalda y se aferró al cuello, para luego trepar con gran esfuerzo. La piel estaba resbaladiza, cubierta por una inmunda mucosidad. El olor hizo que se atragantara y estuvo a punto de deslizarse al suelo.

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