Read Matar a Pablo Escobar Online
Authors: Mark Bowden
Escobar lo escrutó en silencio.
—Todo lo que tenemos que hacer es terminar de construir la prisión nueva, y eso no se puede hacer con ustedes dentro.
—No, no, no, doctor —interpuso Escobar—, el problema que tuvimos con los trabajadores fue sólo un malentendido.
Mendoza pudo percibir que Pablo no deseaba faltar a su trato con el Gobierno. El viceministro volvió a sentir que aún tenía alguna ventaja a su favor.
—Le diré lo que voy a hacer. Voy a salir. Me iré de aquí —explicó Mendoza—. Luego le entregaremos la cárcel al Ejército, y cuando salgan, yo me quedaré con ustedes y los acompañaré a dondequiera que los lleven.
Pablo no abrió la boca. Miró hacia la cerca lejana, como si intentara distinguir a través de ella cuáles eran las fuerzas que habían dispuesto en su contra. Parecía estar pensando mucho, calculando las posibilidades.
Mendoza creyó haber dicho todo lo que debía decir. «Hablemos luego», concluyó y se encaminó hacia la cerca con Navas y sus guardias silenciosos. Le sorprendía que Pablo lo dejara marcharse. Detrás de sí oía las voces suplicantes de los hombres de Escobar: «¡Patrón, ese hijo de puta nos va a traicionar! ¿Los va a dejar irse? ¡Matémoslos a todos!».
Mendoza siguió hacia delante sin darse la vuelta. Ya casi habían llegado a la cancela cuando oyó a los hombres de Escobar rebasarlos para cortarles la salida, un segundo más tarde los habían rodeado. Los hombres de Pablo ahora llevaban armas automáticas que, según recapacitó más tarde Mendoza, debieron de haber ocultado debajo de sus cazadoras de cuero. Cuando Mendoza miró a su propia guardia, ordenándoles que hicieran algo, sus soldados levantaron sus armas y le apuntaron a él
(¡a él!).
La situación le golpeó con la fuerza de una revelación. «Bienvenido al mundo real», se dijo. Qué tonto, la autoridad máxima allí nunca había sido él. Mendoza se volvió hacia Navas, que le devolvió una expresión dolorosa e indefensa.
—¡Mire, patrón, se están haciendo señas! —gritó un matón de cara redonda y ojos ligeramente estrábicos.
Este era todavía más bajo que Pablo y, contrariamente a los demás, tenía un aspecto enjuto y fiero. Lo llamaban
Popeye.
Se trataba del conocido sicario de Medellín, Jhon Jairo Velásquez. Popeye botaba de agitación sobre un pie y luego sobre el otro y gritaba sin parar: «¡Mátelo! ¡Mate al hijoputa!».
Los hombres de Pablo iniciaron su descenso colina abajo, empujándolos. Mientras caminaba, Mendoza clavó la vista en el suelo. Las ideas se le agolpaban en la cabeza. Intentaba reproducir las distintas situaciones que podrían originarse y ninguna de ellas se resolvía favorablemente. Más tarde reflexionaría sobre el tópico de que cuando un hombre está a punto de morir ve su vida entera en un segundo. No era cierto: en lo único que pensó entonces fue en el siguiente paso. Nunca antes había sentido tal concentración en un momento tan breve. Estaba asustado, muy asustado, pero a la vez extrañamente tranquilo. Ni siquiera estaba enfadado con los guardias que lo acababan de traicionar. ¿Qué significaba para ellos? ¿Un bogotano consentido? ¿Un niño rico y afeminado —se sentía tan indefenso como un niño, eso era cierto—, que venía a darles órdenes porque tenía un título y un traje elegante? Mendoza sabía que ellos no podían actuar de otro modo. La palabra que mejor lo describía era impotente. Absolutamente impotente. Y estúpido, por creer que su discurso habría de significar algo dentro de la prisión en la que se encontraba. No había nada que pudiera decir o hacer para salir de aquel entuerto. Los sucesos en los que había caído no eran más que demostraciones de poder, de quién tenía más armas allí dentro, en aquel preciso instante. Se vio en manos del más famoso asesino de la historia de Colombia; un hombre que había ordenado la muerte de miles de personas, incluyendo generales, jueces, candidatos presidenciales, magistrados de la Corte Suprema... ¿Qué posibilidades tenía de escapar con vida? Sus ojos rebuscaban en la senda a medida que la andaban, y se preguntó: «¿En qué tramo moriré yo?».
Al llegar a la puerta de la casa del director de la cárcel, Popeye cogió
a Mendoza y lo lanzó por el hueco de la puerta contra una pared. Le apoyó el cañón de su pistola en el pómulo y le gritó: «¡Voy a matarlo, siempre he querido matar a un viceministro! —Y después, pegó su cara a la de Mendoza y le gritó—: ¡Es un hijo de puta, joputa! Hace años que nos viene buscando, pero ahora quien lo va a hacer despegar
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soy yo». Mendoza sufría tal terror que se sintió fuera de sí mismo, fuera de su propio cuerpo. Popeye protestaba y suplicaba como un psicópata.
Roberto Escobar, el hermano de Pablo, intervino, dirigiéndose a Popeye con calma y respeto: «Tú sabes, Popeye, que ahora no. Tal vez después. Tranquilo, ahora nos sirve más vivo que muerto».
Sentaron a Mendoza en un sofá de los que había en el salón del director. Entonces Pablo le habló:
—A partir de este momento, usted es mi prisionero. Si el Ejército realiza su asalto, usted será el primero en morir.
—No crea que reteniéndome hará que desistan —dijo Mendoza convencido de sus argumentos—. Si nos coge de rehenes, olvídese de cualquier otro trato. Tienen ametralladoras, montones. Nos matarán a todos los que estemos aquí. No podrá escapar.
Pablo se rió.
—Doctor —dijo por lo bajo—, ¿todavía no se ha dado cuenta? Toda esta gente trabaja para mí.
Entonces todos empezaron a hacer llamadas telefónicas. Había tal cantidad de teléfonos en la habitación que la situación resultaba cómica. En una mesa larga se veían muchos teléfonos fijos. Además, la mayoría tenían sus propios teléfonos móviles. Mendoza recordó la cantidad de memorandos que habían surcado su escritorio durante el año anterior, solicitando autorización para una o dos nuevas líneas en La Catedral, argumentando que sin las nuevas líneas telefónicas no habría manera de comunicarse con el exterior en caso de emergencia.
—¿Por qué habré recibido tantas solicitudes de nuevas líneas? —le preguntó retóricamente a Navas—. Si esto parece un centro de telecomunicaciones.
Una vez más Pablo se rió. Momentos después se puso al teléfono con alguien,
evidentemente un abogado. Otros hablaban con familiares que habían estado viendo las noticias por la televisión. Mendoza pudo oír a Pablo hablar con su esposa, ayudándola a calmarse:
—Tenemos un pequeño problema aquí. Estamos tratando de resolverlo, ya sabes qué hacer si las cosas no salen bien. —Luego le pasó el teléfono móvil a Mendoza—. Llame al presidente —le dijo en tono de exigencia.
—El presidente no cogerá la llamada —respondió Mendoza.
—Pues haga que la coja alguien porque usted está a punto de morir.
Mendoza marcó el número del despacho presidencial y fue Miguel Silva, un miembro del equipo del presidente y amigo personal de Mendoza, quien levantó el auricular.
—¿Te tienen de rehén?
—Sí.
Y Silva colgó abruptamente.
—Déjeme matarlo, patrón —insistió Popeye. Pero Escobar desapareció y Mendoza no pudo más que esperar. ¿Cómo se había metido en aquel embrollo? ¿En qué lío había convertido la misión que le había sido encomendada por su amigo el presidente, que le había pedido a él resolver «el asunto Escobar»? ¡Ja! Qué imbécil había sido al creer en el poder del Estado, pensó. Mendoza sabía desde siempre que los narcos, y especialmente Pablo Escobar, ejercían una influencia tremenda, pero también había supuesto que la autoridad máxima, al fin y al cabo, seguía estando en manos del Gobierno. Mendoza creía que cuando el Estado despertara se sacudiría de encima a aquellos hombres malvados y violentos. Por esa misma razón nunca había desfallecido en la lucha contra todos para que se hiciera algo para detener a Pablo. Y por eso se había ofrecido esa noche para enfrentarse a él en la prisión. Seguramente cuando Escobar cayera en la cuenta de que el Gobierno iba en serio, de que una brigada entera lo había rodeado, Escobar se daría cuenta de que lo habían superado en fuerzas y desistiría. Pero los hechos probaban que la verdad era justamente lo contrario. Aquella mañana, Mendoza había presenciado en el Palacio Presidencial el entusiasmo y la energía de una nación decidida a actuar como tal. Habían plantado cara a Pablo, pero alguien se había echado atrás. Las tropas que había fuera del perímetro parecían congeladas en sus sitios. De pronto la renuencia a actuar del general Pardo empezó a verla cada vez menos como confusión burocrática y cada vez más como la postura de un hombre demasiado asustado para actuar. Y aquélla era la interpretación más amable; quizá fuera un militar corrupto, quizá le habían pagado para que no cumpliera con su deber. Mendoza se sintió extremadamente estúpido. Ya se lo había dicho Escobar: «¿Todavía no se ha dado cuenta? Toda esta gente trabaja para mí».
Con todo, Mendoza no se culpó a sí mismo. Había hecho lo que había podido. Durante todo aquel año presionó para que se aplicaran medidas enérgicas contra Pablo, y si había accedido a entrar en la prisión había sido para salvar vidas. Al recordar los camiones cargados de dinamita y los escuadrones de la muerte, Mendoza caviló: «He intentado salvar cuántas vidas he podido». Y con aquel pensamiento se entregó a su suerte.
El capo regresó al cabo de unos cinco minutos. La pistola que antes empuñaba ahora la llevaba metida por dentro del pantalón. Escobar tenía una expresión inconfundible; era evidente que había estado hablando con alguien, acaso un abogado, porque su actitud era muy diferente. Se dejó caer en el sofá junto a Mendoza:
—Doctor, usted está detenido, pero nadie lo va a matar. Si alguien le pone un dedo encima, tendrá que rendirme cuentas a mí.
—No puede escaparse de aquí —respondió Mendoza—. El Ejército ha rodeado la prisión.
Escobar le sonrió con condescendencia.
—Usted había hecho un trato conmigo y no lo está cumpliendo. —Mendoza decidió no discutir más con él, y después Escobar dijo algo que no entendió—: Doctor, sé que ustedes se molestaron por esas muertes. Pero no se preocupe. Son asuntos entre mafiosos; no tienen nada que ver con ustedes.
Luego Escobar se puso de pie y salió de la habitación. Mendoza no volvió a verlo más.
Navas y él fueron llevados de nuevo al interior de la prisión, escoltados hasta la «celda» de Pablo, una suite espaciosa y espléndidamente amueblada. Mendoza advirtió que las suntuosidades, supuestamente quitadas al mafioso, habían sido devueltas a su lugar —el equipo de música, la televisión de pantalla gigante, la cama amplísima... El vice-ministro se preguntó si alguna vez se las habrían quitado.
Popeye y otro pistolero los vigilaban a Navas y a él. Popeye había cambiado su automática por una escopeta de perdigones. De vez en cuando el matón se acercaba ufano a Mendoza y deslizaba el mecanismo de carga de la escopeta con una sonrisa, como para inquietar a su rehén. Mendoza se limitaba a esperar. Ya no le preocupaba que Pope-ye lo matara, sino la muerte segura que le sobrevendría si —o cuando— el Ejército ejecutara el asalto a la prisión.
Así pasaron la noche los dos hombres y sus guardianes. Mendoza, con los hombros cubiertos por un poncho, si bien la prenda no logró quitarle el frío.
Mientras tanto, en el Palacio Presidencial, a Gaviria no le tembló el pulso cuando se enteró de que su amigo había sido tomado como rehén. ¿Por qué habrá entrado en la prisión? ¡Qué estupidez, qué gran estupidez! El presidente tenía planeado un viaje a España para tomar parte en las celebraciones del Quinto Centenario del descubrimiento de América. A medida que los acontecimientos de La Catedral se iban complicando, Gaviria había tenido que posponer el viaje. El presidente exigió que se iniciara el asalto a la prisión, pero el general se negó.
¡Se negó!
Gavina le ordenó al ministro de Defensa Rafael Pardo que enviase una unidad de fuerzas de élite a Envigado de inmediato para tomar la prisión, mientras los «negros» del presidente comenzaban redactar una declaración que se haría pública al día siguiente en todo el país. El comunicado diría que lamentablemente, Eduardo Mendoza, su amigo y viceministro de Justicia y el coronel Hernando Navas, el director del Servicio Penitenciario, habían perecido en el trágico tiroteo.
Cuando la unidad de élite acudió al aeropuerto de El Dorado en Bogotá, no había pilotos disponibles para pilotar el Hércules C-130, un avión de transporte. Así que debieron esperar a los pilotos. A las 4.30 h de la madrugada, la fuerza de choque por fin sobrevoló el Aeropuerto José María Córdova, en Rionegro, a las afueras de Medellín. La espesa niebla les imposibilitó el aterrizaje durante algún tiempo, y hasta el amanecer no pudieron comenzar la aproximación a la colina en camiones. En el camino hacia La Catedral, las unidades regulares del Ejército les indicaron amablemente la dirección que debían seguir. Era un camino equivocado que los devolvió al aeropuerto.
La torpeza de la fuerza de choque estaba siendo transmitida por las radios y las cadenas de televisión de todo el país, y a su vez observada por los prisioneros de La Catedral con una mezcla de ansiedad y aburrimiento.
—¿Cómo hace para mantenerse tan delgado? —le preguntó a Mendoza uno de los pistoleros, un hombre robusto, de cabello negro y tripa prominente.
—Soy vegetariano.
—¿Y qué debería comer yo para perder peso?
—Debería comer más frutas y verduras.
A eso de las dos de la mañana el pistolero salió de la suite y reapareció con una bandeja llena de manzanas partidas en cuartos.
—Ahora mismo voy a comenzar una dieta sana —dijo el pistolero.
—¿Para qué? —replicó Popeye—. Si para las siete ya estaremos todos muertos.
A Mendoza no le cabía ninguna duda al respecto, ya que escuchaba los preparativos en el aparato de radio. Oyó la llegada de la fuerza de choque y cómo relevaron del mando al reacio general que seguía allí fuera. Más tarde pudo oír a las distintas unidades aprestándose para el ataque, y las comunicaciones entre las mismas con sus estrambóticos nombres en clave, confirmando que estaban en posición.
Mendoza conocía bien la unidad y lo que sabía lo aterrorizaba. Había sido creada después de la debacle de 1985, cuando el grupo guerrillero M-19 había atacado el palacio de Justicia y tomado a trescientos rehenes, entre ellos a la mayoría de los magistrados de la Corte Suprema. Cuando el Gobierno retomó el palacio por la fuerza, el ataque causó más de trescientas muertes, entre ellas la de once magistrados. Aquel desastre provocó la creación de una unidad de fuerzas especiales —entrenadas por Estados Unidos— reclutadas tanto del Ejército como de la PNC. Cierto día, al poco tiempo de haber sido creada, Mendoza se encontraba en su despacho de Bogotá cuando recibió una llamada de emergencia informándole que la embajada de Estados Unidos estaba siendo atacada con virulencia. Mendoza llamó a un amigo en la embajada, que le informó que allí reinaba la más absoluta calma.