Matar a Pablo Escobar (18 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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En otro de ellos, Los Extraditables asumían la responsabilidad de los secuestros y señalaban que «la detención de la periodista Maruja Pachón es nuestra respuesta a las recientes torturas y desapariciones perpetradas en la ciudad de Medellín por las mismas fuerzas de seguridad [el Bloque de Búsqueda del coronel Martínez] mentadas tantas veces antes en nuestros comunicados».

Las tácticas de Pablo daban resultados. Su campaña dinamitera había aterrorizado al pueblo, y las encuestas mostraban un mayor apoyo a la propuesta de paz por medio de un acuerdo con Los Extraditables. Semanas antes de Navidad, Pablo liberó a tres de los miembros del equipo de Diana Turbay, y Gaviria respondió de inmediato, con nuevas y atractivas condiciones para la entrega de los narcos. A cambio de la liberación de los rehenes sanos y salvos, y la promesa de buscar un final negociado a la violencia que azotaba el país
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, el presidente ofrecía a Pablo y a los otros capos lo que García Márquez llamó «el obsequio del encarcelamiento». El presidente prometió que aquellos que se avinieran a la política de sometimiento y que se declararan culpables de al menos un delito, cumplirían solamente una condena reducida. Fabio Ochoa se entregó el 18 de diciembre, al día siguiente de aparecer el nuevo decreto. En los dos meses siguientes, sus dos hermanos, Jorge y Juan David, hicieron lo mismo. «Siento la misma alegría al ingresar en la cárcel que otros sienten al abandonarla —dijo Ochoa—. Sólo quería acabar con la pesadilla en la que se había convertido mi vida.»

Por entonces, la vida de Pablo era un averno. El coronel Martínez estuvo a punto de apresarlo varias veces y había ido socavando su entorno. La muerte de sus primos y de su cuñado y la entrega de los hermanos Ochoa demostraba que su organización se desmoronaba. El hombre que pocos años antes había podido elegir de entre una docena de mansiones lujosas donde pasar la noche, ahora tenía que dormir ocasionalmente en los bosques o en las montañas, para huir de sus impenitentes perseguidores. Pablo no osaba hablar por radioteléfono o por móvil, así que enviaba sus mensajes por medio de un correo. No tenía ni tiempo ni medios para controlar su imperio, así que cada mes que permanecía prófugo, Pablo perdía dinero y prestigio en el mundo criminal al que pertenecía. A fines de 1990 sólo vislumbraba una salida a aquel predicamento: se fugaría hacia la seguridad que le ofrecía el Gobierno de Colombia.

Pero no hasta que hubiese fijado los términos exactos que pretendía. Gaviria había prometido que nunca negociaría con los narcos, aunque, no obstante, eso era lo que estaba haciendo por medio de intermediarios como Parra, el abogado de Pablo. El letrado sufría el desprecio, la desconfianza y el temor de los bogotanos, pues sabían que él representaba a Escobar. Un ejemplo de aquel temor: días después de haber advertido al Gobierno públicamente de que no confiase en Parra, Alejandro Jaramillo, presidente de la Asociación de Periodistas Colombianos, desapareció. Pero sin importar cuánto le temiera la gente a Parra, el abogado evidentemente vivía aterrorizado por su propio jefe. Durante la entrega de un mensaje a la familia del rehén Francisco Santos, Parra se derrumbó y rompió a llorar:

—No se olviden de lo que les digo —se lamentó—. A mí no me matara la policía. Me matará Pablo Escobar porque sé demasiado.

Pablo aún tenía razones para resistir, a pesar de que una vida a la fuga resultara miserable. Gaviria había reunido a la Asamblea Constituyente con el fin de reformar la Constitución colombiana, lo que presentaba a Pablo con una oportunidad ideal para incluir en el documento fundacional de la nación la prohibición de la extradición. Extraditar a ciudadanos colombianos nunca había gozado de popularidad, y con la campaña de Pablo —bombas, secuestros y su particular estrategia de «plata o plomo»—, votos no le faltarían. Si lograba resistir hasta que la asamblea redactase y aprobara el documento, sus esfuerzos se verían coronados por el éxito.

Así que los asesinatos continuaron. En los primeros meses de 1991, las muertes diarias rondaban la veintena en Colombia; y en Medellín, desde que el coronel Martínez comenzara su acoso a Pablo, ya habían muerto cuatrocientos cincuenta y siete policías. A los jóvenes pistoleros de Medellín se les pagaba cinco millones por policía muerto. Calando el Bloque de Búsqueda mató a otros dos de los sicarios de Pablo en enero de 1991, éste anunció que dos de sus rehenes estrella serían ajusticiados como represalia. Marina Montoya, una mujer de sesenta años y largos cabellos blancos, fue asesinada el 24 de enero. Sus raptores le cubrieron la cabeza con un saco, se la llevaron del sitio donde había permanecido cautiva y le dispararon seis veces a la cabeza. Su cuerpo se halló en un terreno baldío en la zona norte de Bogotá..., alguien le había robado los zapatos. Diana Turbay murió diez días después en cautiverio cuando intentaban rescatarla. Se dijo que cayó víctima del fuego cruzado. Las muertes de aquellas mujeres, conocidas popularmente y queridas en los círculos sociales de la élite bogotana, lograron precisamente el efecto deseado.

Nydia Quintero, madre de Diana Turbay, pidió una audiencia con el presidente Gaviria.

Han matado a Diana, señor presidente, y es culpa suya —afirmó la mujer, destrozada—. Es lo que sucede cuando alguien tiene un corazón de piedra, como usted.

Mónica de Grieff, la ministra de Justicia, dimitió. Había recibido llamadas telefónicas escalofriantes, en las que los supuestos raptores le describían con detalle el trayecto de su hijo desde la escuela hasta su propio hogar, como para dejar sentado que podían hacerse con él cuando lo desearan. Gaviria respondió incluyendo en su oferta la polémica «inmunidad ante la extradición»; lo que venía a significar que si Pablo se entregaba y confesaba un delito, un delito cualquiera, ya no se tendría que preocupar de ser juzgado ni siquiera por los dos crímenes más recientes. En otras palabras, el nuevo presidente le estaba rogando a Pablo que por favor dejase ya de matar.

Los abogados del capo prosiguieron con las negociaciones. Pablo exigía que no se le considerara un criminal sino un revolucionario. No buscaba un lugar en el panorama político, pero a cambio de deponer las armas esperaba del Estado ciertas concesiones. Se trataba de un poder contra otro poder; las armas, bombas y los sicarios de Pablo contra los del Gobierno. A aquellas alturas, la negociación tenía ya poco que ver con el narcotráfico. Pablo se la estaba jugando, porque si el coronel y Centra Spike lograban dar con él antes del acuerdo, seguramente lo matarían o, en el mejor de los casos, sería extraditado inmediatamente. Pablo ya había sido acusado de crímenes en tres estados norteamericanos. La alternativa que negociaban sus abogados debe de haber sido el acuerdo, entre un criminal y una fiscalía, más generoso de todos los tiempos; pero para el Gobierno significaba contemporizar a lo grande. Si Pablo lograba resistir y evadir la persecución implacable del coronel Martínez, la condena que se decidiera a cumplir estaría a años luz del lujo incomparable del que había disfrutado en los últimos quince años. A Pablo le construirían su propia prisión en su pueblo natal, Envigado, en una colina llamada La Catedral, en sus propias tierras, y el dinero para su construcción saldría de su propio bolsillo. Sus carceleros no dependerían del Servicio Penitenciario, sino de la Gobernación de Envigado, controlada por Pablo. La población carcelaria estaría compuesta exclusivamente por sus secuaces de mayor confianza y sus sicarios. La PNC, y más específicamente el Bloque de Búsqueda, tendría prohibido acercarse a menos de veinte kilómetros de sus puertas. La prisión brindaría a Pablo un sitio confortable y seguro en el que establecerse y desde donde podía retomar el puesto dominante del cártel en el negocio del tráfico. Si sus abogados lograban reducir la condena, Pablo emergería a la luz pública en un par de años con sus pecados lavados, fabulosamente rico, y como un poderoso ciudadano de Medellín, o sea, el don Pablo que él siempre había querido ser. ¿Quién podía adivinar hasta dónde lo llevarían sus ambiciones entonces?

Entretanto, Gaviria aplicaba la política de la zanahoria y el palo, y Pablo también. El 30 de abril sus sicarios mataron a Enrique Low, un ex ministro de Justicia que había defendido la extradición. Antes de matarlo, le habían hecho llegar un pequeño ataúd ornado con una bandera en miniatura de Colombia, empapada en sangre. Pablo además asestó un duro golpe al presidente Gaviria al capturar de una finca y posteriormente asesinar a uno de sus familiares más queridos, su primo Fortunato Gaviria. La autopsia confirmó que Fortunato Gaviria había sido enterrado vivo. Aquello abatió casi definitivamente a un presidente de carácter juvenil. Su aspecto se convirtió de la noche a la mañana en el de un hombre vencido, se movía por el Palacio Presidencial apesadumbrado, embargado por la frustración, cada vez más solo y cargando con las culpas de las tribulaciones que sufría el país. «Yo era el único colombiano que no tenía un presidente a quien ir a quejarse», diría más tarde.

Pero sus esfuerzos finalmente dieron fruto. Durante la primavera Pablo comenzó a liberar a los rehenes que quedaban, los dos últimos, Santos y Pachón, el 20 de mayo. Y entonces, después de aquellos meses de incertidumbre y de muerte, Pablo se entregó.

5

Pablo orquestó el final de aquella pugna a través de un conocido y querido predicador católico de la televisión. El capo aseguró que había elegido aquella fecha por varias razones, pero la más elocuente era que aquel día, el 19 de junio de 1991 —pese a las sonoras protestas del embajador norteamericano Thomas McNamara, del jefe de la DEA en Bogotá, Roberr Bonner, y de la oposición del Gobierno de Gaviria—, la Asamblea Constituyente votó a favor de declarar ilegal la extradición por quince votos a trece.

La entrega había sido pactada por los abogados de Pablo, después de negociar duramente las últimas condiciones con el Gobierno. La Catedral, la cárcel que Pablo había mandado hacer a medida, estaba aún inconclusa pero habitable. Las célebres víctimas de sus secuestros —los que habían sobrevivido— se encontraban en casa con sus familias intentando reanudar sus vidas. Así que cuando corrió el rumor de que Pablo estaba dispuesto a entregarse, el país entero contuvo la respiración. Las noticias eran tan alentadoras que nadie creía que fueran ciertas.

Pablo se despertó temprano por la mañana, lo que no era habitual en él, y desayunó con su hermano Roberto, sus hermanas y su madre, en Medellín. Todos estaban encantados de verlo: en los meses que estuvo prófugo no se había atrevido a visitarlos. A las nueve de la mañana Pablo todavía continuaba negociando los últimos detalles.

Salió a la luz como alguien que espera que le disparen. Para brindarle la mayor seguridad posible al corto vuelo en helicóptero desde el lugar acordado para el encuentro hasta la nueva prisión en lo alto de las colinas más allá del extremo sur de la ciudad, sus abogados negociaron que se prohibieran vuelo alguno. «Ni los pájaros volarán hoy en Medellín», escribió en su diario el ministro de Defensa, Rafael Pardo. A media tarde, un helicóptero Bell para doce pasajeros despegó hacia el lugar concertado: una de las mansiones de Pablo. Detrás de la mansión se extendían los terrenos y en medio de ellos, un campo de fútbol impecablemente cuidado. En el aparato iban el famoso padre Fernando García y el congresista Alberto Villamizar, a quien Pablo había intentado matar. La mujer y la hermana de aquél también habían sido señaladas por Pablo y habían formado parte de la terrible hermandad de las diez figuras notables secuestradas el año anterior. Ambas habían sido liberadas sanas y salvas. Villamizar, por su parte, había sido una pieza fundamental en la coordinación de los detalles de aquel histórico momento. Junto al predicador y el congresista, se hallaba el capo Jorge Ochoa, quien había sido liberado temporalmente a petición de Pablo. Como lo describiera García Márquez en su libro
Noticias de un secuestro,
había en el campo de fútbol una treintena de hombres armados esperando el helicóptero que acababa de aterrizar. Aproximadamente la mitad se adelantó para escoltar a un hombre bajo y regordete de barba espesa y negra hasta el pecho, que llevaba un teléfono móvil y una serie de pilas de repuesto en un maletín. Pablo se detuvo un instante para abrazar a algunos de sus guardaespaldas. Con un gesto les indicó a dos de ellos que subieran al helicóptero. Luego subió él.

—¿Cómo está usted, doctor Villamizar? —dijo Pablo extendiéndole la mano al congresista.

—¿Cómo va, Pablo? —contestó éste, estrechándole la mano a Pablo.

A continuación, le echó un vistazo a su amigo Ochoa, a quien no había visto en meses.

—Y tú —dijo Pablo— metido en esto del principio hasta el final...

Los hombres se quedaron en silencio durante unos momentos hasta que el piloto preguntó si despegaba.

—¿Tú qué crees? —le contestó Pablo—. ¡Vámonos! ¡Vámonos ya!

Minutos después, el helicóptero aterrizó en el campo de fútbol de la prisión, que todavía ni siquiera tenía césped. La flamante cárcel estaba emplazada en la cima del Monte Catedral, un pico verde con una vista panorámica del valle y de toda la ciudad de Medellín. Pablo en persona había supervisado la construcción de la cárcel, aún sin acabar. Hasta entonces se habían levantado los muros y cercas, una vivienda de bloques de hormigón ligeros para el director de la prisión, un conjunto de grandes barracas penitenciarias en un claro colina abajo y otra estructura más grande situada en lo alto de la ladera para albergar a los prisioneros. Su apariencia era de una austeridad apropiadamente carcelaria, pero Pablo tenía sus propios planes y también había tomado precauciones. Él y su hermano habían visitado La Catedral semanas antes y enterrado un arsenal de fusiles y ametralladoras en la ladera, algo más arriba del sitio donde estarían sus «celdas». «Un día de éstos nos van a hacer falta», le había dicho Pablo a su hermano.

Al descender del helicóptero, Pablo se vio rodeado de cincuenta guardias de prisión, todos ellos luciendo sus nuevos uniformes azules y apuntándole con sus rifles.

—¡Bajen las armas, carajo! —ordenó el capo, y los cincuenta hombres lo obedecieron.

Lo llevaron a conocer al director de la prisión. Al verle Pablo se levantó la manga izquierda y de allí sacó una pistola SIG-Sauer calibre 9 milímetros —que lucía monogramas de oro incrustados en las cachas de madreperla— y antes de entregar el arma, con gran teatralidad, eyectó los proyectiles manualmente uno a uno dejando que cayesen al suelo. Fue como si lo hubiese ensayado: suponía el fin simbólico a años de guerra. Entonces Pablo llamó a su hermano por teléfono móvil para avisarle que su entrega había sido consumada y completa.

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