Matar a Pablo Escobar (7 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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Haber sido elegido representante en 1982. Marcó el punto culminante de su popularidad y de su poder. Desde cualquiera de sus lujosas mansiones debió sentir que Colombia, y acaso toda Suramérica, se hallaban a merced de sus garras. Además de sus frecuentes viajes a Estados Unidos, por entonces voló a España con su familia y recorrió Europa. Tenía dinero, una posición política, y hasta comenzaba a mostrar poder militar. El enfrentamiento que el Ejército colombiano libraba con la guerrilla marxista en montañas y junglas había sido asistido tradicionalmente por los paramilitares —las autodefensas creadas y financiadas por terratenientes e industriales. Al haberse ganado un lugar entre los oligarcas de la nación, Pablo empezó a utilizar los mismos métodos. Cuando Marta Nieves Ochoa (hermana de sus amigos, los hermanos Ochoa) fue raptada por el M-19 en 1981 y hecha prisionera, los raptores pidieron una suma, más que exorbitante, estrafalaria. Acto seguido, Pablo, Ochoa y otros capos formaron una milicia para combatir la guerrilla. La milicia dio en llamarse Muerte a los Secuestradores (MAS) y encubrió sus sangrientas tácticas con piadosas diatribas contra la criminalidad (pese a que los panfletos lanzados en un estadio de fútbol que anunciaban la fundación de MAS prometían que los secuestradores serían colgados de los árboles de las plazas). Así nació la jugosa e inconfundible ironía colombiana de un movimiento armado que lucha contra secuestradores, y cuyo líder es a su vez un secuestrador experto y criminal.

Pablo continuó utilizando su retórica populista cuando lo creía oportuno. No obstante, tanto él como los demás jefes narcos fueron convirtiéndose inevitablemente en enemigos naturales de los comunistas de las montañas. El valle del tramo medio del río Magdalena, la exuberante y verde línea divisoria entre las cordilleras central y occidental de la región de Antioquia, había sido un bastión de las FARC, el principal grupo guerrillero del país. Durante décadas, los terratenientes habían financiado sus propios ejércitos privados para proteger sus propiedades y sus familias, y para aterrorizar a los campesinos que mostrasen cualquier tipo de simpatía por los rebeldes. A mediados de la década de los ochenta, Pablo y sus secuaces —los más ricos terratenientes de la historia de Colombia— podían permitirse mucho más que defenderse y aterrar a los habitantes de los pueblos vecinos. Armados con material militar sofisticado y entrenados por mercenarios ingleses e israelíes, los narcos comenzaron a acechar a la guerrilla con una determinación y una agresividad que el Ejército jamás había tenido. En el ínterin, aquellos grupos paramilitares financiados por los narcos estrecharon vínculos con el Ejército, y ambos, uniendo sus fuerzas, infundieron tal temor a las FARC, al ELN y al M-19 que éstas no tuvieron más opción que replegarse una vez más en las montañas. Luchar contra las guerrillas dio a Pablo y a los demás narcos un halo de mayor legitimidad a los ojos de algunos colombianos. Ciertos periodistas y miembros del Gobierno —a muchos de los cuales se les pagaron generosamente sus esfuerzos— comenzaron a presionar para legalizar el narcotráfico. No cabe duda de que tal posición extrema habría convertido a Colombia en una «narcodemocracia» y por tanto en una nación forajida, pero los argumentos tuvieron el’ efecto de hacer que la campaña de Escobar contra la extradición pareciera moderada y hasta razonable. Los líderes colombianos se mostraban cada vez más dispuestos al diálogo; de hecho, según se ha dicho, las campañas de ambos candidatos a la presidencia en 1982 fueron financiadas por los narcotraficantes.

Tras ser elegido suplente en la Cámara de Representantes, Pablo se convirtió en una figura pública popular y la cada vez más solícita prensa bogotana lo bautizó como el «Robin Hood paisa». En abril de 1983 la revista
Semana
publicó de él un perfil muy favorable, observando apenas que las fuentes de su riqueza «no cesan de ser objeto de especulación». Haciendo gala de su Rolex incrustado de diamantes, Pablo reconocía poseer una flota de aviones y de helicópteros, un vasto número de propiedades en el mundo entero, y para finalizar Pablo desvelaba que su fortuna (que ascendía a aproximadamente cinco mil millones de dólares) tuvo su origen en un «negocio de alquiler de bicicletas» que dijo haber comenzado en Medellín a los dieciséis años. «Me dediqué un tiempo a la venta de lotería, más tarde a la compra y venta de automóviles y, finalmente, acabé en el negocio inmobiliario.» Sus afirmaciones eran, naturalmente, absurdas. Sin embargo, entre sus allegados siempre presumía de cómo había levantado su fortuna. Pablo era sobradamente conocido por la policía de varios países como el principal traficante de cocaína del mundo entero. Pero si el precio de su éxito político significaba falsear una excusa de apariencia legítima para justificar su fortuna mal habida, Pablo estaba dispuesto a sonreír y a estrechar cuantas manos fueran necesarias hasta alcanzar el poder. A fin de aquel año, sus posibilidades parecían ascendentes e ilimitadas.

Pablo, mucho más que un contrabandista enriquecido, encarnaba el espíritu juvenil de la época: a todo lo largo y lo ancho del mundo civilizado una nueva generación se estaba haciendo adulta, una generación cuya actitud hacia las drogas como forma de divertimento era sorprendentemente distinta de la de sus padres. Por cierto, parte del atractivo de aquellas drogas tan populares era justamente su ilegalidad. Su utilización era un acto de rebeldía, un desafío y una declaración de modernidad y, lo supieran o no, todo el que inhalara cocaína estaba haciéndole una pequeña reverencia a sus intrépidos proveedores colombianos. Y del mismo modo que los miles de millones de dólares de Pablo eran la suma de todas las transacciones furtivas, su riesgo suponía la suma total de todos los ínfimos riesgos de los que consumían mu producto. Al final de la larga cadena de comercio ilícito que hacía llegar la sustancia narcótica a sus membranas nasales, estaba Pablo, el que corría el riesgo mayor y se llevaba la mayor recompensa. Él y otros cupos del narcotráfico fueron, al menos durante un tiempo héroes populares, la encarnación del estilo; seres tan
glamourosos
como terribles, retratados por la cultura popular en programas del tipo
Miami Vice.
En la vida real Pablo interpretaba su papel con garbo: con orgullo, señalaba a los visitantes de la Hacienda Nápoles la avioneta que había transportado los primeros cargamentos y que, como un monumento nacional, se alzaba sobre la entrada a su finca. También mandó construir pequeños submarinos a control remoto, que podían transportar más de dos mil kilos de cocaína desde las playas del norte de (Colombia hasta las costas de Puerto Rico, donde buzos extraían la carga y la enviaban a Miami en lanchas de alta velocidad. Pablo dirigía al norte una flota completa de avionetas cargadas con mil kilos de droga cada una, y no había manera de que las autoridades, aduaneras o policiales, pudieran interceptar más que una ínfima parte. Con el tiempo comenzó a adquirir aviones Boeing 727 usados, a los que les quitaba los asientos para poder transportar cantidades de hasta diez mil kilos por vuelo. No había fórmulas para frenar a Pablo.

Pero a partir de entonces todo comenzó a venirse abajo, pues Pablo era, ante todo, un producto de la sociedad colombiana. Sin importarle cuan exitosa fuera su fama en el exterior, él se preocupaba principalmente por el sitio que ocupaba en su país. Y en Colombia, una cosa es hacerse millonario con contrabando ilegal y liberalmente esparcir esa prosperidad, y otra muy distinta querer ser considerado un ciudadano respetable. Cuando Pablo se lo propuso, la alta sociedad colombiana se rebeló. Al solicitar la admisión en el Club Campestre de Medellín, el foco social de las familias más influyentes y tradicionales, fue rechazado. Un año más tarde, cuando quiso ocupar su escaño en la Cámara, provocó una tormenta política que hizo añicos todos sus sueños de lograr un mayor estatus social. Las consecuencias se manifestarían en una de las décadas más sangrientas de la historia colombiana.

3

El recientemente investido ministro de justicia, Rodrigo Lara Bonilla, nunca imaginó el peligroso paso que estaba a punto de dar en 1983 cuando decidió ir a por aquellos que aceptaron «dinero narco» para financiar sus campañas electorales. Lara Bonilla era un hombre apuesto, un ambicioso ex senador de cabello largo y liso, con un flequillo que le caía en forma de rastrillo sobre la cara. Encantador, gregario y apasionado, se le consideraba a sus treinta y cinco años una estrella en ascenso en un ala marginal del viejo Partido Liberal: el llamado Frente de Renovación Liberal, partido al que, por cierto, Pablo había financiado en su nativa Medellín. Se llamaban a sí mismos «el nuevo liberalismo» y su líder era el carismático Luis Galán, a quien muchos compatriotas veían como el heredero de la tradición progresista y reformadora iniciada por el malogrado Gaitán.

Luis Galán había sido uno de los tres candidatos a la presidencia en los comicios de 1982, pero fue vencido por Belisario Betancur, quien por ley debía designar a miembros de la oposición para varios puestos en el gabinete. Uno de los opositores, Lara Bonilla (designado ministro de Justicia) no perdió tiempo en lanzarse a la caza de los narcos y la amenaza que representaban; tema, por otra parte, recurrente en la campaña del candidato de su partido, Luis Galán. Era un asunto candente tanto para el público como para la prensa, no así para los líderes políticos de la nación, ya que casi todos los candidatos importantes —fueran conservadores o liberales— habían aceptado dinero proveniente del narcotráfico. Lara hizo del «dinero narco» su caballo de batalla. Por otro lado, sus denuncias llenaban de entusiasmo a la embajador de Estados Unidos que lo veía como un hombre de principios. Sin embargo, los motivos de Lara no eran tan altruistas como parecían a primera vista. «El nuevo liberalismo» consideraba a su facción de Medellín —apoyada por Escobar y por quienes lo habían elegido— como un peligroso rival político. Así pues los ataques de Lara a aquellos que habían aceptado el «dinero narco» eran al fin y al cabo una manera de proteger su propia base política. El ministro no recibió demasiado respaldo de Betancur, quien mantuvo un silencio notable con respecto a este tema, mientras que la actitud en los círculos de los poderosos bo-fioi.mos no era muy distinta: todos ellos se limitaban a observar. Dejarían que Lara Bonilla siguiera el camino que había elegido hasta ver si sacar a la luz el espinoso tema del «dinero narco» resultaba un paso relativamente sensato.

En el verano de 1983, Pablo ya era un conocido criminal para las fuerzas policiales de todo el mundo, pero fuera de Medellín los colombianos no lo conocían tanto. Para ser elegido como suplente del representante, Pablo se había tomado el arduo trabajo de lavarle la cara a su ficha policial, a la vez que los elogiosos artículos sobre su persona en la prensa de la capital hacían lo suyo para mantener al populacho en la ignorancia. Si bien su nombre y los de sus secuaces se conocían muy bien en los pasillos del poder, haber sido elegido como suplente de Ortega no creó demasiado revuelo. Pero Lara Bonilla sabía muy bien quien era Pablo, y también sabía que no había mejor ejemplo del descarado poder del «dinero narco» que aquellos comicios. El ministro de justicia no se lanzó a acusar directamente a Pablo de traficante, pero dejo muy claro que Medellín estaba engangrenada por asociaciones de ese tipo. Era probable que Lara Bonilla no supiese el peligro al que se exponía por crearse un enemigo tan poderoso, pero lo averiguaría al final del verano.

Ortega, el primer representante de Envigado, hizo saber que contestaría públicamente a las acusaciones de Lara Bonilla, y el día señalado, el 16 de agosto de 1983, Pablo Escobar llegó por primera vez a la capital. Los asientos destinados a los visitantes a las sesiones de la Cámara, que habitualmente se encontraban vacíos, ahora estaban llenos. Había manadas de periodistas y fotógrafos, y entre todos ellos, Carlos Lehder, el extravagante traficante de cocaína, con su propia cohorte de guardaespaldas y esbirros. Todos los asientos, en principio dispuestos para el público en general, habían sido ocupados. Pero Lehder, al igual que Pablo, publicaba un pequeño periódico propio, razón por la que fue admitido en la tribuna de la prensa. Fuera de la sala, los pasillos estaban colmados, y se podía oír un murmullo de agitación ansiosa. Nadie sabía muy bien qué esperar de aquel encuentro; sólo que los narcos se habían infiltrado en el Gobierno, que la vida pública que conocían había sido desafiada abiertamente, y que habría algún tipo de «duelo al sol».

Pablo, con el pelo largo y despeinado, entrado en carnes y luciendo un traje de color crema del que asomaba una camisa de volantes con el cuello desplegado sobre las solapas, llegó escoltado por un pelotón de gorilas. En un principio los bedeles le negaron la entrada por no llevar corbata, así que Pablo pidió prestada una con un estampado de flores. Cuando sus guardaespaldas y él llegaron a la sala, pudo oírse un silencio de respiraciones contenidas. Todos los ojos se clavaron en él y le vieron tomar asiento en la parte posterior de la Cámara. Parecía nervioso por haber suscitado tanta atención, y una vez en su sitio comenzó a comerse las uñas.

El presidente de la Cámara, César Gaviria, bajó inmediatamente del estrado y con fuerte tono exigió que se retiraran de la sala todos los guardaespaldas. Él sabía con quién trataba y temía al gánster, un hombre capaz de cualquier cosa. A Gaviria se le cruzaron por la mente imágenes de hombres abriendo fuego dentro de la sala, pero con un gesto de Pablo los pistoleros salieron en silencio.

En los pupitres de cada delegado presente yacía una fotocopia de un cheque por un millón de pesos extendido a nombre de Rodrigo Lara Bonilla y firmado por un tal Evaristo Porras.

Después de los prolegómenos, Ortega se puso de pie y pidió permiso para dirigirse a la Cámara. Con su infame suplente sentado a su lado, el congresista anunció que tenía la intención de hablar de dinero, y que se alegraba de que se hubiera presentado la oportunidad. Dijo que lo que lo llevaba a tratar aquel tema no era un interés personal, pero que se sentía obligado a responder a ciertas acusaciones hechas por el ministro de Justicia. Desde su asiento en las primeras filas Lara Bonilla observaba.

Ortega comenzó preguntándole al señor ministro si conocía al tal Porras. Desde su asiento Lara Bonilla dijo que no con un movimiento de la cabeza.

Ortega pasó a explicar que Porras era de Leticia —una ciudad de la frontera sur de Colombia— y que había cumplido condena por tráfico de drogas en una prisión del Perú. Aquel cheque, dijo, mientras lo agitaba en el aire, era una contribución a una de las exitosas campañas de Lara Bonilla para el Senado. Ortega dijo que el ahora ministro no sólo había aceptado el dinero sucio del narcotraficante Porras, sino que además lo había telefoneado para darle las gracias. Acto seguido, el congresista sacó un pequeño casete e hizo sonar una cinta que según él era la grabación de la llamada en cuestión. Casi nadie en la inmensa Cámara logró entender ni una palabra de la cinta magnetofónica.

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