Read Matar a Pablo Escobar Online
Authors: Mark Bowden
Todavía había, sin embargo, almas valientes en la vida pública que le plantaban cara a la política de plata o plomo, pero a finales de 1986 mi muchos de ellos seguían con vida. Aquel mismo mes, la acobardada Corte Suprema de Colombia declaró nulo el tratado de extradición debido a un tecnicismo: había sido firmado por un representante del presidente y no por el presidente en persona. La revista
Semana
aplaudió la decisión y declaró que el tratado «ofendía la dignidad» de Colombia. Pablo hizo estallar fuegos artificiales en Medellín para festejar la victoria, y su periódico,
Medellín Cívica,
lo definió como «el triunfo del pueblo».
Pero fue un triunfo efímero. Estados Unidos gozaba de demasiada influencia en Colombia como para perder su derecho a extraditar así como así. Pocos días después y con gran celeridad, el nuevo presidente electo, Virgilio Barco, volvió a firmar el tratado.
Pero victorias de ese estilo eran cada vez menos frecuentes: Colombia estaba aterrorizada hasta la médula. El editor de
El Espectador,
Guillermo Caño, escribió con suma tristeza: «Pareciera ser que hemos decidido convivir con el crimen y declararnos vencidos |...|. El cártel de la droga ha tomado el control de Colombia». Semanas más tarde, Caño, de sesenta y un años y cabello blanco, conducía su coche en Bogotá, su asiento trasero cubierto de regalos navideños, cuando un sicario motorizado de Escobar lo cosió a tiros al volante de su vehículo.
La sangrienta lucha de Pablo continuó imparable. Sus abogados —y sus sicarios— fueron desportillando trocito a trocito los casos que contra él aún se mantenían vigentes. Por medio de asesinatos y de sobornos logró que su nombre desapareciera de la acusación formulada contra los responsables de la muerte de Lara Bonilla y, debido a la misteriosa desaparición de los antecedentes criminales, también fueron.re-tirados los viejos cargos que contra él pesaban por la muerte de los dos agentes del DAS responsables de su arresto en 1976. Reconociendo por fin que el sistema legal estaba obstaculizado, Colombia dejó de celebrar juicios ante jurado (ya que los ciudadanos temían demasiado comparecer en cualquier juicio que estuviera remotamente relacionado con el tráfico de drogas) e hizo el intento de proteger a los jueces ocultando sus identidades. Sin embargo, esos jueces «sin rostro» también caían como moscas. Quedaba patente que Pablo intentaba por varios modos eludir la justicia norteamericana. Convencidos de que Estados Unidos tenía un interés mayor en luchar contra comunistas que contra narcos, los abogados de Pablo se pusieron en contacto con el fiscal general norteamericano en 1986 ofreciéndole a cambio de una amnistía por los crímenes de los que le acusaban cierta información perjudicial a las guerrillas marxistas.
La oferta fue un gesto. Después traicionó a Carlos Lehder, su socio de tantos años en el cártel. La policía colombiana recibió el soplo de que Carlos Lehder daría una fiesta el 4 de febrero de 1987. El pintoresco y excéntrico líder del cártel fue arrestado e inmediatamente extraditado de Bogotá a Tampa, estado de Florida, en un avión de la DEA. Mientras Lehder aguardaba la partida en la parte trasera del avión, con su ridículo atuendo, compuesto por botas de combate, pantalones de chándal y camisa a rayas, los fotógrafos dispararon todas las fotos que quisieron ante su expresión de pasmo mezclada con desconcierto. Lo condenaron a 135 años de prisión en Estados Unidos. Lhedcr no olvidaría la traición.
Aun así, Estados Unidos no deseaban hacer tratos con Pablo Escobar, Era un ejemplo de la seriedad con la que el Gobierno de Reagan se tomaba la guerra contra el narcotráfico. En abril de 1986 el presidente Reagan había firmado la Directriz 221, que, por primera vez, definiría el tráfico de drogas como una amenaza a la seguridad nacional. La directriz abría las puertas a la intervención militar directa de Estados Unidos en la guerra contra el narcotráfico, fundamentalmente dirigida a la fumigación de cosechas, la destrucción de laboratorios clandestinos y la captura de los jefes del narcotráfico de América Central y del Sur. Esto significó una colaboración sin precedentes de fuerzas policiales y castrenses, y el propio Reagan dio la orden de que toda ley o reglamentación que prohibiese tal alianza fuera reinterpretada o enmendada. A los departamentos (ministerios) de Defensa y Justicia norteamericanos se les encomendó la tarea de «desarrollar y gestionar toda modificación necesaria a los estatutos vigentes, reglamentos, procedimientos y directrices que prohibiesen a las fuerzas militares de Estados Unidos apoyar las acciones de las fuerzas de seguridad contra el narcotráfico. A partir de aquel verano, efectivos norteamericanos se unieron a agentes de la DEA y a la policía boliviana para lanzar una operación contra quince laboratorios en los que se procesaba cocaína en aquel país.
Dentro de su país, Pablo continuaba jugando fuerte. En diciembre sus sicarios mataron al ex jefe de la policía antinarcóticos y a dos legisladores que habían defendido la causa de la extradición. En enero de 1987, el ex ministro de Justicia, y por entonces el embajador colombiano en Budapest, Hungría, fue retenido en medio de una tormenta de nieve por un hombre que le descerrajó cinco disparos en la cara. El embajador sobrevivió. El periodista Andrés Pastrana, hijo de un ex presidente y candidato conservador para el puesto de alcalde de Bogotá, fue secuestrado. Una semana después, el fiscal general Carlos Hoyos murió en medio de una infinidad de tiros en Medellín. Una llamada a una emisora de radio local dio cuenta de la ejecución de Hoyos, «ese traidor y vendido». Y cuando un juez decidió presentar cargos contra Pablo por el asesinato de Guillermo Caño, recibió la siguiente nota de Los Extraditables:
Somos amigos de Pablo Escobar y haremos cualquier cosa por él |...|. Sabemos que no existe la más mínima prueba en su contra. También sabemos que a usted le han ofrecido un puesto diplomático en el exterior para después del juicio. Sin embargo, queremos recordarle que, además de cometer una vileza judicial, cometerá un gran error |...|. Podemos ejecutarle en cualquier parte de este planeta |..., entretanto verá morir, uno por uno, a todos los miembros de su familia. Le recomendamos que lo reconsidere, porque después será demasiado tarde para lamentaciones |...|.Ya que llevar al señor Escobar a juicio acabará para usted en un árbol genealógico sin mayores y sin descendientes.
A finales de 1987, los telediarios de Bogotá emitían noticias de asesinatos casi todos los días, y el nuevo embajador, Charles Gillespie, advirtió a Washington que la escalada de violencia en Colombia estaba a punto de derribar al Gobierno, por lo que el Consejo Nacional de Seguridad preparó una estrategia nacional exhaustiva para apuntalar al frágil Gobierno. Por su parte, el presidente Barco, ante la evidencia de una guerra abierta, declaró el estado de sitio.
En medio de aquel Apocalipsis, Pablo dirigía la guerra rodeado de una considerable paz, llevando una vida normal a la vista de todos en sus propiedades de Envigado, en los alrededores y en su Hacienda Nápoles, que sus abogados habían logrado recuperar a las autoridades. Fue durante aquel período, en septiembre de 1988, cuando Roberto Uribe, un abogado residente en Medellín, se entrevistó por primera vez con Pablo. Uribe había sido contratado con anterioridad por uno de los guardaespaldas de Pablo, el matón había sido imputado en el secuestro de Pastrana (liberado ileso y más tarde elegido presidente de Colombia). El abogado era un ratón de biblioteca, un hombre de físico frágil y frente ancha y redonda, que sentía una reverencia mucho mayor por la letra de la ley que por su propósito más universal. El letrado había descubierto un error en la acusación preliminar y lo había utilizado para hacer que sobreseyeran el caso, hecho por el que Pablo había invitado a Uribe a reunirse con él en la Hacienda Nápoles.
Cuando el abogado llegó a la finca, Pablo todavía no se había despertado. Uribe había estado antes allí, como parte de un viaje organizado desde Medellín; pero ahora había venido invitado por el gran hombre en persona y estaba nervioso. Le ofrecieron una silla junto a una de las piscinas, donde esperó... y esperó... y esperó. Después de dos horas, Pablo por fin se despertó, pero pasó tres horas más reunido con sus tenientes. Entretanto, Uribe bebía café y aceptaba la comida que le iba ofreciendo la servidumbre. Finalmente, a poco de anochecer el capo se acercó a la piscina, vestido con una camiseta blanca, pantalones cortos y unas zapatillas de tenis Nike, también blancas, tal y ionio aparecía en las fotografías que Uribe había visto. Pablo se disculpó por la demora y añadió que no le habían avisado que Uribe es-i.iba esperando.
—Pensé que había venido a ver a mi hermano —dijo tímidamente.
Al abogado le pareció un hombre encantador, de modales relajados, que le habló como a un viejo amigo, como a alguien en quien hubiera depositado su confianza (después Uribe cayó en la cuenta de que Pablo tal vez podía estar «colgado»). Uribe le explicó el tecnicismo por el que había liberado al guardaespaldas. Pablo se rió con un deleite sin-1 no y luego le explicó que quería que él redactara peticiones de sobreseimiento similares para todos sus hombres.
A partir de aquel día, Uribe fue uno de los abogados y confidentes Pablo. Comenzó a verlo con regularidad y a tomarle afecto. Trabajo para Pablo Escobar incrementó en gran medida sus ingresos y su estatus, así que el abogado se propuso sencillamente hacer oídos sordos a todos aquellos cuentos acerca del carácter sin escrúpulos de su cliente. ¿Cómo podría alguien tan tranquilo —que jamás levantaba la voz ni utilizaba un lenguaje soez, que se comportaba de un modo tan infatigablemente educado— ser tan violento como decían? Cuando Uribe se sentabab a conversar con Pablo, las terribles historias que oía a menudo le resultaban imposibles de creer. El abogado veía a un hombre generoso, un ser con una debilidad especial por las penurias de los demás. Uribe notó que todo aquel que conocía por primera vez a Pablo experimentaba cierto temor—tal y como le había sucedido a él— pero que pronto ese miedo desaparecía. Pablo rara vez estaba de mal humor, y tenía el don de hacer que la gente se sintiera a sus anchas.
Y lo que le sorprendía aún más era que aquel hombre impertérrito se hallaba en el centro mismo de una tormenta de violencia feroz. Estaba librando dos guerras cada vez más salvajes: una contra el Gobierno y la otra contra el cártel de Cali. El cártel de Cali, que dominaba el sur del país y traficaba asimismo con cocaína, era dirigido por Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela. Éstos se estaban haciendo cada vez más ricos y más poderosos, y desafiaban la hegemonía de Medellín en cuanto al control de las rutas de transporte al norte y los mercados. Pablo estaba seguro de que el cártel rival había sido responsable de una explosión a la entrada de su edificio de apartamentos en enero de aquel mismo año. Juan Pablo, de once años, y Manuela, de cuatro, dormían en el último piso cuando la bomba abrió un agujero de cuatro metros j de profundidad en el asfalto. La deflagración consiguiente mató a dos vigilantes, hizo añicos las ventanas de todo el barrio, dejó al aire las tuberías de agua y destrozó la fachada del edificio de una punta a la otra. Debido a la explosión, Manuela sufrió daños en un oído que la dejaron parcialmente sorda. La familia Escobar huyó, y los policías que inspeccionaron su ático lujoso y amplio hallaron originales de valor incalculable, entre ellos una tela firmada por Van Gogh y varias obras firmadas por Dalí. También encontraron los cientos de pares de zapatos de María Victoria, la mujer de Pablo. En el garaje descubrieron ocho automóviles Rolls Royce antiguos y una limusina blindada de seis puertas y con cristales antibala. Como represalia, Pablo desató una campaña de bombas contra la cadena de
drugstores
propiedad de los hermanos Orejuela, una empresa absolutamente legítima. Entretanto, el acoso de la policía también le ocasionaba quebraderos de cabeza y, algunas veces, pánico. Cuando la policía iba a por él, Pablo solía recibir el chivatazo con bastante antelación, además sus casas estaban desperdigadas por todo Medellín. No obstante, de vez en cuando la policía se tornaba lo suficientemente imprevisible como para pillarle, literalmente, «en pelotas». En marzo de aquel año, unos mil efectivos de la PNC asaltaron una de sus mansiones en las montañas que circundan a Medellín: llegaron en helicópteros y en tanques, y cercaron la zona. Pablo tuvo que huir en calzoncillos y a pie para sortear los cordones policiales. Escapadas por los pelos, como aquélla, daban como resultado explosiones y secuestros con los que Pablo respondía. En mayo de 1989, en Bogotá, los hombres de Pablo detonaron un coche bomba aparcado junto al automóvil que transportaba al general Miguel Maza Márquez, jefe del DAS. Murieron seis personas y cincuenta sufrieron heridas. Las ruedas del coche del general Maza se derritieron y se fundieron con el asfalto por efecto del calor de la explosión, pero ¡I recio general a cargo de la captura de Escobar salió indemne.
Mientras aquellas batallas proseguían encarnizadamente, el ejército de abogados de Pablo —que después de septiembre incluyó a Uribe— mantuvo una serie de reuniones con el Gobierno del presidente Barco en un intento de reavivar el trato que Pablo había ofrecido en la ciudad de Panamá cuatro años antes. Pero para entonces ya había aumentado el número y el tipo de condiciones: ahora ya no repatriaría el dinero de sus cuentas en el extranjero, y exigía una amnistía total para él y todos los que estuviesen relacionados con el cártel de Medellín, .unen de la promesa presidencial de la no extradición. A cambio, prometía dejar de una vez y para siempre el narcotráfico.
Pablo tenía buenas razones para querer abandonar el negocio. El gobierno de Bush estaba cambiando el foco de su guerra; antes interceptaban barcos y aviones cargados de droga en la frontera norteamericana, ahora habían decidido apuntar a la raíz suramericana del problema: los jefes narco. La ofensiva norteamericana ya los había da-lí.ulo: las mansiones y propiedades que Pablo tenía en Florida habían .tilo incautadas. Desde las operaciones ordenadas por Lara Bonilla allá I mu 1984, los aviones y satélites espías habían dirigido a las fuerzas de elite colombianas hacia numerosos laboratorios y cosechas de coca, causando cuantiosas pérdidas a la industria. Fastidiado cuando las conversaciones con el presidente Barco se estancaron, Pablo secuestró ti lujo y a la hermana del negociador del Gobierno, Germán Montoya, lele de la plana mayor del presidente Barco. El hijo fue liberado, pero la hermana fue asesinada. Aquellos actos públicos de venganza y coerción provocaron que todos, salvo los más fanáticos admiradores de Escobar, le volvieran la espalda a él y a los otros jefes. En un período de ocho años había pasado de héroe a paria, y los políticos de Bogotá y de Washington estaban de él hasta las narices.