Matar a Pablo Escobar (6 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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Haciendo uso de la retórica izquierdista cuando le venía bien, Pablo explotaba el resentimiento de las masas para con el Gobierno y los poderes fácticos de Bogotá, y daba rienda suelta al odio histórico que el pueblo sentía por Estados Unidos. Las guerrillas marxistas, como las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), el ELN (Ejército de Liberación Nacional) y un nuevo movimiento urbano que se llamaba a sí mismo M-19 (Movimiento 19 de abril) disfrutaban de un amplio apoyo de la juventud estudiantil, y por si eso fuera poco, jesuitas rebeldes pregonaban la teología de la liberación... Tras años de explotación y de violencia política que incluía la intimidación de las temidas autodefensas —escuadrones paramilitares pagados por los terratenientes con el fin de someter al campesinado por el terror—, el pobre ciudadano medio de Medellín despreciaba al Gobierno colombiano. Bogotá estaba en manos de la élite potentada: un 3% privilegiado que tenía en su poder el 97% de las tierras y las riquezas del país. Pablo, que por entonces ya era más rico que cualquiera de ese exclusivo 3%, interpretaba el papel del paladín del pueblo. Su cuñado, Mario Henao, era un intelectual de izquierdas que clamaba contra la influencia imperial y capitalista de Estados Unidos. Mario le suministró a Pablo los argumentos patrióticos necesarios para justificar su negocio de tráfico y le propuso una vía hacia la honradez: el flujo de cocaína a Estados Unidos podía considerarse una táctica revolucionaria que, a la vez que absorbía dólares gringos, corrompía los cerebros y la sangre de la decadente juventud norteamericana. Por ese razonamiento, Pablo no sólo se enriquecía sino que estaba asestándole un golpe al
stablish-ment
mundial utilizando su propio dinero para construir una Colombia a tono con los tiempos: una Colombia nueva, moderna, y progresista. En el ámbito internacional, lo que parecía estar haciendo era robar a los ricos para dar a los pobres.

Rara vez Pablo consumía cocaína, y como bebedor, era moderado. Su droga preferida continuaba siendo la marihuana. Aislado en compañía de sus guardaespaldas, sus adoradores y secuaces, había comenzado a verse a sí mismo de otra manera. Ya no tenía suficiente con haberse adueñado de las calles de Medellín o con dominar el tráfico internacional de cocaína. En algún momento de su ascensión Pablo había comenzado a verse como un prohombre. Sus palabras e ideas cobraron de pronto una importancia histórica, y su ambición creció hasta ocupar un lugar aún mayor. Se comportaba como el tahúr que cuanto más gana más apuesta. Pablo se iba considerando poco a poco la encarnación del alma colombiana, el enviado que conduciría al país hacia el futuro; como si los deseos de la mayoría fueran los suyos propios, y los enemigos del pueblo, sus propios enemigos. Le fascinaba la historia de Pancho Villa, el revolucionario mexicano que había retado directamente a Estados Unidos en 1916 al dirigir incursiones en Texas y Nuevo México. Tropas norteamericanas lideradas por el general John J. Pershing lo habían perseguido hasta México, e infructuosamente lo buscaron durante once meses. Aquella campaña había encumbrado a Villa en el corazón popular (luego moriría a manos de enemigos políticos en 1923). Pablo abrazaba la leyenda paisa de que Villa en realidad había sido colombiano. Así que comenzó a coleccionar objetos mexicanos de la época y le daba sumo placer disfrazarse de Villa y posar para las fotografías. Al final, acabaría por emular en más de un aspecto la vida del mexicano al convertirse en el objetivo de una cacería humana asistida por el Ejército norteamericano; un ejército que pondría la histórica persecución de Pershing a la altura de una excursión de niños exploradores.

Pablo se tornó uno de los empresarios más generosos de Medellín: pagaba a los empleados de sus laboratorios salarios que les permitían adquirir casas y comprar automóviles. Quizás influenciado por Mario Henao, comenzó a gastar millones en mejorar la infraestructura de la ciudad, se preocupó por los pobres hacinados en los crecientes «barrios de invasión» mucho más de lo que el Gobierno jamás había hecho. Donó dinero y presionó a sus asociados para que reunieran millones con los que pavimentar carreteras y erigir nuevos tendidos eléctricos, además de crear campos de fútbol por toda la región. Levantó pistas de patinaje, repartió dinero en sus apariciones públicas y luego comenzó un proyecto de urbanización para indigentes llamado «Barrio Pablo Escobar»: un sitio donde vivirían los que hasta ahora habitaban en chozas junto a los basureros de la ciudad. La conservadora Iglesia católica de Medellín apoyó los programas sociales de Pablo, y algunos de sus párrocos se mantuvieron fieles a su benefactor hasta el fin. Pablo hacía apariciones en inauguraciones y homenajes y, aunque se mostraba renuente a los aplausos o a los agradecimientos, siempre permitía que lo condujesen al centro de la escena. Solía participar en partidos de fútbol locales, demostrando que, a pesar de su talle cada vez más voluminoso, aún se podía mover con sorprendente dinamismo. Al final de la década, el paladín del pueblo no sólo era el hombre más rico y más poderoso de toda Antioquia: ahora también era su ciudadano más popular.

En una entrevista para una publicación de automóviles en 1980, Pablo Escobar demostró sentirse generoso, en más de un aspecto, con sus congéneres: «Soy un amigo de fiar y hago todo lo posible para que la gente me aprecie —dijo—. Los amigos son lo más valioso que hay en la vida, de eso no tengo dudas». Naturalmente, la amistad también tiene sus desventajas. «Lamentablemente —añadió con un tono inquietante— en el transcurso de la vida uno también se cruza con gente que es desleal.

En privado, hablaba en susurros y se enorgullecía de su incombustible buen humor. Cuando estaba «colgado», gustaba de contar anécdotas v de reírse de sus propias proezas y de las torpezas de sus enemigos, pero en la mayoría de los casos se contentaba con repantigarse y escuchar. En su aspecto personal era dejado, vago y se permitía todos los exceso sos. Comía demasiado, se daba atracones de Coca-Cola, pizzas precocinadas y toda clase de comidas rápidas, y tampoco reparaba en gastos para reclutar a jovencitas —cuanto más jóvenes mejor— y así satisfacer su apetito sexual. Como otros antes que él, millonarios de poder casi ilimitado en plena juventud, Pablo fue víctima cada vez más de sus propios delirios de grandeza. En los hechos, ya estaba por encima de la ley. En Medellín había dado origen a un sistema de justicia de doble rasero. Las muertes ocurridas como parte habitual de sus negocios —el índice de homicidios se duplicó durante aquel período— eran ignoradas por la policía, se las consideraba parte del narcotráfico, algo del todo desligado de la sociedad civil. Personalmente, Pablo entendía que los asesinatos cometidos por sus hombres eran hechos intrascendentes para la sociedad en su conjunto; asuntos de negocios, nada más, una necesidad nefasta en un Estado carente de un sistema legal firme. En Colombia, uno se podía pasar la vida esperando los fallos de la justicia estatal. Una de las prerrogativas de los ricos y poderosos en la Colombia rural siempre había sido la de administrar su propia justicia. Y este representaba el fundamento de la larga y sangrienta tradición de las «autodefensas» o ejércitos privados. Una vez que Pablo hubo hecho sus primeros millones, ya no esperaba que la ley lo protegiera. Y lo que es más: le ofendía la intromisión de las autoridades en sus asuntos. Se veía con el derecho de utilizar la violencia que juzgase necesaria y en ocasiones hasta lo hizo públicamente. Sorprendido un trabajador al intentar robar algo de su mansión de la Hacienda Nápoles, hizo que lo ataran de manos y pies y, en presencia de los invitados horrorizados, echó al hombre a la piscina de un puntapié y se quedó observando cómo se ahogaba. «Eso es lo que le pasa a los que le roban a Pablo Escobar», dijo. La advertencia sin duda repercutió en sus invitados, muchos de los cuales podían robar a el Doctor muchísimo más de lo que aquel infortunado sirviente había intentado sustraer.

La mayor parte de Medellín aceptaba su sistema de justicia privado, principalmente porque oponerse a Pablo Escobar no era una medida prudente. Los que se oponían a su voluntad se transformaban en sus enemigos, y sus enemigos tenían la costumbre de morir violentamente. No toleraba el idealismo, y pese a su interés en el bienestar de los pobres de Medellín, su concepción del mundo resultaba esencialmente cínica y su modo de prosperar se basaba en ser más inteligente y más peligroso que los demás. Así que cuando los políticos y el periodismo de Bogotá hicieron correr la voz acerca de su imparable ascenso en el mundo del crimen, él presintió que no se trataba más que de mequetrefes y santones. O se habían aliado con los cárteles rivales o con Estados Unidos. Para Pablo nadie actuaba por lealtad a sus principios. A cualquiera que se le opusiera se le tachaba de «desleal», de traidor a Pablo Escobar y a Colombia.

Lógicamente, el paso siguiente para un hombre dotado de tal ambición fue la política. En 1978 sería elegido miembro suplente del municipio de Medellín. Ese mismo año apoyó la campaña presidencial de Belisario Betancur, prestándole al político y a su comitiva aviones y helicópteros, y con un espíritu por demás liberal contribuyó con dinero a la campaña del rival de Betancur, Julio Turbay, quien acabaría por ganar las elecciones. Dos años más tarde, Pablo defendió la formación de un nuevo partido a escala nacional llamado Nuevo Partido Liberal, cuya lista en Antioquia encabezaba un ex ministro de justicia, Alberto Santofimio, y en el ámbito nacional, el enormemente popular reformador Luis Galán. En 1982 Pablo resolvió presentarse a las elecciones en persona, para el puesto de suplente del representante de Envigado, Jairo Ortega. Según el sistema electoral de Colombia, los ciudadanos votan a un representante en el Congreso y a su suplente, a quien se le otorga inmunidad parlamentaria y autoridad para participar en la sesión cuando el representante titular no puede asistir a la Cámara. Jairo Ortega y Pablo Escobar fueron elegidos en el mismo sufragio que llevó a Betancur, en su segundo intento, a la presidencia de Colombia.

De ese modo, Pablo Escobar pasó a formar parte de la Cámara. Era sólo un puesto sustitutorio, pero la victoria tenía toda la apariencia de la validación que él siempre había deseado. Ya era un ciudadano respetable y un representante del pueblo. El puesto le confería una inmunidad jurídica automática, por lo que ya no podía ser procesado por ningún crimen cometido en Colombia. El puesto se acompañaba asimismo de un pasaporte diplomático, que Pablo comenzó a utilizar tic inmediato para realizar viajes a Estados Unidos. Se sacó una foto, junto a su joven hijo Juan Pablo, enfrente de la Casa Blanca y por primera vez disfrutó de las mansiones que había adquirido en Miami (una de ellas ubicada en Miami Beach y una finca que le costara ocho millones de dólares, al norte de la ciudad, en Plantation, estado de Florida). Por fin lo había logrado. Sus amigos comentan que por entonces Pablo confesó sus aspiraciones de ser presidente de Colombia.

Después de varios años, parte de la clase dirigente había hecho las paces con el fenómeno del narcotráfico. Algunos lo veían sencillamente como una industria más, que había creado una nueva clase social, rica y joven y no sin un cierto
glamour.
A los «narcomillonarios» se los comparaba con aquellos magnates del petróleo que surgieron a fines del siglo XIX y principios del XX. Pablo mismo llegaría a aseverar con cierta razón (y tal vez con la voz de su cuñado dictándole al oído) que el patrimonio de las familias más influyentes se había construido sobre los cimientos del crimen: la trata de esclavos, el tabaco, el tráfico de quinina y tantas otras actividades de dudosa ética. La historia de Colombia rezumaba ejemplos, y del mismo modo que aquellas clases habían reordenado la lista de prioridades políticas a lo largo de la historia, los narcos tenían también sus propias exigencias: querían que el listado legalizara su industria, y —teniendo en cuenta la cantidad de dinero que estaban dispuestos a repartir y el
boom
de construcción que experimentaba Medellín— algunos intelectuales se tomaban en serio el hecho de que el comercio de la cocaína representaba la salvación económica de las naciones andinas, muy afín al descubrimiento de las reservas petrolíferas del golfo Pérsico. Si bien la nueva clase de narcotraficantes estaba constituida por capitalistas acaudalados y poderosos, la naturaleza subversiva del tráfico de cocaína no dejaba de agradar a los nacionalistas de izquierdas: éstos celebraron el gran movimiento de divisas que por una vez fluía de norte al sur.

Pero el mayor error de Pablo sería ambicionar un cargo público en medio de todo aquello. Él podría haber continuado moviendo los hilos de la política colombiana durante toda una vida larga y desahogada. Pero tomó la determinación de salir de detrás de la cortina y acercarse a las candilejas. No quería ser exclusivamente el narcotraficante, sino también el prohombre. Durante la década de los setenta se había tomado muchas molestias para borrar la evidencia de su pasado delictivo (eso sí, sin dejar de presumir de él en privado), y emprendió una campaña audaz para asumir el papel de ciudadano benevolente y respetuoso con la ley. Contrató a publicistas, sobornó a periodistas y fundó su propio periódico,
Medellín Cívica,
que ocasionalmente publicaba perfiles lisonjeros de su benefactor.

«Lo recuerdo bien —decía uno de los admiradores de Escobar citado en sus páginas—. Sus manos como las de un pastor trazando parábolas de amistad y de generosidad en el aire. ¡Claro que lo conozco! Sus ojos derramaban lágrimas porque no hay suficiente pan para todas las mesas del país. Yo le he visto sufrir al ver a los niños de la calle, a esos ángeles sin juguetes, sin regalos... y sin futuro.»

Pablo patrocinó exposiciones de arte con el fin de reunir dinero para la caridad. Fundó Medellín Sin Tugurios, una organización cuyo objetivo era proseguir con los proyectos de urbanizaciones para pobres. Solía salir a caminar con dos párrocos de la ciudad cuya mera amistad llevaba implícitas las bendiciones de la Iglesia. El único indicio de interés personal en su nutrido orden del día para estrechar lazos con las fuerzas vivas fue un debate que sostuvo sobre el tema de la extradición en un bar y discoteca muy concurrido llamado Kevin’s. En 1979, Colombia había firmado un tratado con Estados Unidos que definía el tráfico de drogas como un crimen contra el vecino del norte, y como tal exigía que los supuestos traficantes fueran extraditados para ser juzgados allí, y, en caso de ser condenados, encarcelados. La posibilidad de ser extraditados causó pavor entre los que, como Escobar, sabían, desde hacía ya tiempo, que poco tenían que temer del sistema judicial colombiano. El foro en cuestión denunció la extradición como una violación de la soberanía nacional —cosa que no sorprendió a nadie. Escobar hizo del tratado de extradición un asunto de orgullo nacional y el fundamento de su actividad política.

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