Matar a Pablo Escobar (16 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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Tras la muerte de Gacha ocurrió algo curioso. Pablo Escobar recibió e hizo un torrente de llamadas. Entre las actividades de Centra Spike, aparte de la localizar a personas, constaba la de examinar los «patrones» en el flujo de las comunicaciones. Controlando el flujo de comunicación electrónica en un período de tiempo, puede deducirse la estructura interna aproximada de una organización. Ninguno de los peces gordos del cártel utilizaba las líneas telefónicas fijas de la red central telefónica de Colombia, pues era sabido que la policía y la policía secreta, tanto la DIJIN como el DAS, las «pinchaban» constantemente, Pero ninguno de los capos del cártel parecía sospechar que alguien estuviese escuchando sus conversaciones por móvil o por radioteléfono.

Por aquellos días, Centra Spike tuvo la primera oportunidad de oír la voz de Pablo. Las conversaciones que interceptaron fueron grabadas en las avionetas Beechcraft por técnicos, que después las enviaban a la embajada, donde Jacoby y su equipo las estudiaba. Gacha era un tipo burdo y sin educación. Por el contrario, Escobar parecía poseer cierto refinamiento, tenía una voz profunda y hablaba con delicadeza. Sabía expresar muy bien sus ideas y, aunque de vez en cuando solía comunicarse en su dialecto paisa, utilizaba un castellano muy claro, libre de obscenidades y con un vocabulario un tanto sofisticado que gustaba de mechar con palabras sueltas y expresiones en inglés. Era concienzudamente urbano y parecía emitir una jovialidad serena e inmutable, como si intentara mantener un ambiente de ligereza sabiendo de sobra que todo aquel que se le dirigiera le temía. Por citar un ejemplo, con sus íntimos, su saludo habitual era un «¿Qué más, caballero?».

Ambas cosas, los patrones de las llamadas y el contenido, alteraron la imagen que la unidad tenía del cártel de Medellín. En vez de confusión ante la necesidad de llenar el espacio dejado por el capo muerto, o ante una contienda entre los que se creían los iguales y los subordinados de Gacha, lo que Centra Spike oyó fue a Pablo Escobar manejando fríamente sus asuntos de negocios, más bien como un ejecutivo de altos vuelos que había perdido a un asociado clave. Lo llamaban para que tomase decisiones, y él lo hacía con toda calma, redistribuyendo intereses y atribuciones. En las semanas siguientes a la muerte de Gacha, Centra Spike iba cayendo progresivamente en la cuenta de que Pablo había sido desde siempre el hombre al mando. Siempre consciente de la imagen que reflejaran de él los medios, estaba encantado de que a Gacha le hubiesen adjudicado el papel de «malo».

De lo que también se enteró Centra Spike fue de la despreocupada crueldad de Pablo. Llegaron a esa conclusión cuando tras la desaparición de Gacha, Pablo ordenó secuestrar a un oficial, un comandante de la IV Brigada del Ejército. Enfadado por la muerte de su colega, Pablo propuso que no solamente lo mataran, sino que lo torturaran lentamente, para que el Gobierno colombiano supiera lo herido que Pablo se sentía.

La muerte de Gacha lo había enfurecido, y quedaba claro que a partir de entonces el Gobierno planeaba llevar a cabo una campaña llura. En una conversación con su primo Gustavo Gavina, se le oyó una poco usual perorata sin tapujos, que facilitó a los espías norteamericanos conocer lo que Pablo pensaba de la situación: Pablo se veía .1 sí mismo como un mártir atrapado en una lucha de clases entre la élite bogotana y la gente común de Medellín. Escobar intentaba, según dijo, utilizar a su favor el hastío que el país sentía por la violencia; pretendía crear aún más violencia hasta que el público pidiera a gritos una solución, un acuerdo entre él y el Gobierno.

«Primero iremos a por los oligarcas y quemaremos sus mansiones —dijo—. Es muy sencillo, porque la casa de un rico tiene sólo un guardia. Así que entramos con doce litros de gasolina, nos cagamos en ellos, y llorarán pidiendo piedad... Tú lo sabes, hermano, es la única manera. El país pide paz y cada día hay más gente que pide la paz. Así que hay que presionar todavía más.»

Un comunicado de Los Extraditables hecho público poco después remató el concepto:

Le declaramos la guerra sin cuartel al Gobierno, a la oligarquía, individualmente y en su conjunto, a los periodistas que nos calumnian e insultan, a los jueces que se han vendido a los intereses del Gobierno, a los magistrados que apoyan la extradición [...] a todos los que nos han perseguido y atacado. No respetaremos a las familias de aquellos que no han respetado a las nuestras. Quemaremos y destruiremos las industrias, propiedades y mansiones de la oligarquía.

Desde entonces Pablo Escobar era el hombre que Centra Spike tuvo en el punto de mira. En enero de 1990, durante un viaje a Estados Unidos, Jacoby buscó y rebuscó hasta encontrar una botella de coñac Rémy Martin, que le costó más de trescientos dólares. Al regresar a Bogotá les contó a los miembros de su unidad que la había dejado sin abrir en un estante de su piso de Maryland para bebérsela cuando Pablo Escobar hubiera muerto.

4

A Pablo le empezaron a llover los problemas. Tres toneladas de dinamita que encargara para su campaña de amedrentamiento fueron incautadas en una redada policial en un almacén de Bogotá. Cinco más fueron asimismo requisadas en una finca de su propiedad cerca de Caldas. En febrero, el día antes de que el presidente Bush acudiera a Cartagena para asistir a una conferencia antidroga que reunía a todos los países de América, la policía asaltó tres importantes laboratorios de procesado de coca en Chocó, el estado lindante, al sur de Antioquia. En los dos meses posteriores a la muerte de José Gonzalo Rodríguez G., la PNC se apoderó de treinta y cinco millones de dólares en metálico y en oro; y los hombres de Pablo también comenzaron a caer.

Pablo concluyó que había un espía en su círculo más íntimo. Era evidente que alguien estaba informando a la policía de su paradero y de sus planes. Pablo hizo torturar y ejecutar en su presencia a varios miembros de su escolta a comienzos de 1990 para dar ejemplo. En una conversación interceptada, Centra Spike grabó los gritos de fondo de una de aquellas víctimas mientras Pablo hablaba tranquilamente con su mujer.

La Embajada de Estados Unidos guardaba celosamente el secreto de Centra Spike. Jacoby y su equipo trabajaban literalmente en una cámara blindada y sin ventanas en la quinta planta del edificio de la embajada. La cámara acorazada estaba protegida por muros de hormigón y una puerta de acero de quince centímetros de espesor. El secretismo era estricto incluso dentro del edificio. Los hombres de Centra Spike habían sido contratados como personal del embajador a modo de tapadera, y el sitio donde realizaban sus tareas era zona prohibida para la mayoría del personal diplomático. Mientras Pablo y los otros capos del cártel ignoraran que los escuchaban, continuarían hablando libremente por sus radioteléfonos y sus móviles.

Pero Pablo averiguó que sus llamadas estaban siendo captadas. En marzo de 1990, el Gobierno colombiano, inadvertidamente, le pasó el dato.

Sucedió cuando Centra Spike interceptó una conversación entre Pablo y Gustavo Mesa, uno de sus jefes sicarios y tenientes, mientras tramaban el asesinato de otro candidato presidencial.

—¿Qué pasa? ¿Cómo va todo? —preguntó Pablo.

—Todo va bien —dijo Mesa—. Lo que ordenó va muy bien.

—Pero no lo vaya a hacer usted, porque a usted se le ha encargado un solo trabajo, uno solo. ¿Me entiende?

—Entendido, ya tengo a la gente que lo va a hacer. El trabajo me está saliendo bien y ya he pasado la factura. El viernes recibo el dinero, todo está en orden.

A partir de allí prosiguieron discutiendo el pago (de unos mil doscientos dólares) y la promesa de que a la familia del joven sicario no le faltaría de nada en caso de que el muchacho muriese en el intento. Mesa explicó que otros pistoleros se encargarían de los guardaespaldas que rodearían al candidato, y que el asesino sólo debería apuntar al blanco principal. La mitad del dinero se pagana por adelantado y la otra mitad después de que el trabajo se realizara. Se mencionaron la fecha y la hora exacta del atentado, pero lo exasperante fue que no se mencionó qué candidato sería tiroteado ni dónde sucedería.

La embajada decidió que esa información debía compartirse con el Gobierno colombiano, así que una trascripción de la cinta fue enviada al presidente Barco, y el Gobierno se sumió en un caos intentando impedir el asesinato. La víctima más probable era supuestamente Gavina, porque era el favorito en los sondeos de opinión, había hablado abiertamente en favor de la extradición, y era el único candidato que públicamente había descartado de plano negociar con los narcos (una promesa que, como se demostraría, no llegaría a cumplirse). Se había atentado contra su vida varias veces más desde el fatídico vuelo de Avianca, así que tanto Gaviria como otros blancos probables fueron custodiados intensamente aquel día. A la hora de la verdad, la víctima fue el candidato que menos se hubieran esperado: Bernardo Jaramillo. El candidato del minoritario partido Unión Patriótica fue acribillado en el vestíbulo del aeropuerto de El Dorado. La policía automáticamente culpó a los narcos del crimen, pero lo que no quedaba claro era el móvil. Jaramillo no se había pronunciado a favor de la extradición ni sus posibilidades apuntaban a la Casa de Gobierno, pero el Gobierno tenía la cinta y no pudo resistir la tentación de inculpar a Pablo públicamente del atentado, así que la transcripción de la grabación fue filtrada a la prensa.

La indignación de la opinión pública no se hizo esperar. A pesar de negarlo, Pablo fue desenmascarado como lo que era, un asesino que ahora ordenaba ejecutar candidatos con el propósito de sembrar discordia. Perdió toda la credibilidad que había conseguido a través de largos años de hábiles relaciones públicas. La filtración logró el efecto deseado, pero hubo otras consecuencias: Pablo supo que las conversaciones que mantenía por su teléfono móvil estaban siendo seguidas y su voz se desvaneció de las ondas. Nunca más haría llamadas descuidadas por radioteléfono o móvil.

Todo aquello complicó bastante la vida al coronel Martínez, que había estrechado excelentes vínculos con Centra Spike en Medellín. Durante los primeros meses de 1990, el Bloque de Búsqueda lanzó redada tras redada contra los supuestos escondites del capo, pero siempre llegó demasiado tarde. El militar de Centra Spike adscrito a Medellín decía estar más impresionado por la voluntad del coronel Martínez que por sus métodos.

No cabía duda de que el coronel era distinto de la mayoría de los oficiales de la policía y el Ejército. Con excepción del general de las Fuerzas Aéreas que había dado la orden de bombardear la finca donde José Gonzalo Rodríguez G. se escondía, la mayoría de los oficiales con los que Centra Spike trabajaba parecían ser perezosos, incompetentes, corruptos o las tres cosas juntas. El delgado y larguirucho coronel tenía la intención de hacer lo que debía. Por lo que dijeron algunos de sus hombres, lo primero que decidió al llegar al cuartel general de Medellín fue poner a su plana mayor en fila contra la pared y decirles que si descubría a cualquiera de ellos traicionando la misión encomendada, «yo, personalmente, le volaré los sesos». Martínez encerró a sus hombres para evitar comunicaciones descontroladas entre el exterior y el cuartel general. Y lo más importante, Martínez se mostraba frustrado e irritado cuando una de sus redadas fracasaba. Los norteamericanos estaban habituados a trabajar con militares colombianos que se reían de los fallos, y con oficiales a quienes sus propias redadas fallidas no les importaban más que haber recibido un plato equivocado en un restaurante.

Había multitud de razones por las que una incursión podía fallar una y otra vez. En una ocasión, al acercarse a una finca sospechosa durante una batida matinal, las fuerzas de asalto formaron una larga fila por la cresta de la colina y luego sencillamente bajaron caminando hacia la vivienda. El militar de Centra Spike que los acompañaba sugirió que el grupo se echara al suelo y se arrastrara hasta allí.

—¿Por el barro? —contestó el oficial al mando, como si la sugerencia fuera un insulto—. Mis hombres no se arrastran por el barro.

Los ocupantes de la finca se habían dado a la fuga mucho antes de que los soldados llegasen. La finca tenía las características típicas de todos los escondites de Escobar: el televisor Sony de pantalla gigante, un baño bien equipado y moderno, una nevera repleta de filetes y gaseosas, y equipos de radiocomunicación de primera categoría. Los ocupantes habían huido con tanta prisa que ni siquiera habían tenido tiempo de quemar los documentos, así que orinaron y defecaron encima, lo cual era suficiente como para disuadir a la policía de echarles un vistazo. Cuando el militar de Centra Spike comenzó a rebuscar entre la inmundicia, hasta el coronel se quejó.

—No puedo creer que haga eso —dijo asqueado—. ¡Son excrementos humanos!

—De donde yo vengo también nos arrastramos y hasta nos ensuciamos los uniformes —contestó el norteamericano.

Una vez que los documentos quedaron limpios y secos, se encontraron en ellos notas escritas a mano por Pablo y selladas con su propio pulgar. Aquellas notas prometían al cuidador de la vivienda una seguridad financiera. También había copias de ese documento preparadas para fincas similares, lo que indicaba que Pablo mantenía una larga lista de casas desperdigadas y preparadas de antemano para contar siempre con un sitio seguro y confortable donde refugiarse. Los documentos también mostraban cómo Pablo reclutaba y cuidaba de quienes le prestaban ayuda en las colinas que rodeaban Medellín. Mientras se realizaban las tareas detectivescas, los hombres del coronel se repantigaron enfrente del televisor y comenzaron a beberse las gaseosas y a asar los filetes de Pablo. Dos de los efectivos se habían quedado en la vivienda del granjero, donde ambos campesinos habían sido maniatados y amordazados y eran golpeados por los hombres del coronel con toda naturalidad.

—¿Qué están haciendo sus hombres? —le preguntó el hombre de Centra Spike a Martínez.

—Los estamos interrogando.

—No joda, coronel. Los están matando.

—Los estamos animando a que hablen.

—Si quiere que hablen, ¿por qué no les quita las mordazas?

—Usted no entiende, olvídelo —le dijo Martínez al tiempo que lo condujo lejos de allí—. Usted ni siquiera tendría que estar aquí.

Después de aquella experiencia, los norteamericanos notaron que el coronel procuró mantenerlos alejados de la acción, no para protegerlos en sí, dedujeron, sino para protegerlos de lo que vieran. Centra Spike oyó numerosos rumores acerca de las desagradables tácticas del coronel —palizas, porras de alto voltaje, asesinatos sumariales—; pero, si de verdad estaban ocurriendo, todo sucedía sin testigos norteamericanos, y tanto Centra Spike como los otros norteamericanos de la embajada mirarían hacia otro lado todo el tiempo que pudieran. Nadie quería ser testigo-de abusos contra los derechos humanos, y mientras los norteamericanos no los vieran, no se sentirían obligados a informar de ellos. Con toda la desinformación que flotaba en derredor, ¿quién sabría lo que de veras estaba sucediendo? El coronel negaba las acusaciones enérgicamente, pero si él estaba pasándose de la raya, ¿no lo estaba haciendo también Pablo? El 20 de marzo de 1990, dos sicarios del cártel en motocicleta lanzaron una bomba en medio del gentío en el pueblo de Tebaide: hubo siete heridos y un niño murió. El 11 de abril, un coche bomba estalló en los límites de Medellín matando a cinco oficiales y agentes de policía. El 25 de abril, dos de los hombres de Martínez murieron, siete fueron heridos y dos transeúntes perdieron la vida cuando un coche bomba detonaba en Medellín. Si como producto de aquella guerra sin cuartel los hombres del coronel se excedían, ¿quién iba a culparlos?

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