Matar a Pablo Escobar (37 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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En el período de la primera guerra que librara su padre contra Pablo, Hugo estudiaba en la academia de la PNC en Bogotá. Acaso por vivir acuartelado con los demás cadetes, Hugo no percibió los cambios que las constantes amenazas del capo habían producido en su madre y sus hermanos. Le preocupaban su familia y el dilema en el que se encontraban le carcomía. Tras la graduación, el alférez Hugo Martínez fue enviado a la DIJIN, la Dirección Central de Policía Judicial e Investigación, que, principalmente, cumplía la función de rama investigadora del poder judicial colombiano.

Se le destinó a una unidad de vigilancia electrónica que había recibido un nuevo equipo de rastreo e interceptación de señales de manos de la CÍA. La máquina, que parecía salida del decorado de una película de ciencia ficción de los años cincuenta, consistía en un cubo de metal de color gris, con unos treinta centímetros de lado, del que salían los cables que le suministraban electricidad y datos. Cubierto de antenas en la parte superior, en cada esquina y seis en el centro, el detector constaba además de una pantalla no mayor que la palma de una mano. En ella el operador percibía una oscilante línea verde, que indicaba no sólo la potencia, sino la dirección de donde provenía la señal. El aparato completo cabía dentro de una maleta mediana y debía ser utilizado conjuntamente con equipos más abultados —de fabricación francesa y alemana— que se alojaban en tres furgonetas de color gris. Dichos vehículos aparcaban en las colinas de las afueras de Bogotá y extendían sus propias antenas. No obstante, para el lego parecían vehículos de reparaciones de la compañía eléctrica. Las furgonetas localizaban el origen de la señal por triangulación y obtenían una primera posición circunscrita a una determinada zona de la ciudad. Entonces Hugo, acompañado de otro oficial, recorría las calles montado en un vehículo particular con sus cascos conectados a «la caja», que captaba la señal y la potencia de la misma, y las indicaba por medio de fluctuaciones en un pitido destinado a servir de localizador. Teóricamente, Hugo y su unidad tenían la capacidad de fijar con extrema exactitud el origen de una señal y saber de qué edificio y hasta de qué planta y apartamento provenía.

El cacharro jamás funcionó. Sí que lo hacía medianamente bien en terrenos planos y despejados, pero en medio de la ciudad, donde más falta hacía, el fárrago de cables, muros, y las muchas señales e interferencias lo inutilizaban. La unidad probó otros sistemas, entre ellos uno francés que pronto fue bautizado como «el gallo». Este artefacto —que no podía emplearse desde un vehículo— debía ser transportado en un caja que el infortunado operador colgaba de sus hombros por medio de un correaje. Y no sólo eso, sino que del artilugio salía un cable acabado en una antena manual, que más que una antena recordaba a una pistola de rayos intergaláctica. El operador debía mantener en alto su arma intergaláctica, lo que en una calle céntrica llamaba soberanamente la atención. La utilización de «el gallo» en una verdadera misión secreta en un barrio hostil, equivalía a llevar una diana de neón colgada en la espalda. Por todo esto, finalmente Hugo se decidió por el aparato de la CÍA.

El progreso logrado en el rastreo de señales se demoró debido a que la renombrada unidad policial de interceptación y escucha estaba muy requerida. Cuando el presidente Gavina supo que la PNC podía aparcar una furgoneta junto a un edificio y averiguar lo que se decía allí dentro, la unidad de Hugo fue asignada para espiar las conversaciones de los líderes guerrilleros llegados a la ciudad a otra de las interminables rondas de negociaciones para acabar con la violencia. La unidad espía pudo suministrar a los negociadores del Gobierno información «de dentro» acerca de las estrategias de la guerrilla, y alertar a los políticos de las nuevas propuestas antes de que éstas fueran hechas públicas. Como es lógico, aquella capacidad técnica poco tenía que ver con la localización de señales. Pero Hugo comprendió que, por más que él lo intentase, sus superiores mostraban poco interés en los aspectos específicos de su trabajo. Ellos únicamente reparaban en que aquella unidad de la PNC podía detectar más frecuencias que ninguna otra unidad de escuchas clandestinas en Colombia, que tenían movilidad y que eran fiables, y para los políticos aquello era suficiente. Así pues la unidad del alférez Hugo Martínez se forjó una reputación prodigiosa que superaba con mucho sus verdaderas capacidades de rastreo. Con el correr del tiempo, Hugo y sus hombres lograron tal destreza en el análisis de las conversaciones interceptadas, que llegaban a dirigir los equipos de asalto hasta el sitio indicado sin llegar a utilizar sus detectores.

La verdad era que no estaban utilizando ni tan siquiera mejorando su capacidad de rastreo de señales. La tecnología de la que disponían para tal fin aún les resultaba inservible, pero sus aciertos en materia de escuchas clandestinas disimularon esa impericia, y cada pequeño éxito les suponía una misión más importante. En 1991 y 1992, la unidad fue llamada para operar contra las guerrillas de la zona sur del país. Pero fue poco después de aquella misión cuando el superior de Hugo pudo regresar a Bogotá y reanudar las pruebas de los equipos de rastreo.

Así lo hicieron durante ocho meses y fueron mejorando. Combinaron los equipos electrónicos norteamericanos, franceses y alemanes, y desarrollaron técnicas basadas en ensayo y error. Hugo había sucumbido al embrujo de las extrañas cajas. Cuanto más trabajaba con aquellos equipos, más perspicaz se tornaba al discernir las sutiles variaciones en las imágenes del monitor y el pitido que surgía de los cascos. No era distinto de aprender un nuevo idioma o de aprender a moverse en un terreno por medio de un curioso sexto sentido. Hugo sentía que la caja le estaba diciendo lo que él necesitaba saber, pero aún no lograba comprender su idioma.

Durante los primeros meses posteriores a la fuga de Pablo, el coronel Martínez había prohibido el uso de teléfonos móviles en todo Medellín, y había clausurado las estaciones repetidoras de señal, lo cual obligaba a la población a utilizar las líneas de teléfonos corrientes además de reducir la comunicación por radio a una de «aparato a aparato» (es decir, los operadores de radio no podían servirse de las estaciones repetidoras y amplificadoras de señal, por tanto tampoco podían transmitir a una distancia mayor). Así pues la única manera posible de comunicarse por medio de dos radios era que entre el transmisor y el receptor hubiese una línea recta y despejada. Naturalmente, se buscaba aislar a Pablo. Y aunque él era lo suficientemente listo como para no usar las líneas de teléfono corrientes, si intentaba comunicarse a través de las ondas —sin interferencias de ningún tipo—, sería mucho más fácil encontrarle. Pablo superó el escollo con mensajeros. Luego, en la primavera de 1993, reanudó sus comunicaciones habituales por radio, cuando la preocupación creciente que le causaban Los Pepes le forzaron a tramar maneras de sacar a su familia del país. Pablo encontró sitios desde los que podía divisar la cima de Altos del Campestre —el edificio de apartamentos donde rodeada de escoltas vivía su familia— para hablar más que nada con su hijo Juan Pablo.

Aquél era el punto débil que el coronel esperaba explotar con su flamante y muy requerida unidad de vigilancia electrónica. Ésta llegó a Medellín con Hugo incluido, que había logrado vencer a su padre en su personal guerra de desgaste. Los policías les encontraron apartamentos y la CÍA les proveyó de seis aparatos detectores, cada uno acompañado de su furgoneta Mercedes Benz. Se dispusieron tres unidades operativas, lo que renovó las esperanzas del Bloque de Búsqueda. Desde noviembre del año anterior una unidad de rastreo de la CÍA había estado realizando la misma tarea, con resultados pésimos, pero la falsa reputación que se había forjado la unidad de Hugo la precedía, y llegó justo a tiempo para aprovecharse de un dato desconocido hasta entonces.

El fiscal de Medellín Fernando Correa, que disfrutaba reuniéndose frecuentemente con la familia de Escobar, había notado ciertas cosas. La familia se hallaba casi encarcelada en Altos del Campestre, y vivía aterrorizada por la amenaza de Los Pepes. Los familiares de Pablo empleaban sus energías en buscar una salida, pero se encontraban descorazonados. En aquella época, más o menos, María Victoria le escribió una carta a su marido:

Te echo tanto de menos que me siento débil. A veces siento que una soledad inmensa me inunda el corazón. ¿Por qué la vida nos separa de esta manera? Me duele el corazón. ¿Cómo te encuentras tú? ¿Cómo te sientes? No quiero tener que dejarte, mi amor. Te necesito tanto, me gustaría llorar contigo... No deseo presionarte, ni quiero que cometas errores, pero si irnos se hace imposible, me sentiría más segura a tu lado. Podemos encerrarnos y protegernos, cancelar todo tipo de correspondencia, lo que sea. Las cosas se están poniendo demasiado tensas.

El regordete Juan Pablo, una bestia imperiosa de dieciséis años, que medía un metro ochenta y pesaba casi cien kilos, cumplía su papel de hombre de la casa, al menos en presencia del fiscal Correa, y parecía estar tomando todas las decisiones concernientes al bienestar de su familia, incluso las que debería tomar su madre. Juan Pablo pasaba horas observando el barrio con sus binoculares desde las alturas, encerrado en el apartamento, con la mirada atenta y nerviosa puesta en aquellos que por lo visto seguían el día entero los movimientos de su familia. Se encontraba en ello cuando de un coche salieron tres hombres y acto seguido dispararon un lanzagranadas contra el edificio de apartamentos donde él y su familia se refugiaban. Afortunadamente nadie salió herido de la explosión. Sin perder la calma, Juan Pablo tomó nota de lo sucedido y de la marca y el modelo del coche. También solía apuntar los modelos y las matrículas de los coches que, según sus sospechas, trabajaban para el coronel Martínez. Fotografiaba a los extraños que pululaban por allí; y con indignación exhortaba a los fiscales que los visitaban para que persiguieran y arrestaran a aquellos a los que él había descrito en sus notas. Al contrario que su madre, que estaba claramente aturdida por la situación, Juan Pablo parecía regodearse en ella. Juan Pablo disfrutaba tratando con Correa y con otros de los que representaban a la fiscalía y utilizaba el miedo que infundía la figura ausente de su padre para intimidarlos y, a sus ojos, cobrar él más importancia de la que realmente tenía. Recibía cartas escritas en clave de su padre, y respondía con misivas descontroladas, prepotentes y hasta desenvueltas, donde se le veía gozoso tomando parte en aquel juego del gato y el ratón. En una carta sin fechar escrita aquel otoño, Juan Pablo alardeaba de haberle plantado cara a un representante de la fiscalía:

Recordado padre,

Te envío un gran abrazo y los mejores deseos.

He notado que Corrales |Roberto Corrales, un enlace de la fiscalía) se encuentra de buen ánimo por los resultados de la lucha contra Los Pepes. La verdad es que no tiene otra opción (...]. En cuanto a nuestra partida del país, el fiscal |De Greiff] se hizo el tonto [...] para probarnos, para ver lo que diríamos y cómo reaccionaríamos. Me he puesto firme en lo de tus condiciones y los he convencido. Hasta les dije que habías planeado hacer un trato con los del cártel de Cali después de haberte entregado, porque estabas dispuesto a que de nuevo reinara la paz en el país.

Corrales fue muy maleducado conmigo. Estábamos hablando y de pronto comenzó a decirme: «Tengo que perseguir a tu padre porque ésa es mi obligación. No estoy ni en contra ni a favor [queriendo decir que no había tomado partido ni por unos ni por otros, soy una persona honrada y él [o sea, tú] sabe que me lo tomo muy en serio». Así que le dije que no hacía falta que me viniese con eso cada vez que se pasaba por aquí, porque ha venido tres veces y las tres veces me ha dicho lo mismo. Le dije que yo sabía que ésa era su responsabilidad, pero que él tenía que mostrar respeto porque se estaba refiriendo a mi padre. Le dije que no se preocupara, que mi padre ya se estaba encargando de aquellos que andaban tras él, y que el destino diría quién encontraría a quién antes. Él me contestó: «Tengo miedo porque tengo que cumplir con mi trabajo y nadie me ha dicho que deje de buscar a tu padre. Hay cuarenta órdenes de arresto con tra él». Y yo le contesté: «Su obligación no es tener miedo, su obligación es mostrarme un poco de respeto porque yo estoy con él [Pablo] y lo apoyo». Así que mejor que tenga cuidado, o se va a enterar. Después le dije que el fiscal es el tipo más falso del país; que cómo esperaba que le creyéramos cuando habla de que tú te entregues, si no tiene palabra; y que hasta ahora nos había protegido para engañarnos con sus falsas promesas. Y él me contestó: «No permito que nadie hable mal de mi jefe en mi presencia», y yo le dije: «Como miembro de esta familia tampoco le puedo permitir que usted hable mal de mi jefe, que es mi padre».

La carta de Juan Pablo citaba también cierta información acerca de dónde el coronel Martínez pasaba las noches en Medellín, y llenó dos páginas de descripciones de hombres y de automóviles que había estado catalogando desde su puesto de observación. Juan Pablo concluía la carta sugiriéndole al padre que le diera un susto a la cadena de televisión local que había emitido imágenes de Alto del Campestre: «Sería bueno que la gente de la tele se enterara de que no pueden hacer que el edificio salga tanto, que sea tan obvio, porque cuando vinieron aquí me dijeron que borrarían las imágenes y no lo hicieron. Cuídate. Te quiero y te recuerdo. Tu hijo».

En una visita oficial, Correa notó que Juan Pablo llevaba consigo un «busca», y que cuando sonaba (a intervalos regulares a lo largo del día), el joven dejaba abruptamente al apartamento. Correa supuso que para hablar con su padre. El fiscal había visto teléfonos móviles esparcidos por el apartamento, y en una de sus visitas había descubierto un transmisor/receptor de radio escondido en la trampilla del ascensor. El coronel Martínez le pidió a Correa que en su próxima visita apuntara la marca, el modelo y la gama de frecuencias en las que podía operar la radio. También le pidió a Correa que hiciera todo lo posible para fomentar conversaciones más largas entre Juan Pablo y su padre.

La radio de Juan Pablo funcionaba en una gama de frecuencias entre 120 y 140 megahercios. Con esa información y con una idea aproximada de cuándo padre e hijo hablaban, Hugo y las tres unidades móviles de rastreo se dispusieron a interceptar las llamadas y a encontrar a Pablo. Al principio intentaron trabajar conjuntamente con la unidad de la CÍA. Hugo le dijo a su padre: «Conmigo allí, te enterarás de todo».

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