Read Matar a Pablo Escobar Online
Authors: Mark Bowden
Que miembros de la Fuerza Delta anduvieran ejecutando con total impunidad a civiles en territorio colombiano era un temor no del todo improbable. Sheehan dudaba que estuviese ocurriendo, pero ¿quién se lo aseguraba? Los francotiradores de la Fuerza Delta eran los mejores del mundo, ni siquiera tenían que formar parte de una unidad de asalto colombiana para cumplir con su mortal función, y si los norteamericanos acordaban con los colombianos dejar que éstos se llevaran los laureles y a su vez aceptaban las responsabilidades de algunas muertes, ¿quién iba a saberlo? Pero lo que era aún más factible y hasta evidente, era que la información recabada y analizada por Centra Spike y la Fuerza Delta se utilizaba para guiar las actividades de Los Pepes. Aquello caía en la categoría de suministrar «información letal», algo permitido únicamente por autorización explícita del presidente y de lo que debía ser informado el Congreso. El Gobierno de Clinton ya había sufrido las consecuencias de las actividades de las unidades de operaciones especiales del general Garrison en Somalia. El alcance de la «orden de despliegue» al enviar unidades de élite a Colombia en 1992 nunca había sido específicamente delimitada. Aquellos hombres habían sido enviados a entrenar tropas, y si estaban participando en operaciones sobre el terreno, aunque fueran operaciones legítimas, estaban incumpliendo órdenes. ¿Qué pasaría si los hombres del «coronel» Santos cayesen muertos o heridos en uno de tales operativos? Pues sencillamente que en el Congreso norteamericano se armaría un gran revuelo, porque no se le había consultado. Pero más allá de aquellos reparos, Sheehan consideraba que lo que de veras estaba en juego era el control civil de las Fuerzas Armadas; algo que él y su superior, el general Colin Powell, jefe del Estado Mayor de la Defensa, se tomaban muy en serio.
Mientras la cacería de Pablo seguía su curso en Colombia, la presencia norteamericana en ese país había puesto en tela de juicio una serie de delicados asuntos en el Pentágono. Un ejemplo. Cuando se decidió que los pilotos de helicópteros del Bloque de Búsqueda del coronel Martínez necesitarían volar con gafas de visión nocturna, se enviaron pilotos norteamericanos a Medellín para realizar la instrucción. El ritmo de la búsqueda era frenético, con lo que cualquier tipo de entrenamiento se haría durante las horas de vuelo. Aquello suscitó una agria disputa sobre si el envío de instructores violaba la prohibición de que los efectivos norteamericanos participaran en las incursiones. Finalmente los pilotos fueron autorizados a realizar el entrenamiento.
Así que ahora ya había pilotos norteamericanos participando en las incursiones, lo que dejaba la puerta entreabierta al general Garrison, jefe supremo de operaciones especiales. Tras una serie de fracasos en 1992, Garrison quiso que los expertos operadores de Centra Spike y sus detectores portátiles acompañaran a los pilotos norteamericanos en los helicópteros del Bloque de Búsqueda. Dirigir una incursión hacia un punto de reunión específico requiere de una coordinación fluida entre el técnico y el piloto, un tándem que los norteamericanos habían llegado a perfeccionar. En aquel momento, Garrison vio la oportunidad de ir un poco más lejos y obtener la autorización oficial para que efectivos de la Fuerza Delta participaran en los operativos (libertad que ya se habían estado tomando durante meses, mientras los oficiales cómplices se guiñaban un ojo a lo largo de toda la cadena de mando). Con el argumento de que un piloto y un técnico norteamericanos necesitaban ser protegidos al realizar incursiones con el Bloque de Búsqueda, el general Garrison logró añadir al tándem una unidad de la Fuerza Delta que lo protegiera.
El Estado Mayor de la Defensa aprobó el pedido de Garrison, pero Keith Hall, un adjunto al Departamento de Defensa, se negó a dar su aprobación si antes no daba la suya la Casa Blanca. Miembros del equipo de Hall se encontraban allí para reunirse con la plana mayor del presidente Clinton, cuando un coronel del Estado Mayor de la Defensa llamó para avisarles que Garrison había decidido no dar curso a la propuesta.
A medida que pasaban los días, los recelos de Sheehan crecían cada vez más. El general de división le comunicó sus preocupaciones a Colín Powell, y éste, antes de dejar su puesto a finales de septiembre, le dijo a Sheehan que investigara. Sheehan también compartió aquellas preocupaciones con Brian Sheridan, aquel adjunto al subsecretario de Defensa que se había reunido con Busby en Bogotá en agosto. Sheridanle dijo al general Sheehan que en el transcurso de una conversación con el embajador Busby éste le había asegurado que no había vínculo alguno entre Los Pepes y las autoridades policiales legítimas que perseguían a Pablo. Pero por seguir la pista del general, el político comenzó .i revolver en el Departamento de Estado y descubrió el viejo cable de Busby acerca del grupo paramilitar en cuestión.
Tanto el cable de Busby como el artículo de la revista
The New Yorker
parecían confirmar las más terribles sospechas. Después, en noviembre, dos analistas de la CÍA se entrevistaron con el general Sheehan, el adjunto Sheridan y otros altos cargos para informarles de que los Pepes no eran otros que el Bloque de Búsqueda de Martínez. Las lácticas del escuadrón de la muerte correspondían a las que utilizaba la Fuerza Delta, lo cual sugería que miembros del Bloque de Búsqueda eran quienes asesinaban y atentaban con explosivos escudándose tras el nombre de Los Pepes. Y eso significaba que Estados Unidos habían equipado, entrenado y, en parte, dirigido al grupo paramilitar. «Estos tipos se han descontrolado y nosotros somos los que los respaldamos», le dijo el analista de la CÍA.
Algunos de los presentes criticaron el informe.
«¡Gilipolleces!», dijo uno, explicando que el embajador Busby había estado supervisando la situación y estaba convencido de que las fuerzas norteamericanas desplegadas allí no se habrían visto involucradas.
Pero el general Sheehan sí creyó el informe de la CÍA y dijo que informaría a su superior, el jefe del Estado Mayor de la Defensa, y que, por tanto, todas las fuerzas especiales norteamericanas serían retiradas de Colombia. Brian Sheridan lo secundó y expresó cómo aquel escándalo, o tan siquiera la sospecha de una participación militar norteamericana en los escuadrones de la muerte colombianos, podría dañar el prestigio del presidente Clinton.
Era un viernes por la tarde, y la única esperanza de detener el retiro inmediato de las fuerzas norteamericanas consistía en encontrar a alguien del equipo directivo del Departamento de Estado que diese una contraorden al general Sheehan. Una joven que había participado en la reunión, la ayudante de un almirante de dos estrellas del equipo del secretario de Defensa, se quitó los zapatos y salió disparada por los pasillos para intentar detener la orden de Sheehan.
Cuando Busby se enteró de la decisión que Sheehan había tomado se puso furioso. Desde su punto de vista, Busby sospechó que los analistas que habían informado a los jefes del Estado Mayor de la Defensa pertenecían a la Dirección de Inteligencia de la CÍA, no a la Dirección de Operaciones. Ambas ramas se enfrentaban a menudo y la que solía prevalecer era la de Operaciones. Sean cuales fueran las sospechas que albergaba el embajador Busby acerca de la identidad de Los Pepes, éstas carecían de la importancia necesaria para poner punto final a la búsqueda de Escobar. Una retirada de las fuerzas norteamericanas equivalía a detener la búsqueda, y aquello representaría otra victoria más para Pablo. El embajador estaba enojado por no haber sido consultado. Por otra parte, su amigo, el presidente Gaviria, había arriesgado mucho políticamente para apoyar la campaña contra Escobar y Busby sabía que el Gobierno de Gaviria no se recuperaría si los americanos le retiraban su apoyo justamente ahora. Si el general Sheehan se salía con la suya, la retirada cobraría la forma de una traición imperdonable por parte de los norteamericanos a sus amigos colombianos. Si la embajada no cumplía lo prometido, ¿qué aliado creería en ellos en el futuro?
Busby gozaba de un considerable poder en Washington y no se iba a quedar quieto, así que comenzó a hacer llamadas telefónicas. Según el general Sheehan, Busby llamó a Dick Clark, un adjunto del Consejo Nacional de Seguridad
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en la Casa Blanca. Clark se puso en contacto con el subsecretario de Defensa Walter B. Slocumbe y se llegó a un acuerdo conciliador con el general Sheehan. Éste aún quería que la Fuerza Delta y Centra Spike fueran retiradas de Colombia, pero accedió a quitarse de en medio durante un par de semanas. Aunque quisiera, Sheehan no podía pasar por alto la ironía de aquel trato: él, un general de división que defendía el control civil de las operaciones militares, se vio temporalmente en desventaja ante la jerarquía superior de un par de civiles.
Sheehan estaba convencido de que la intervención en Colombia había superado con creces el límite de la legalidad, y que iba camino de convertirse en un escándalo de primera magnitud en Washington. Aunque la sangre nunca llegaría al río, porque los acontecimientos que ocurrían en Colombia se le adelantarían.
Con posterioridad a los primeros fracasos de las unidades móviles de detección, los jefes de la unidad de vigilancia electrónica fueron dados de baja y el coronel Martínez puso a su hijo Hugo al mando. El Bloque de Búsqueda continuó sirviéndoles de escolta armada, aunque los trabajos de Hugo eran considerados un chiste de mal gusto. Y en lo personal Hugo era despreciado por los demás policías, que además se reían a sus espaldas.
Determinados a redimirse ante los ojos del Bloque de Búsqueda, Hugo y sus hombres comenzaron a trabajar por turnos las veinticuatro horas del día, repasando una y otra vez las frecuencias que utilizaba Juan Pablo para contactar con su padre. Ahora que Centra Spike ya no les ayudaba, los colombianos colocaron una antena en la cima de una colina en las afueras de Medellín que ayudaba a captar la señal de la radio de Juan Pablo. Aquel esfuerzo dio como resultado averiguar que el hijo del capo hablaba aproximadamente una hora al día con su padre, entre las 19.15 y 20.15 horas. Hugo dispuso que un escáner* ras-1 reara las frecuencias más utilizadas por Juan Pablo, y que otro explorara todas las frecuencias de los 120 a los 140 megahercios. Noche tras noche Hugo y sus hombres no hacían más que escuchar.
A través del método de «ensayo y error» los colombianos descifraron las claves que padre e hijo utilizaban. Las frases «Subamos a la planta de arriba» o «La noche se acaba» en boca de Pablo significaban que debían cambiar a otra frecuencia preestablecida. Pero cuando la policía descifró las claves, pudieron seguir la señal por cualquier frecuencia que se transmitiera. Estaba claro que Pablo y su hijo creían que aquellas astutas precauciones evitaban que la policía escuchase sus llamadas más que unos pocos minutos cada vez.
Sin embargo, los colombianos sufrieron más percances. En su trabajo conjunto con la CÍA, la unidad de Hugo logró localizar la dichosa señal: provenía del Seminario de San José, en Medellín. El avión de la CÍA había asegurado que la señal del fugitivo provenía de ese barrio, y las señales interceptadas por unidades móviles de Hugo daban como guarida las instalaciones del inmenso seminario. Pablo mantenía desde siempre una muy cordial relación con la Iglesia católica de Medellín, y su hijo había asistido a la escuela primaria del seminario algunos años antes, lo cual significaba que Pablo conocía a gente que quizá pudiera ofrecerle refugio. El objetivo demostraba ser prometedor, por lo que el coronel planeó una redada a gran escala.
Al día siguiente, cuando la voz de Pablo se oyó en el éter para hablar con su hijo a la hora señalada, el detector confirmó que la señal provenía una vez más del seminario. La onda que aparecía en la pantalla y el pitido de sus cascos le sugerían a Hugo que Pablo se encontraba en el edificio principal del seminario. La redada comenzó con furia mientras Pablo se encontraba hablando. La policía voló puertas, lanzó atronadoras granadas
flash-bang
y las tropas de asalto entraron estruendosamente... Pero Pablo seguía hablando tranquilamente como si nada sucediera. Por lo visto, dondequiera que se encontrara eso era exactamente lo que sucedía. Nada. Cuando los jefes de la redada informaron a Hugo de que no habían encontrado a nadie en el seminario, Pablo todavía seguía charloteando con su hijo.
—Está allí dentro —insistió Hugo, expresando la confianza en el detector y su propia pericia.
—No, teniente, allí dentro no está —dijo el mayor a cargo de la operación—. Los que estuvimos allí fuimos nosotros y ya hemos buscado.
Pablo continuaba hablando, sin ruidos de fondo y sin mostrarse sobresaltado. Hugo tuvo que aceptar que habían equivocado el lugar, por mucho margen. ¡No obstante, el detector señalaba directamente hacia el seminario! Los efectivos de la unidad de asalto, más seguros que nunca de que estaban perdiendo el tiempo y que los trastos de Hugo no valían para nada, continuaron inspeccionando los edificios por si Pablo se hubiese escondido en algún recoveco de las inmensas instalaciones. Durante los tres días venideros quinientos hombres procedieron a poner patas arriba el edificio religioso y la escuela adyacente. Taladraron agujeros en los muros y los techos. Entraron en los edificios contiguos, buscaron habitaciones secretas y túneles, pero no encontraron nada. El único resultado fue que toda una diócesis quedó furiosa por los destrozos.
Hugo, empero, seguía convencido de que había fallado por poco. Había oído toda la conversación de aquella noche hasta que el capo terminó de hablar y colgó como de costumbre. Al día siguiente Juan Pablo se conectó a la hora de siempre pero Pablo no lo hizo: aquel detalle confirmó a Hugo que el operativo lo había asustado. Pero ¿por qué no lo habían encontrado?
Ese fue un fracaso muy sonado y Hugo se convirtió en el hazmerreír de la base de Holguín. Se desmoralizó, y la desilusión superó su habitual entusiasmo. Renunció a su puesto de jefe de las unidades de vigilancia electrónica, que quedaron al mando de los agentes de la CIA, y convenció a su padre de que le permitiera utilizar su pequeña furgoneta Mercedes Benz y dos hombres que operarían los equipos. Nada más. De todos modos, lo cierto es que la parte que más le gustaba de su trabajo siempre había sido utilizar los detectores.
Ahora se libraba una competencia entre dos bandos que rastreaban las ondas de radio en busca de Pablo: el de Hugo y el de la CÍA. En las semanas siguientes, lograron interceptar la señal de Pablo en varias ocasiones y aunque los efectivos de la policía no tuvieran ninguna fe en los equipos, desde la superioridad de la PNC se les ordenó lanzar redadas constantemente. El coronel protestó, explicando que las fuerzas de seguridad necesitaban ordenar la información recabada y coordinar las acciones de sus hombres, verificar que los datos fuesen correctos y las circunstancias favorables. Pero a los superiores de Martínez la impaciencia los carcomía y hasta la embajada de Estados Unidos exigía más redadas.