Matazombies (33 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Matazombies
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Se abrió paso con brusquedad entre los hombres, y continuó andando a lo largo de la muralla, en dirección al lugar en que Snorri y Von Volgen, con los caballeros de este último, contenían a los necrófagos que salían de la torre restante. Rodi lo siguió, pero Félix se detuvo para buscar a Kat.

Estaba junto a la muralla y lo observaba mientras se colgaba el arco de un hombro.

—Ese disparo ha sido impresionante —dijo él, que se le acercó y la abrazó con fuerza—. ¿Dónde has encontrado flechas encendidas?

Ella alzó su gruesa bufanda de lana, que ahora presentaba agujeros irregulares en un extremo.

—Esto, y un poco de gasolina que me dieron los artilleros de Volk.

Félix rió.

—Bien hecho. Todo el castillo tiene una deuda contigo. Al menos te deben una bufanda nueva.

Kat le enseñó los dientes.

—Me conformaré con un abrigo de piel de hombre bestia.

Félix se volvió a mirar a los matadores.

—Si eso es lo que quieres, pienso que puedo satisfacerte. Como dice Gotrek, «la batalla no ha concluido».

Kat soltó un bufido ante su patética imitación de la rasposa voz del Matador y sacó los destrales.

—Después de ti.

Cuando empezaron a pasar apretadamente entre los espadones que les palmeaban la espalda, Félix sintió los ojos de alguien encima, y al volverse a mirar atrás vio que Bosendorfer tenía otra vez la vista fija en él, con una expresión de abierta aversión. Félix gimió y aceleró el paso. ¿El espadón estaba enfadado porque sus hombres habían felicitado a Félix? Ridículo.

Continuó adelante con Kat, pero para cuando dieron alcance a los matadores, la lucha había terminado. Los artilleros de los cañones habían prendido fuego a la última de las torres, y entre Snorri y los caballeros de Von Volgen habían contenido a los necrófagos hasta que la torre se había desplomado, consumida por las llamas, y había caído hacia atrás dentro del foso, en una sibilante nube de vapor y humo. Cuando Félix, Kat, Rodi y Gotrek llegaron, todos los caballeros lanzaban aclamaciones y se secaban el sudor de los ojos, y Snorri salió cojeando de entre ellos, con la cara cubierta de sangre y el martillo de guerra echado sobre un hombro en un ángulo desenfadado.

—¡Gotrek Gurnisson! ¡Rodi Balkisson! —vociferó con va atronadora, al verlos—. ¡Aquí estáis! ¡Snorri piensa que os habéis perdido una buena pelea!

Gotrek cerró los puños al oír esto, y Rodi le lanzó una mirada precavida; pero el Matador se limitó a dar media vuelta y marcharse otra vez, pasando junto a Félix y Kat sin verlos.

Rodi sacudió la cabeza mientras miraba cómo se marchaba.

—Pobre maldito bastardo —dijo.

Félix lo miró con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres decir?

Rodi alzó la mirada, al parecer sorprendido de que lo hubieran oído.

—No debería haber hablado —dijo.

—Cierto —replicó Félix—, pero lo has hecho. ¿Qué querido decir?

El joven matador pareció incómodo. Se encogió de hombros.

—No le digáis que lo he dicho —pidió Rodi—, pero temo que Gurnisson esté maldito. Nunca encontrará su fin.— Le lanzó una mirada de soslayo a Snorri—. Necesita la intercesión de Grimnir más que Muerdenarices.

Una hora más tarde, Félix contemplaba el techo roto de su dormitorio, con Kat profundamente dormida a su lado, dando vueltas y más vueltas a las palabras de Rodi.

Siempre había pensado que Gotrek tenía mala suerte, al menos lo que era mala suerte para un matador. Había sobrevivido a enfrentamientos a los que nadie debería haber sobrevivido, y había matado a oponentes a los que nadie podría haber vencido. Félix también había llegado a creer que el Matador era parcialmente culpable de continuar sobreviviendo. No era que jamás hubiese retrocedido ante la lucha ni evitado el peligro, pero como Rodi ya había dicho en una ocasión anterior, a veces se mostraba exigente con respecto a su muerte. Quería que fuera épica. Quería que tuviera sentido. Morir en algún baño de sangre carente de sentido no era el final que Gotrek visualizaba para sí mismo. Quería morir salvando al mundo.

Pero ¿su incapacidad para encontrar un fin adecuado se originaba sólo en la mala suerte y el orgullo? ¿El Matador estaría maldito de verdad? ¿Acaso un dios, demonio o brujo mortal habían maldecido su búsqueda para que fuese interminable? De ser así, ¿por qué? ¿Qué había hecho el Matador para merecer un hado semejante? ¿Estaría relacionado con el destino del que había hablado el demonio contra el que había luchado en las profundidades del Arca Negra de los elfos oscuros? Aquel ser vaporoso había dicho que Gotrek moriría luchando contra uno más grande que él. ¿Había querido decir que el Matador estaba reservado para un destino más grandioso? ¿Que nada podría matarlo hasta que ese destino se manifestara?

Félix gruñó y se movió con incomodidad sobre el camastro. Parecía haber muy poca diferencia entre «destino» y «maldición».

La moral del castillo, que había estado tan alta después de restablecido el funcionamiento del foso y de la destrucción de las máquinas de asedio de Kemmler durante la noche anterior, se derrumbó al llegar el alba y hacerse evidente que aquella gran victoria no había servido para nada, y que cada ventaja lograda por los defensores había sido anulada a cubierto de la oscuridad.

Félix y Kat fueron sacados del sueño por gritos de horror y consternación, y tras ponerse las armaduras y subir a las murallas bajo un encapotado cielo gris, se encontraron con la mitad de los defensores encogidos para protegerse del frío viento, mirando en silencio hacia abajo por encima de las almenas.

Los zombies pululaban cerca de las ruinas del dique volado la noche anterior, y al igual que las hormigas transportan granos de tierra para formar un montículo en torno a la boca de su hormiguero, ellos transportaban pesadas rocas que arrojaban dentro del agua. A diferencia de las hormigas, sin embargo, se lanzaban también ellos dentro del foso ya que tenían las rocas atadas al cuello, y se hundían hasta el fondo. El montículo de cuerpos y piedras ya había restringido de modo espectacular el flujo de agua que pasaba por el canal, y cuyo caudal tenía sólo la mitad de profundidad que había tenido la noche anterior, cuando había arrastrado las torres de asedio.

—¿No hay nada que podáis hacer, capitán Volk? —preguntó Von Geldrecht que estaba reunido con el capitán de artillería, Von Volgen y sus oficiales, un poco mas adelante sobre la muralla.

—Dispararles podría enlentecerlos un poco —dijo Volk al mismo tiempo que se encogía de hombros—, pero casi nos hemos quedado sin balas. Y dejar caer cargas de pólvora dentro del foso podría mover a algunos, pero se limitarán a amontonar más encima. —Se estremeció—. Miradlos. Son innumerables.

Félix lo hizo, y recorrió con la mirada los neblinosos campos del otro lado de la muralla. A pesar de los miles de no muertos que la explosión del dique había arrastrado la noche anterior, en ese momento parecía haber tantos zombies como antes rodeando el castillo, o tal vez más. Y en la linde del bosque estaban erigiendo otras tres torres, y adquiría forma otro ariete.

—No necesitan comer —dijo Kat—. No necesitan dormir. Nunca se quedan sin suministros. No les importa cuántas veces derribemos sus torres. Se limitan a construir más.

Von Geldrecht se volvió a mirar a Gotrek que se encontraba de pie sobre la muralla, con Rodi y Snorri a su lado, y le tendió las manos con gesto de suplica.


Herr
Matador, vos nos salvasteis la noche pasada, ¿No se os ocurre nada para remediar esto? ¿No tenéis ninguna trampa inteligente para volver a destruirlos?

Gotrek gruñó sin apartar su único ojo de los zombies que rellenaban el foso.

—Lo siento, señor —dijo—. No queda más que hacer que luchar.

—Eso le parece bien a Snorri —dijo Snorri.

Von Geldrecht gimió, y se encorvó como si algo se hubiera roto en su interior; luego se volvió de nuevo hacia la muralla, mientras sus oficiales lo miraban con ojos fijos y consternados. Von Volgen hizo una mueca y se inclinó para hablarle, pero después alzó la vista al notar que Félix lo miraba.

Félix apartó los ojos. La mezcla de furia y pesar que había en los ojos del señor era demasiado dolorosa de ver.

Aunque la desesperanza y los cuatro días de poca agua y menos comida habían debilitado, enfermado y vuelto apáticos a los hombres del castillo, mucho peor para la moral fue el hecho de que ya no había nada que hacer, salvo esperar que llegara el fin. Los matacanes estaban todos construidos y reparados, la puerta del río remendada, el saboteador había sido descubierto y lo habían matado, se le había proporcionado a los cañones toda la munición que quedaba, y se había afilado y lustrado cada arma hasta dejarla brillante.

Von Volgen mantenía a sus caballeros ocupados con ejercicios y patrullas por lo alto de la muralla, pero después de su despliegue de desesperación demasiado público, Von Geldrecht había desaparecido dentro de la torre del homenaje sin transmitir orden ni palabra alguna de aliento, y sus oficiales parecían haber decidido seguir su ejemplo. No daban órdenes ni exigían ningún entrenamiento; se limitaban a hacer la guardia cuando les tocaba, y se retiraban a sus habitaciones cuando acababan. Consecuentemente, sus hombres tampoco hacían nada, y permanecían sentados en pequeños corros, refunfuñando, gimiendo o inventando rumores de que había más traidores. Incluso el tiempo atmosférico aumentaba la lasitud. Densas nubes ocultaban el cielo, haciéndose más oscuras y opresivas a medida que avanzaba el día, e inundaban el aire con una densa tensión subterránea.

El ambiente fue resumido a la perfección por un lancero junto al que pasó Félix cuando recorría las murallas.

—¿Qué sentido tiene hacer nada —le preguntó a otro lancero— cuando no hay nada que pueda hacerse?

A media tarde se produjo un breve momento de agitación, cuando Von Geldrecht salió por un fugaz instante de la torre del homenaje para hablar con la hermana Willentrude, y Von Volgen se le acercó después, cuando iba con prisa hacia la escalera.

—Señor comisario —lo llamó—, ¿cuándo podemos esperar veros entre nosotros? Es necesaria vuestra presencia.

Von Geldrecht agitó una mano para despedirlo, y continuó subiendo por la escalera.

—Ahora no, ahora no —dijo—. Tengo asuntos urgentes. Von Volgen se detuvo al pie de la escalera, mirándolo con ferocidad.

—¿Qué asunto puede ser más urgente en este momento que la moral de vuestros hombres? Debéis darles órdenes, mi señor.

Von Geldrecht se volvió, con los ojos febriles y la barba desordenada.

—¡El graf me ha convocado! —gruñó—. ¡Y son sus órdenes las que obedezco, no las vuestras!

Acabó de subir a toda prisa la escalera para desaparecer otra vez en la torre del homenaje, y tras unos pocos minutos de murmuradas especulaciones sobre el incidente, los hombres volvieron a su letargo y el día continuó como antes.

Los matadores, al ser pragmáticos, dormían mientras esperaban la llegada de la batalla, pero Félix y Kat estaban demasiado inquietos, y deambulaban sin cesar por el castillo, ayudando en lo que podían, aunque principalmente se dedicaban a caminar y mirar por encima de la muralla hacia las torres de asedio de Kemmler, que crecían como setas venenosas después de la lluvia. La actividad de enjambre que rodeaba las enormes estructuras resultaba tan hipnótica como la mirada de una cobra antes de atacar.

Otra alma inquieta era Bosendorfer, que permanecía sentado con sus espadones en los escalones del templo de Sigmar, donde golpeaban las armaduras para quitarles las abolladuras, y reemplazaban correas y hebillas rotas. Aunque no se movió del sitio en ningún momento, Félix sentía que los ojos de Bosendorfer lo seguían adondequiera que fueran él y Kat, y durante todo el día su charla estuvo plagada de comentarios en voz alta sobre honor, cobardía y forasteros problemáticos, de los cuales sus hombres se reían con incomodidad.

Félix se esforzó por no hacer el más mínimo caso de todo aquello, pero luego, hacia el final de la tarde, la tensión, al igual que las pesadas nubes que se reunían encima del castillo, ya no pudo contener su carga por más tiempo, y estalló un conflicto abierto.

Comenzó cuando una de las ayudantes de la hermana Willentrude salió del subterráneo de la torre del homenaje y le dijo algo a Bosendorfer. El capitán y sus hombres se levantaron y la siguieron al interior; Félix y Kat, aprovechando su ausencia, bajaron de las murallas para calentarse las manos en la pira que ardía sin cesar.

Poco rato después, Bosendorfer y los espadones volvieron a salir del subterráneo de la torre del homenaje en doble fila; entre ambas transportaban un cadáver sobre una camilla. Bosendorfer iba en la parte posterior de la procesión, con un mandoble sujeto con ambas manos extendidas ante sí, y salmodiaba una plegaria; el sargento Leffler iba en cabeza, con los calzones, el jubón y el morrión del uniforme de un espadón en los brazos, las prendas pulcramente dobladas.

Félix y Kat retrocedieron cuando la procesión llegó a la pira, donde los espadones dejaron al hombre muerto en el suelo, e hicieron la señal del martillo sobre él.

—Será mejor que os esfuméis,
mein herr
—dijo Leffler por un lado de la boca, al mismo tiempo que indicaba al cadáver con un gesto de la cabeza—. Ese es Hinkner, que resultó herido cuando luchábamos contra los necrófagos a vuestro lado. El capitán os culpa de su muerte. Dice que aún estaría vivo si no hubiéramos vuelto a la muralla cuando nos llamasteis.

Félix suspiró.

—Muy bien, me retiraré. Gracias por la advertencia…

—¡Os dije que no hablarais con mis hombres!

Félix se volvió. Bosendorfer avanzaba hacia ellos, colérico, con la espada que había sostenido con reverencia sujeta ahora por la empuñadura y preparada para golpear.

Kat saco su cuchillo de desollar, pero Félix la retuvo.

—Solo estaba diciéndome que me quitara del camino, capitán —dijo.

Bosendorfer soltó una risotada.

—¿Quitaros del camino? ¡No podríais iros lo bastante lejos a menos que abandonarais el castillo! —Sus manos temblaron al apuntar con la espada a la garganta de Félix—. ¡El hecho de que estéis vivo para presenciar el funeral de un hombre al que vos matasteis es una parodia! Deberíais ser vos quien ardiera en esta pira, no Hinkner.

Félix sabía que debía marcharse. Sabía que lo mejor era no decir nada y dejar al capitán y sus hombres con el funeral, pero ese último golpe había sido demasiado, y al fin la ira lo desbordó.

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