Matazombies (29 page)

Read Matazombies Online

Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Matazombies
10.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

Miró hacia la pared de la cabecera de la cama. No había cuerda de llamador alguna. Apenas si había cielo raso. Aunque la habitación no había ardido, como se temía Kat, una de las rocas de uno de los onagros de Kemmler había atravesado el techo en algún momento de la batalla de la noche anterior. La roca había errado la cama por unos centímetros, y ahora descansaba donde antes había estado la silla. En fin…, no iba a tener más remedio que ir a buscar el agua por sí mismo.

Salió de la cama con movimientos lentos y trabajosos, aspirando aire entre los dientes apretados y gritando de dolor, y luego se puso la casaca acolchada y la cota de malla, y se sujetó el cinturón con
Karaghul
. El cielo, cuando salió al patio de armas, era bajo y gris, y el aire húmedo y frío. Miró a su alrededor para buscar a Kat, y al fin la vio en lo alto del parapeto recostada contra las almenas y mirando al exterior por encima de la muralla cerca del lugar en que Bierlitz y sus hombres estaban reemplazando los postes del matacán que había debilitado el saboteador con su brujería. Los matadores estaban más adelante, en la esquina oriental de las murallas, mirando hacia abajo, al dique cerrado, y hablando entre ellos.

Félix entró en el subterráneo de la torre del homenaje e hizo cola para beber su trago de agua y recibir su única galleta y luego volvió a salir al patio de armas y se encamino hacia la escalera que subía a lo alto de la muralla. En torno a él había grupos de hombres que continuaban con la tarea aparentemente inacabable de apilar cuerpos decapitados en las piras eternas, mientras otros sacaban cadáveres hinchados del puerto con garfios.

Los guardias fluviales estaban todos junto a la puerta del río, en los botes de remos restantes, engrosando el improvisado remiendo que Gotrek y los matadores habían hecho la noche anterior, y haciéndolo más permanente, mientras que por todas partes los hombres afilaban sus armas y reparaban sus pertrechos en preparación de la batalla que, sin duda, comenzaría al ponerse el sol.

A pesar de toda esa actividad, el humor del castillo no podría haber sido mas pernicioso El resultado del discurso de Von Geldrecht era el que Félix había temido, con total exactitud. Los hombres de las varias compañías susurraban todos entre sí y lanzaban miradas suspicaces a todas las otras compañías, buscando señales de brujería en su comportamiento Algunos murmuraban acerca de poner en libertad a Tauber y llevarlo de vuelta a la enfermería. Otros mascullaban acerca de entrar por la fuerza en la celda y asesinarlo.

El padre Ulfram y Danniken iban arrastrando los pies de uno a otro grupo, en apariencia para intentar suavizar la tensión, pero no parecía que estuvieran lográndolo. Aquellos con quienes hablaban no hacían mas que señalar con el dedo a uno de los otros grupos, o les decían que fueran a predicarles a Von Geldrecht y Bosendorfer.

Cuando llego a lo alto de la escalera, Félix se encamino hacia donde estaba Kat, mirando a lo lejos por encima de los neblinosos campos y el mar de zombies, con el mentón apoyado en las manos. Félix se apoyó en las almenas, a su lado, y miró en la misma dirección que ella. A lo lejos, junto a la linde del bosque, estaban erigiendo nuevas torres de asedio con huesos y pieles, esa vez tres, tan feas como las otras, y también comenzaban a tomar forma nuevas balistas y onagros. Gimió al verlos.

—Tendremos que volver a hacerlo todo otra vez, ¿eh? —dijo.

Kat no respondió.

—Al menos, esta vez podemos estar bastante seguros de que no se meterán dentro del puerto.

Ella continuó sin responder.

Félix la miró.

—¿Pasa algo?

Ella apretó las mandíbulas y frunció el ceño.

—Los odio —dijo.

—¿A los zombies?

—A los zombies no. —Miró hacia el patio de armas por encima de un hombro—. A ellos. Los hombres. Los caballeros, lanceros y arcabuceros. A todos ellos.

Félix frunció el ceño. El mismo se sentía muy poco caritativo para con ellos en ese preciso momento, pero no sabía por qué ella decía algo semejante.

—Si esto tiene que ver con Bosendorfer, olvídate de él. Yo ya me lo he quitado de la cabeza. No habrá estado dándote problemas a ti, ¿verdad?

Ella dejó escapar el aliento.

—No tiene nada que ver con él. Son todas las murmuraciones, los susurros y… Este no es mi mundo, Félix. —Señaló hacia la oscura franja del bosque—. Mi mundo está allí, entre los árboles, haciendo lo que sé hacer. Simplemente, no puedo entender a estos…, estos… ¿Por qué los ayudamos si son tan repugnantes?

Ella se volvió a mirarlo, con los ojos destellando.

—He jurado librar Drakwald de hombres bestia y proteger el Imperio, pero cuando entro en las ciudades o en un castillo, la gente es tan… ¡vil! Se engañan unos a otros, pelean unos con otros, se gritan unos a otros. ¡Puede que se unan cuando las cosas se ponen peor, pero en cuanto acaba el problema, vuelven a culparse unos a otros por cualquier cosa que haya salido mal, y a intentar apoderarse de más de lo que les corresponde!

Félix se encogió de hombros, con sensación de impotencia.

—Es sólo la naturaleza humana, Kat. Siempre hemos sido…

—¡Entonces, no quiero ser humana!

Félix miró a su alrededor para ver si alguien había oído aquel estallido de genio. No era el tipo de cosas que convenía decir en un territorio de cazadores de brujas y mutantes. Le dio la vuelta para que se encarara con él, con la intención de hablarle, pero ella se le abrazó de repente y dejó caer la cabeza.

—Lo siento, Félix —dijo—. No lo digo en serio. No, realmente. Es sólo que… a veces desearía poder meterme en el bosque y no volver a salir nunca más de él.

Félix suspiró y le acarició el pelo.

—Ya sé cómo te sientes —dijo—. Hay momentos en los que desearía que Gotrek y yo no hubiéramos vuelto nunca al Imperio, pero en otras ocasiones —dijo, y le dio un beso en la parte superior de la cabeza— desearía haber vuelto antes a casa.

—También yo desearía que lo hubieras hecho. —Kat alzó los ojos hacia él y le sonrió—. Estaré mejor cuando hayamos salido de este sitio…, si logramos salir. Siempre me siento mejor cuando estoy en movimiento.

Félix se preguntó si a él le sucedía lo mismo. Hacía tanto tiempo que no permanecía en un mismo lugar durante un tiempo prolongado que no tenía ni idea de cómo se sentiría si se instalara de manera sedentaria.

Una maldición que les llegó desde el otro extremo de la muralla atrajo la atención de ambos hacia los matadores, y dejaron de abrazarse.

Gotrek aún estaba inclinado por encima de las almenas y se mordía un pulgar con aire distraído, mientras que Snorri parecía intentar escupir a tantos zombies como podía; pero Rodi golpeaba sobre las almenas con un puño.

—¿Y por qué no? —vociferaba—. Sería una muerte gloriosa.

Félix y Kat echaron a andar por la muralla hacia ellos, y oyeron que Gotrek replicaba sin volverse.

—Puedes pasar al otro lado en cuanto quieras, Rodi Balkisson, pero yo no voy a desperdiciar tanta pólvora en un glorioso fracaso.

—¡No será un fracaso! —dijo Rodi—. ¿Acaso piensas que no puedo abrirme camino con el hacha a través de una manada de cadáveres con unos cuantos barriletes de pólvora sobre la espalda? ¿Crees que soy un débil humano?

—Míralo, Balkisson —dijo Gotrek, al mismo tiempo que señalaba el dique con un grueso dedo corto—. El hecho de que tú estallaras por los aires delante de la compuerta no lograría siquiera astillar la madera.

Félix y Kat se asomaron por la abertura del matacán para mirar hacia donde señalaba Gotrek. El dique estaba encajado en pesados terraplenes de piedra construidos en ángulo con respecto a la orilla del río, de modo que cuando las compuertas estaban abiertas, el agua entraba con facilidad en el foso, como si fuera un ramal del río. Sin embargo, cuando las compuertas estaban cerradas, como en ese momento, el agua las golpeaba con constantes olas espumosas, furiosa al verse privada de su paso natural. Por lo tanto, era necesario que fueran fuertes, y lo eran. A Félix le parecía que cada uno de aquellos titanes que tenían un grosor de treinta centímetros de roble y hierro medía seis metros de alto, y dos grandiosas vigas de roble que salían de dentro de los márgenes de piedra las mantenían cerradas al agua que las azotaba con fuerza, una cerca de la parte superior, y la otra cerca del extremo inferior.

—Hay que colocar al menos cuatro cargas —dijo Gotrek—. Dos detrás de cada viga, y mechas preparadas de modo que estallen todas a la vez.

—¿Y qué problema hay? —preguntó Rodi—. Puedo hacer todo eso.

Gotrek soltó un bufido, y luego indicó con un gesto de la cabeza las decenas de zombies que daban vueltas de un lado a otro sobre las orillas de piedra del dique—. ¿Y también puedes evitar que los cadáveres arranquen una mecha mientras tú colocas otra? ¿O que aflojen las cargas a golpes?

Rodi abrió la boca, aún con actitud desafiante, pero no tenía respuesta.

—Hay cosas que ni siquiera un matador puede hacer en solitario —dijo Gotrek, y luego volvió a mirar el dique—. Esperaremos al ataque de esta noche, cuando la atención del nigromante estará fija en las murallas. Entonces, iremos.

Rodi dio media vuelta, asqueado, pero Snorri se enjugó la saliva de la barba y alzó la mirada.

—A Snorri le gusta ese plan —dijo Snorri—. Snorri ha estado sintiéndose un poco harto de quedarse dentro del castillo.

—Tú te quedarás sobre las murallas, Muerdenarices —dijo Gotrek—. Iremos sólo yo, Balkisson y el humano.

La cara de Snorri se entristeció.

—A Snorri no le gusta ese plan.

—A Kat tampoco —añadió Kat, malhumorada.

Gotrek se volvió a mirarla.

—Tú nos mantendrás a salvo de ojos fisgones, pequeña —dijo—. Ojos voladores.

Kat asintió con la cabeza al darse cuenta de a qué se refería, pero Félix vio que, a pesar de eso, se sentía decepcionada. Snorri no era el único que estaba harto de permanecer, dentro del castillo. Félix, por otro lado, se habría sentido muy contento de quedarse sobre las murallas.

Con un suspiro, retiró la cabeza de la aspillera, pero en ese momento algo atrajo su mirada. En el poste de soporte que había junto a él vio un garabato que le resultó familiar, con la madera que lo rodeaba blanqueada y reseca. Félix frunció el ceño y miró a lo largo de la muralla. Bierlitz y sus hombres reemplazaban postes a unos cincuenta pasos más adelante.

—¿Los carpinteros no han llegado aún hasta este poste? —preguntó.

Gotrek se volvió a mirarlo.

—Lo han reemplazado esta mañana. ¿Por qué?

Félix señaló el símbolo, mientras se le caía el alma a los pies.

—Entonces, ¿cuándo ha sido hecho esto?

Kat y los matadores se acercaron a mirar el poste. Gotrek tocó la sangre con los dedos. Se borroneó. Aún no se había secado del todo.

—Hace poco —dijo—. En la última hora.

Rodi frunció el ceño.

—Hemos estado hablando casi durante todo ese tiempo. ¿Ese bastardo lo ha hecho mientras estábamos aquí mismo?

Gotrek avanzó con pesados pasos hasta el poste siguiente, y los demás fueron tras él. También había sido marcado, y la sangre aún no estaba seca.

—Snorri recuerda que ése también lo han reemplazado —dijo Snorri.

Todos se pusieron a mirar alrededor, para estudiar a la gente que había en el patio de armas y en el parapeto cubierto. Félix maldijo. Era imposible. Había demasiados, y podía ser cualquiera; uno de los hombres que retiraba escombros con los equipos de trabajo, una de las hermanas de Shallya que transportaban otro cuerpo hacia la pira, uno de los arcabuceros que se encontraban de guardia sobre la muralla. Podría ser Von Geldrecht o Von Volgen, Classen, Volk o Bosendorfer, que estaban mirando en dirección a las nuevas torres de asedio de los zombies. Luego estaban Bierlitz y el equipo que colocaba los postes nuevos. ¿Acaso el viejo carpintero les hacía la marca a medida que los de su grupo los erigían? ¿O lo hacía el padre Ulfram, mientras se paseaba por las murallas con Danniken, para dar aliento a los hombres?

—Deberíamos decírselo al comisario —dijo Kat, mirando en dirección a Von Geldrecht y Von Volgen—, aunque es probable que Bosendorfer nos acuse a nosotros sólo por resentimiento…

—Esperad —dijo Félix—. ¡Esperad!

Kat y los matadores se volvieron a mirarlo.

El indicó a Ulfram y Danniken con un gesto de la cabeza.

—Observad al acólito —dijo—. Observad a Danniken.

Los otros se volvieron. Félix se mordió el labio inferior. ¿Tendrían razón? ¿Estaba viendo lo que creía estar viendo? Resultaba difícil saberlo en la sombra del tejado del matacán.

El demacrado acólito tomó al padre Ulfram por un codo cuando éste acabó de hablar con un grupo de arcabuceros, y luego lo llevó a lo largo de la muralla hasta el grupo siguiente. Cuando Ulfram saludó a los hombres y comenzó a hacerles preguntas, Danniken retrocedió con discreción y se recostó contra un poste de soporte, como si estuviera esperando a que el padre Ulfram acabara, pero mientras esperaba, sacó ociosamente un pequeño cuchillo, y se limpió las uñas con él; entonces, por accidente —o eso pareció—, se hizo un tajo en la yema del dedo índice.

Sorbió entre los dientes y se lo apretó; luego pasó la mano alrededor del poste hasta la cara exterior y movió el dedo ensangrentado de aquí para allá por la madera, sin mirar en ningún momento lo que hacía.

—Inteligente —dijo Rodi.

—Pero ¿cómo…, cómo puede…? —tartamudeó Kat—. ¡Sostuvo en las manos el Martillo del Juicio y no ardió! Cuando a todos los demás se les ordenó tocarlo, él se lo llevó a Ulfram y…

—¡No lo tocó! —dijo Félix, al recordar, de repente—. ¡Estaba envuelto en pieles! ¡En ningún momento lo tocó con las manos desnudas!

—Basta de charla —dijo Gotrek—. Morirá ahora mismo.

—Espera —dijo Félix—. Debemos decírselo a Von Geldrecht. No queremos que nadie nos acuse de asesinato.

Gotrek gruñó con impaciencia, mientras Félix avanzaba a paso rápido por la muralla hasta el lugar en que estaban Von Geldrecht, Von Volgen, Classen, Bosendorfer y Volk, aún observando a los zombies y hablando entre sí. Examinó el poste que Von Geldrecht tenía a su lado. También había sido marcado, y ya comenzaba a pudrirse.

—Mi señor comisario —susurró.

—¿Qué sucede ahora,
herr
Jaeger? —preguntó el comisario con tono cáustico—. ¿Deseáis censurarme otra vez?

Félix señaló el poste que se desmenuzaba.

Other books

Caribbean Heat by Sky Robinson
The Bitter End by Loscombe, James
The Tower of Bones by Frank P. Ryan
Small Change by Sheila Roberts
First Year by Rachel E. Carter
Sunshine by Robin McKinley