Matazombies (4 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Matazombies
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Pero incluso cuando cesaron los gritos, a Félix le resultó difícil dormir porque se oía el lejano e incesante aullido de los lobos; y cuando al fin lo ganó el cansancio, los aullidos invadieron sus sueños y creyó oír algo que olfateaba debajo del carro. Huelga decir que no fue un descanso relajado, y suspiró de alivio cuando, justo en el momento de ocultarse el sol el maltrecho ejército volvió a ponerse en marcha dejando atrás una rugiente pira donde ardían cadáveres decapitados, para continuar avanzando durante toda la noche hacia el sur, a paso cojo, por el monótono paisaje gris.

Aunque los lobos aullaron durante toda la noche, y un batir de alas oído sólo a medias hacía que los hombres miraran hacia arriba a cada paso, la columna no vio ni rastro de los no muertos aquella noche y sólo luchó contra el gélido viento que soplaba con fuerza incesante desde el este. Los grilletes helaron las muñecas y los tobillos de Félix. Se le entumecieron los dedos de las manos. Kat se acurrucaba dentro de su gruesa ropa de lana y ocultaba la cara en la bufanda. Los matadores ni siquiera temblaban.

La mañana hizo amainar el viento, pero no los alivió del miedo ni del frío, porque una espesa niebla sofocaba las colinas, inundaba los valles y traía consigo un helor húmedo que calaba hasta los tuétanos y provocaba dolor en los huesos y entrechocar de dientes. Era tan densa que Félix apenas distinguía a Rodi, que estaba sentado en el rincón más distante del carro; se oían alas batiendo, y los aullidos de los lobos parecían más cercanos entonces que durante la noche anterior.

Von Kotzebue y Von Volgen hicieron marchar a los hombres hasta muy pasado el amanecer, con la esperanza de que la niebla se levantara y pudieran ver en el momento de plantar el campamento, pero cuando llegó el mediodía sin que la bruma se disipara, no pudieron hacer otra cosa que dar el alto. Los hombres estaban demasiado cansados como para continuar.

Los mandos ordenaron dobles patrullas de guardia, encendieron un círculo de hogueras en torno al perímetro e hicieron que los caballeros patrullaran constantemente alrededor del campamento siguiendo amplios recorridos.

Ninguna de esas medidas tranquilizó a Félix lo más mínimo. La niebla era, de alguna manera, más aterrorizadora que la noche. No se la podía hacer retroceder con antorchas y engañaba el oído porque hacía que algunos sonidos pareciesen más cercanos, mientras que otros los ocultaba del todo. Se quedó mirándola, incapaz de dormir, mientras sus ojos iban de un lado a otro en busca de movimientos invisibles y sombras que no existían.

Del interior del campamento llegó otro grito enronquecido.

—¿Otro muerto que ha despertado? —preguntó Kat al mismo tiempo que alzaba la vista.

—No lo sé —dijo Félix.

Estiró el cuello, pero no pudo penetrar la niebla. Les llegó otro grito por la izquierda, y otro más desde detrás.

—¡Lobo! ¡Mátalo! ¡Mátalo!

Sonaron los cuernos desde todas partes, y los sargentos se pusieron a bramar.

—¡Compañías, a formar!

—¡Fuera de esas tiendas! ¡Arriba! ¡Arriba!

Se oyeron, muy cerca, pesados pasos de carrera.

Félix y Kat volvían la cabeza hacia cada nuevo sonido, tirando de las cadenas, pero Gotrek, Rodi y Snorri se limitaban a mirar fijamente la niebla, sin moverse.

—¿Cómo podéis quedaros ahí sentados sin más? —preguntó Félix—. Están atacándonos.

—No nos están atacando a nosotros —se burló Rodi—, sino a ellos.

—¿Y si se vuelven contra nosotros? —insistió Félix—. Pensaba que os habíais sometido a estas cadenas para mantener a salvo a Snorri.

—Snorri no quiere estar a salvo —dijo Snorri.

—Snorri Muerdenarices no hallara aquí su fin —gruñó Gotrek mientras se envolvía los puños con la cadena floja—, con independencia de lo que les suceda a los humanos.

Félix oyó movimiento y voces procedentes de la tienda de Geert, situada a pocos pasos de distancia, y se volvió hacia ella.

—¡Geert! ¡Suéltanos! ¡Danos armas!

Pero el conductor y los cargadores salieron corriendo y se adentraron en la niebla, armados con espadas y garrotes, llamando a sus camaradas.

—Bastardos —gruñó Kat.

Un gruñido colérico les hizo volver la cabeza. Un joven lancero salió corriendo de la niebla, jadeando y con los ojos desorbitados, y giró para pasar a toda prisa junto al carro, pero una enorme forma negra atravesó el aire y lo derribó.

Félix y Kat se echaron atrás, asqueados, cuando extremidades y sangre volaron por los aires. La bestia tenía el doble del tamaño normal, un pelaje sarnoso y agusanado que dejaba a la vista músculos putrefactos y un cráneo sin piel por cabeza.

Apareció otro lancero y cargo con el arma levantada.

—¡Lobo! ¡Espera!

Le dio al lobo en una paletilla y la bestia giro con brusquedad, gruñendo, y entonces recibió un segundo lanzazo en el pecho El arma se rompió, y el lobo derribo al lancero al suelo, justo al lado del carro, donde le arrancó la garganta con sus esqueléticas fauces.

Félix y Kat contuvieron el aliento mientras lo mataba, dando respingos ante los sonidos de huesos destrozados. «Márchate —pensó Félix—. Vuelve con tus amos. Aquí no hay nadie más. No queda nada que cazar». El monstruo levantó la cabeza para olfatear el viento, y luego volvió los ojos rojos directamente hacia él.

—Joder —dijo Félix.

Oyó el ruido seco de las cadenas al romperse, y se volvió a mirar. Gotrek y Rodi estaban poniéndose de pie y flexionando las muñecas.

Snorri también había roto sus cadenas y se esforzaba por sentarse.

—Snorri va a…

—Snorri va a quedarse donde está —dijo Gotrek.

En ese momento, el lobo avanzaba con cautela hacia ellos, dando un rodeo para aproximarse por la parte posterior del carro.

Rodi recogió el trozo de cadena rota y lo sujetó con firmeza entre ambos puños.

—Yo lo retengo —dijo—. Tú lo matas.

Gotrek asintió con la cabeza.

El lobo saltó.

Rodi corrió a recibirlo, y bestia y enano se estrellaron en el aire, para luego caer y quedar fuera de la vista, debajo de la parte posterior del carro, mientras Gotrek saltaba por encima del lateral y se apoderaba de la lanza de un muerto. El carro se vio sacudido por violentos golpes sordos, y cuando el monstruo volvió a salir, llevaba sobre el lomo a Rodi, que lo estrangulaba con la cadena.

El lobo rodó sobre sí mismo para intentar aplastarlo, pero Gotrek saltó hacia él, con la lanza en alto, y se la clavó en la desprotegida garganta con tanta fuerza que la punta atravesó la parte posterior del cuello y casi le saca un ojo a Rodi.

El lobo quedó laxo, y el joven enano se lo quitó de encima de un empujón.

—¿Pretendes conseguir que yo sea como tú, Gurnisson?

Gotrek soltó el arma y volvió a trepar al carro.

—Nunca serás como yo.

—Por Grimnir, espero que no —dijo Rodi al seguirlo—. ¿Todavía buscando mi fin dentro de veinte años? No, gracias.

Un destello de cólera pasó por la cara de Gotrek mientras volvían a sentarse, pero no dijo nada; se limitó a recoger el eslabón roto de la cadena, enhebró con él ambos extremos y lo retorció para volver a cerrarlo. Snorri rió entre dientes e hizo lo mismo, y Rodi los imitó.

Kat se quedó mirando, maravillada, aquel indiferente despliegue de fuerza, y estaba a punto de decir algo cuando Geert y uno de sus cargadores salieron cojeando de entre la niebla, con la cara contusa y la ropa desgarrada. El otro cargador no estaba con ellos.

—¡Por la sangre de Sigmar! —gritó Geert cuando vio a los lanceros muertos—. ¡Aquí hay otros dos!

El y el cargador corrieron hacia los muchachos muertos; luego vieron al lobo y maldijeron otra vez. La mirada de Geert fue de la bestia muerta a los prisioneros, y de nuevo a la primera.

—¡Enseñadme las cadenas!

Félix, Kat y los matadores levantaron obedientemente las cadenas. Geert gruñó al verlas enteras.

—Entonces, ¿quién ha matado a ese lobo? —preguntó. Rodi señaló a los lanceros muertos con un gesto de la cabeza.

—Han sido ellos.

—¿Y quién los ha matado a ellos?

—Ha sido el lobo —replicó Gotrek.

Geert y el cargador dirigieron miradas dubitativas al lobo y los lanceros.

—¿Y cómo se han matado mutuamente cuando estaban tan separados?

—Fue todo un espectáculo —intervino Félix, metido en materia—. Deberíais haberlo visto.

Kat reprimió la risa y Geert le dirigió una mirada airada, pero, pasado un momento, se limitó a sacudir la cabeza y se marchó andando pesadamente hacia la tienda, seguido por el cargador.

—Snorri habría querido que hubiera habido otro lobo —dijo Snorri—. Así podría haber luchado él también contra uno.

Gotrek gruñó al oír eso, pero no dijo nada, sino que se limitó a fijar una mirada colérica en la lejanía y retorcer sus cadenas. Rodi, a su vez, miraba coléricamente a Gotrek y se acariciaba la trenzada barba, mientras Snorri se tumbaba de espaldas, ajeno a todo aquello, tarareando una melodía desafinada. «El mismo tortuoso círculo de antes —pensó Félix mientras miraba a los matadores—. El mismo enredo sin solución». Suspiró, se recostó contra el carro y volvió a observar la niebla por si veía saltar alguna forma oscura.

Durante dos días más continuaron igual: una pira para quemar los muertos del día al levantar el campamento por la noche, una marcha aburrida por el monótono paisaje durante las horas de oscuridad, los misteriosos ataques relámpago a lo largo de toda la jornada bajo la niebla. Resultaba imposible saber qué avances estaba realizando el ejército cuando todas las colinas y los valles parecían iguales que los anteriores a causa de la niebla, pero a Félix le daba la impresión de que la columna avanzaba cada vez con mayor lentitud, debido a que los días y las noches de insomnio y preñados de terror estaban pasando una factura de agotamiento y desesperación.

Y tal vez la columna había ralentizado la marcha de verdad porque, dos horas antes de la puesta del sol del cuarto día, una escuadra de caballeros de Von Volgen entró atronando en el campamento gritando que los zombies estaban a no más de una hora de distancia.

Mientras los soldados corrían a vestirse, recoger y prepararse para la marcha, Von Kotzebue, Von Volgen y los capitanes de ambos se reunieron en el borde norte del campamento, y miraron hacia la niebla gris como si pudieran ver desde allí la horda que se aproximaba. Hablaron cerca del lugar en que Geert había dejado el carro, y Félix los oyó con total claridad.

—Han marchado día y noche —dijo Von Volgen—, mientras que nosotros sólo lo hemos hecho por la noche.

—Sí —asintió Von Kotzebue—. Es lo que yo me temía. A pesar de lo lentos que son, nunca se detienen. No llegaremos al castillo Reikguard antes de que nos den alcance. Al menos…

—Al menos no lo lograrán los soldados de infantería —dijo Von Volgen cuando el barón dejó apagar su voz—. ¿Es eso?

Von Kotzebue asintió con la cabeza.

—A mí me quedan menos de tres mil soldados de infantería, y la mayoría están heridos, hambrientos y exhaustos. La horda tiene que contar con más de diez mil. Si mis hombres les hacen frente y luchan, morirán sin lograr nada más que sumarse a las filas del nigromante. Si huyen, será lo mismo. Vuestros dos mil caballeros, sin embargo…

—No os abandonaremos, mi señor —dijo Von Volgen, al mismo tiempo que se erguía.

Von Kotzebue ladeo la cabeza, y Félix creyó verlo sonreír por detrás del enorme mostacho.

—Yo más bien estaba pensando en que fuéramos nosotros quienes os abandonáramos a vosotros.

Von Volgen frunció el ceño.

—No os entiendo.

—La cosa es como sigue —dijo el barón—. El nigromante dice que se dirige a Altdorf y que tiene intención de tomar las ciudades y castillos que hay por el camino, para acrecentar su ejército. El castillo Reikguard debe ser su primer objetivo, porque es el que tiene la guarnición más numerosa, y no puede permitirse tenerlo a la espalda. No obstante, para tomarlo debe actuar con rapidez, antes de que pueda orquestarse una defensa conjunta contra él. Por lo tanto, creo que si nuestra infantería se apartara de la línea de marcha, no podría permitirse seguirla. No puede perder el tiempo en eso.

Miró hacia el oeste.

—Aquí estamos casi directamente al este de Weidmaren. Si yo marchara hacia el oeste para reforzar esa guarnición, mientras vos y vuestros caballeros corréis hacia el sudoeste con el fin de hacer lo mismo en el castillo Reikguard, lo privaremos de efectivos y haremos que le resulte mucho más difícil tomar dos de las fortalezas de las que debe apoderarse forzosamente. —Se volvió a mirar a Von Volgen—. ¿Qué decís vos?

Von Volgen se acarició el voluminoso mentón.

—Veo el sentido de lo que decís, pero me pregunto si el graf Reiklander recibirá de buena gana una fuerza de hombres armados dentro de sus murallas.

—Ante un enemigo como ese nigromante, mi señor —dijo Von Kotzebue—, el Imperio debe anteponerse sin duda a la provincia.

—Si, barón —dijo Von Volgen—. Sólo espero que mi señor Reiklander lo vea de ese modo. —Se encogió de hombros—. Bueno, si os lleváis también a mis soldados de infantería y a mis heridos, yo y mis caballeros iremos a toda velocidad hacia el sudoeste, como habéis sugerido.

Von Kotzebue se inclinó.

—Por supuesto. Iré a darles órdenes a tos sargentos.

Los dos señores y sus capitanes le volvieron la espalda al paisaje envuelto en niebla, pero antes de que hubiesen dado más de unos pocos pasos hacia el interior del campamento, en el que reinaba una frenética actividad, Rodi se levantó con sus cadenas y los llamó.

—¡Eh, señor! —bramó—. Sí, vos, el que no diferencia a los muertos de los vivos. Si vais a salir corriendo, ¿por qué no nos ponéis en libertad? No querríamos enlenteceros.

La frente de bruto de Von Volgen descendió al fruncirse su ceño, y volvió la mirada hacia Geert.

—Prepara el carro para partir —dijo—. Y busca algunas cadenas más.

Geert saludó, y los señores se alejaron.

—A este paso, barbanueva —dijo Gotrek sin volverse a mirar—, vivirás lo bastante como para aprender cuándo debes cerrar la boca.

Durante los dos días siguientes, Von Volgen y sus doscientos caballeros cabalgaron velozmente hacia el sudoeste, con el carro de Geert traqueteando detrás de los otros carros de suministros. A mediodía de la primera jornada se sumergieron en un bosque oscuro que bordeaba las Colinas Desoladas. La senda estrecha que seguían era vieja y había abundantes tramos ganados por la maleza, así que a pesar de lo mucho que Von Volgen los instaba a darse prisa, en ocasiones los sirvientes y cargadores se veían obligados a detenerse y empujar los carros para pasar por encima de gruesas raíces que sobresalían del suelo, o para guiarlos a través de rápidos arroyos.

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