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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Satira, relato

Maten al león (15 page)

BOOK: Maten al león
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—Esta muchacha tiene años de ejercer —decía Malagón, de sobremesa, en el Casino.

Doña Chonita habló con Ángela, y le dijo que, puesto que sus hijos habían sido hallados infraganti, justo era que se casaran. Ángela se negó rotundamente.

—¿Después de que seduce a mi hijo, todavía quiere casarse con él? —dijo Ángela—. ¡Qué desfachatez!

Desde ese momento, las hermanitas Regalado no volvieron a poner pie en casa de Ángela, ni los Berriozábal en la de los Regalado; cuando las señoras se encontraban, no se saludaban; cuando don Carlitos entraba en el Casino, salía Coco Regalado, diciendo:

—¡Ya llegó el vejete violador de mujeres!

Por una extraña mecánica cerebral, había llegado a la conclusión de que era don Carlitos (quien nunca se enteró de nada de lo que pasó en el cuarto de su mujer la noche del baile) el que había violado a Secundina, y no ésta a Tintín, como era la realidad. En un principio, parecía que la sociedad portoalegrense iba a dividirse en dos: los que veían a los Berriozábal y los que veían a los Regalado; pero como los Berriozábal tenían más chiste y más dinero que los Regalado, estos últimos acabaron aislándose, sin visitar ni ser visitados por nadie, al grado que Secundina tuvo que casarse, años después, con el vendedor de aceitunas, quien, según el consenso general de la sociedad arepana, era «un patán».

En el campo de la política, ni la muerte de Pepita Jiménez ni el incidente Tintín Secundina empañaron la gloria del baile dado en honor de Belaunzarán en casa de los Berriozábal, ni impidieron el raprochement de los dos partidos, ni entorpecieron el desarrollo de los acontecimientos.

El primero de agosto, Belaunzarán nombró, como había prometido, tres nuevos diputados: don Carlitos, don Bartolomé, y Barrientos; el día quince de agosto, puntualmente, el Partido Moderado, en sesión plenaria, nombró al Mariscal Belaunzarán Candidato a la Presidencia de la República; el día veinte, la Cámara aprobó la Ley de Ratificación del Patrimonio, por diez votos contra ninguno, y la Ley de Expropiación pasó del archivo de «proyectos pendientes», al de «rechazados por improcedentes»; por último, el día primero de septiembre, y a sólo dos meses de las elecciones, don Carlitos pidió en la Cámara la creación de la Presidencia Vitalicia, moción que fue aprobada por unanimidad. Con esto, quedaron cumplidas todas las promesas que Belaunzarán y los moderados se habían hecho mutuamente en la comida que tuvieron en la finca de la Chacota.

Después del fracaso del segundo plan y de la muerte de Pepita Jiménez, Cussirat, que no quería recibir más condolencias, se dedicó a los deportes.

Unas mañanas se levantaba al alba y se iba con Paco Ridruejo a cazar liebres. Regresaban ya noche, cargados de animales silvestres ensangrentados, y cenaban opíparamente mariscos y animales domésticos, traídos del Hotel de Inglaterra. Otras, se levantaba a buena hora, desayunaba pescado, se iba a la Ventosa en el Citroen prestado, y daba una vuelta en el Blériot; a veces, iba él sólo, a veces, con Paco Ridruejo y a veces, con Garatuza. Ángela, a pesar de las invitaciones de Cussirat, nunca quiso subir en avión. Por las tardes, montaba a caballo, o pescaba, o iba a visitar a Ángela. Por las noches, antes de dormirse, leía alguna novela de las que había encontrado en la antigua, y pequeñísima, biblioteca de su abuelo.

Con la muerte de Pepita, la conspiración se desintegró. Al ser elegido diputado, Barrientos le dijo a Ángela:

—Lo que planeamos está olvidado. Yo seré como una tumba.

Cuando fue aprobada la Ley de Ratificación del Patrimonio, Anzures le dijo a Ridruejo, usando otra de sus imágenes vacunas:

—Muerta la vaca, se acabó la contienda, no seré yo el que quiera tumbar el tinglado ahora que está bien.

No volvió a poner pie en casa de los Berriozábal, y empezó a asistir al Casino, en donde jugaba tute con González y Redondo.

Deciden matar a Belaunzarán, pasar la noche en la finca de la Quebrada, que es de los Berriozábal y no está lejos de la Ventosa, y al amanecer, irse en el avión a la Corunga y pedir asilo político.

—No tendremos dificultades, porque allí no pueden ver a Belaunzarán —dice Cussirat.

Esa noche, Cussirat preguntó a su mozo si estaba dispuesto a manejar el coche en «una misión peligrosa», y después irse del país.

—Si me lleva con usted, lo haré con todo gusto, señor —dice Garatuza, que no está contento en Arepa.

La finca de la Quebrada está cerca de Puerto Alegre, entre barrancas verdes. Más que negocios, es para los Berriozábal reliquia de los orígenes de la fortuna de la familia. Allí fue donde don Tomás Berriozábal, que a principios del XIX dejó la trata de negros, por considerarla incosteable y peligrosa, sentó cabeza, y se dedicó a cultivar café, con tan buenos resultados, que sus descendientes olvidaron la etapa negreril de su historia, y lo han recordado, por más de un siglo, como cafetalero.

Pero el tiempo todo lo ablanda. Los Berriozábal, por medio de alianzas matrimoniales ventajosas y otros ardides, fueron adquiriendo propiedades más interesantes y productivas, como la Cumbancha, y dejaron la Quebrada en manos de administradores. Por último, a principios de este siglo, se fueron a vivir a Puerto Alegre, al Paseo Nuevo, atraídos por la luz eléctrica, los excusados ingleses, y la sociedad de personas de categoría. Este hecho marcó, paradójicamente, un regreso a la Quebrada, porque en la actualidad (1926) suelen mandar, con dos o tres días de anticipación, un “ propio”, con órdenes al administrador, de que abra y barra la casa principal, sacuda los muebles y mate un par de lechones, porque la familia, con invitados, viene a tirar balazos en el fondo de las barrancas, y a darse un atracón en los corredores, desde donde se dominan las colinas cercanas, la cuadrilla, que está a medio kilómetro y, a lo lejos, como una tenue rayita azul, el mar.

Una semana después de aprobada la Presidencia Vitalicia hubo una de estas cacerías, a la que asistieron don Carlitos, estrenando polainas recién llegadas de Harrod's, Ángela, con una falda de tweed que resultó demasiado gruesa, don Carlitos, con atuendo impecable, a la última moda de Kenya, que remataba en sombrero de ala ancha con toquilla de piel de jaguar, y Paco Ridruejo, con botas prestadas.

Durante dos horas, los peones de la cuadrilla y sus mujeres, han oído con admiración no exenta de miedo, el estruendo gallardo de las descargas en el fondo de la barranca, y llenos de curiosidad, salen de las casas, para ver pasar al patrón, don Carlitos, sofocado y sudoroso, abanicándose con el saracoff, seguido de un mozo que lleva en la mano una liebre muerta.

Ángela, Cussirat y Paco Ridruejo, que tienen otros intereses y han subido por otro sendero, están ya en la casa, abriendo puertas y mirando los cuartos espaciosos y el mobiliario sólido y no muy cómodo, tallado en caoba por manos de esclavos.

—Es un buen escondite —dice Cussirat.

—En la despensa hay conservas para dos semanas, y yo mandaré unas latas y unas botellas de vino —dice Ángela—. Le diré al administrador que habrá huéspedes y que no debe informar a mi marido, porque eso sería como cantarlo en plaza pública.

—Ángela —dice Cussirat, riendo—, es una noche solamente, no vamos a vivir aquí.

Ángela hace el argumento a un lado. No le gusta que sus invitados pasen privaciones. Además, en una cosa tan peligrosa, no se sabe lo que puede pasar.

—Lo que no me gusta —dice Ángela, refiriéndose a Barrientos, Anzures y Malagón—, y me parece injusto, es no avisarles a los demás. Después de todo, ellos también están complicados.

—Si el asunto lo podemos despachar entre Paco, mi mozo y yo, ¿para qué avisarles a los demás?, ¿para qué aumentar el riesgo de una indiscreción?

—Es que si en un principio los invitamos, ahora no podemos pasarlos por alto sin ofenderlos.

Cussirat, para terminar el asunto, adopta aire de autoridad.

—Ángela, yo soy el jefe. Por favor: ni una palabra a nadie.

Se oye la voz de don Carlitos, en el portal, que dice:

—¿Qué broma es ésta? ¿Por dónde demonios subieron, que me han dejado atrás?

Ángela, toda sonrisa, va a recibir a su marido en el portal. Los otros la siguen.

—¿Tuviste suerte?

—De perros. Cuarenta tiros, para matar una liebre.

—Pepe mató un jabalí.

Don Carlitos mira, con envidia, el jabalí ensangrentado que está colgado entre dos postes, en el terrado. Finge enfurecerse.

—¡Ese fue el que se me escapó! ¡Maldita sea! ¡Además de dejarme atrás, me ganan las mejores piezas! Pepe, sinvergüenza, no te vuelvo a invitar.

Los otros tres ríen a fuerzas. Don Carlitos se deja caer en una de las mecedoras que están en el portal, y le dice a su mujer:

—Bueno, Ángela, haz los honores, que nos traigan una sangría y algo para espantar al hambre.

Inclinados sobre el plano extendido, alrededor de la mesa del comedor, Paco Ridruejo y Garatuza reciben las últimas instrucciones de Cussirat.

—Si la pelea de gallos empieza a las ocho y media, el coche de Belaunzarán tiene que pasar por la Rotonda del Trueno, no antes de las ocho y cinco, ni después de las ocho y cuarto. Nosotros nos estacionaremos en este punto a las ocho, fingiendo una descompostura, para no despertar sospechas. Desde allí, los veremos venir tres minutos antes de que lleguen a la Rotonda, lo que nos permitirá cerrar el cofre, arrancar y cerrarles el paso en este lugar. Siempre vienen dos coches, uno con pistoleros, y el otro con Belaunzarán. Martín conduce, Paco se encarga del primer coche y yo del segundo. Después nos vamos a la Quebrada.

Mira a los otros dos con satisfacción artística, y al ver que ellos le tienen confianza, y que no hay preguntas ni nada que discutir, Cussirat envuelve el plano y comenta:

—Es noche de luna llena, y el cielo está despejado, así que podremos despachar el trabajo sin contratiempo.

Paco Ridruejo, con una bomba en la mano, hace mímica de soltar la espoleta, y lanzarla contra un objetivo imaginario.

XXIII. CAZA MAYOR

Cuando Belaunzarán quiere ir al centro de Puerto Alegre, sale de la Chacota por la Avenida Rebenco, llega a la Rotonda del Trueno, y toma por la Avenida de los Carvajales; si quiere ir a la Gallera de San Pablito sale por la Avenida Rebenco, llega a la Rotonda del Trueno, y toma por la Avenida de los Carvajales; si quiere ir a Guarándano, en donde tiene hacienda y amante, sale por la Avenida Rebenco, llega a la Rotonda del Trueno, y toma por la Avenida de los Carvajales. Esto se debe a que por la Chacota no pasa más que una calle, la Avenida Rebenco, que termina en la Rotonda del Trueno, de donde no sale más que otra calle, la Avenida de los Carvajales. Todo esto está en descampado.

Bajo el trueno, que le da nombre a la Rotonda, a la luz de la luna llena, Martín Garatuza destapa el cofre del Citroen y hace como si quisiera arreglar el motor, que está en perfecto estado. En el asiento trasero, con temblor de huesos, y el estómago hondo, Cussirat y Paco Ridruejo encienden cigarrillos. Son las ocho.

En la Chacota, mientras tanto, Horushi Tato, primer Embajador del Japón en Arepa, que presentó credenciales el día anterior, que cenó con el Presidente, que está invitado a la pelea de gallos, y que tiene como principal misión encontrar la manera de borrar del mapa el Canal de Panamá, se inclina ceremoniosamente ante Belaunzarán, y se sube en el Studebaker negro, prestado, que está usando mientras llega su Rolls en el «Shuriku Maru».

Belaunzarán, con un suspiro de alivio, sube en el Studebaker presidencial, con Cardona, Borunda y Mesa. El coche de los pistoleros toma la delantera, lo sigue el del japonés, y por último, como corresponde a buen anfitrión en tierras de indios, cierra la comitiva el coche de Belaunzarán.

Martín Garatuza, distinguiendo a lo lejos los fanales, cierra la tapa del cofre y se sienta frente al volante, temblando.

—¡Son tres! —dice, mientras arranca.

—¡Mierda! ¡Hay que tomar una decisión! Quedan dos posibilidades: irse a sus casas a esperar el siguiente martes, o correr el riesgo de ser perseguidos por un coche ileso. Cussirat dice palabras fatales:

—Nada cambia. Tú al primero, y yo al segundo —le ordena a Paco Ridruejo.

El Citroen, con el motor desbocado y las llantas brincando, corre por el camino de tierra que es la Avenida de los Carvajales, en sentido contrario al que siguen los coches de la comitiva, toma la curva de la Rotonda, deja atrás el coche de Belaunzarán, se empareja con el del Embajador japonés, y Cussirat, sin tener tiempo de distinguir quién va adentro, suelta la espoleta de la bomba y la arroja en el interior.

Harushi Tato tiene tiempo de verla, un instante, rebotar frente a él, antes de que lo ciegue el relámpago y se le salgan las tripas.

La bomba que arroja Paco Ridruejo corre con mejor suerte, después de un mal principio. No entra en el coche de los pistoleros, como estaba planeado, sino que rebota en el cofre, cae al suelo, deja pasar por encima al coche del Embajador, y explota un momento después, debajo del coche de Belaunzarán.

Belaunzarán, Cardona, Borunda y Mesa, que todavía no se reponen de la sorpresa y la alarma que les produce un coche, manejado por un loco, que pasa junto a ellos a toda carrera, se van de bruces cuando el chofer frena violentamente, al darse cuenta de que el coche del Embajador está haciendo explosión pocos metros más adelante; después, se levantan en el aire un metro, golpeándose las cabezas unos contra otros, caen al piso, golpeándose contra el techo, y tienen que salir corriendo, al darse cuenta de que algo está quemándoles las nalgas e incendiando los asientos.

En el coche de los pistoleros reina la confusión. Después de un momento en el que estuvieron a punto de cumplir con su deber, persiguiendo al Citroen, se detienen a ver cómo se incendian el automóvil presidencial y el del Embajador del Japón, y por último, sus cuatro ocupantes se dan, unos a otros, órdenes contradictorias:

—Bájate y ve qué se ofrece.

—Vámonos de aquí.

—Sigue aquel coche.

—Mete reversa.

La confusión termina cuando las puertas del Studebaker presidencial se abren y sale, por cada una de ellas, corriendo como gamo, un político espantado. Este hecho unifica el criterio. El coche de los pistoleros se echa en reversa y va a prestar ayuda.

Afortunadamente para ellos, Cussirat, por un exceso de celo, les facilita el trabajo. El Citroen va corriendo, a toda velocidad, por la Avenida de los Carvajales, rumbo a la Quebrada y la salvación de sus ocupantes, cuando Cussirat, que está asomado a la ventanilla trasera, y ve la figura de Belaunzarán dando órdenes, iluminada por las llamas, toma la decisión más importante de la noche:

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