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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Satira, relato

Maten al león (17 page)

BOOK: Maten al león
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Malagón, que leyó la noticia en el Café del Vapor, se fue a ver a Ángela en carretela alquilada, pensando:

—¡Esto es el fin! ¿Si me corren de aquí, en dónde me meto?

No la encontró. Ella andaba en la Quebrada, buscando a Cussirat, y recibiendo, del administrador, la mala noticia de que «los invitados» no habían llegado.

Desolada, subió en el coche y regresó a Puerto Alegre. Fue a ver a Malagón, y no lo encontró, porque todavía andaba buscándola a ella. En el Banco de Arepa le dijeron que Barrientos había salido a una diligencia. A Anzures ni fue a buscarlo. Por fin, encontró a Malagón, a las doce y media.

Con la cara enjabonada, moviendo la navaja como Pereira le indica, Cussirat se rasura. Cuando termina dice:

—Quiero que me haga usted un favor. Mejor dicho, otro favor más.

—¿Quiere un espejo? Esta noche se lo traigo.

—Otro más.

—Usted dígame.

—Quiero que vaya usted a casa de Ángela y le diga, sin que se entere nadie más, que estoy a salvo.

—Ingeniero, eso lo hago con mucho gusto.

Mirándose en el espejo empañado de su cuarto bohemio, Malagón, con la destreza que le dan diez años de práctica, coloca en su lugar el diente que se le cayó, y lo fija con cera de Campeche. Ángela, tensa, de pie en un rincón, lo mira.

—En este asunto, hay que andar con pies de plomo —dice Malagón—. Cualquier pregunta puede resultar fatal. ¡Peor si la hago yo! Que Pepe está en un aprieto, ya lo sabemos. Que no lo han agarrado, también. Lo único que podemos hacer es estar alertas, y leer los periódicos.

Ángela reprime un movimiento de exasperación. Se da cuenta que es inútil seguir allí, y va hacia la puerta. Malagón le impide la salida.

—¡Vamos, Ángela, no te pongas así! ¿Cómo quieres que salga yo a la calle, a preguntar qué pasó con Cussirat… o a buscarlo? De eso se encarga la policía. Además, si lo encuentro, ¿quién puede asegurarnos que Paco Ridruejo no nos ha echado de cabeza y están siguiéndome los pasos?

Ángela hace esfuerzos por ahogar un sollozo, sin lograrlo. Malagón trata de consolarla con unos cariños torpes en la mejilla y en el hombro.

—Puede estar muerto —dice Ángela, secándose, con cierta impaciencia, las lágrimas con el pañuelo. Después, vuelve a ablandarse—. No llegó a la Quebrada, como había quedado.

Malagón la mira fijamente, y en uno de sus raros momentos de percepción, le pregunta:

—¿Lo quieres mucho, verdad?

Ella evita la mirada del viejo, y no contesta, pero acepta la silla de bambú, desvencijada, que él le ofrece. Después de un momento, Malagón, como cansado de la comprensión muda que se ha establecido, la interrumpe con un raudal de filosofía conformista.

—Pero, vamos a ver, ¿qué se puede hacer? Si algo le pasó y los periódicos no tienen información, es que la policía no quiere darla, y si la policía no quiere darla, es que sus razones tendrá. Y en ese caso, no hay nada que hacer, más que tener paciencia, que tarde o temprano se saben las cosas.

Ángela se limpia las narices con el pañuelo, y mira de sesgo la pared.

—No quiero verlo —va diciéndole Ángela al mozo, cuando, al entrar en el vestíbulo, encuentra, sentado en una silla a quien no quiere ver—. Buenas tardes, señor Pereira. Estoy de prisa.

—Un momento nada más, señora, es urgente.

Ángela, ante lo inevitable, hace seña a Pereira de que la siga, y entra en el Salón de música, quitándose el sombrero.

—Siéntese —dice.

Hasta que él no obedece, se da cuenta de que Pereira ha cambiado.

—El Ingeniero Cussirat me manda para avisarle que está a salvo.

Ángela no puede creer, por un momento, que Pereira, a quien tanto ha visto con tan poca atención, esté dándole la noticia que tanto ha ansiado. Cuando, por fin, acepta la situación, se va sobre él, lo toma de las solapas, y le pregunta en voz baja:

—¿Usted lo ha visto?

El sostiene la mirada exaltada de su interlocutora, y le dice, sin poder ocultar su orgullo:

—Sí, señora. Yo lo tengo escondido.

Ángela suelta las solapas de Pereira.

—¿Está herido?

Pereira está cada vez más orgulloso.

—Nada le ha pasado.

Ángela suspira, aliviada.

—¿Puedo verlo?

Pereira duda un momento, después dice:

—No, señora.

—¿Por qué?

—Porque el Ingeniero no me ha dado órdenes en ese sentido. Probablemente piense que es peligroso.

Ángela se tarda un momento en aceptar la situación. Después, con gran determinación, y mirando siempre a los ojos de Pereira, le dice:

—En ese caso, si usted me ayuda, señor Pereira, nada le pasará al señor Cussirat. Lo sacaremos de Arepa sano y salvo, cueste lo que cueste. Aunque nos cueste la vida. ¿Puedo contar con usted, señor Pereira? Pereira, conmocionado por la intimidad de que es objeto, con un nudo en la garganta, contesta:

—Cuente conmigo, señora. Ángela lo mira con interés, y le sonríe, agradecida.

XXVI. NADIE RESISTE MIL PESOS

La Unión de Comerciantes de Puerto Alegre, de la que era presidente don Ignacio Redondo, para quedar bien con Belaunzarán y, en cierto sentido, para borrar los barruntos que pudiera haber de conexión con el intento de asesinato o, cuando menos, de simpatía con los que quisieron perpetrarlo, ofreció, «en una sencilla ceremonia» que se llevó a cabo en las oficinas de El Mundo, la cantidad de mil pesos por cualquier informe que pudiera conducir a la captura del Ingeniero Cussirat.

Al día siguiente, la noticia de la recompensa apareció en el periódico, junto con la foto que le habían tomado a Cussirat el día de su llegada, recién bajado del avión. Pereira la leyó en compañía de Cussirat, antes de irse a dar clase en el Instituto.

—No salga de la casa, Ingeniero —recomendó antes de irse.

Durante la clase, asombró a los alumnos con su severidad. Expulsó a Tintín Berriozábal con la advertencia:

—No tienes a qué regresar, porque desde ahora estás reprobado en el curso.

Tintín fue a quejarse con su madre, quien, contra lo que él esperaba, acabó con sus protestas, diciendo:

—Me alegro. Y no sigas quejándote, porque te mando a los Estados Unidos, de interno, en un colegio militar.

Tintín se calló la boca y don Carlitos nunca se enteró de la tragedia.

Esa noche, en la sala de doña Soledad, Pereira coloca las piezas sobre el tablero de ajedrez y, con el rabo del ojo, ve cómo Galvazo, que acaba de entrar, pone el sombrero en el jabalí, cruza la sala lleno de abatimiento y se sienta frente a él.

—¿Qué tienes? —pregunta Pereira.

—Se nos murió el canario antes de cantar —dice Galvazo, casi llorando. Nunca se ha visto tan humanitario. ¿Quién le iba a decir que había de sentir tanto la muerte de Paco Ridruejo?

Pereira le da sus condolencias y el otro le cuenta los detalles más sórdidos del deceso.

—¿Y ahora qué van a hacer? —pregunta Pereira.

Galvazo se encoge de hombros.

—¡El señor Presidente dio una metida de pata de las más grandes al quemar el avión! Nos puso en un aprieto, porque muerto el herido y quemado el avión, que era la única trampa, no nos queda más que esperar a que el fugitivo respire —se va animando conforme avanza su razonamiento—; que no es tan difícil, porque el Ingeniero Cussirat no es hombre que se muera de viejo escondido. Tarde o temprano va a querer irse de Arepa. ¿Y cómo se va a ir de Arepa? Ni que hubiera tantos modos de salir de aquí. Se tiene que ir en la Navarra. Y la Navarra llega mañana. Allí lo agarramos. Lo que me molesta es que yo, que quería contribuir a resolver el caso, me quedé con un palmo de narices, porque el enfermito no aguantó nada.

Pereira mueve un peón. Galvazo pone una mano sobre el caballo, pero antes de moverlo, dice:

—Ahora, que hay otra posibilidad. Que alguien me venga con un soplido. Porque, después de todo, Pereira, en este país no hay nadie: nadie, óyeme bien, que resista mil pesos.

Pereira junta los labios y mueve la cabeza, con la expresión de un filósofo que ha oído una gran verdad. Galvazo mueve el caballo, diciendo: —Allí te va—. Ambos contrincantes miran, absortos, el tablero.

Pereira fue con el cuento a Ángela: Paco Ridruejo murió antes de hablar, la Navarra es una trampa, y en Arepa no hay nadie que resista mil pesos.

Ángela, que sabía dónde estaba Barrientos gracias a Lady Phipps, sacó sus joyas del tocador, y con ellas en la bolsa de mano, fue a sacarlo de la Embajada Inglesa. Barrientos, al saber la muerte silenciosa de Paco Ridruejo, salió de su asilo político y regresó a la vida cotidiana, reinaugurando sus actividades con un trato leonino: treinta mil pesos pagó por joyas que valían cien mil, más la promesa solemne de Ángela, de que, pasara lo que pasara, ni ella ni Cussirat ni Malagón iban a decir jamás, que él, Barrientos, había asistido a la malhadada cena.

Felipe Portugal, dueño de la puerca y marido de la negra flaca, canta, en la noche de luna, a la orilla del mar:

Yo soy el muchacho alegre
que se amanece cantando
con su botella de vino
y su baraja en la mano.

No muy lejos, al alcance de su voz, también a la orilla del mar, Cussirat y Pereira, tendidos en la arena, ven a dos negros cazar cangrejos y toman el fresco.

—Amigo Pereira —dice Cussirat—, soy un fracasado. Lo intenté matar tres veces. La primera, les costó la vida a los moderados, la segunda, a mi novia, y la tercera, a mi mozo, que fue uno de los hombres más extraordinarios que he conocido, y a mi gran amigo de la infancia. Yo, que soy el responsable, me salvo, me vengo a meter en una choza, veo pobres por primera vez, duermo mal, y descubro que, después de todo, los pobres van a seguir siendo pobres, y los ricos, ricos. Si yo hubiera sido Presidente, hubiera hecho muchas cosas, pero no se me hubiera ocurrido darles dinero. ¿Así que qué importancia tiene que el Presidente sea un asesino o no lo sea?

—A mí nunca me había importado —dice Pereira, que ha seguido, con atención, el razonamiento.

—Usted es sabio —dice Cussirat—. Lo peor del caso —prosigue—, es que no me atrevería a hacer otro intento. Porque el peor susto que me llevé aquella noche, fue cuando le disparé seis tiros a Belaunzarán y no se cayó. Ahora comprendo que ha de tener coraza, pero aquella noche me pareció brujería. Con ese hombre no vuelvo a meterme. Ya ni siquiera me acuerdo por qué me quise meter con él en un principio. Así que ya no tengo malas intenciones. Desgraciadamente, es demasiado tarde. Si me quedo en Arepa, es morirme, y si me voy, me matan… y, lo peor del caso, es que no quiero morirme. Soy un cobarde.

—No, Ingeniero, no diga eso. Usted es el hombre más valiente que he conocido.

Cussirat se levanta y arroja piedras al mar; después, se acerca a Pereira y le dice:

—Soy un cobarde, Pereira, porque ni siquiera me siento capaz de defenderme, o hacer algo para seguir viviendo.

Pereira se pone de pie, y le dice con solemnidad:

—No se preocupe. Ingeniero. Usted no tiene que hacer nada. Doña Ángela y yo vamos a arreglar la manera de que usted pueda salir de aquí, y pueda irse a vivir, muy contento, en otra parte.

Cussirat lo mira un momento, y dice otra vez:

—No quiero morir.

Pereira, para consolarlo, le dice:

—Recuerde, Ingeniero, que en este país nadie resiste mil pesos.

XXVII. LA NAVARRA SE VA

Pero los que pone Ángela sobre el escritorio del Coronel Jiménez no son mil, sino quince mil, y además, le dice:

—Estos son para pedirle clemencia, Coronel. Cuando tenga yo constancia de que mi amigo está a salvo, le entregaré otro tanto.

—Señora —dice Jiménez tomando los billetes, y guardándolos en el cajón del escritorio—, yo soy un hombre de honor.

Ángela, que sabe que está tratando con una sabandija, le sonríe y le dice:

—No es que dude de usted, Coronel. Es que no tengo el dinero ahora, y para conseguirlo necesito tres días. Pero yo también soy una mujer de honor, Coronel. ¿O va usted a poner en duda mi palabra?

Ante la imposibilidad de cobrar adelantado, Jiménez opta por la galantería, con la esperanza de que algún día le paguen, aunque sea en especie:

—Señora, cuente usted con que su amigo podrá subir al barco sin tropiezo.

Ángela se pone de pie. Jiménez, con precipitación, porque el movimiento de su visitante lo tomó por sorpresa, la imita. Ángela le tiende la mano.

—Cuando la Navarra llegue a La Guaira, Coronel, si todo sale como hemos quedado, yo recibiré un cable, y usted el resto de su dinero.

Jiménez estrecha la mano de Ángela y la acompaña a la puerta., después de luchar con una silla que se interpone en su camino.

Cuando ella se ha ido, Jiménez corre al teléfono y se comunica con la presidencia.

—Señor Presidente, mi Mariscal, tengo noticias… Mis agentes han descubierto que el Ingeniero Cussirat tratará de abordar la Navarra, pasado mañana, a las ocho y media de la noche. ¿Qué ordena usted?

Belaunzarán, en su despacho particular, teléfono en mano, mirando su propia estatua, medita, y dice:

—No vamos a hacer nada, Jiménez. El país este ya no aguanta más mártires. Déjelo irse. Quite usted la guardia a esa hora.

—Muy bien, señor —dice Jiménez, al otro extremo de la línea, y cuelga el teléfono, con las cejas alzadas por el asombro, y una sonrisa en los labios. Después, junta las manos, en el colmo de la alegría—. ¡Otros quince mil pesos! —exclama.

Y, en un derroche de expresión, baila una danza grotesca.

A las cinco de la tarde del día siguiente, la Navarra entra, haciendo agua, en la bahía de Puerto Alegre, con un cargamento de vinos, pedidos por Belaunzarán, en la escotilla, destinados a los festejos que se harán con motivo de la futura inauguración presidencial.

En los Almacenes Redondo, don Ignacio, el dueño, atiende personalmente a doña Ángela, que está comprando algo que causará la murmuración eterna de Puerto Alegre: ropa de caballero que no es del tamaño de la que usa don Carlitos. Dos trajes ligeros, un smoking, un impermeable, una gorra de viaje, doce camisas de popelina inglesa, y seis corbatas que ella misma escoge cuidadosamente.

A todo esto agrega ella un libro, La historia de dos ciudades, en una edición expurgada del Apostolado de la Prensa, y manda todo con el chofer, en una valija de piel, a la Navarra, con órdenes de dejarlo en el Camarote A, que es el mejor del barco.

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