Read Me llaman Artemio Furia Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (59 page)

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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En opinión de Rafaela, los dos únicos actos de gobierno que valían su admiración eran la fundación de un nuevo periódico, la
Gazeta de Buenos Ayres,
y la creación de una biblioteca pública a cargo de fray Cayetano Rodríguez, ambas obras del secretario Moreno, las cuales la beneficiaban: el periódico, puesto que, a sugerencia del propio Moreno, escribía una columna semanal acerca del cuidado de las plantas y de la tierra que le redituaba tres pesos y seis reales por mes, y que no firmaba ni siquiera con un seudónimo; y la biblioteca, porque concurría a menudo a consultar los libros, aunque evitaba toparse con su director porque temía que la repudíase.

Tampoco se topaba con los miembros de su familia cuando concurría a la casa de la calle Larga para visitar a Ñuque. La primera ocasión la sumió en grandes ansias. Babila fue a buscarla con el coche a los Altos de Escalada cerca del mediodía. Entraron por el portón de la cochera. La casa en la que había vivido desde su nacimiento y que conocía a profundidad le resultó ajena y extraña, y la sofocó, como si, al trasponer el umbral, accediera a entrar en una prisión. La perturbó el infrecuente mutismo, como si esas mismas paredes condenaran su relación con el gaucho Furia.

No se cruzó con nadie, excepto con Peregrina, que la abrazó y le besó las manos y le informó acerca de la condición de Ñuque. "Don Miguel", la esclava llamaba así al doctor O'Gorman, "asegura que su corazón está muy debilitado". La anciana, incorporada sobre unas almohadas, se emocionó al verla, y Rafaela pensó que se trataba de la primera vez en que la veía llorar. A diferencia de sus amigas Lupe, Pilar y Melody, con Ñuque hablaba libremente acerca de Artemio Furia, sin ocultamientos ni falsedades.

Llevaba varias semanas yendo a la casa de la calle Larga, acostumbrada a su silencio y lobreguez, cuando Cristiana se cruzó en su camino, con Poupée en brazos. No hubo intercambio de formalidades, sólo de miradas cargadas de negros sentimientos. La perrita clavaba los ojos en Rafaela y gruñía. Las aborrecía a ambas, en especial por contar con la capacidad para sacar lo peor de ella.

—Me enteré de que estás comprometida para casar con el hijo de Grigera.

—Me enteré de que perdiste al hijo de Furia —contraatacó Cristiana—. Ahora entiendo por qué te ha abandonado.

—No me ha abandonado. Viajó a Córdoba porque la Junta así se lo pidió.

—Ilusa-sonrió Cristiana—. Te raptó aquel día sólo por el hijo que esperabas.

—Eso no es verdad.

—Es verdad, puesto que fui yo quien lo visitó en lo de doña Clara el día antes de tu boda y le dijo que estabas esperando un hijo de él —como siempre, la sorpresa la hundió en un estupor paralizante. Su prima continuó—: En un primer momento, sólo le informé que casarías con mi hermano y... ¿Cómo fue que contestó? Ah, sí. Dijo: "Que se case con quien mierda quiera".'¡Qué grosero! ¿Verdad?

Desde ese encuentro, la duda y la desazón se instalaron en el alma de Rafaela, y ni siquiera sus rutinas, actividades y amigas le devolvieron las ganas de vivir. Para peor, volvieron los dolores de estómago que hacía tiempo no la molestaban.

Aarón Romano se dijo que era joven y poderoso, con ascendencia sobre el presidente Saavedra, amigos influyentes y un ejército de alcaldes de barrio y agentes de policía que le temían. Su vida, sin embargo, se hallaba lejos del ideal. Junto con el fracaso de la misión de Gabino, se había perdido la oportunidad de recuperar a Rafaela y echar mano a la fortuna de su tío Rómulo. Bernarda de Lezica era la amante de su padrastro y lo miraba con desprecio. Y, por último, la enfermedad que lo aquejaba había retornado con virulencia; los clavos sifilíticos, como llamaba el doctor Saldaña a las ronchas rosáceas, se ensañaban con su espalda y su pecho.

—Agradezca, señor Romano —interpuso el médico—, que no le hayan aparecido en el rostro. He visto narices deformadas a causa de estos clavos —Aarón, desesperado, le exigió una medida drástica—. Aumentaré la dosis del arsénico, pero no la del mercurio. Además, recomiendo una vida célibe y reposada, comida frugal y el uso de purgantes, que yo mismo le proveeré. Las sangrías y los baños de vapor son beneficiosos.

No retornaría a la tienda de Bernarda de Lezica. Para papelones y humillaciones, la noche anterior bastaba. Aún lo dominaba la ira de haber sido rechazado como un perro cuando, en realidad, era uno de los funcionarios más prestigiosos del nuevo gobierno. En sus manos se hallaba el destino de mucha gente. ¿Acaso esa petulante no veía que podía mandar clausurar su tienda y arruinarla? ¿Por qué prefería a un viejo como Juvenal Romano cuando él era joven y fuerte? Su resolución no bastó y, movido por esa pasión turbadora, caminó hasta las puertas de la tienda. Allí tropezó con Rafaela. A través del vidrio, Bernarda atestiguaba el encuentro.

—Rafaela —pronunció, y se quitó el sombrero de copa; lucía incómodo, tímido de pronto, mientras echaba vistazos a la Lezica.

—Buenas tardes, Aarón.

—Sabía que estabas en la ciudad. ¿Adonde te diriges?

—Regresaba a mi casa.

—Te acompaño.

Rafaela dudó antes de caminar junto a su primo y trasponer el portón de los Altos de Escalada. En las habitaciones de Corina no había nadie. Lo invitó a pasar y le sirvió chocolate y un trozo de pan de naranja. Comieron y bebieron en un silencio embarazoso.

—Todavía te amo, Rafaela —expresó Aarón, y le buscó la mano a través de la mesa—. Todavía te recibiría si decidieses regresar a mí.

—No sabes lo que dices. Mi reputación ha sido destruida y nada podrá repararla. La gente me evita en la calle. Te despreciarían si asociaras tu nombre al mío.

—Tú no tienes culpa de que ese salvaje te haya raptado.

—Aarón, no quiero seguir mintiéndote, no lo mereces. Furia y yo habíamos sido amantes en
La Larga.
Yo esperaba un hijo de él.

—Has dicho "esperabas" porque, según entiendo, Dios se apiadó de ti y te quitó a ese engendro del vientre.

—¿Cómo puedes hablar así? —Rafaela se puso de pie y Aarón la imitó—. Era mi hijo también, y yo lo amaba. Sufro un tormento a causa de su pérdida.

—Lo siento, Rafaela, pero no puedes pretender que yo quiera al hijo de ese palurdo. ¿Dónde está él? Supe que te ha abandonado, cobarde mal nacido.

Rafaela no reunió la entereza para negar la afirmación porque, en verdad, comenzaba a pensar que era cierto, la había abandonado. Hacía más, de dos meses de su partida y aún nada sabía de Artemio Furia. Le dio la espalda a Aarón y enseguida sintió sus manos en los hombros. La obligó a volverse y la abrazó
.
La tentó la seguridad y la fortaleza que manaban de su cuerpo con aroma a albaricoque. Aarón significaba protección cuando la vida la atemorizaba. La besó, un beso lento y reverente que la conmovió y, aunque pensó en entregarse, desistió. Así como Aarón constituía un amparo, también formaba parte de la hipocresía de los Palafox, de la decadencia de una familia de la cual ella se avergonzaba. No se uniría a un hombre por temor, no le mentiría cada noche cuando la poseyese, no fingiría amarlo y desearlo cuando su cabeza estaba llena de Artemio Furia.

—Vete, Aarón, por favor, vete. No volveré contigo. Destruirías tu buen nombre. Te mereces a alguien mejor que yo.

—Tú eres lo mejor para mí. Sólo di que sí y vayamos a casa.

—No. Jamás volveré allí. Jamás.

Lo acompañó a la puerta para despedirlo. Por el rabillo del ojo, Aarón atisbo a Calvú Manque que subía las escaleras en dirección a ellos. La tomó por la cintura y la besó con ardor. Rafaela lo apartó luego de superar la sorpresa. La figura de Manque dominó su visión al colocarse a espaldas de Aarón. El indio la contempló con una seriedad cargada de reproche.

—Hasta luego, Rafaela —se despidió Aarón—. Volveré mañana.

El "no" que habría pronunciado se atascó en su garganta. No lo vio partir. Sus ojos permanecían fijos en los oscuros de Manque.

—No es lo que crees —acertó a decir—. Me tomó desprevenida.

—¿Por qué lo dejaste entrar?

—Es mi primo.

—Era tu prometió. Y Artemio lo ditesta.

—No le menciones este incidente sin importancia.

—No me pidas eso —dijo, y se metió dentro de sus habitaciones.

Rafaela le hubiese gritado: "¡Ve y díselo! Igualmente nunca volverá por mí".

Apenas llegado a Córdoba, después de un viaje agotador y mientras se ocupaba de las comisiones de don Juán Martín, Artemio envió a Bamba, con un talego lleno de monedas, a merodear en torno a la casa que correspondía a la dirección provista por Rómulo Palafox. Al cabo de unos días, el marucho sabía el nombre del propietario, un tal Martín Avendaño, y conocía sus movimientos.

—¿'Ta casao? —quiso saber Furia.

—Sí. Su esposa se llama Eduarda. La llaman misia Eduarda.

—¿Cómo é?

—No la vide.

—¿Qué? ¿Nunca sale? —Bamba se sacudió de hombros—. Güelve y trata de verla.

"Misia Eduarda." Eduarda. Edwina. ¿El bastardo le habría cambiado el nombre para alejar sospechas? Edwina era un nombre peculiar en esas latitudes.

No contaba con tiempo para especular. Pueyrredón lo mantenía ocupado hasta muy entrada la noche. La ciudad de Córdoba no aceptaba la Revolución y se oponía a la Junta, por lo que don Juan Martín se movía con cuidado, siempre escoltado por un grupo de sus hombres, medía las palabras y sólo confiaba en el entorno de Artemio Furia. Se palpaba la tensión en el ambiente, y los fusilamientos de Liniers y de Gutiérrez de la Concha, ocurridos el 26 de agosto, cerca del paraje Cabeza de Tigre, al sureste de Córdoba, pesaban en el ánimo de la población.

Por la noche, echado en el camastro de la habitación contigua a la de Pueyrredón, en el Cabildo de la ciudad, Artemio, con el facón al alcance de la mano, se dedicaba a fumar y a pensar, y, aunque lo preocupaban las cuestiones políticas y lo obsesionaba Edwina, siempre terminaba evocando a Rafaela. Los meses compartidos en el campito de Cañada de Morón la habían convertido en indispensable para él. Se acordó de la ansiedad que lo dominaba cuando se aproximaba la hora de compartir una comida o, al caer el sol, de regresar a la casa que ella mantenía limpia y acogedora.

Tuvo mucho tiempo para meditar a lo largo de esas noches de insomnio, y se dio cuenta de que, desde el juramento realizado ante el Santísimo, vivía en relativa paz. Quería hallar a su hermana, sí, pero a veces le temía al encuentro. Su venganza, la que lo había mantenido en movimiento durante años, ya no constituía el pilar de su vida. Rafaela era lo único que necesitaba. "Mi Rafaela", susurraba en la oscuridad, "¿todavía está ahí, esperándome? Sabe Dios que no tengo derecho a exigírselo". A veces, un ahogo lo obligaba a incorporarse y a sentarse en el borde de la cama para inspirar varias veces de modo profundo. Lo atormentaba una imagen: él, de regreso en Buenos Aires, entrando en lo de Corina Bonmer, y ésta, con cara triste, informándole que Rafaela se había ido con Aarón Romano. Ese bergante era un hombre de peso ahora y podía convencerla si se lo proponía.
No me olvide, señor Furia,
le había pedido ella con un anhelo en la voz que alejaba las dudas. "No la olvido, mi Rafaela de las flores. La pienso siempre." Quería hacerla feliz, que olvidara las humillaciones, los maltratos y, sobre todo, la pérdida del niño. Le acondicionaría una parte del terreno en el campito de Morón para que lo transformara en un jardín. Le compraría plantas exóticas, con flores perfumadas, y árboles raros; ella había mencionado algunos que anhelaba, un ocozol, del cual obtendría liquido ámbar, y una sampaguita, cuyas flores olían mejor que el jazmín, para confeccionar aceites y perfumes; pues los conseguiría. Se dijo que sabía mucho de Rafaela porque ella, a pesar de sentirse traicionada, se mostraba expansiva y le confiaba sus sueños. Él, en cambio, guardaba para sí sus pensamientos más arcanos, una vieja costumbre nacida la noche del 5 de junio de 1790, la cual, en ese nuevo tiempo en que comenzaba a transitar, no tenía cabida. Rafaela sería su confidente además de su amante y la madre de sus hijos.

—La mujer de Avendaño sale poco —le informó Bamba, algunos días más tarde—. A vece, ella mesma va de compras al Portal de Valladares. Muy embozáa y con dos esclavas por detrás.

Como el Portal de Valladares, un pórtico con tiendas, se situaba cerca del Cabildo, Furia le ordenó a Bamba que, cuando la mujer de Avendaño apareciera, fuese a buscarlo. El acontecimiento no tardó en ocurrir, y Bamba, agitado y con la cara enrojecida, cruzó el patio principal del Cabildo y se metió en la habitación de Furia.

La mujer, como el marúcho había anticipado, iba muy cubierta; resultaba difícil vislumbrar sus facciones. Entró en la botica, y Furia la siguió. Las esclavas le lanzaron vistazos recelosos al verlo con sus ropajes de gaucho y el facón cruzado en el tirador. Se aproximó al mostrador y se colocó junto a la mujer. Lo primero que atisbo fueron sus manos, de dedos largos y muy blancos, y uñas bien cuidadas. "Manos de dama", pensó.

Como Rafaela le había comentado que, desde hacía tiempo, deseaba fabricar un perfume a base de algalia y pastillas de abelmosco para el aliento fresco, su voz tronó en el pequeño recinto al pedir:

—Una onza de algalia y ocho adarmes de semillas de abelmosco.

Tanto el boticario, que atendía a la mujer embozada, como su ayudante lo miraron, pasmados. Ése no era el tipo de mercancía que solicitaba un hombre con aspecto tosco y feroz.

—Son productos muy costosos —interpuso el boticario, con tono medido.

—No importa —dijo Furia, y soltó sobre el mostrador un portamonedas con gran estruendo.

La mujer giró la cabeza y lo que había pretendido ser un vistazo de soslayo se convirtió en un abierto escrutinio, como si hubiese hallado algo fascinante en el rostro del hombre y no consiguiese despegar la vista de él. El boticario carraspeó, y la mujer enseguida bajó el rostro para ocultar su contrariedad.

Para Artemio se trató de un momento fugaz, aunque bastó para apreciar el color turquesa de los ojos de la mujer; incluso vio algunos mechones que le caían sobre la frente, de una tonalidad indefinida entre el rubio y el rojizo, similar a la de la condesa de Stoneville. El corazón le dio un vuelco, como si se detuviera por un instante, y las manos le temblaron. No tenía duda: junto a él se encontraba su hermana Edwina. ¿Y si se trataba de una perversa casualidad y la esposa de Avendaño tenía lineamientos similares a los de su hermana? Le estudió el perfil, con la nariz como la de él, pequeña y recta, y el labio superior carnoso y algo respingado, y evocó una imagen de Emerald que no sabía que aún conservaba en su memoria. Sí, era Edwina. Tan cerca y, al mismo tiempo, tan lejos. No se atrevía a abordarla con esos cancerberos por detrás.

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