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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

Me llamo Rojo (11 page)

BOOK: Me llamo Rojo
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—Lo importante es que la pintura, con su belleza, remita a la riqueza de la vida humana y al amor, al respeto a los colores del mundo creado por Dios, a la meditación y a la piedad. La identidad del ilustrador no es importante.

¿Se comportaba de manera tan prudente Nuri el ilustrador, mucho más astuto de lo que había supuesto, porque había entendido que mi Tío me había enviado para investigar o simplemente repetía las palabras del Gran Ilustrador el Maestro Osman?

—¿Todos estos dorados los hizo Maese Donoso? —le pregunté—. ¿Quién se encarga de los dorados ahora en su lugar?

Por el hueco de la puerta abierta que daba al patio interior comenzaron a llegar gritos y lamentos de niños. Abajo, uno de los jefes de sección debía de estar dándoles en la planta de los pies a algunos aprendices a los que hubieran atrapado con polvo de tinta roja en los bolsillos o una hoja de pan de oro disimulada en un papel, muy probablemente a aquellos dos que poco antes esperaban temblando de frío. Los ilustradores más jóvenes, que no dejaban escapar una ocasión para burlarse del prójimo, corrieron a la puerta para contemplar la escena.

—Si Dios quiere, antes de que los aprendices acaben de pintar de rosa el suelo de la plaza en esta pintura, tal y como ha ordenado nuestro Maestro Osman —me contestó precavidamente Nuri Efendi—, nuestro hermano Maese Donoso habrá regresado del lugar al que ha ido y terminará el dorado de estas dos páginas. Nuestro Maestro Osman le había pedido a Maese Donoso que cada vez pintara de un color diferente el suelo de tierra del Hipódromo. Rosa como la flor, verde de la India, amarillo azafrán o verde amarillento. Cualquiera que mire la primera pintura comprende que eso es una plaza y tiene que ser del color de la tierra, pero en la segunda o en la tercera pinturas pide otros colores que le alegren la vista. La iluminación se hace precisamente para alegrar la página.

En un rincón vimos una hoja de papel ilustrada que algún asistente había dejado allí. Trabajaba en una pintura de una sola página que mostraba a la flota partiendo a la guerra para algún
Libro de las victorias
, pero estaba claro que al oír los chillidos de sus compañeros, a los que les estaban destrozando a palos las plantas de los pies, había salido corriendo a mirar. La flota, que había dibujado con barcos todos iguales siguiendo un modelo, ni siquiera parecía flotar en el mar, pero aquella ausencia de naturalidad, aquella falta de viento en las velas, no provenía del modelo, sino de la falta de habilidad del joven ilustrador. Vi con tristeza que el modelo había sido arrancado salvajemente de un libro antiguo que no pude identificar, quizá un álbum. Estaba claro que al Maestro Osman nada le importaba mucho ya.

Cuando le llegó el turno a su propia mesa, Nuri Efendi me dijo orgulloso que acababa de terminar la iluminación del sello de un decreto imperial en el que había estado trabajando desde hacía tres semanas. El sello había sido dibujado en un papel en blanco para que no se supiera a quién iba a ser enviado ni con qué intención. Observé respetuosamente la iluminación. Sabía que en el este muchos bajas de mal carácter habían abandonado la idea de rebelarse al ver aquella belleza tan noble y llena de fuerza del sello del Sultán.

Luego vimos las últimas maravillas terminadas por el calígrafo Cemal, pero pasamos rápidamente por ellas para no darles la razón a aquellos enemigos del color y las ilustraciones que dicen que el auténtico arte es la caligrafía y que la pintura es sólo una excusa para que resalte.

El pautador Nasir estaba estropeando en lugar de repararla una pintura de un
Cinco poemas
de Nizami de la época de los hijos de Tamerlán en la que se mostraba cómo Hüsrev veía desnuda a Sirin mientras ella se bañaba.

Un anciano maestro de noventa y dos años, medio ciego y que no tenía otra historia que contar sino que hacía sesenta años había besado en Tabriz la mano del Maestro Behzat y que el legendario maestro estaba ciego y borracho por aquel entonces, nos mostró con sus propias manos temblorosas la decoración del estuche que estaba preparando como regalo de las fiestas para Nuestro Sultán en cuanto lo terminara, tres meses más tarde.

Un silencio envolvió todo el taller donde cerca de ochenta ilustradores, estudiantes y aprendices trabajaban en las estrechas celdas del piso bajo. El silencio que seguía a las palizas, del cual había escuchado tantos otros parecidos; un silencio roto a veces por una carcajada o una broma irritantes, a veces por un par de hipidos o por un sollozo ahogado previo al llanto que recuerdan a los maestros calígrafos las palizas que se llevaron en sus tiempos de aprendices. Pero por un momento el maestro medio ciego de noventa y dos años me hizo sentir algo más profundo, la sensación de que allí, lejos de todas las guerras y todos los tumultos, todo estaba llegando a su fin. Justo antes del Juicio Final se produciría un silencio parecido.

La pintura es silencio para la mente y música para los ojos.

Mientras le besaba la mano para despedirme no sólo sentía un enorme respeto por el Maestro Osman, sino también algo distinto que trastornaba mi alma: una pena mezclada con admiración del tipo de la que podemos sentir por un santo; un extraño sentimiento de culpabilidad. Quizá porque mi Tío, que pretendía que se imitara el estilo de los maestros francos abiertamente o en secreto, era su rival.

Al mismo tiempo decidí que aquélla era la última vez que veía vivo al gran maestro y le hice una pregunta deseoso de gustarle y alegrarle:

—Gran maestro, señor, ¿qué es lo que diferencia a un ilustrador auténtico de uno cualquiera?

Creía que el Gran Ilustrador, acostumbrado a ese tipo de preguntas un tanto aduladoras, me daría una respuesta evasiva si es que no se había olvidado ya por completo de mí.

—No hay un criterio único que permita diferenciar al auténtico ilustrador de aquel que no tiene habilidad ni fe —respondió muy serio—. Cambia según la época. No obstante, son importantes la destreza y la moralidad con las que se enfrentará a los malvados designios que amenazan nuestro arte. Para comprender hoy hasta qué punto es auténtico un joven ilustrador, yo le preguntaría tres cosas.

—¿Cuáles?

—Influido por los chinos y los francos, ¿insiste en tener unas maneras personales, un estilo propio, según las nuevas costumbres? Como ilustrador, ¿pretende tener unas formas que le distingan de los demás, un talante particular y además intenta demostrarlo firmando en algún lugar de su obra como hacen los maestros francos? Para comprenderlo, primero le preguntaría sobre el estilo y las firmas.

—¿Y después? —le pregunté respetuosamente.

—Después me gustaría saber qué siente ese ilustrador cuando los shas y sultanes que nos han encargado los libros mueren y los volúmenes cambian de manos, son hechos pedazos y las escenas que hemos pintado se usan en otros libros y en otros tiempos. Es algo tan sutil que precisa una respuesta más allá del simple alegrarse o entristecerse. Así pues, le preguntaría sobre el tiempo. Sobre el tiempo de la pintura y el tiempo de Dios. ¿Me entiendes, hijo?

No. Pero no se lo dije y en su lugar le pregunté:

—¿Y tercero?

—¡Lo tercero es la ceguera! —me contestó el Gran Maestro y Gran Ilustrador Osman, y guardó silencio, como si lo que acababa de decir fuera algo tan evidente que no necesitaba el menor comentario.

—¿Qué tiene que ver la ceguera? —le pregunté avergonzado.

—La ceguera es el silencio. Si unes las dos preguntas que acabo de hacer surge la ceguera. Es lo más profundo de la pintura, es ver lo que aparece en la oscuridad de Dios.

Guardé silencio y salí de allí. Bajé las escaleras heladas sin darme prisa. Sabía que les preguntaría a Mariposa, Aceituna y Cigüeña las tres grandes preguntas de aquel gran maestro, no sólo para iniciar la conversación, sino para intentar comprender mejor a aquellos hombres de mi edad que eran leyendas en vida.

Pero no me dirigí de inmediato a las casas de los maestros ilustradores. Me encontré con Ester en un lugar cercano al barrio judío, en un mercado en una colina desde la que se divisaba el punto en el que el Cuerno de Oro se abre al Bósforo. Ester estaba exultante sumergida entre la multitud de esclavas que iban a la compra, las mujeres que vestían el descolorido y amplio caftán de los barrios pobres, las zanahorias, los membrillos y los manojos de cebollas y nabos, con el vestido rosa que las judías estaban obligadas a llevar en público, con su enorme cuerpo en movimiento, sin cerrar la boca y enviándome señales moviendo vertiginosamente los ojos y las cejas.

Se metió en los zaragüelles la carta que le entregué con unos gestos tan misteriosos y tan expertos que parecía que el mercado entero nos estuviera observando. Me dijo que Seküre pensaba en mí. Aceptó su propina y cuando le dije «Por Dios, date prisa. Llévasela directamente», me señaló su atadillo como explicando que tenía muchas más cosas que hacer y me contestó que sólo podría llevarle la carta a Seküre poco antes de mediodía. Le pedí que le dijera que había ido a ver a los tres grandes y jóvenes maestros.

12. Me llaman Mariposa

Fue antes de la oración de mediodía. Llamaron a la puerta y abrí para mirar quién era: el honorable señor Negro. Había estado entre nosotros durante un tiempo en nuestros años de aprendices. Nos abrazamos y nos besamos. Me estaba preguntando si habría venido para traerme algún recado de su Tío cuando me dijo que venía como amigo para ver las páginas que estaba ilustrando y las pinturas que hacía y para ponerme a prueba con una pregunta en nombre de Nuestro Sultán.

Muy bien, le contesté, ¿cuál era la pregunta que me correspondía? Me la hizo. ¡Muy bien!

EL ESTILO Y LA FIRMA

Mientras se sigan multiplicando los sinvergüenzas que pintan por el dinero y el renombre en lugar de para el placer de la vista y por la fe, le contesté, veremos muchas más actitudes vulgares y codiciosas como ocurre con esto de la pasión por el estilo y la firma. Hice esa introducción no porque lo creyera, sino porque era lo que procedía; la capacidad y la habilidad auténticas no las estropea ni siquiera el amor por el dinero y la fama. Incluso, si hay que decir la verdad, el dinero y la fama son derechos de quienes poseen el talento y, como me ocurre a mí, le impulsan al amor por el trabajo. Pero si le respondía aquello se me echarían encima los artesanos vulgares que rabian de envidia en la sección de ilustradores sólo por haber hablado claro, y yo sería capaz de pintar un árbol en un grano de arroz sólo para demostrar que amo este trabajo más que ellos. Como sé que este capricho por el estilo, la firma y la personalidad ha llegado hasta nosotros desde Oriente por influencia de ciertos maestros chinos débiles de carácter que se desviaron del camino correcto engañados por las pinturas de los francos que les habían llevado desde Occidente los sacerdotes jesuitas, voy a contaros tres historias al respecto que pueden servir de moraleja.

TRES PARÁBOLAS SOBRE EL ESTILO Y LA FIRMA

Alif

Érase una vez un joven jan que vivía en una fortaleza en las montañas al sur de Herat que era muy aficionado a las ilustraciones y a la pintura. Este jan sólo amaba a una de las mujeres de su harén. Y esta hija de tártaros, bella entre las bellas, a la que el jan amaba enloquecidamente, también estaba enamorada de él. Se amaban sudando hasta el amanecer y eran tan felices que les habría gustado que su vida siguiera siendo siempre así. Descubrieron que la mejor manera de hacer realidad ese deseo era abrir libros y contemplar durante horas y días, contemplar como si no pudieran detenerse, las perfectas y portentosas pinturas de los maestros antiguos. Mirando aquellas pinturas perfectas que repetían sin equivocarse jamás las mismas historias, sentían que el tiempo se detenía y que el momento venturoso de la edad de oro que narraba la historia se mezclaba con su propia felicidad. En el taller de pintura del jan había un ilustrador, maestro entre los maestros, que repetía continuamente y con la misma perfección las mismas escenas para las mismas páginas de los mismos libros. Como era costumbre, el maestro ilustrador, cuando pintaba el sufrimiento que le producía a Ferhat el amor de Sirin, o cómo se contemplaban entre admirados y melancólicos Mecnun y Leyla cuando se veían, o las miradas de doble sentido, tan significativas, que se lanzaban Hüsrev y Sirin en un jardín tan hermoso como el legendario Jardín del Edén, pintaba en su lugar la imagen del jan y de la bella tártara. Contemplando aquellas páginas el jan y su amada creían que su felicidad no terminaría jamás y cubrían al maestro ilustrador de elogios y de oro. Por fin, la abundancia de cumplidos y oro apartó al maestro ilustrador del buen camino e incitado por el Demonio olvidó que la perfección de su arte se la debía a los maestros antiguos y creyó orgulloso que sus pinturas gustarían más si les añadía algo de su personalidad. Pero aquellas novedades del maestro, aquellos rastros de su estilo personal, fueron vistas por el jan y su amante como otras tantas imperfecciones que les incomodaban. El jan, que notaba que su antigua felicidad se corrompía aquí y allá en aquellas pinturas que tan largamente observaba, sintió envidia de la hermosa tártara porque ella era la que aparecía primero en las escenas. Y para provocar los celos de la hermosa tártara, le hizo el amor a otra concubina. La hermosa tártara se entristeció de tal manera al enterarse por los rumores del harén que se ahorcó silenciosamente en el cedro que había en el jardín del mismo. El jan, consciente del error que había cometido y de que tras él yacía el anhelo del ilustrador por seguir su propio estilo, ese mismo día ordenó que le arrancaran los ojos a aquel ilustrador engañado por el Demonio.


En uno de los países de Oriente había un anciano sultán, feliz y amante de las ilustraciones, que vivía muy contento con su nueva esposa, una china bella entre las bellas. Pero de repente los corazones del apuesto hijo del sultán con una esposa anterior y de su nueva y joven mujer se prendaron el uno del otro. El hijo, horrorizado por lo que suponía de traición a su padre, se avergonzó de aquel amor prohibido, se encerró en el taller y se entregó a la pintura. Cada una de sus pinturas era tan hermosa, porque representaban el amor con toda su fuerza y su amargura, que los que las veían no podían diferenciarlas de las de los maestros de antaño y el sultán se sentía muy orgulloso de su hijo. En cuanto a su joven mujer china, miraba las pinturas y decía: «Sí, son muy hermosas. Pero pasarán años y, si no las firma, nadie sabrá que fue él quien produjo tanta belleza». «Pero si mi hijo firma las pinturas —respondía; sultán—, ¿no se estará atribuyendo injustamente el mérito de los maestros antiguos que imita en sus pinturas? Además, si las firma, ¿no estará diciendo que su pintura expresa sus propias imperfecciones?». La esposa china, viendo que no podría convencer a su anciano marido, consiguió por fin que fuera su joven hijo, encerrado en el taller, quien escuchara aquellos argumentos sobre la firma. Y el joven, humillado porque se veía obligado a enterrar su amor en lo más profundo de su corazón, obedeció aquella sugerencia que le había dado su joven y hermosa madrastra e, incitado y engañado por el Diablo, estampó su firma en un rincón de la pintura, entre las plantas y el muro, en un lugar donde creyó que nadie la vería. La primera pintura que firmó era una escena de Hüsrev y Sirin. Ya sabéis: después de que Hüsrev y Sirin se casen, Siruye, el hijo de Hüsrev de su primer matrimonio, se enamora de Sirin y una noche se mete por la ventana y le clava a su padre, que duerme junto a Sirin, un puñal en el hígado. Bien, el anciano sultán, al mirar aquella escena que había pintado su hijo, de repente notó que en ella había un defecto; había visto la firma, pero, como le ocurriría a la mayoría de nosotros, no se dio cuenta de que la había visto y la pintura simplemente le dio la impresión de ser imperfecta. Como eso era algo que no les habría ocurrido a los maestros antiguos, el sultán se preocupó. Porque aquello significaba que el volumen que estaba leyendo no contaba un cuento ni una leyenda, sino lo menos adecuado para un libro: una realidad. Al notarlo, el anciano sintió miedo. Y en ese mismo momento, su hijo el ilustrador, tal y como ocurría en la pintura que había hecho, entró por la ventana y le clavó en el pecho a su padre un puñal tan grande como el de la pintura sin atreverse a mirar sus ojos dilatados por el terror.

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