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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

Me llamo Rojo (9 page)

BOOK: Me llamo Rojo
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Antes de que Hayriye pusiera la mesa para cenar, le preparé a mi padre una infusión templada con las mejores flores de palmera datilera traídas de Arabia, le añadí una cucharada de miel y la mezclé con un poco de zumo de limón, me acerqué a él en silencio y se lo puse delante mientras leía el
Libro del alma
tal y como le gustaba, sin hacerme notar, como si yo misma fuera un espíritu.

Me preguntó si nevaba con una voz tan triste y débil que comprendí de inmediato que aquéllas serían las últimas nieves que mi padre vería en su vida.

10. Soy un árbol

Soy un árbol, estoy muy solo. Cuando llueve, lloro. Por el amor de Dios, prestad atención a lo que voy a contaros. Tomaos vuestros cafés para que se os quite el sueño, que se abran vuestros ojos, miradme bien despiertos para que pueda contaros por qué estoy tan solo.

1. Dicen que he sido pintado a toda prisa en papel bastoy áspero para que el maestro narrador tenga tras él la imagende un árbol. Eso es cierto. Ahora, junto a mí, no hay ni otros árboles esbeltos, ni plantas de siete hojas de la estepa, ni rocas negras retorcidas que a veces se parecen al Diablo y otras a un hombre, ni nubes chinas rizadas en el cielo. Sólo el suelo, el cielo y yo, y la línea del horizonte. Pero mi historia es más complicada.

2. Como árbol, es evidente que no tendría por qué formar parte de un libro. Ahora bien, como pintura de un árbol que soy, me incomoda no estar en cualquier página de un libro. Se me ocurre que si no reflejo algo en un libro, podrían colgarme de la pared como hacen los idólatras y los infieles y postrarse ante mí. Que no se entere la gente del maestro de Erzurum, pero eso me enorgullece en secreto aunque luego me avergüence y me dé miedo.

3. La razón fundamental de mi soledad es que ni siquiera yo sé de qué historia formo parte. Iba a ser parte de una, pero me caí de ella como una hoja. Voy a contároslo:

HISTORIA DE MI CAÍDA DE MI HISTORIA COMO HOJA QUE CAE DEL ÁRBOL

Hace cuarenta años, Tahmasp, el sha de los persas, que era tanto el mayor enemigo del Otomano como el rey más amante de las ilustraciones que existió sobre la faz de la Tierra, empezó a mostrar síntomas de senilidad y lo primero que le ocurrió fue que dejaron de interesarle las diversiones, el vino, la música, la poesía y la pintura. Cuando abandonó también el café, su mente dejó de funcionar. Poseído por las aprensiones de todo viejo de alma negra y cara larga, trasladó la capital de Tabriz, que por entonces era territorio persa, a Kazvin con la idea de estar todo lo lejos posible de las tropas otomanas. Cuando envejeció aún más fue poseído por un demonio, sufrió una crisis nerviosa y renunció completamente, como si fueran las mayores de las blasfemias, al vino, a los efebos y a la pintura, todo lo cual es una buena prueba de que tan Enaltecido Sha había perdido completamente la cabeza después de perder el gusto por el café.

Y fue así como los encuadernadores, calígrafos, iluminadores e ilustradores que con sus manos milagrosas habían estado creando las mayores maravillas del mundo durante veinte años en Tabriz se dispersaron de ciudad en ciudad como una bandada de palomas. El sultán Ibrahim Mirza, sobrino y yerno del sha Tahmasp, invitó a los más brillantes de ellos a Meshed, de donde era gobernador, les instaló en sus talleres y les encargó que escribieran los siete
mesnevi
de Heft Evreng de Câmi, el mejor poeta de Herat en tiempos de Tamerlán, y así comenzaron a hacer un maravilloso libro ilustrado. El sha Tahmasp, que quería pero envidiaba a su inteligente y agradable yerno y que lamentaba haberle entregado a su hija, se sintió consumido por los celos cuando oyó hablar de tan prodigioso libro y, enfurecido, depuso a su sobrino como gobernador de Meshed y lo desterró a la ciudad de Kain y posteriormente, en otro ataque de furia, a la todavía más pequeña ciudad de Sebzivar. Así, los calígrafos e ilustradores de Meshed se dispersaron por otras ciudades y países, por los talleres de otros sultanes y príncipes.

Pero, por un milagro, el maravilloso libro del sultán Ibrahim Mirza no se quedó a medias porque tenía a su servicio a un leal bibliotecario. Este hombre montaba a caballo e iba hasta Shiraz porque allí se encontraba el mejor maestro dorador, luego llevaba dos páginas a Isfahán porque había un calígrafo que escribía la más elegante letra
nestalik
, después cruzaba las montañas y subía hasta Bujara para que hiciera el encuadre de la pintura y dibujara los personajes el mayor maestro de los ilustradores, que trabajaba para el jan de los uzbecos; bajaba a Herat y entonces hacía que uno de los viejos maestros medio ciegos trazara de memoria las curvas de hojas y hierbas onduladas; en la misma Herat pasaba por casa de otro calígrafo y le encargaba que escribiera con letra
rika
dorada la inscripción que se encontraba sobre la puerta que había en la escena; y de nuevo al sur, a Kain, y allí le mostraba al sultán Ibrahim Mirza la página que había completado a medias tras seis meses de viaje consiguiendo que el sultán le felicitara.

Comprendieron que, de seguir así las cosas, jamás conseguirían terminar el libro, así que contrataron correos tártaros. Le entregaron a cada uno de ellos, junto con la página en la que querían que se dibujara y escribiera, una carta en la que se le describía al artista lo que se pretendía de él. Y así los correos recorrieron los caminos del país de los persas, del Jurasán, de la tierra de los uzbecos y la Transoxiana llevando con ellos páginas del libro. La preparación de éste se aceleró gracias a los correos. A veces el página cincuenta y nueve se encontraba con el ciento sesenta y dos en un caravasar en una noche nevada en la que se podían oír los aullidos de los lobos, se enzarzaban en una alegre conversación, comprendían que trabajaban para el mismo libro, sacaban las páginas de sus respectivas habitaciones e intentaban comprender a su albur a qué parte de qué
mesnevi
correspondía cada una de ellas.

Yo también debería haber estado en una de las páginas de ese libro del cual he sabido hoy con tristeza que ya ha sido terminado. Por desgracia, una noche fría de invierno, unos ladrones le cortaron el camino al correo tártaro que me transportaba a través de los pasos de unos riscos. Primero le dieron una paliza al pobre tártaro y luego le despojaron de todo lo que llevaba a la manera de los bandoleros, lo violaron y lo mataron despiadadamente. Por eso ni siquiera yo sé de qué página me he caído. Os ruego que me observéis y que me respondáis: ¿Quizá daría sombra a Mecnun cuando visitara a Leyla en su tienda disfrazado de pastor? ¿Me fundiría con la noche para reflejar la oscuridad de espíritu del desesperado o del incrédulo? ¡Me habría gustado acompañar la felicidad de dos amantes que tras huir del mundo y cruzar los mares encuentran la paz en una isla rebosante de aves y frutas! Me habría gustado darle sombra en sus últimos momentos al moribundo Alejandro, que murió después de que la nariz le sangrara durante días a causa de una insolación mientras descubría el mar del Indo. ¿O acaso serviría para sugerir la fuerza y la provecta edad del padre que aconseja a su hijo sobre la vida y el amor? ¿A qué historia le añadiría significado y elegancia?

Uno de los ladrones que habían matado al correo y que me llevaban cruzando montañas y ciudades demostraba de vez en cuando la suficiente delicadeza como para darse cuenta de mi valor y comprender que resulta más placentero mirar la imagen de un árbol que un árbol en sí, pero como no sabía qué parte de qué historia era dicho árbol, se aburría rápidamente de mí. El bandido no me rompió ni me tiró después de haberme llevado de ciudad en ciudad, tal y como yo me temía, sino que me vendió en una posada a un hombre refinado a cambio de una jarra de vino. Aquel pobre hombre lloraba algunas noches y me miraba a la luz de las velas. Cuando murió de melancolía, vendieron sus posesiones. Gracias al maestro narrador que me compró entonces, he podido llegar hasta Estambul. Ahora soy muy feliz, me siento honrado de estar esta noche entre vosotros, ilustradores y calígrafos de manos milagrosas, ojos de águila, voluntad de hierro, muñecas airosas y almas sensibles del Sultán Otomano, y os ruego, por el amor de Dios, que no creáis a los que dicen que fui dibujado a toda prisa por un maestro pintor para que me colgaran en una pared.

¡Ved qué otras mentiras, calumnias y desvergonzadas insinuaciones se cuentan! Anoche mi maestro colgó aquí mismo la imagen de un perro y narró la historia de ese sinvergüenza, y mientras tanto contó también las aventuras de un religioso de Erzurum, un tal Husret. Ahora, los seguidores de su Excelencia el maestro Nusret de Erzurum lo han malinterpretado todo; supuestamente, lo criticábamos a él. ¿Cómo podríamos decir que no se sabe quién es el padre de un predicador tan ilustre como Su Excelencia? ¡Por Dios! ¿Cómo se nos va a pasar por la cabeza semejante cosa? ¡Pero qué manera de retorcer las cosas, qué insinuación tan malvada! Ya que Husret de Erzurum y Nusret de Erzurum se confunden, os voy a contar la historia del maestro Nedret de Sivas, el Bizco, y el árbol.

Este maestro Nedret el Bizco de Sivas, además de maldecir el amor a los efebos y el arte de la pintura, afirmaba que el café era obra del Diablo y que el que lo tomara iría al Infierno. ¡Eh, tú, el de Sivas! ¿Se te ha olvidado cómo se me dobló esta enorme rama? Os lo voy a contar, pero juradme que no se lo repetiréis a nadie para que Dios os proteja de las calumnias. Una mañana eché un vistazo y vi que el susodicho y un gigantón grande como un alminar y con garras de león, que Dios nos proteja, se habían subido a esta rama mía y se habían ocultado entre las hojas y allí estaban, perdonad la expresión, dale que te pego. Mientras se beneficiaba a nuestro amigo, el gigante, luego comprendí que era el mismísimo Demonio, le besaba tiernamente las orejas y le susurraba al oído: «El café es impuro, el café es pecado...». Según eso, el que cree que el café es dañino no cree en los preceptos de nuestra hermosa religión sino en las sugerencias del Diablo.

Por último os voy a hablar de los pintores francos, para que, si hay entre vosotros algún degenerado al que le gustara ser como ellos, le sirva de aviso. Bien, estos pintores francos pintan de tal manera las caras de sus reyes, sacerdotes, señores, e incluso señoras, que si miráis la pintura luego podríais reconocerles por la calle. De hecho, sus mujeres pasean libremente por las calles, así que ya podéis imaginaros el resto. Pero como si esto no bastara, han llevado el asunto más allá. No me refiero al proxenetismo, sino a la pintura...

Un gran maestro franco y otro gran pintor iban paseando por un prado en la tierra de los francos hablando de arte y pintura. De repente se encontraron un bosque. El que era mejor pintor le dijo al otro: «Pintar según las nuevas formas requiere tanta habilidad que si reproduces uno de los árboles de este bosque cualquier curioso que viera la pintura y luego viniera hasta aquí debería poder diferenciar ese árbol de los otros si quisiera».

Yo, esta pobre imagen de árbol que veis, le doy gracias a Dios por no haber sido pintado con semejante intención.;Y no porque tema que de haber sido pintado a la manera de los francos todos los perros de Estambul me habrían tomado por un árbol auténtico y se me habrían meado encima. Sino porque yo no quiero ser un árbol, sino su significado.

11. Me llamo Negro

La nevada comenzó tarde pero continuó hasta el amanecer. Durante toda la noche leí una y otra vez la carta de Seküre. Paseaba inquieto arriba y abajo por la habitación vacía de aquella casa vacía, me acercaba al candelabro y a la luz temblorosa de la pálida vela contemplaba el estremecimiento nervioso de las airadas letras de mi amada, las piruetas que hacían para engañarme, su avance retorcido de derecha a izquierda. De súbito se me aparecía la repentina apertura de los postigos y la cara de mi amada surgiendo ante mí y su sonrisa triste. En cuanto vi su verdadero rostro olvidé todas aquellas caras continuamente cambiantes que había llevado en mi mente durante los últimos seis años sólo porque las recordaba como la de Seküre y cuya boca del color de la cereza se habían ido ensanchando con el tiempo.

En un momento de la noche me dejé arrastrar por sueños de matrimonio. En mis sueños no tenía la menor duda de la realidad de mi amor, ni de que era correspondido. Y así nos casábamos enormemente felices, pero aquella felicidad que soñaba que viviríamos en una casa con escaleras se fundía como el hielo: no encontraba un trabajo decente y discutía con mi esposa sin conseguir que me escuchara.

Cuando en plena noche comprendí que aquellos sueños oscuros se los debía a las partes de
La resurrección de la ciencia
de Gazzali, que había leído durante mis noches de soltería en Arabia, en que habla de los perjuicios del matrimonio, se me vino a la cabeza que en esas mismas páginas se hablaba aún más de los beneficios del casamiento. Pero a pesar de todo lo que me esforcé sólo pude recordar dos de aquellos beneficios que tantas veces había leído. Cuando el hombre se casaba alguien ponía en orden los asuntos domésticos, pero en la casa de las escaleras de mis sueños no había el menor orden.;Segundo, casándome me libraba del sentimiento de culpabilidad de tener que masturbarme o, todavía peor, de tener que arrastrarme por callejones oscuros tras algún proxeneta, buscando una prostituta.

Ese pensamiento de liberación me trajo a la mente, a una hora ya bastante avanzada de la noche, la idea de masturbarme. Con el deseo inocente de quitarme de la cabeza cuanto antes esa obsesión me aparté hasta un rincón del cuarto como solía, pero pasado un rato comprendí que no podría hacerlo. ¡Después de doce años volvía a estar enamorado!

Aquella prueba irrefutable envolvió mi corazón con una excitación y un temor tales que caminaba por la habitación casi tan tembloroso como la luz de la vela. Si Seküre iba a mostrárseme por la ventana, ¿a cuento de qué venía esta carta totalmente incongruente? Y si la muchacha me despreciaba de aquella manera, ¿para qué me mandaba llamar su padre? ¿A qué jugaban conmigo el padre y la hija? Paseaba arriba y abajo por el cuarto y sentía que la puerta, las paredes y el suelo chirriante intentaban darme respuesta con sus crujidos, tartamudeando como yo, a cada una de mis preguntas.

Miré la ilustración que había hecho hacía tantos años, aquella que describía cómo Sirin había visto colgada de la rama de un árbol la imagen de Hüsrev y se había quedado prendidamente enamorada de él. La había pintado inspirándome en la misma ilustración que había en un libro mediocre llegado de Tabriz que había caído en manos de mi Tío. El hecho de mirar la pintura ni me avergonzó, tal y como me había ocurrido en los años siguientes cada vez que la recordaba (a causa de la tosquedad tanto de la pintura como de la declaración de amor), ni me trajo de vuelta los recuerdos de mi juventud feliz. Poco antes del amanecer conseguí dominar mi mente y vi en el hecho de que Seküre me devolviera la pintura un movimiento en el juego de ajedrez del amor que estaba organizando magistralmente para mí. Me senté y a la luz del candelabro le escribí una carta de respuesta.

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