Recogí mi atadillo, me marché de allí y todavía no había dado un par de pasos cuando vi a Negro en el otro extremo de la calle. Podía darme cuenta por su sonrisa presuntuosa que el recién casado, cuyo suegro acababan de enterrar, estaba muy satisfecho de la vida. Para no aguarle la fiesta me aparté del camino, me introduje en el bosque y crucé el jardín de la casa del hermano ahorcado de la amante del famoso médico judío Mose Hamon. Cada vez que paso por ese jardín que huele a muerte me da tanta tristeza que se me olvida que tengo que encontrar un cliente que compre la casa.
Ese mismo olor a muerte lo había también en casa de Maese Donoso pero no había ninguna tristeza en absoluto. Yo, Ester, que he entrado en miles de casas y he conocido a miles de viudas, sé que las mujeres que pierden antes de tiempo a sus maridos son poseídas o por la derrota y la tristeza o por la furia y la rebelión (mi Seküre se había llevado un poco de todo). La señora Kalbiye había bebido el veneno de la rabia y pude ver que aquello facilitaría mi trabajo.
Como todas las mujeres orgullosas con quienes la vida se ha portado cruelmente, la señora Kalbiye sospechaba acertadamente que todos los que llamaban a su puerta en días aciagos lo hacían para compadecerse de ella o, lo que era aún peor, para regocijarse secretamente de su situación viendo el miserable estado en que se encontraba y, por lo tanto, no intentaba entablar una agradable conversación e iba al grano directamente sin dejarse llevar por debilidades como querer ganarse al prójimo ni dedicarse a charlar sólo por el gusto de hablar. ¿Por qué había llamado Ester a su puerta aquella tarde mientras Kalbiye dormía la siesta a solas con su pena? Como sabía que no le interesarían las nuevas sedas del barco recién llegado de China ni los pañuelos de Bursa, ni siquiera aparenté querer abrir mi atado, no me anduve con rodeos y le conté lo que le preocupaba a mi llorosa Seküre.
—A la pobre Seküre la entristece pensar que ha podido ofender sin darse cuenta a la señora Kalbiye, con quien comparte la misma pena.
La señora Kalbiye confirmó con un tono orgulloso que, en efecto, no había enviado recado a Seküre ni había preguntado por ella, que no había ido a darle el pésame ni a compartir su luto y que ni siquiera había podido soportar la idea de preparar dulce y enviárselo. Por supuesto, detrás de toda aquella jactancia había un júbilo que no podía ocultar: que Seküre se hubiera dado cuenta de que la había ofendido. Y a partir de ese punto débil fue desde donde vuestra astuta Ester intentó enterarse de la razón de su enfado y de lo que ocurría en realidad.
Kalbiye no tardó mucho en explicarme que estaba furiosa con el difunto señor Tío a causa del libro que estaba preparando. Me dijo que su difunto marido había aceptado el trabajo no para ganarse unos cuantos ásperos de más, sino porque el señor Tío le había convencido de que la preparación del libro obedecía a una orden del sultán. Pero su difunto marido le había explicado que se había sentido intranquilo cuando comenzó a ver que aquellas páginas que el señor Tío le había hecho iluminar tantas veces dejaban lentamente de ser páginas ilustradas para convertirse directamente en pinturas y que aquellas pinturas incluían señales de impiedad, de herejía e incluso de blasfemia, y que había comenzado a tener dudas sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Como ella era una mujer mucho más cuerda y cuidadosa que Maese Donoso, añadió prudentemente que todas aquellas dudas no habían surgido de repente sino poco a poco y que había logrado calmar al pobre difunto Maese Donoso diciéndole que sus preocupaciones eran infundadas ya que nunca se había encontrado con una blasfemia evidente. De hecho el difunto Maese Donoso nunca se perdía los sermones de Nusret, el predicador de Erzurum, y se sentía sinceramente incómodo si no rezaba a su hora. De la misma manera que sabía que ciertos infames del taller se reían de él por aquella devota fe suya, era consciente de que aquellas desvergonzadas burlas se debían a la envidia que sentían por su talento y su arte.
Una enorme y brillante lágrima rebosó el brillante ojo de Kalbiye, se deslizó por su mejilla y la bienintencionada Ester decidió que a la primera oportunidad que tuviera le encontraría un marido mucho mejor que su difunto esposo.
—Mi marido no compartía conmigo así como así todas estas preocupaciones —dijo Kalbiye cuidadosamente—. Yo fui ensamblando en mi mente todo lo que podía recordar y así fue como decidí que todo ocurrió a causa de las ilustraciones para las que fue a casa del señor Tío la última noche.
Aquello era una especie de disculpa. A cambio yo le recordé cómo los destinos y los enemigos de Seküre y Kalbiye eran comunes diciéndole que posiblemente hubiera sido el mismo «infame» quien había matado al señor Tío. Y los dos huérfanos cabezones que me observaban desde un rincón hacían que la situación de ambas se pareciera aún más. Pero la despiadada lógica de casamentera de mi corazón me recordó de inmediato que Seküre era mucho más bonita, rica y misteriosa. Le dije de repente lo que sentía:
—Seküre dice que si ha cometido algún error, te pide perdón. Te ofrece su amistad como hermana y como alguien que comparte tu suerte y quiere que pienses en lo siguiente por si te sirve de ayuda. ¿Mencionó el difunto Maese Donoso si iba a ver a alguien aparte del señor Tío cuando salió de aquí esa última noche? ¿Has pensado en algún momento si iba a encontrarse con alguien más?
—Esto estaba en un bolsillo de mi pobre Donoso —me respondió.
Sacó de una caja con la tapa de esparto, llena de agujas de coser y trozos de tela, un papel doblado y me lo alargó.
Cuando cogí aquel papel basto y arrugado y lo observé de cerca pude ver muchas formas en la tinta corrida por el agua. Empezaba a darme cuenta de a qué se parecían cuando Kalbiye dio voz a mis pensamientos.
—Son caballos —dijo—. El difunto Maese Donoso llevaba años haciendo sólo decoraciones, nunca dibujaba caballos y nadie le pidió que lo hiciera.
Vuestra anciana Ester miraba aquellos caballos dibujados a toda velocidad pero con la tinta corrida por el agua y no entendía nada.
—Si le llevo este papel a Seküre, le alegrará mucho.
—Si lo quiere que venga aquí por él —contestó orgullosa Kalbiye.
Quizá ya os hayáis dado cuenta: para los hombres como yo, o sea, para los melancólicos que convierten el amor y el dolor, la felicidad y la miseria en simples excusas para una eterna soledad, en la vida no hay ni grandes alegrías ni grandes tristezas. No quiero decir que no comprendamos a los demás cuando sus espíritus se alteran con tales sentimientos; justo al contrario, comprendemos de sobra la profundidad de sus sentimientos. Lo que no entendemos es el extraño desasosiego en que se hunden nuestras almas en esos momentos. Esa silenciosa inquietud que oscurece nuestras mentes y nuestras almas ocupa el lugar que deberían ocupar la alegría y la tristeza.
Había enterrado a su padre, gracias a Dios, regresé corriendo a casa del funeral, abracé a mi Seküre a modo de pésame y luego, cuando mi mujer y sus hijos, que me miraban hostiles, se arrojaron en un cojín y comenzaron a llorar a moco tendido, me quedé paralizado. Su pena era mi victoria; me había casado con el sueño de mi juventud y, al mismo tiempo, me había librado de su padre, que me despreciaba, y me había convertido en el señor de la casa. ¿Quién podría haber creído mis lágrimas? Pero, no, creedme, no era así; realmente quería sentirme triste pero no podía. Porque mi Tío había sido siempre un padre para mí, más que mi propio padre. Además, como el eficiente imán que había lavado su cadáver no podía tener la boca cerrada, ya se había extendido por el barrio el rumor de que mi Tío no había muerto de muerte natural, algo que había podido notar en el patio de la mezquita durante el funeral. Por esa razón me habría gustado estar triste, para que no se malinterpretara el que no llorara. Ya sabéis, el sentimiento más sincero es el temor a que te tomen por alguien con el corazón de piedra.
Las viejas comprensivas siempre tienen la misma excusa para que no expulsen de la comunidad a los tipos como yo: «El hombre llora por dentro», dicen. Yo también lloraba por dentro mientras intentaba esconderme en un rincón para no ser visto por diligentes vecinos y parientes lejanos cuya capacidad de derramar lágrimas a chorros me dejaba estupefacto, y dudaba si comportarme o no como el señor de la casa y hacerme dueño de la situación cuando llamaron a la puerta. Por un momento me inquieté pensando que podía tratarse de Hasan pero estaba decidido a librarme como fuera de aquel Infierno lacrimoso.
Era un paje que venía de Palacio. Me llamaban. Me quedé muy sorprendido.
Al salir del patio me encontré un áspero en el suelo, entre el barro. ¿Que si sentía mucho miedo porque me llamaran de Palacio? Sí, tenía miedo; pero estaba contento de encontrarme fuera, en el frío, entre los caballos, los perros, los árboles y la gente de la calle. Pensé en hacer amistad con el paje que había venido a llevarme, como esos soñadores que creen que podrán hacer más dulce la crueldad del mundo entablando una amable conversación antes de que les entreguen al verdugo con el centinela de la mazmorra sobre esto y lo de más allá, sobre las bellezas de la vida, los patos del lago y las extrañas formas de las nubes en el cielo, pero resultó ser un muchacho discreto, lleno de granos y que no sonreía lo más mínimo. Al pasar junto a Santa Sofía, mientras observaba admirado cómo se alargaban de manera elegante las sombras moteadas de los largos, larguísimos cipreses, me puso la piel de gallina no el temor de morir justo después de haberme casado con Seküre tras tantos años de espera, sino la injusticia que suponía el que diera mi último suspiro entre torturas en Palacio sin haber podido acostarme con ella y haber hecho el amor hasta quedarme satisfecho.
Caminamos no en dirección a las torres, que miraba atemorizado, ni hacia la puerta intermedia inmediatamente detrás de donde trabajaban los diestros verdugos, sino hacia los talleres de carpintería. Mientras pasábamos entre los graneros, un gato que se lamía en el barro entre los cascos de un caballo castaño que exhalaba vaho por los ollares se volvió pero ni siquiera nos miró: como nosotros, el gato estaba demasiado ocupado con su propia mierda.
Una vez detrás de los graneros el silencioso paje me entregó a dos hombres, cuya función no pude deducir de sus ropajes verdes y morados, que me metieron en la habitación oscura de un edificio pequeño de reciente construcción a juzgar por el olor a madera, echando luego el cerrojo. Como sabía que el que te encerraran en una habitación oscura era una de las ceremonias destinadas a atemorizarte antes de la tortura, comencé a pensar qué mentiras podía inventarme para salir con bien de aquello mientras esperaba que comenzaran por el bastinado. En la habitación próxima debía de haber una multitud; llegaba un buen alboroto desde allí.
Seguro que estáis pensando que no hablo como alguien que estaba a punto de ser torturado si a lo único que prestáis atención es a la alegre ironía de mi lengua. ¿No os he dicho que creo ser un siervo de Dios con suerte? Y si para demostrarlo no bastan los mirlos blancos que se me han aparecido los dos últimos días después de tantos años de sufrimiento, seguro que hay alguna buena razón para haberme tropezado con el áspero que me encontré en el suelo al salir por la puerta del patio.
Mientras esperaba la tortura, encontré consuelo en el áspero, que ya realmente creía que me protegería; cogí aquella señal de buena fortuna que Dios me había enviado y la acaricié y la besé repetidas veces. Pero en cuanto me hicieron pasar a la otra habitación después de tenerme un buen rato en la oscuridad y allí vi al Comandante de la Guardia y a los torturadores croatas de cabeza calva, comprendí que aquel áspero no me valdría para nada. Tenía razón la voz despiadada que me decía que la moneda que llevaba en el bolsillo no me la había enviado Dios, sino que era una de las que dos días atrás había derramado sobre la cabeza de Seküre y que, simplemente, los niños no la habían visto. Y así, mientras me entregaba a mis torturadores, no me quedaba ninguna ilusión en la que confiar, ninguna rama a la que agarrarme.
Ni siquiera me había dado cuenta, pero había empezado a llorar. Quise implorarles piedad pero, como si fuera un sueño, de mi boca no salió el menor sonido. Sabía que un hombre podía convertirse repentinamente en nada gracias a las guerras y las muertes y por las torturas y asesinatos políticos de los que había sido testigo de lejos, pero nunca lo había vivido personalmente. Me despojaban del mundo de la misma manera que me estaban despojando de la ropa que llevaba puesta.
Me sacaron el chaleco y la camisa. Uno de los verdugos se sentó sobre mí y me sujetó los hombros con las rodillas. El otro, con unos movimientos de manos cuidadosos, airosos y expertos, como los de una mujer que prepara la comida, me pasó una especie de jaula a ambos lados de la cabeza y comenzó a girar lentamente la manivela. El torno, no una jaula, comenzó a apretarme a ambos lados de la cabeza.
Grité con todas mis fuerzas. Les imploré pero con palabras incomprensibles. Lloré, pero porque me traicionaron los nervios.
Se detuvieron y me preguntaron: ¿Había matado yo al señor Tío?
Tomé aliento: No.
Comenzó a girar de nuevo la manivela. Dolía.
Preguntaron de nuevo. No. ¿Quién? ¡No lo sé!
Comencé a pensar si decirles que lo había matado yo. Pero el mundo giraba dulcemente alrededor de mi cabeza. Me envolvió una extraña desgana. Me pregunté si no me estaría acostumbrando al dolor. Por un instante los verdugos y yo nos quedamos quietos. No me dolía nada, sólo sentía miedo.
Estaba dándome cuenta de que no me matarían gracias al áspero que llevaba en el bolsillo cuando de repente me soltaron. Me sacaron de la cabeza la jaula del torno, que, de hecho, habían apretado muy poco. El verdugo que estaba encima de mí se apartó. Pero no tenía el menor aspecto de estar disculpándose. Me puse la camisa y el chaleco.
Hubo un silencio largo, larguísimo.
En el otro extremo de la habitación vi al Gran Ilustrador, Osman Efendi. Fui junto a él y le besé la mano.
—No te aflijas, hijo mío —me dijo—. Sólo han querido probarte.
Comprendí de inmediato que había encontrado un nuevo padre después de mi Tío.
—Nuestro Sultán nos ha ordenado que no se te torture por el momento —dijo el Comandante de la Guardia—. Ha considerado adecuado que ayudes al Gran Ilustrador, el Maestro Osman, a encontrar a ese miserable asesino que está matando a sus artífices y a aquellos siervos suyos que preparan libros para él. En el plazo de tres días encontraréis a ese felón interrogando a los ilustradores y observando las pinturas que han hecho. Nuestro Soberano está preocupado por los rumores sediciosos que han surgido sobre los libros y los ilustradores. El Tesorero Imperial, Hazim Agá, y yo os ayudaremos a encontrar a ese miserable tal y como nos ha ordenado Nuestro Sultán. Uno de vosotros es pariente del difunto señor Tío y ha escuchado lo que éste le contó; sabe cómo trabajaban los que iban a su casa de noche y toda la historia del libro. El otro presume de conocer a todos los ilustradores del taller como la palma de su mano y es un gran maestro. Si en tres días no encontráis no sólo a ese cerdo sino también la página que robó, y que es la que ha provocado todos esos rumores, Nuestro Justo Sultán quiere que tú, señor Negro, hijo mío, seas el primero en ser interrogado bajo tortura. No abrigamos la menor duda de que luego les llegará el turno a todos los maestros ilustradores.