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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (27 page)

BOOK: Mediohombre
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—Un plan. Bien, al menos me consuelo sabiendo que no actuamos a la ligera. ¿Y cuál es, si se puede saber, este plan en el que tantas esperanzas parecen ustedes depositar?

En ese momento, el teniente que había ido en busque da de un catalejo para Eslava, regresó con él en la mano y se lo ofreció. Eslava lo tomó, lo sostuvo junto al pecho pero no se lo llevó al ojo.

—Pero mire, mire, señor —dijo Desnaux—. Hacia allí. Hacia la ladera por la que el camino serpentea en dirección al convento.

Eslava dudó un instante. No estaba seguro de que allí se le estuviera prestando el debido respeto y ello le irritaba cada vez más. Ya no sólo tenía que aguantar las impertinencias de Lezo: ahora, además, un coronel, ¡un coronel!, se dirigía a él como si fueran camaradas. Sin embargo, decidió, una vez más, que no era momento para hacerse valer. Habría tiempo, sí, lo habría… Sólo tenían que salir con vida de aquella y ya se vería las caras con aquellos dos idiotas.

El convento de Nuestra Señora de la Popa se hallaba a una media legua de distancia del castillo de San Felipe. Quizás algo más, pero no mucho. Eslava se llevó el catalejo al ojo y lo dirigió al lugar que Desnaux le indicaba. Tardó un poco en enfocar la imagen, pero cuando lo logró, pudo observar con toda claridad que una columna de casacas rojas ascendía hacia el cerro a través de un camino directo.

—¡Dios mío…! —exclamó para sí.

—Los ve, ¿no es así, señor? —preguntó Desnaux.

—Con toda claridad, coronel. Son cientos, quizás miles. Y se dirigen directamente al convento.

—Eso no es todo, señor. Si se fija, podrá ver que transportan tres cañones. No son de gran calibre, pero dada la poca distancia entre el convento y el castillo, podrán dispararnos con ellos sin ningún problema.

A Eslava continuaba molestándole el tono despreocupado de Desnaux. Si no fuera porque lo estaba viendo con sus propios ojos, diríase que lo que el coronel narraba no era sino una inofensiva excursión de frailes en búsqueda de plantas medicinales.

—Ahora, si tiene la bondad, vuelva a mirar en dirección a la cabeza de la columna —continuó Desnaux.

El virrey hizo lo que se le sugería y creyó distinguir dos figuras que no vestían el uniforme militar inglés. Dos hombres que avanzaban a paso vivo, como si conocieran perfectamente el terreno.

—No comprendo… —dijo Eslava sin dejar de mirar por el catalejo. Aquello le había interesado.

—Son dos desertores, señor.

—¡Desertores!

—Sí, desertores. Abandonaron el castillo hace tres días y se dirigieron al campamento inglés con la intención de obtener una recompensa a cambio de información.

—¿De información?

—Sí. En torno a nuestras posiciones, de los caminos y senderos que rodean el castillo, del modo más seguro de moverse en terreno donde la vegetación es espesa… Ya sabe, información útil para cualquiera que pretenda conquistar la ciudad.

—¡Maldición! ¡Sólo nos faltaba que nuestros hombres comenzaran a desertar!

Desnaux no parecía al tanto de que Eslava desconocía los planes de Lezo para que sus hombres se infiltraran en el bando enemigo. Por ello, replicó con absoluta naturalidad las palabras del virrey:

—De momento nadie ha desertado, señor. La moral entre la tropa es alta y ningún capitán me ha transmitido ninguna preocupación al respecto.

—¿Pero qué dice, Desnaux? ¿Cómo que nadie ha desertado? ¿Y esos dos hombres que estoy viendo en el cerro de la Popa? ¿Acaso no son de los nuestros?

Lezo miraba por el catalejo sin volver en ningún momento la cara hacia Eslava.

—¡Claro que son de los nuestros, señor! —exclamó Desnaux. Parecía un poco harto de que el virrey formulara un montón de preguntas estúpidas—. Pero no son desertores.

—¡Si me acaba de decir que sí lo son…! Hace un minuto ha dicho que esos dos hombres que guían la columna de ingleses hacia el convento de la Popa son dos soldados del San Felipe. ¡Dos de los nuestros!

—Ah, es cierto… Bueno, me temo que no he sabido explicarme correctamente, señor. Lo que quería decir es que, efectivamente, se trata de dos desertores, pero sólo para los ingleses. Son falsos desertores, por decirlo de alguna manera…

—¿Falsos desertores?

Era la primera vez en su vida que Eslava escuchaba algo semejante.

—Sí, falsos desertores. Hombres que Lezo ha enviado al campamento enemigo para que se hagan pasar por desertores del castillo. Sin serlo de verdad, quiero decir… El almirante pretende que los falsos desertores ofrezcan información errónea y equivocada a los casacas rojas.

—Comprendo…

Eslava escudriñaba la loma del cerro a través de su catalejo. Desnaux podía decir lo que le pareciera, pero, tras observar detenidamente las evoluciones de los ingleses en la colina, no le quedaba duda alguna de que aquellos soldados se dirigían al convento por el camino más rápido.

—Pues si de confundir al enemigo se trata —concluyó Eslava—, no parece que lo estén logrando. Al contrario, más bien diría que lo están guiando directamente hasta el convento.

Lezo continuaba observando a través de su catalejo y en absoluto silencio. Sólo de cuando en cuando cambiaba ligeramente de posición y, al hacerlo, su pierna de madera chasqueaba al chocar contra el empedrado.

—Es para lograr que los ingleses confíen en ellos. Sólo para eso —explicó Desnaux.

Fantástico. Por si las dificultades no fueran bastantes, ahora les entregaban a cambio de nada una posición estratégica desde la que podrían cañonearles a placer. Bueno, no a cambio de nada. A cambio de un poco de confianza. Confianza en dos falsos desertores que a partir de ese preciso instante dejaban de ser útiles para los ingleses. Un plan maestro, sin duda.

* * *

Washington caminaba al frente de la columna de hombres con los que tomaría el cerro de la Popa y el convento que se levantaba en su cima. Se sentía contento pues cualquiera, al poco de haber desembarcado al frente de su compañía, no se habría topado con aquel golpe de suerte: dos desertores que, a cambio de salvar la vida y de alguna que otra vaga promesa de compartir con ellos las riquezas de la ciudad, le estaban conduciendo sin titubeos hasta el objetivo más ansiado del general Wentworth. Hasta el convento de la Popa. Con él en manos inglesas, ya no existía motivo para demorar más el ataque al castillo de San Felipe.

El joven había comunicado a Wentworth sus intenciones a primera hora de la mañana, por supuesto. Ni siquiera alguien como él sería capaz de dirigirse hasta lo alto del cerro sin disponer, primero, del permiso del general al mando.

—¿Tomar el cerro? ¿Usted solo? —preguntó Wentworth algo confuso. Nunca pensó que aquel muchacho pudiera, sin ayuda de nadie, tomar nada, y mucho menos aún un punto estratégico en la defensa de la ciudad.

—Sí, señor. Estoy seguro de poder hacerlo. Proporcióneme los hombres necesarios y yo haré el resto.

Wentworth vacilaba. Sabía que el plazo dado por Vernon expiraba ese día y ello le obligaba a tomar decisiones. Porque, y en esto, mal que le pesara, tenía que dar la razón al almirante, la estrategia que había trazado para conquistar el San Felipe se demoraba cada día más y más. Por algún motivo que hasta a él mismo se le escapaba, no lograba disponerlo todo para, al fin, lanzar el ataque definitivo contra la fortificación.

—¿Será capaz de tomar el cerro bajo esta lluvia? —dudó el general—. Temo que se extravíen en la vegetación, Washington. Y no deseo perder aún más tiempo enviando una compañía a buscarles.

—No nos extraviaremos, señor —contestó Washington que, llegado ese momento, creyó oportuno desvelar al completo sus planes—. Verá, general, cuento con información de primera mano.

—¿Información de primera mano?

—Dos desertores, señor.

—¿Dos españoles? ¿Los españoles que llegaron al campamento hace un par de días?

—Provenientes ni más ni menos que del castillo de San Felipe. Conocen cada rincón de estos parajes y se han ofrecido a guiarnos a cambio de unas monedas.

Wentworth no era tan ingenuo como Washington:

—¿Confía en ellos, muchacho?

—Desde luego, señor. A fin de cuentas, están en nuestras manos. Son, por decirlo de alguna manera, nuestros prisioneros. Si nos envían hacia una trampa, los primeros en perder la vida serán ellos. Crea usted que me he asegurado de que comprendan perfectamente ese extremo. Llevarán siempre a su lado a cuatro de mis mejores hombres. Si nos engañan, nosotros caeremos en manos españolas, pero ellos no tendrán tiempo para verlo con sus propios ojos porque alguien les habrá abierto el cuello en canal.

Wentworth meditó un rato en silencio. ¿Estaría la solución a todos sus problemas en aquel joven tan arrogante como inexperto en las lides de la guerra? Se resistía a pensar que sí, pero la realidad era la que era: podía enviar a Washington hasta la Popa guiado por los dos desertores en su poder y, a cambio, él se congraciaba a ojos de Vernon pues nada de lo que haría el muchacho sería motivo de queja para el almirante. Al menos, no perdía nada intentándolo.

—De acuerdo, tendrá sus hombres, Washington. Prepárelo todo. Parten en una hora. Y, por Dios, tenga cuidado. No quisiera tener que vérmelas con el almirante si a usted le sucede algo malo.

—Descuide, señor. Todo irá bien. Esta tarde tendremos el cerro en nuestro poder. Cuente con ello.

Lo que no se le podía negar a Washington era un arrojo más que indiscutible. Quizás producto de su juventud e inexperiencia, pero posiblemente resolutorios en una situación como aquella. ¡Qué diablos, necesitaban a alguien que los sacara de aquella exasperante inoperatividad! Y si ese alguien tenía que ser el oficial menos experimentado de todos, pues adelante. Cualquier cosa con tal de salir de allí.

Washington se situó a la cabeza de la columna de hombres que Wentworth había ordenado reunir para él y se encaminó hacia el cerro de la Popa. Caminaban despacio, precavidamente, asegurando cada movimiento para no caer en una emboscada urdida por los españoles. Los dos desertores indicaban en cada momento cuál era la mejor ruta, pero Washington, sin desoírles, prefirió no confiarse demasiado. Sobre todo, al menos, hasta que hubieran demostrado su fidelidad al bando inglés.

Por desgracia, la ruta serpenteaba una y mil veces y no resultó sencillo hallar un lugar por el que cruzar al otro lado de la isla. Tuvieron que caminar más de dos horas hasta dar con él, pues los capitanes no acababan de considerar adecuado ninguno de los que los desertores les mostraban. Ellos, a diferencia de Washington, sí desconfiaban abiertamente de los españoles.

Finalmente, se toparon con un sitio en el que la lengua de agua se estrechaba notablemente y donde la profundidad era escasa. Los capitanes apostaron hombres en tareas de vigilancia y el grueso de la columna comenzó a pasar. El agua no les llegaba a la cintura, pero aún así resultó complicado cargar con los tres cañones de a doce libras que transportaban y su correspondiente munición. Una hora después de haber dado comienzo la maniobra, todavía no habían concluido.

Para cuando llegaron a la base del cerro de la Popa, se había superado con creces el mediodía. La lluvia no les daba tregua y caía impenitentemente sobre sus cabezas.

Para bien o para mal, el momento de ponerse en manos de los desertores había llegado. A partir de ese punto, la vegetación se volvía tan espesa que se hacía imposible adivinar una ruta aceptable: o se conocía el camino hasta la cumbre, o no se conocía. Y los desertores lo conocían.

Los capitanes estaban muy nerviosos y no se lo ocultaban a Washington. Temían caer en una emboscada y morir todos antes de haber dispuesto de una sola oportunidad para defenderse. Conocían de sobra la afición de los españoles por las trampas mortales, no en vano todos ellos habían participado, semanas atrás, en las operaciones de Tierra Bomba.

Sin embargo, Washington caminaba resuelto. Por algún motivo que ni él mismo sabía explicarse, estaba seguro de que los españoles no mentían. Les guiarían hasta la cima del cerro sin causarles problemas. Su instinto de militar se lo decía, y esa sensación le parecía maravillosa. Saber porque se sabe, porque se intuye más allá de toda lógica y de todo razonamiento. El material del que se erigen los grandes estrategas. Vernon estaría orgulloso de él.

Washington no se equivocó. El ascenso por las escarpadas laderas del cerro fue aún más lento y fatigoso de lo que había sido el acercamiento desde el campamento hasta su base, pero una vez en la cima los capitanes tuvieron que admitir que sus sospechas eran infundadas. Los desertores señalaron un camino entre la vegetación y el camino les llevó directamente hasta el convento. Sin trampas, sin artimañas ni subterfugios.

En cualquier caso, una cosa era fiarse de su instinto y otra bien distinta comportarse como un completo inconsciente. Por ello, cuando avistaron el convento, y a pesar de que no se apreciaba movimiento alguno en su interior, Washington ordenó tomarlo con infinitas precauciones. Se aguardó a que todos los hombres accedieran a sus inmediaciones, se acordó un despliegue meticuloso en torno a la edificación y sólo un grupo de granaderos avanzó hasta la puerta principal.

Para sorpresa de todos, cuando la empujaron se hallaba abierta. Podía tratarse, claro, de una emboscada, pero únicamente lo averiguarían tras cruzar el umbral. Empuñando los mosquetes cargados, cuatro hombres accedieron al interior del convento. Durante unos minutos que a Washington le parecieron eternos, nada se escuchó dentro: ni gritos, ni disparos, ni lamentos. Poco a poco, aquello, que bien podría ser una mala señal, fue convirtiéndose para Washington en la mejor de las noticias: si nada oía era porque nada había de oírse. Simple y obvio, al mismo tiempo.

Una vez más, la intuición no le falló al joven. Poco después, dos de los cuatro hombres que habían penetrado en el convento, salieron para advertir a los demás de que allí no quedaba nadie. Los españoles les habrían visto llegar y abandonaron la edificación sin presentar batalla. Lo cual no estaba nada mal, o así lo creyó Washington. Una posición estratégica conquistada sin realizar un solo disparo y sin perder ningún hombre. A veces, la inteligencia y la intuición pesaban más que la pura fuerza militar. Tendría que discutir sobre ello con Vernon.

Las pocas horas de luz que restaban al día las ocuparon en tomar posesión del convento. Subieron los tres cañones y la munición a uno de los puntos más altos del mismo y los montaron para, desde allí, proceder a disparar contra el castillo de San Felipe.

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