Había cesado de llover y Washington observó la magnífica vista que, desde allí, se extendía sobre la ciudad. Tenía a sus pies el castillo y, un poco más allá, la plaza fortificada. Y en torno a todo ello, las tropas inglesas prestas a conquistar lo que, por derecho, ya les pertenecía. ¡Qué gran momento de gloria! ¡Cuánta belleza frente a sí! ¡Y qué perspectivas para un futuro que sólo grandes dichas les depararía!
Varios hombres se acercaron al lugar en el que se encontraba y aseguraron una verga de considerables dimensiones. Prendida en ella, la bandera de Inglaterra comenzó a ondear a la brisa de poniente. Era la señal para Wentworth. El convento de la Popa había sido conquistado. Los cañones estaban prestos y al amanecer del próximo día comenzarían a batir el castillo. Lo batirían hasta ablandar las defensas enemigas y, después, lanzarían la infantería contra él. Conquistarlo supondría solamente un paseo triunfal hasta la victoria.
Washington tomó su catalejo y enfocó el castillo. Había mucha actividad en sus alrededores. Cientos de hombres se afanaban en cavar zanjas y trincheras. Que lo hicieran, pues no supondrían un problema para ellos. Tenían a los dos desertores españoles dispuestos a guiarles sin error hasta la mismísima puerta de la fortificación. Lanzarían las escalas, treparían por ellas y estarían dentro.
El joven se sintió feliz. La tarde caía y el espectáculo se aparecía maravilloso. ¿Existe algo más perfecto que la satisfacción frente a la victoria? No, por supuesto que no.
Desde el campamento de la isla de la Manga realizaron tres disparos. La bandera inglesa ondeando en lo alto del cerro de la Popa había sido avistada. Y lo celebraban.
20 de abril de 1741
A medianoche, todos los hombres que Wentworth había reunido en el convento de Nuestra Señora de la Popa comenzaron a descender hacia el castillo de San Felipe al mando de Washington. El general había dado la orden de atacar la fortificación con todas las tropas disponibles, que eran muchas, bien ordenadas y dispuestas a luchar hasta la extenuación. Sin excepciones. Por fin, Cartagena caería.
Washington pasó los dos últimos días cañoneando sin descanso el San Felipe. Desde su posición privilegiada en el cerro, podía disparar más allá de las murallas sin, por ello, correr ningún tipo de riesgo. Para ello, necesitó mucha más munición de la que en principio había llevado consigo y tuvo que enviar a un teniente para que cursara la solicitud ante Wentworth. Cuando el general escuchó al teniente, le costó no sorprenderse: nunca había confiado demasiado en Washington y, aunque esperaba que fuera capaz de tomar el cerro, no imaginaba ni por lo más remoto que lo haría sin disparar un solo tiro.
En fin, las buenas noticias son buenas noticias, provengan de donde provengan. ¿Quería más munición para dispararla contra el San Felipe? Por supuesto que sí. Tendría todo la que necesitase. Por eso, envió de regreso al teniente con el aviso de que en breve recibiría no sólo lo que solicitaba, sino mucho más aún. Claro que sí. ¿No había aguardado Wentworth que algo sucediera y desatascase la situación en la que se hallaba inmerso? Pues ahí, frente a él, estaba ese algo. Se llamaba Washington, tenía poco más de veinte años y jamás se había puesto, personalmente, al mando siquiera de una compañía. Y, de repente, se convertía en la pieza clave en torno a la que todo giraba para situarse de cara hacia la victoria. Wentworth se pasó la mano por la nuca, se rascó durante un rato y terminó por asumir que las cosas son como son.
Al día siguiente a la toma del cerro, Wentworth trasladó más de mil hombres hasta el convento. Llevaron consigo tanta munición como pudieron transportar y cuatro cañones de medio calibre más. Cuando los montaron en lo alto del cerro, comenzaron a disparar hacia el San Felipe, lo cual hizo que todos los españoles que se afanaban día y noche en la excavación de fosos y zanjas, corrieran a refugiarse en la fortificación. Wentworth, por primera vez en muchos días, sonrió. Aquello, en sí mismo, significaba que la campaña comenzaba a ir mejor para él y, en consecuencia, para Vernon. Lo cual proporcionaba una plácida calma que hasta él mismo se extrañó de experimentar.
Para apoyar la labor de los hombres que disparaban desde la Popa, Vernon ordenó que dos navíos de línea penetraran en la dársena interior a través del hueco que días atrás habían logrado abrir apartando al Conquistador y los puso a disparar día y noche. ¿No deseaba Wentworth ablandar las defensas del San Felipe? Pues las ablandarían, por Dios que sí… Ya estaban disparando con intensidad desde dos flancos opuestos. Ya tenían a todos los españoles encerrados tras sus murallas. Ya no restaba mucho más trabajo por hacer, ¿no? No, claro que no. Había que atacar. Y eso hicieron.
El consejo militar se reunió, una vez más, a bordo del Princess Carolina. Se hallaban presentes todos sus miembros, excepto Washington, que fue excusado de asistir por hallarse ocupado en las tareas que se desarrollaban en el cerro. El resto allí estaba: Lestock, Ogle, Gooch, Wentworth y el propio Vernon. Los rostros de todos oscilaban entre la gravedad de algunos y la alegría contenida de otros. Menos el almirante, que mezclaba ambas expresiones de forma tan imprevisible como incontrolada.
—¡Por fin! ¡Por fin! —gritaba exultante—. ¡Vamos a darles a esos bastardos lo que se merecen!
Vernon gesticulaba ostensiblemente y más de un miembro del consejo pensó para sí que, a ratos, el almirante parecía una mujerzuela en lugar de un hombre de su posición y categoría.
—Ya sabía yo que Washington no me defraudaría… — continuaba a voz en grito—. ¿Ve, Wentworth? Al final he tenido que enviar a un muchacho para que realice la tarea de un hombre. ¡Y por Dios todopoderoso que lo ha hecho magníficamente bien! ¿Se da cuenta, general?
Wentworth callaba y apretaba las uñas dentro de sus puños cerrados. Después de todo lo que había sufrido en aquella campaña, ahora tenía que soportar al cretino de Vernon convirtiendo medias verdades en verdades solemnes y absolutas. De acuerdo, nadie dudaba de que Washington hubiera desarrollado un papel importante, pero ¿hasta qué punto ello no había sido producto de la fortuna? Estaba en el lugar adecuado cuando, provenientes del San Felipe, llegaron dos desertores deseosos de hablar. Después, tuvo la suerte de no encontrar resistencia en la toma del convento de la Popa. Y ya está. Luego disparó desde allí sin peligro alguno para él y para sus hombres. Nada más. Bien, no existe victoria militar que no mezcle su pizca de osadía en la estrategia, pero de ahí a considerar que la meticulosa labor que él había desarrollado durante semanas carecía de toda importancia… Resultaba humillante. Y, además, tenía que soportar la humillación en silencio.
El resto de miembros del consejo decidió ponerse del lado de Vernon. Aquellos gusanos no deseaban que su posición se viera comprometida, de manera que no dudaron en secundar a quien daba las órdenes y ostentaba el mando. Con perspectivas, tras la conquista de Cartagena, de alcanzar cotas de gloria y poder inimaginables para todos ellos. Ni más, ni menos.
Bien, Wentworth se limitaría a soportar todo aquello y a recoger los honores que, tras la contienda, le corresponderían. Que serían muy inferiores a los realmente merecidos, pero que debería considerar como suficientes. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Rebelarse a estas alturas? No, imposible.
—Washington es un gran muchacho —respondió el general— y un gran estratega. Luchar a su lado no puede sino ser motivo de alegría, señor. Mantendré estos días de gloria en mi corazón hasta el día que muera. No hay duda.
Wentworth había optado por la solemnidad vacía de todo contenido. Qué diablos, si Vernon salía triunfante de aquella campaña, todos sus oficiales lo saldrían con él. ¿Que tendría que tragar un poco de saliva cuando Washington surgiera en la conversación? Dios bendito, en muchas peores se había visto a lo largo de su ya larga carrera. Que así fuera. Que el muchacho sacara todo el provecho posible de aquella circunstancia. Para ser justos, él habría hecho lo mismo en su lugar. El y todos y cada uno de los miembros del consejo. ¿Se convertía, así, en un gusano adulador más? No le cabía la menor duda.
—¿Y cuándo cree que podemos lanzar el ataque contra el San Felipe, general? —preguntó un cada vez más excitado Vernon.
—Creo que en la noche del diecinueve al veinte es la fecha adecuada —contestó Wentworth—. Para entonces, habremos disparado suficientes balas contra la fortificación como para que los que ahora se ocultan en sus entrañas no tengan demasiadas ganas de plantarnos cara.
—¡Fantástico! En ese caso, ¡adelante! ¡Conquisten Cartagena!
El resto de miembros del consejo asintió y todos comenzaron a hablar sin aguardar turno ni mantener la compostura. Pero, llegado ese momento, ¿qué más daba? El propio Vernon corría de un lado a otro preso de una excitación que se aproximaba peligrosamente a la plena locura. Cartagena bien debía merecerlo.
Wentworth aprovechó la algarabía para excusarse ante el almirante y regresar al campamento de la Manga. Mientras los demás lo celebraban, él tenía que disponerlo todo para el ataque. Ahí residía la diferencia esencial entre los oficiales de mar y los de tierra: que mientras unos beben hasta caer redondos, otros tienen que llevar a buen término las acciones por las que merece la pena emborracharse.
Las columnas de Washington y de Wentworth iban a encontrarse frente al flanco oeste del castillo de San Felipe. Así lo habían convenido pues los desertores españoles les habían asegurado una y mil veces que se trataba del punto más adecuado para atacar la fortificación con tropas de infantería.
—Existe una gran rampa de no excesiva inclinación a través de la que podrán subir miles de hombres en cuestión de minutos —había explicado el que decía llamarse Olaciregui.
—Miles de hombres en minutos —rubricó el otro—. Y al final hay una puerta secundaria que no dispone de gran protección. Será sencillo echarla abajo.
Pues exactamente eso era lo que necesitaba Washington: un punto por el que entrar con los granaderos para abrir una brecha que, luego, resultaría fatal para los españoles. Algo limpio y rápido. Llegar y tomarlo al asalto en menos de una hora. Con mayor complicación que el convento de la Popa, desde luego, pero no mucha más. Tenía la fuerza, disponía de la potencia y conocía la estrategia. ¿Podía salir algo mal?
Desde luego, Washington no sospechó en ningún momento que los desertores españoles no lo eran tanto. El muchacho estaba cegado por las ansias de victoria y por que al frente de la victoria se situara él en persona. Y es que durante los dos últimos días encerrado en la Popa, había fermentado en él un ansia tan cercana a la enajenación como la que Vernon, allá en Punta Perico, experimentaba en ese preciso instante: la gloria estaba ahí mismo, aguardándoles, y no existía nada ni nadie en el mundo que les impediría ir ahora y tomarla para sí.
Excepto Lezo. Lezo, ajeno a cualquier locura, había trazado un meticuloso plan del que Eslava no sabría decir si era genial o los condenaba a todos a la más flagrante de las derrotas. Sin embargo, como a un paso de la más flagrante de las derrotas ya se hallaban en ese preciso momento, le dejó hacer. Tampoco podía enfrentarse radicalmente a alguien que estaba tratando de salvarles la vida. Y, aunque lo hubiera hecho: ¿tenía alguna propuesta alternativa para salvar primero el castillo, y luego la plaza? No, no la tenía. Así que se calló y observó.
El plan de Lezo se basaba en que los desertores convencerían a los casacas rojas de que debían tomar el castillo por el oeste. Para lograrlo, no había dudado en sacrificar el convento de la Popa y encajar los varios cientos de disparos que durante dos días desde allí les habían lanzado. Además, mantuvo a todos sus hombres cavando trincheras muy al este para que así los oficiales ingleses les vieran y desestimaran esa ruta para acercarse al castillo.
De manera que el enemigo debía intentar el asalto por la rampa del oeste. Si así lo hacían, sabrían cómo rechazarles allí. Si optaban por otra estrategia para el asalto, aún disponía de cuatro o cinco planes adicionales. Lezo no había perdido el tiempo y, desde luego, no pensaba entregar el castillo y, posteriormente, la propia Cartagena, sin morir en el intento.
Puede que la suerte no sonría a los vencedores, pero sí lo hace con quienes con tanta fe y perseverancia la han invocado: los ingleses, en medio de la noche, avanzaban hacia la rampa oeste del San Felipe. Lezo, Eslava y una docena de oficiales más los observaban en silencio desde arriba. Se ocultaban tras las almenas y procuraban no realizar ningún ruido que pusiera en aviso al enemigo. Por eso, ni siquiera hablaron. Cuando Lezo creyó que todo lo que debía ver ya lo había visto, hizo una señal a Eslava y se encaminó hacia la planta inferior del castillo.
Allá, trescientos hombres aguardaban, bajo la supervisión de dos capitanes, a que alguien dijera algo. Estaban vestidos sólo con camisas blancas y unos calzones cortados a la altura de la rodilla. Todos ellos habían sido obligados a descalzarse y se les había hecho entrega de cuchillos y hachas: cada hombre portaría uno en cada mano, y nada más.
Fuera llovía copiosamente y la rampa se hallaba resbaladiza. Lezo lo sabía y por eso les ordenó desprenderse de cualquier calzado: pisando con el pie desnudo sobre el empedrado tenían muchas menos posibilidades de resbalar que haciéndolo calzados. Eso les daría una ventaja inigualable. Eso y el hecho de que ellos descendían al encuentro del enemigo, el cual ascendía con pertrechos, ropajes empapados y un miedo en el cuerpo que a más de uno paralizaría.
También se había insistido en que vistieran de blanco. La noche era cerrada y la visibilidad muy escasa, así que tenían que hacerse ver los unos a los otros: un hombre que vistiera de claro pertenecía a su bando; cualquier otro, era un casaca roja y merecía la muerte inmediata.
Y el plan terminaba ahí. Sin armas de fuego, sin inútiles mosquetes que en medio de la estrechez de la rampa nadie podría cargar tras el disparo inicial, sin, tampoco, demasiadas esperanzas de regresar con vida. Lezo así lo había explicado. Irían trescientos y se toparían con dos mil o tres mil. Quizás más. Y la mayoría nunca regresaría.
Quedaría muerto o herido en la rampa y nadie se ocuparía de él jamás.
—¿Algún problema sobre lo que les acabo de explicar? —preguntó.
Se hallaban todos reunidos en una estancia que no podría haber admitido un solo cuerpo más. Lezo estaba tan cerca de los soldados que Desnaux se vio en la obligación de apartar a uno de ellos con el brazo para que no ahogara al almirante.