Melocotones helados (15 page)

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Authors: Espido Freire

BOOK: Melocotones helados
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—La sencillez es la base de la elegancia —decía; era una de las frases que más repetían las revistas de moda, las de las fotos retocadas de la reina y las princesas—. Una mujer recargada es una mona adornada.

—La sencillez, claro, la sencillez —decían las mujeres del pueblo, que consideraban que si una había conservado joyas, o si había invertido sus valiosas horas en convencer a sus hombres para que se las regalaran, lo menos que podía hacer era lucirlas.

La única que realmente entendía de lo que Antonia hablaba era la maestra. Ella también defendía ardientemente la sencillez. A la pobre no le llegaba el dinero para otra cosa.

La mujer del médico fue la última en enterarse de la rechufla que se traían todos con su cuello de pieles. Cuando lo supo, ni siquiera sintió fuerzas para enfurecerse. Tenía en alta consideración a Antonia, que era, al fin y al cabo, una señora de la capital. Cortó el cuello de pieles en pedazos y forró con ellos una zamarra de su marido.

Cuando en el invierno Antonia rescató sus zorros y los vistió, orgullosa, en un entierro, y todos comentaron lo sencilla y elegante que iba siempre la de la pastelería, la del médico no entendió nada. Desde entonces miraba con un poco de rencor la zamarra abrigada del marido.

Antonia copiaba los peinados de las damas y de las cristianas mártires que veía en el cine en un cuaderno parecido a los de las recetas. Ella llevaba el pelo corto, en rizos foscos alrededor de la cabeza, de modo que no podía imitarlas, pero en menos tiempo del que nadie pensara, Elsita haría la primera comunión, comenzaría a conocer chicos, se casaría. Una chica peinada como una dama siempre se encontraría en mejor posición para toparse con un caballero. Era mejor estar prevenida.

Por supuesto, no encontraría ningún caballero en Virto. Antonia se había propuesto que Elsita no intimara en exceso con ningún niño, ni mucho menos con algún joven que pudiera conquistarla en poco tiempo. Si le permitía a César tanta confianza, se debía a que no sabía que a César, por ejemplo, le gustaba espiarlas a ella y a la tata cuando se desnudaban, allá de madrugada, y él continuaba de guardia en el obrador. Le gustaba también mirar a las parejas del pueblo, y era quien conocía todos los escondrijos habituales de los amantes. Varios padres celosos de su honra hubieran dado casi cualquier cosa por esos informes, pero César se sentía mejor callando los secretos más oscuros y guardados. Nunca se sabía para qué podían servir.

Se enteraba de los noviazgos y de las rupturas por las charlas de la tata, que se olvidaba de él con extraordinaria facilidad. Mientras ponía a Antonia al tanto de las novedades, César caminaba con pies de gato y se alejaba del horno. Si la niña entraba en la pastelería, Antonia la mandaba callar.

—¡Chist! Viene Elsita.

Sabían que era ella porque caminaba con pasitos cortos, a la máxima velocidad que la cuerda te permitía. Y él también tenía tiempo de aparentar que regresaba a su trabajo. A veces Elsita le tiraba de la mano.

—Vamos… juega conmigo… si no estás haciendo nada.

—¿Cómo que no? ¿No ves que tengo que atender esto?

La voz de Antonia llegaba desde la parte anterior.

—Juega un ratito con ella, César. En cuanto yo terminé, te aviso.

Con Elsita era capaz de sentirse gracioso y suelto. Con, las otras mujeres se le confundían las palabras, y acababa por hacer todo al revés. Bajaba la cabeza, acentuaba su sonrisa servil y se apresuraba a atenderlas. Le gustaba comer y, a escondidas, bebía bastante. En seguida perdió su aire juvenil, y trataba de ocultar su barriga apretando las cintas del delantal.

Poseía la capacidad de pasar desapercibido en todas partes. Cuando se hacían planes, se olvidaban de él sin mala intención. Él sacaba el mejor partido posible de esa cualidad. Si se escapaba media hora a la zona alta del monte, siguiendo discretamente a algunos novios furtivos, su ausencia no significaba nada. Y regresaba, acalorado e inquieto, a ocupar su lugar junto al horno.

A veces era más de media hora. Se prolongaban hasta que Antonia le echaba en falta, y se acercaba hasta la leñera. Pero siempre, en el último momento, antes de que ella pensara que César descuidaba su labor, él regresaba con un recado, un mensaje o dos cubos con carbón y ella se arrepentía de haber desconfiado de su empleado más fiel.

Faltó más de media hora, por ejemplo, la tarde en la que Elsita desapareció. Cuando Antonia se acercó hasta la casa de los maestros para felicitarlos, porque era el santo de la maestra, César acababa de descargar unos sacos de harina que le habían llevado. Y cuando Antonia regresó, divertida por la merienda y la compañía, estaba barriendo las cenizas que volaban del horno y que daban mal gusto al pan.

Entremedias habían transcurrido casi cuatro horas.

Los hombres de Virto tenían poco de disipados, pero de vez en cuando se embarcaban en alguna calaverada; antes de que alguno se casara, o cuando el mozo de tal casa se marchaba a quintas. A las mujeres les decían que se acercaban a Duino, a ver el fútbol, y con la conciencia más tranquila y la seguridad que daba el grupo se iban a correr la juerga.

—¿Quién falta? ¿Estamos todos?

—¡Quien falte ya no viene!

En Duino resultaban inconfundibles. Hombres de pueblo, con la cartera llena de billetes sobre el corazón. El maestro y Esteban procuraban caminar un poco aparte, para que se distinguiera bien que eran de otra clase. Al principio les costaba encontrar tema de conversación.

—¿Y Elsita? ¿Avanza en el colegio?

—Esa niña será lo que quiera ser. Yo que usted, pensaría en darle estudios.

Esteban reventaba de orgullo.

—Bueno, hombre, bueno —decía, reprimiéndose—. Se hará lo que se pueda.

Les impresionaba la gran cantidad de mendigos que había por las calles. No se veían pobres en Virto, salvo algún vagabundo de paso que pedía el favor de algo de comer. En Duino las esquinas estaban ocupadas por mujeres con niños sucios y viejos derrotados y llenos de piojos. Mendigaban con la mano extendida y una expresión quejumbrosa que los niños no tardaban en imitar.

—Esto es una vergüenza —decía Esteban.

—¿No habrá habido tiempo desde la guerra para acomodar a esta gente?

El resto de los aldeanos pasaban con cierta aprensión ante los pobres. Compartían la idea de que en la ciudad les robarían, o los estafarían, que no podían fiarse de nadie, y que todos leían en sus rostros que llevaban dinero, y que a la mínima oportunidad saltarían sobre ellos para quitárselo. De modo que los viejos mendigos y las mujeres cargadas de hijos se quedaban sin su limosna, sin su piedad y sin su tiempo.

Visitaban una casa de citas que se daba ciertos aires, con una patrona muy peripuesta y varias chicas jóvenes y monas que no compartían las ideas de la elegancia de Antonia. Las rubias eran las preferidas. Como Sanidad se les echaba encima a la mínima, las chicas cambiaban con cierta frecuencia. Paseaban ante los hombres, de la cortina del fondo hasta la ventana y vuelta. No se sentaban en sus rodillas, ni hacían carantoñas, como se estilaba en otros lugares. Los hombres se sentían con ello respetados. Visitar a las chicas venía a ser, poco más o menos, como ir al médico, como elegir un médico. Escogían la que más les agradaba, cumplía, y le pagaban. Si les agradaba cómo los habían tratado, añadían una propina.

—¿Cómo se llama ésa, la tercera?

—Sara.

—Yo me voy con Sara.

A veces dos de ellos se encaprichaban de la misma chica. No había problemas. Se jugaban al cara o cruz quién iba antes. La patrona se recostaba contra la cortina que hacía las veces de biombo y suspiraba, satisfecha. Si todos los clientes fueran así, la vida resultaría mucho más sencilla. Para todos. Pero siempre llegaba el dinero a complicarlo todo. O el alcohol. O el amor.

No siempre iban al mismo sitio. En una ocasión, alguien vio en un periódico el aviso de una compañía de variedades, con bailarinas afamadas, y se le ocurrió que sería interesante. El periódico pasó de mano en mano, y a todos les pareció estupendo.

—La compañía de Silvia Kodama —leyó uno—. Sólo por unos días, con su exclusivo espectáculo Las Mil y una noches.

Esteban levantó la cabeza, como si hubiera recibido un mazazo.

—¿Silvia Kodama?

Pidió el periódico. Silvia podía ser cualquiera de las muchachas de la ilustración, coronadas por un penacho de plumas impresionante y con pantalones moriscos de gasa. Podía también no ser ninguna.

—¿Tú conoces esa compañía, Esteban? ¿Merece la pena?

Negó con la cabeza.

—No, no la conozco. Sólo…

Ni siquiera pensó qué decir.

—El nombre me sonaba. Pensé que tendría algo que ver con alguien a quien yo había conocido. Un tal José.

—¿José Kodama?

—No, no. José, a secas. Uno que murió en la guerra. ¡Yo qué sé! Imaginaciones mías.

Quedó resuelto que acudirían al espectáculo. Las mujeres creían que la temporada de liga o de copa se extendía interminable, y nadie iba a sacarlas ahora de su error. Acudirían todos, salvo el médico, que no consideraba ético ausentarse por esos motivos y dejar a los enfermos desatendidos.

—No, no. Imaginad que ocurre cualquier desgracia y yo no estoy aquí porque he ido a Duino a ver a las señoritas del ballet. No me lo perdonaría nunca.

De modo que el médico se quedaba. Y César, el de la pastelería, que sonreía con aire adulador ante las historias de las conquistas, pero nunca había mostrado deseos de unirse a los demás.

Esteban pensó largo tiempo si acudir o no. Al fin, con la sensación de mentir a su mujer por primera vez, asistió. En el tren, mientras los demás bromeaban y hacían cabalas sobre hasta qué punto las bailarinas serían bailarinas y hasta qué punto odaliscas, él apoyó la frente contra el cristal y recordó el hotel Camelot y sus melocotones helados vertidos sobre Silvia, los modales de conquistador de Melchor Arana y la demoledora energía de Rosa Kodama. No solía preguntarse qué había sido de ellos. Para él, todo había terminado cuando cerró la puerta y dejó tras ella a Silvia y a Rosa sorprendidas, suplicándole que regresara, y una carcajada después.

Quizá alguna vez, cuando las cosas no le iban especialmente bien, cuando derretía manteca, por ejemplo, una tarea que Antonia siempre le reservaba, porque ella se ahogaba con el calor, pensaba, deprimido, que estuvieran donde estuvieran aquellas mujeres y su protector estarían mejor que él, exprimiendo la manteca y sazonando los chicharrones.

De la función de la compañía regresaron todos contentos, menos Esteban.

—Yo nunca pensé que existirían esas mujeres… —le contaban al médico, que sonreía, bondadoso—. Antes de venirnos les compramos unas flores y se las dejamos en los camerinos. ¡Y si vieras con qué soltura nos dieron las gracias? Cuando regresen, tenemos que volver a verlas. Qué movimientos, qué elegancia…

Evidentemente, los hombres de Virto tampoco comprendían el concepto de elegancia de Antonia.

—Bien —contestaba el médico—. Ya veo que estáis hechos unos conquistadores.

Durante varias semanas no hablaron de otra cosa. Si sus mujeres se acercaban, bajaban la voz y se hacían guiños cómplices.

Esteban no. No comentó la función. Antonia le notó taciturno, como en los peores tiempos de después de la guerra.

—¿Qué pasó? ¿Perdieron?

—¿Eh?

—El partido. ¿Perdieron?

Con las prisas y la mala conciencia se había olvidado incluso de consultar el resultado.

—No, son otras cosas… cosas del negocio… Dicen que va a subir mucho la harina… yo ya he hablado con Roque, pero…

Antonia mordía el anzuelo, y compartía la preocupación.

—Pues dile que si va a cambiar el precio, no vamos. Sí que están los tiempos buenos para aumentar los gastos.

—Eso le he dicho yo, que no son buenos tiempos.

No eran malos. Ni buenos. Eran los únicos que tenían.

Silvia Kodama, al menos, tendría sus joyas con las que enfrentarse a la vida. Un anillo con una perla. Otro con una esmeralda.

Fue lo único que les preguntó a sus amigos, a los que entraron a ver el espectáculo exclusivo de
Las Mil y una noches.

—¿Visteis si llevaba joyas?

—¿Quién?

—La dueña… la primera bailarina… esa Silvia Kodama.

—No… sólo salió a saludar, al final. Las otras chicas aplaudían.

Él se había quedado en el vestíbulo del teatro. Le palpitaba el corazón. Creía que si continuaba allí, Silvia sabría, de alguna manera, que él la esperaba, y que los dos se encontrarían al pie de la escalinata. Y sin duda, como había pasado siempre, al verla renacería la pasión, el punzante deseo de poseerla de hacía tanto tiempo.

Durante los primeros meses sin Silvia, la tentación de llamarla junto con el odio, el deseo de salir a su encuentro aunque sólo fuera para abofetearla luego había sido muy fuerte; pero se sobrepuso a ella. Al final, con el paso de los años, le pudo la certeza de que ella habría cambiado. Se habría convertido en Rosa, el rostro ajado y con el óvalo perdido. Y él, eso no le cabía duda, había cambiado también.

Le costaba creer que él, el honrado padre de familia, el avispado comerciante, había conocido otra existencia. Tratos con hombres enloquecidos por la guerra, que se reían cuando mataban a alguien en la calle, y se vanagloriaban de que nadie se les ponía por delante. La suave perfidia de Melchor Arana. Un local al que no había vuelto, que se levantó de la nada, con licor conseguido de contrabando, muchas sonrisas falsas y trabajo, siempre trabajo. Había compartido con otro hombre una madre y una hija. Y no hacía tanto tiempo.

O tal vez sí…

Demasiado tiempo…

Aquella noche en el teatro escuchó los aplausos, y Silvia aún no había aparecido. Ni tampoco ninguna mujer mayor a la que pudiera confundir con Rosa. El vestíbulo se llenó de gente, de caballeros con los ojos dilatados y sin habla. Fumaban, reían y mostraban su entusiasmo. Tal vez la función fuera buena, pero aquello era una reunión social, no un encuentro de aficionados a la revista. Entre ellos había también alguna señora, muy sonriente, delgada y elegante, a la que era adecuado llevar a esos espectáculos porque no daban opinión si no se les pedía, y callaban el resto del tiempo, sorbiendo con distinción su vasito de licor.

Sus amigos tenían prisa por irse a cenar y comentar lo que habían visto.

—Vamos, vamos… ¿Dónde te quedaste, Esteban? No te he visto.

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