Read Melocotones helados Online
Authors: Espido Freire
—Estabas tú como para ver nada —replicó él con la boca seca.
Volvió la cabeza; el teatro continuaba con todas las luces encendidas, y era imposible figurarse dónde quedarían los camerinos. Y Silvia en ellos, medio desnuda, envuelta en plumas, en joyas o flores de admiradores.
—Éste parece atontado…
Esteban se dio cuenta de que estaba dando la nota.
—Estoy un poco cansado… no me hagáis caso.
Y caminando con paso decidido se alejó de ella por segunda vez.
Regresó a su pueblecito, y terminó luego en una ciudad tranquila de misa de doce, de adoquines biselados y un sol austero que caía con la misma calma con la que brotaba la nieve. Un poco más desilusionado, y con los recuerdos embellecidos por la distancia.
Y muchos años después, mientras el abuelo Esteban buscaba esquelas en el periódico, mientras Elsa grande pedía un préstamo para abrir con Blanca su negocio, mientras la niña Elsa continuaba muda y quieta en el olvido, mientras faltaban aún un par de años para que esta historia comenzara, Elsa pequeña (la prima Elsa, Elsa cabeza loca, Elsa aficionada al café) caminaba por una senda intrincada en mitad del monte: le habían atado las manos, y las dos trenzas con las que se sujetaba el pelo le golpeaban contra la cara.
Era la tercera de la comitiva; otras siete personas la acompañaban, las siete apresadas por las muñecas, las siete vestidas con ropas estrafalarias y agotadas por la caminata. Otras cuatro figuras a caballo custodiaban la corta hilera; no hablaban entre ellos, ni se detenían a descansar. Elsa pequeña avanzaba arrastrando los pies, en el tercer día de la Purificación, y pese a todo se sentía feliz. Durante las noches dormían al raso, acurrucados unos contra otros, y sus ojos, agudizados por el hambre y la estancia en las montañas, se cuajaban de estrellas. Elsa comenzaba a distinguirlas, y recitaba sus nombres sin señalarlas.
—Boyero… Merak…
Cuando pasaba la semana de la Purificación, los hombres a caballo los conducían a un punto determinado, habitualmente un cruce de un camino con una carretera, y aguardaban allí a que llegara un autobús. Entonces les soltaban las ataduras y los saludaban inclinándose levemente. En ningún momento se habían librado de las máscaras que les cubrían la cara. Erguidos sobre los animales, con unas capas rojas y negras confeccionadas con un material vaporoso que se desgarraba entre las zarzas, y en las que destacaba el bordado del Grial, despertaban todos los temores que se habían olvidado en algún momento, al crecer.
Muchos de los compañeros de Elsa se impacientaban; deseaban superar los diez grados de Purificación para convertirse en uno de los Caballeros, aunque fuera del Rango Inferior. Admitían también mujeres entre los Caballeros, aunque su misión habitual dentro de la Orden fuera muy distinta.
Elsa pequeña no deseaba ser Caballero. No deseaba tampoco ser Sacerdotisa, mientras que la mayoría de sus compañeras no tenían otro objetivo. Su Guía charlaba a menudo con ella y la tentaba hablando de revelaciones y mitos.
—Siempre has sido una chica inteligente, con los pies en la tierra. El mundo necesita gente como tú. Sólo mediante el sacrificio conseguimos la sabiduría, y sin sabiduría no lograremos la Victoria en la Lucha. Y hablamos del bien y el mal, Elsa. Del bien y el mal.
Ella, por no defraudarle, intentaba mostrarse interesada en el ascenso jerárquico. Se llevaba a casa los folletos profusamente ilustrados de la Orden, y los dejaba entre la publicidad del supermercado en el que trabajaba. Esa era otra de sus funciones, anunciar y dar a conocer la Orden, pero ella se sentía especialmente incómoda abordando a la gente y contándoles cómo su vida había cambiado, y pidió con timidez que la relevaran de esa tarea.
—No muestras suficiente entusiasmo…. no te esfuerzas lo suficiente.
Elsa pequeña bajaba la cabeza y callaba.
—No puedo hacer más… de verdad, no puedo.
Vivía con lo justo, no visitaba a sus padres, no llamaba a sus amigos. No se relacionaba con nadie que no perteneciera a la Orden, Pagaba puntualmente el diezmo. Cuando por las mañanas se recogía el pelo en los vestuarios del supermercado, comprobaba en el espejo que la mirada asustada que desde siempre la había acompañado había desaparecido.
—Ésta soy yo… o no soy yo…
La sorprendía lo mucho que podía cambiar una persona en tan poco tiempo, con apenas unas ideas nuevas y la orientación adecuada. Como su Guía, una persona amable, una cara dulce.
En las pausas del trabajo, en las que se tomaba sus dos cafés negros, muy cargados, cerraba los ojos y se veía en el monte, demasiado cansada para pensar, un paso tras otro, las muñecas rozadas por las cuerdas, el pecho ahogado por el corpiño, pero libre. Libre. Entonces abría los ojos, volvía a su puesto, sonreía a la siguiente clienta y continuaba cobrando productos lejos de las estrellas.
La Orden daba una exquisita importancia a las vestiduras, que debían ser pudorosas y reflejar, al mismo tiempo, la jerarquía de la persona; antes de cada Rito, difundían las normas propias. La ropa actual, decían, exaltaba demasiado el cuerpo y apelaba directamente a los sentidos. Era necesario recuperar el antiguo espíritu, el ascetismo medieval que perseguían. Y Elsa repetía las palabras que le habían enseñado:
—Si el cuerpo se corrompe, ¿cómo podrá habitar en él el alma?
Las normas generales, impresas a todo color en un papel barato, exigían botones de madera, forrados en el caso de las mujeres, o sustituidos por cordones. Las faldas no debían mostrar el tobillo; durante los Ritos al aire libre, las Purificaciones o las Cazas, podían acortarse, pero en ese caso, una saya larga por debajo impedía escapes al deseo carnal. Las mangas debían ocultar los hombros y los brazos hasta el codo. El rojo y el violeta quedaban reservados para los miembros antiguos, el blanco para las Sacerdotisas y los Sumos Sacerdotes y el verde no se usaba salvo para los Ritos más sagrados.
—Que nuestra pureza acalle todos los rumores de los maliciosos —decían los Guías—. ¿Podéis creer que alguien pueda acusarnos de ir en contra de nuestros propios miembros?
Y todos reían, atónitos, ante tal desvergüenza. ¿Acaso no cuidaba la Orden de todos ellos? ¿Acaso no les indicaban el mejor modo de invertir su dinero, acaso no llegaban a indicarles su manera de hablar, de moverse, de vestirse?
Elsa pequeña guardaba plegada en el armario una lana muy fina, con mezcla de seda, de un vivo tono escarlata. A veces se la colocaba ante el cuerpo y ajustaba con sus manos la tela. Daba dos vueltas, bailando. Cuando le volvía la cordura, doblaba todo y lo ocultaba. Cosía muy bien, como sabía hacer bien otras muchas cosas, y por eso gozaba de alta consideración en la Orden; dentro de su jerarquía, por supuesto.
—Si lograras doblegar tu orgullo… —le indicaba el Guía—. Eres inteligente, y lo sabes. Y puede que esa inteligencia traiga tu perdición. La modestia, la confianza ciega en los designios de la Orden serán tu salvaguardia.
Y Elsa, a quien hacía mucho tiempo que nadie llamaba inteligente, inclinaba la cabeza, halagada, pero entristecida, en el fondo, porque reconocía que era cierto, que su orgullo terco le había causado demasiados problemas en la vida.
—Sé que poseo muchas habilidades —se confesaba a su Guía—. Pero me falta constancia para perseverar en ellas.
Cuando abandonó los estudios había aprendido a cortar patrones, coser y bordar; había dado clases de expresión corporal en un gimnasio, seguido de varios cursos de cocina avanzada y logrado un diploma que la capacitaba para ser practicante y hacer curas en cualquier hospital. Podía conducir cualquier vehículo, salvo camiones de gran envergadura, y tocaba la guitarra estupendamente.
—Estás desperdiciando el tiempo —decía su padre, exasperado—. ¿Adonde quieres llegar?
—Deja a la niña —replicaba la madre, la elegante tía Loreto—. Que al menos ella tenga oportunidad de escoger a qué quiere dedicarse.
Cuando se cansó de dar tumbos, quiso ser peluquera, y ese título se amontonaba, junto a los demás, en una carpeta. Durante una breve sustitución en una floristería aprendió a juntar con gusto flores secas y vivas, y a darles un aire oriental que entonces estaba de moda. Para entonces su madre ya no la defendía con tanto ardor, y de vez en cuando comparaba su vida alocada con la carrera firme y sin tropiezos de sus primos.
—Elsa grande y tú os parecíais tanto de niñas… Y ahora, ya ves, sois muy distintas.
Como no estaba dispuesta a soportar más discusiones y recriminaciones, se marchó de casa de sus padres, animada por unos cuantos amigos que compartían su filosofía de vida. Eran jóvenes, y pretendían exprimir a fondo sus días.
—Se presta demasiada atención a los títulos y a los estudios… ¿dónde queda la auténtica experiencia, la sabiduría que se obtiene mediante la vida?
Pero poco a poco sus amigos se asustaron ante el poco aprecio que se le daba a sus experiencias y a su sabiduría, y buscaron dónde colocarse. De pronto se vio sola. Nada de lo que había decidido servía. Ella también comenzó a trabajar en el supermercado cuando se le terminaron los ánimos y decidió no dispersar más sus fuerzas. Se encontraba cansada y sola. Ni siquiera lograba las fuerzas necesarias para arrojar de su casa a un novio egoísta, que la menospreciaba y que se negaba a renunciar por ella a amigos y borracheras.
—Veríamos adónde ibas sin mí —se jactaba.
Y Elsa pequeña bajaba la cabeza, y apretaba los dientes, dispuesta a tragarse las lágrimas en silencio, a acostar al novio hasta que le desapareciera la borrachera, a cualquier cosa antes que a reconocer ante su padre que había errado su camino.
Aquello era antes.
Porque hacía ya un par de años, una tarde, mientras esperaba al autobús, se le acercó un hombre alto, bien parecido. Pidió disculpas por molestarla, y se sentó junto a ella.
—Creo que tiene usted problemas —le espetó, sin más rodeos—, problemas que no comparte con nadie. Y creo que la están derrotando.
Elsa pequeña rompió a llorar. La idea de que los demás pudieran adivinar su indecisión y el temor que le causaba vivir siempre en el aire, alimentarse de nada, regresar a aquel piso hostil donde trataba de mantener una relación ya destruida, la aterrorizaba. La vencía, una vez más, su orgullo; y podía ser terca hasta la insensatez. El desconocido soportó pacientemente el llanto y las ideas entrecortadas, y se mostró dulce y comprensivo.
—Yo —dijo, y miró al vacío— he vivido así tantos años… Usted me recuerda tanto a mí… Caminaba también perdido, sin causa, sin rumbo…
Hablaron durante mucho tiempo. Tomaron un café, y luego otro. Elsa le contó gran parte de su vida, y los dos se sorprendieron al comprobar que parecían conocerse desde hacía mucho tiempo.
—Nada ocurre por casualidad —dijo el desconocido. Hurgó en los bolsillos y colocó una tarjeta sobre la mesa—. Los viernes nos reunimos para meditar. Un ritual milenario en esta sociedad moderna y pervertida. Al menos, ya tiene allí a un amigo.
La Orden del Grial. El Centro de la Orden del Grial.
Durante algunas semanas acudió a las clases de meditación, pero encontró ridículos algunos ceremoniales. No conocía el significado de la cruz templaria, ni los preceptos en los que la Orden se inspiraba, y pese a su espíritu tolerante, le costaba contener la risa ante algunas personas que se presentaban vestidas con atavíos medievales. Los locales, sin embargo, le gustaban. Espaciosos, llenos de luz, con un zócalo de azulejos celestes que le hacían sentirse en una piscina, y una moqueta mullida que permitía caminar descalza sin temores.
Aprendió a relajarse, a arrojar problemas de su mente y a dejarla limpia, como una pizarra en la que pudieran escribirse nuevas ideas. Se sentaban en el suelo, con la espalda reclinada contra una silla o la pared, y hablaban de sus problemas. Elsa pequeña leía manuales por su cuenta y se tranquilizaba. La Orden del Grial no se apartaba de las milenarias técnicas que habían guiado y ayudado a tantas personas. Se admiró ante la capacidad de entrega y sacrificio de algunas personas, que dedicaban su tiempo a los drogadictos más desdichados; y sintió como suyos los logros de los demás.
—
Y yo
—pensaba—
que he desperdiciado mi tiempo y mis fuerzas de manera tan egoísta…
Tras la meditación llegaron las clases teóricas, un rayito de esperanza en la oscuridad. Comenzó a distinguir los Rangos, aprendió el significado de los Ritos, y pronto supo distinguir una Purificación de una Caza. Frente a la humanidad malvada y saturnina, el Centro de la Orden representaba un barquito para náufragos, el oasis en el desierto. Elsa pequeña se mostraba ansiosa por aprender, y devoró las enseñanzas que le dieron a una velocidad mayor de la normal. Escogió como Guía al desconocido de la parada de autobús.
—Las casualidades no existen —reían los dos, y Elsa se sentía orgullosa de que el resto de los Novicios envidiaran su buen entendimiento con su Guía.
Tras las clases llegaron los Ayunos. Pretendían favorecer las visiones, y a quienes así lo deseaban, les suministraban unas esponjitas impregnadas en líquido, que aceleraban el proceso. Animales totémicos, viajes a otras dimensiones, regresiones a vidas pasadas, vistazos al futuro… Después de un Ayuno todo parecía al alcance de la mano. Elsa pequeña caminaba de un lado para otro debilitada, con los ojos plagados de chispitas blancas y rojas, pero había dejado de interesarse por el cuerpo y su dolor.
—Estoy bien —decía a sus padres por teléfono—. Dejadme en paz de una vez.
Tras los Ayunos, llegó la Reclusión. Durante varios días oraban y meditaban, sin apenas dormir, ni comer, en un edificio de cemento completamente remodelado en el interior. Paredes encaladas, vigas oscuras, unos cuantos crucifijos. Un monasterio. Las mujeres y los hombres sólo se veían en los paseos: uno matutino, en el que recorrían un patío interior en el sentido de las agujas del reloj, y otro crepuscular, en dirección inversa. Ni miradas, ni guiños, ni gestos entre ellos.
Cuando la Reclusión finalizó, Elsa pequeña fue bautizada con agua y sangre en el nacimiento de un río.
—Bien venida al seno de la verdad, a los brazos de la auténtica doctrina. Sé una hija obediente y útil, y abre tu corazón a la luz.
Las Sumas Sacerdotisas, con sus aladas túnicas blancas, daban vueltas alrededor de los neófitos y cantaban tonadas entretejidas con alaridos agudos. Esa noche, ya como miembro de la Orden de pleno derecho, pudó elegir a un compañero para romper, por unas horas al menos, su voto de castidad.