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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (23 page)

BOOK: Melocotones helados
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—Sí. ¿Qué pasa?

—No, nada. Pero pareces enfadada.

—No estoy enfadada. Serán imaginaciones tuyas.

En las fiestas de la facultad, en las que sus compañeras cambiaban de pareja y trataban de convertirse en otra persona cada trimestre, Elsa grande no había variado de acompañante ni de aspecto. Durante cinco años, Rodrigo frecuentó unas reuniones que aborrecía, firmemente aferrado por la mano de una Elsa correcta, de mirada gélida y poco incitante. A ninguno de los dos les gustaban esas fiestas, pero Elsa creía su deber acudir, y Rodrigo hubiera muerto antes que dejarla ir sola. Quienes contaban, quienes ostentaban el poder, los profesores, los críticos, censuraban a las jovencitas que se mostraban ansiosas y promiscuas, que daban demasíadas muestras de descaro, de independencia, de arrogancia. Lo que no impedía que la mayor parte de ellos se involucraran más de lo que debieran con esas mismas muchachas. Secretamente, la mayor parte de ellos temía que en poco tiempo irrumpieran con fuerza y desbancaran otros alumnos y becarios por los que ellos habían apostado. Acogían los chismes sobre ellas con gran alborozo. Nadie podría confiar en una profesora con tal pasado. Estaban a salvo.

Nadie podía contar ningún chisme de Elsa grande. Ni era casquivana, ni descarada, ni siquiera demasiado aduladora o ambiciosa. En la mayor parte de las clases pasaba desapercibida.

—No tiene vida —era lo más que decían—. No creo que tenga mucho talento.

Pese a su intachable reputación, y al compenetrado noviazgo, ella había tenido sus aventuras, por supuesto. Un fotógrafo amigo de Blanca, forastero en la ciudad, que las había visitado hacía dos años. Un compañero de su hermano Antonio, arquitecto, como él, a quien no había vuelto a ver, temerosa de enamorarse. Otro chico de quien no sabía nada, también bajo la complicidad de Blanca, en una noche en la que las dos habían salido a divertirse juntas. Los recordaba con cierta altivez; habían cedido con facilidad en cuanto ella se había despojado de su falsa displicencia y había accedido a mostrarse dulce, un poco frivola y superficial, Algo que jamás había funcionado con Rodrigo.

—Es el poder —decía Blanca—. Es eso lo que me atrae de estas cosas: el poder sobre ellos. Si yo quisiera, comerían de mi mano.

Elsa no llegaba a esos extremos, pero disfrutaba también sabiéndose en posición ventajosa sobre aquellos chicos.

—¿Qué les dices tú? —le preguntaba a Blanca en las tardes que pasaban juntas en el estudio; con pocas ganas de trabajar.

Blanca sonreía.

—Cualquier cosa. ¿Qué más da? Creen cualquier cosa que les diga.

Nadie como ella mentía en historias. Había perdido ya la memoria de cuando había comenzado a contarse historias también a ella misma. Cuando ella, el colibrí, había comenzado a mentirse.

Ellos, los hombres,
mentían,
qué duda cabía de ello. De esas mentiras hablaban menos. De las evidentes,
te amo, qué bonita eres, haría cualquier cosa por ti, en estos momentos huyo de una relación seria, acabo de pasar por una historia muy complicada, sabes que podría enamorarme de ti,
se burlaban. Los ridiculizaban e imitaban.

—Haría cualquier cosa por mí, me dijo… ¿Se pensará que soy tonta? Y yo le miraba muy seria, y le decía que sí, que sí…

—Si al menos —proponía Elsa grande, absorta— fueran un poco más originales…

Así era más fácil. De otro modo no hubieran soportado la certeza de ser utilizadas del mismo modo en que ellas pretendían utilizar a los hombres. Esa desesperada sensación de no ser amadas, de no significar nada más que un cuerpo y una noche para la otra persona.
Nunca te he visto por aquí, sabes que eres preciosa, no tengo novia en este momento, eres una mujer impresionante. No busco nada serio, sólo pasar un buen rato.
Sí, definitivamente, así era mucho más fácil.

Rodrigo no hablaba nunca de aquel modo, no hacía promesas que no pudiera cumplir; no hubiera mentido ni para salvar la vida. Ni siquiera sabía callar algo que molestara su conciencia. Pero si bien nunca se molestó en aprender a mentir, logró ser un maestro en las artes del silencio. En su trabajo valoraban su honestidad y el modo concienzudo, puntilloso, de dedicarse a su labor, y llevaba camino de ascender hasta cotas impensables rápidamente. Daban la enhorabuena a Elsa grande.

—Te llevas un buen partido, ya puedes cuidarlo.

Por su parte, si su banco lo hubiera querido así, se hubiera ofrecido como voluntario para una acción suicida
.
No le preocupaba figurar, y no se metía con nadie, aunque, en su fuero interno, despreciaba soberanamente a la mayor parte de la gente con la que trabajaba. No tardaba en desenmascarar a los farsantes y a los gallitos, y dejaba que se estrellaran solos. Fuera quien fuera el más popular entre sus compañeros, él sabía bien a quién acudían sus superiores cuando precisaban a alguien de confianza, un trabajo bien hecho o, simplemente, un juicio de valor.

—¿Y Luis? ¿Qué opinión te merece?

Se encogía de hombros.

—No me gustan esos hombres que se broncean como si tuvieran necesidad de ir maquillados. Además, ni siquiera sabe hablar sin hacerse un lío. Si nota que le observan, tartamudea… no vale para expresarse en público, ni para presentaciones de ningún tipo.

Todos reían.

—Yo no quiero ser tu enemigo, Rodrigo…

—¿He dicho algo que sea mentira?

El director de sucursal les cortaba.

—Rodrigo tiene razón. A mí tampoco me parece competente. Eso es lo bueno de Rodrigo. Desconfía siempre. El mundo es de los desconfiados.

Desconfiaba también de Blanca, la amiga de su novia. En general, sentía recelos ante alguien que supiera manejar con arte las palabras. Mientras los otros hablaban y se perdían entre las redes doradas de las historias, él observaba sin pestañear a quien intervenía y descubría lo que realmente quería decir, lo que quería vender envuelto en, palabrería tan aparente.

Sin embargo, nunca sospechó que Elsa le hubiera sido infiel. No concebía que alguien pudiera cometer alguna acción indigna o vergonzosa y no lo dijera. No se dio cuenta de que Elsa grande sabía jugar mejor que él a las tretas del silencio. Tampoco, pese al cariño que le tenía, se le hubiera pasado por la mente la idea de que su novia fuera más capaz, o más inteligente que él. Admiraba su creatividad, consideraba muy interesante su mentalidad, pero su hábito de creerse superior a los que le rodeaban enturbiaba a menudo su visión.

Había cosas que se caían por su propio peso. Las mentiras. Las apuestas sin un respaldo importante detrás. El exceso de confianza. Confiaba en Elsa grande porque sabía que no era aficionada a ninguna de estas cosas, y por lo tanto, estaba ciego a cualquier evidencia que le pudieran presentar. Aunque le hubieran hablado de aquellos deslices de su novia, del fotógrafo amigo de Blanca, del arquitecto amigo de Antonio, no los hubiera creído. Y la mayor ceguera de todas, estaba sinceramente enamorado de ella.

Nunca se lo había dicho. Se hubiera muerto de vergüenza. Cuando ella se lo preguntaba, él asentía. Todo lo más, la besaba cerca de la oreja.

—Sí.

Los días cinco de cada mes le mandaba un ramo de flores a su casa. Se habían conocido en un miércoles cinco, en un cumpleaños. Los días diecisiete tocaban rosas: él se había declarado en un domingo diecisiete. No olvidaba los aniversarios, ni los cumpleaños y, de vez en cuando, si Elsa demostraba un interés muy grande por alguna cosa, un libro, las entradas para un concierto, una cena en un restaurante nuevo, él se lo conseguía. La mayor parte de las veces también él leía el libro, o Elsa acudía al concierto o al restaurante con él, de modo que el efecto romántico se malograba, pero el hecho quedaba ahí.

—Rodrigo —le defendía Elsa grande ante sus padres— inspira confianza, y le conozco bien. ¿Qué más puedo pedir?

—Pero, hija, al menos alguien con sangre en las venas…

Elsa grande se enfurecía. Sus padres querían un aventurero para ella, un superhombre o cualquier otro disparate.

—¡Tiene sangre en las venas!

Si Rodrigo se hubiera atrevido, si hubiera roto la capa de rígido control que le apresaba, hubiera compuesto canciones y bellas frases. Le gustaban las películas con héroes decididos e historias de amor intrincadas que, al final, se resolvían gracias a la determinación del protagonista. Era atractivo; lo sería más si sonriera más a menudo. Ante su espejo, en el cuarto de baño, por ejemplo, sonreía de modo irresistible, de frente, de tres cuartos, con la cabeza inclinada de modo que las cejas convertían su mirada en un rictus torvo. Cuando terminaba de afeitarse, finalizaban las sonrisas. Tal vez dentro del cuarto de baño quedara un galán, un hombre de acción, un sentimental incurable; pero una vez fuera, Rodrigo trabajaba en un banco, ahorraba para comprar un piso y celebrar una boda, y miraba con malos ojos a los que empleaban en la vida real las muecas que él dedicaba a su espejo.

Esa noche, día par, Elsa grande llamó religiosamente a Rodrigo, y luego, después de colgar, se aferró de nuevo al teléfono. Quería hablar con Blanca.

—Estoy bien —la tranquilizó—. Pero quería charlar contigo.

—Ayer hablé con tu madre —dijo la voz de Blanca, tan cercana—. Está preocupada porque le has dicho que no trabajas nada.

—No tengo ganas de trabajar.

—Entonces, no se lo digas a tu madre. Luego, a quien no me deja trabajar es a mí.

Elsa sonrió. Se imaginaba a su madre en pleno ataque de preocupación.

—¿Y tú? ¿Estás bien?

—Para lo que me va a servir quejarme…

—Además, sí trabajo —replicó Elsa—. Estoy con un retrato de Rodrigo. Sí trabajo, de verdad. Y quiero que me hagas un favor. Dos favores, en realidad. Busca por el estudio unos bocetos en verde y negro y mándamelos. Deben de andar por la mesa, o en una de las carpetas de la ventana.

—Creo que sé cuáles son. ¿Qué más?

Elsa grande se quedó callada.

—¿Qué más?

—Nada. Nada, nada mas. Que me lo envíes. ¿Te acordaras?

Había ahogado otras palabras.
Vete donde mis tíos, pregunta por mi prima, entérate de si está bien, intenta averiguar si ya saben su paradero o si la mantienen oculta.
Le pudo la indecisión, y el miedo a la reacción de Blanca. Blanca, que estaba enferma, a quien no debía colocar en ese compromiso. Pero, por otro lado, nadie más podría hacerle el favor. No se atrevía a pedírselo a su madre. Con su padre no había ni que contar.

Elsa pequeña. Que había vuelto a cobrar importancia en el momento menos apropiado.

Esa tarde, junto con el boceto de su novio, había encontrado un autorretrato trazado a toda prisa en los días de las llamadas desconcertantes. Lo dejó sobre la cama, y se inclinó para observarlo.

La Elsa del papel estaba asustada, y no era ella, Elsa, la artista, la pintora, Elsa grande, la nieta mimada. Tal vez su pelo, su mandíbula más dulce fueran las suyas, pero la mirada, los ojos dilatados y llenos de pavor no le pertenecían. En su propio retrato asomaba Elsa pequeña, aquella prima desconcertante y lejana.

Que había traicionado a la Orden del Grial. Que había desaparecido luego en el aire, sin nadie detrás, padres, amigos, nadie que presenciara su huida. Que la había llevado a ella a Duino, a la ciudad llena de azulejos y colores, y lejanía y ausencia.

Por primera vez Elsa grande se olvidó de su desgracia y pensó en la otra. Hacía mucho tiempo que no la veía, dos años, pudiera ser que más; desde su época de cajera en un supermercado, o incluso antes, cuando era camarera en una disco. Se la había encontrado en el médico. Elsa grande acudió en busca de un certificado para Antonio, que preparaba todo para marcharse al extranjero, y, a regañadientes, se dejó convencer para ahorrarle un poco de tiempo a su hermano.

—¿Qué te cuesta a tí? —le habían dicho sus padres—. Tú estás harta de ir allí. Te atenderán antes que a él.

De vez en cuando acompañaba también a alguno de los ancianos de la residencia, y conocía bien los suelos blancos, asépticos, del consultorio, las grandes plantas que, sin ser artificiales, parecían serlo.

—Sí —rezongaba ella—. Para eso sirvo. Como animal de compañía, y para hacer los recados.

Estaba aún de mal humor y hablaba con la enfermera, por si podía evitar la espera. Entonces vio a su prima sentada junto a la puerta. Muy delgada, con mal color, ojerosa. Se acercó a ella con alegría no fingida, y se dieron dos besos.

—¿Qué haces aquí?

Elsa pequeña se encogió de hombros con desdén.

—Una revisión. Mi madre no calla con que debo estar anémica.

—Bueno, las madres… —Elsa grande sonrió, intentando parecer jovial.

Se sentaron las dos juntas.

—¿Qué tal te va?

—Bien… ¿y tú?

—Bien también.

Elsa grande observaba los esfuerzos de su prima por no fijar la mirada en ningún lugar; intentaba mantener una actitud de dignidad, como una princesa que, por algún error, se hubiera visto obligada a codearse con plebeyos. Parecía no escuchar, y Elsa grande no sabía si era que ella hablaba demasiado rápido o si Elsa pequeña tenía la cabeza en otra parte. Quizá le hubiera mentido y estuviera allí por algo grave, o al menos, preocupante. Entonces la enfermera llamó a la mayor de las primas. Parecía que, efectivamente, Elsa grande se había saltado la espera.

—Bueno… —dijo.

—Bueno… —repitió la menor.

—Algún día de éstos me pasaré por La Ultima Batalla.

Era la discoteca donde Elsa pequeña trabajaba. Se miraron durante un instante.

—Si no te das prisa, ya no me encontrarás allí. La semana que viene comienzo en un supermercado.

Elsa grande mostró una educada sorpresa.

—¡Qué bien! ¿No?

Muy pronto llamaron a Elsa pequeña. Con sus pasitos desgarbados y la tez macilenta entró en la consulta. Y ya no se vieron a la salida. Ni en dos años.

En realidad, no volvieron a verse nunca.

Si de nuevo se hubieran encontrado, es posible que no reconociera a su prima. No con su pelo corto, sin su hermosa melena nacarada, no con su nuevo aire saludable. Y mucho menos en las playas de Lorda, una muchacha desconocida más, de camino a la compra. Una chica que, una vez vista, se olvidaba rápidamente. Que no sabía, que no tenía ni idea de que otra Elsa, tan similar a ella, tan distinta de ella, había recibido mensajes en blanco en su lugar. Papeles blancos, amenazas de peligro.

Cuarenta y cinco años antes la nina Elsa era firmemente conducida de la mano al monte. Nadie se molestó en enviarle un aviso, aunque fuera en blanco. Tenía ocho o nueve años, y hubiera podido leer cualquier cosa, incluso la letra enrevesada de su amiga Leonor.

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