Melocotones helados (24 page)

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Authors: Espido Freire

BOOK: Melocotones helados
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Nadie la avisó. Tal vez por ello se entretenía, ya muerta, en enviar presagios: los huesos blancos y livianos con los que Elsa pequeña se tropezó, poco antes de escapar en el monte, eran los suyos. Fue ella, ya fría y azul, con el aliento de la vida acabado, quien le susurró a su hermano,
entiérrame, Carlos, no me dejes sola en mitad del monte, no permitas que me olviden, no te vayas nunca del todo, Carlos.

Elsa grande, acechada por el peligro allá en forma de llamadas en Desrein, le quedaba demasiado lejos. Ni con su mejor voluntad hubiera podido aparecer ante ella, ni siquiera en sueños, para hacerle una advertencia:
huye, escapa, encontrarás otra tierra.
Al fin y al cabo, ella sólo era el fantasma de una niña pequeña. Recorría el monte entre los gráciles espectros de las lagartijas, y se sentaba a veces sobre una roca, cerca de un barranco, para contemplar Virto.

Elsa grande, olvidada de su desgracia al recordar a su prima, pensó de pronto en los estragos que causaba la pasión. En Blanca, en el verano tan lejano que terminó con la muerte de John Swordborn, en la enemistad feroz que separaba a su padre y su tío, en la tozudez exenta de lógica de Elsa pequeña, en su hermano Antonio, vehemente y volcánico como el pirata que parecía ser.

Pensó en ella, el búho.

En los días normales, se sentía aliviada de no pertenecer al otro grupo, a las enfermas de amor y desvelo. Conocía a tantas mujeres, a varias de sus amigas, que corrían en pos de la pasión como si un perro las persiguiera… Del mismo modo que no se atrevieron a ir con ellas a los cursos de verano de Lorda, no se atrevían a nada en su vida, y dedicaban todos sus esfuerzos al amor, a conseguir amor o imaginarlo. Cuando el amado se escapaba de sus manos, pasaban una temporada desconcertadas y perdidas.

—Se fue mi felicidad. Ahora no siento nada, tan sólo dolor, añoranza, recuerdos.

Elsa odiaba verlas así; parecían animales sin amo. Existían otras cosas, incluso para ellas, que se negaban a verlas. El trabajo, la devoción a los padres, las charlas con las amigas, los pequeños disgustos porque la ropa no sentaba bien o la peluquera no atinaba al cortar las puntas. Existían los hijos y sus enfermedades y sus dientes, las excursiones a la playa y los conciertos de jazz.

Para ellas no. Con el hombre desaparecido, el mundo había terminado. Entonces avistaban un nuevo hombre y el proceso comenzaba otra vez.

—Jamás me he sentido así… no de este modo, no tan amada, tan comprendida, tan llena de alegría…

A Elsa grande la invadía una inmensa pereza cuando pensaba en ello. Si le hubiera tocado esa suerte, si se hubiera encontrado entre las sacerdotisas del amor y las diosas de las sábanas, se habría esmerado sinceramente por mantenerse a la altura; pero no siendo así, respiraba con serenidad y se ocupaba de otras cuestiones.

Eso era en los días normales. Cuando se quedaba sola, la tata en Virto, el abuelo quién sabía dónde, en algún lugar con ancianos y periódicos, con varios bocetos extendidos por la cama y el suelo (unos días antes habían sido antiguas fotografías, menús de festines terminados hacía mucho tiempo, consomé tres filetes, mero a la parrilla con salsa Victoria, melocotones helados), cuando se quedaba apagada y tan triste que añoraba incluso voces que subieran por el patio de vecinos, riñas, carcajadas, cualquier ruido, hubiera dado lo que le hubieran pedido por ser de otra manera.

Pero amaba a Rodrigo. A su modo, sin estridencias, lo amaba. Se había amoldado a él como la cera derretida, sin variar su esencia; sólo había cambiado de forma. Necesitaba a Rodrigo como el respirar, pero no hubiera pensado nunca en el aire como en algo que amara. Se negaba además a pensar en amores que llegaran hasta la muerte. Veía a Blanca, la aterrorizaba Blanca, y al mismo tiempo le causaba una envidia malsana su furia, su desesperación por sentir las cosas. Sin duda era así también como su prima, Elsa pequeña, se enfrentaba a la vida.

Como la rivalidad entre su padre y su tío no era ningún secreto en la familia, Elsa grande se cuidó mucho de explicar a sus padres demasiados detalles sobre su prima, la Orden del Grial y las amenazas. Con los años, los dos hermanos habían cambiado mucho. Carlos se reveló, definitivamente, como un hombre robusto, lleno de músculos, de pelo blanco, parecido a la familia de su madre. Miguel era más alto, más espigado, sin una gota de grasa, y se había quedado medio calvo. En la tienda nadie discutía sus órdenes, ni contradecía sus propuestas. A Carlos, en cambio, nadie le tomaba en serio. Era eficiente, llevaba en la compañía más años que nadie, conocía secretos que otros hubieran sabido utilizar; pero no le servía de gran cosa.

Miguel había sido un elegido. Carlos, sencillamente, un hombre con los ojos bien abiertos. En realidad, las cosas no habían cambiado tanto. Las cosas nunca cambiaban demasiado. Sobre todo, para las víctimas.

Esteban, el Esteban que leía las esquelas y los recuerdos, nunca conoció del todo la historia de Silvia Kodama, una víctima más, una víctima engañosa que se ocultaba tras anillos con esmeraldas. Era una historia vulgar, que ni siquiera merece la pena ser contada. Había resultado ordinaria incluso con la presencia de la guerra, de modo que de haber vivido en tiempos de paz nadie la hubiera recordado. Hubiera pasado por cafés y teatros y lugares de mala muerte hasta envejecer y gastarse.

Mirado de ese modo, la guerra vino a ser su salvación. No tuvo otra. Silvia se negó a que Esteban la salvara. Renunció a cualquier cosa que no fuera limitarse a estar tumbada sobre la cama, escuchando la radio y sobreviviendo.

Esa noche, en Duino, la tata preparó tortas con chicharrones, una golosina para Elsa grande, que sólo las probaba en casa de su abuelo. Las alabó hasta la exageración, pero la tata se encogió de hombros.

—Nada, nada, no me cameles. No hay manera, la manteca no es como la de antes. Huele a sebo.

—La manteca es como la de toda la vida. Como si antes no le echaran porquería. Hasta con jabón la engordaban —replicaba el abuelo, que también comía las tortas con agrado—. Están muy ricas, mujer, créenos.

La tata movía la cabeza.

—Cómo se nota que usted no ha andado mucho en la cocina.

Y el abuelo, que había olvidado las tardes en la cocina por orden de Antonia, derritiendo manteca y pensando en las Kodama, bajaba la cabeza y continuaba comiendo.

—Eso también es verdad.

Rompiendo con sus normas, Elsa grande le habló de esas tortas en la nueva carta a Blanca. No quería parecer preocupada por ella. Resultaba terriblemente difícil medir sus palabras, comportarse calculando las reacciones de Blanca con cuentagotas.

—Que no se ponga triste, que no se emocione, que no coma, que no empiece de nuevo.

A veces mantenían las dos unas conversaciones cargadas de optimismo y buenas intenciones. Otras, cuando Blanca recaía, o se encontraba peor, el optimismo desaparecía, y las buenas intenciones parecían burlarse de las dos.

Unos meses antes, Blanca había abandonado médicos y terapias. Llegó furiosa por la mañana, vestida dé verde vivo, y dio un portazo al cerrar el estudio.

—Estoy cansada de que me escuchen amablemente. ¿Qué siento por mi padre? ¿Qué siento por mi madre? ¿Cómo sufrí su separación? He reconstruido tantas veces mi vida que ya no sé qué versión prefiero. ¿Qué recuerdo de mi primer año de vida? ¿Cómo voy a saber qué recuerdo de mi primer año de vida?

Elsa le apretó el hombro, y le colgó la chaqueta en el perchero.

—¿Qué vas a hacer, entonces?

—Nada. —Levantó las manos y mostró las palmas, como si se rindiera—. Me entrego a mi madre. A estas alturas, sabe tanto como cualquier experto. Y resulta más barata.

Después de una recaída fuerte, Blanca había sido internada en un centro especial que ofrecía una terapia intensiva, y durante dos meses compartió vivencias con otras enfermas. La mayoría eran muy jóvenes, poco más que niñas, con una cabeza desmesurada para su cuello delgado: adormideras sobre tallos endebles. O redonditas y suaves, con la piel estragada por estrías debido a los cambios de peso.

Las medían y las pesaban todas las mañanas, las obligaban a terminar su plato sin rechistar, y las mantenían ocupadas el resto del día con talleres de arte, de música, y puestas en común. Para muchas, ese régimen de internado les devolvía la vida. Si la enfermedad, si la fobia y el amor desmedido hacia la comida eran atajados en sus inicios, podían pasar de puntillas por aquella ladera peligrosa y no regresar. Otras, pese a todos los esfuerzos, no lo conseguían. Morían.

Blanca había escondido sus hábitos por demasiado tiempo. La enfermedad se había hecho crónica. Incluso allí dentro, en el centro, sabía burlar la vigilancia de las enfermeras y saltarse el programa, Cuando lo abandonó, no había avanzado gran cosa; ayudó cuanto pudo a las demás, y la visión de aquellas niñas contagiadas por el mismo mal le reforzó la idea de condena, de sino inevitable, de avanzar con calma hacia el final.

—¿Nada más? —continuó preguntando Elsa grande—. ¿No vas a hacer nada más?

Blanca se sentó y apoyó la barbilla sobre las dos manos.

—No tienen ni idea —dijo, al fin—. Ni uno de esos expertos ha sabido indagar donde debían. Tu madre. Tu padre. Alguien que se burló de mí y me llamó tal o cual. Un paso turbador a la adolescencia. Una sexualidad despierta. ¡Paparruchas! ¡Ni siquiera saben por dónde buscar!

—¿Qué dicen respecto a lo de Lorda? —se atrevió a preguntar Elsa.

—¿Lo de Lorda?

—Sí… ya sabes. El curso de verano en Lorda.

Blanca hizo una pausa. Una pausa marcada, que mostraba sus dudas entre mentir o arriesgarse a revelarle algo más.

—Nada.

—¿Nada? ¿Les has hablado de ella?

Un posible cliente se acercó al escaparate del estudio y contempló las fotos de la última boda. Luego se marchó.

—No.

Historias. Contaba historias para encantar a los demás. Para engañarlos.

—Si continúas así…

—Si continúo así, ¿qué? Todos dicen lo mismo. Todos me amenazan. ¿Con qué? ¿Con la muerte? ¿Crees que me importa mucho morirme? Si tuviera el valor suficiente, hace mucho tiempo que me hubiera matado. ¿Qué hay aquí que me importe?

Elsa grande movió la cabeza. Su amiga se le acercó y la abrazó por la espalda, como siempre hacía.

—Perdona —dijo en voz baja—. No me lo tengas en cuenta. Estoy cansada y rabiosa. Hay cosas que me importan. Te lo prometo. Nunca me suicidaría.

La víspera de la partida de Elsa grande a Duino, Blanca apenas durmió. Cenó en su casa, como una más de la familia, y luego, cuando estuvieron solas, contuvo las lágrimas como pudo.

—No te va a pasar nada —aseguró—. Ya lo verás. Regresarás muy pronto, y olvidaremos esto. No te creas tan importante… No van a volver a acordarse de ti. Dentro de un par de años nos reiremos de todo esto.

Lo creía de veras. Si hicieran daño a Elsa, si mataran a Elsa como habían hecho con John, la muerte se habría burlado de ella, llevándose a su amiga después de hacerle a ella tantas promesas. La había acariciado tanto tiempo, sin atreverse a dar el paso final… Y desde hacía muchos años, desde poco después de que se iniciara su angustia, la muerte era una de las pocas cosas en las que tenía confianza.

Era día impar, y el teléfono interrumpió la carta que estaba escribiendo, la carta de los chicharrones. La tata llamó a la puerta.

—Es para ti.

Elsa grande se levantó y caminó hacia el salón. Esperó a que la tata entrara en la cocina.

—Hola, Rodrigo.

—Hola, cielo.

Mientras hablaba, fijó su mirada en una mesita que había pintado de azul vivo. En el lugar en que se unía el tablero con las patas había quedado una franja muy estrecha sin pintura.


¿Qué estoy haciendo aquí?
—se preguntó, y nada le respondió—.
¿Qué demonios estoy haciendo aquí?

Calló, con el teléfono en la mano. Al otro lado de la línea se hizo un silencio molesto.

—¿Estás ahí?

Ella asintió con la cabeza, al tiempo que contestaba:

—Sí.

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

—Es sólo… preocupación, agobio… no sé… paso mucho tiempo sola… Antes o después esta tensión debía de estallar por alguna parte… No me hagas caso. Estoy bien, estoy bien. Estaba escribiendo a Blanca, ¿sabes? Además, mis padres… en fin, ya me conoces. Me preocupo por cualquier cosa. La tata hizo tortas con chicharrones, y le dijimos que estaban bien, y le pareció que lo decía por decir. Me he disgustado un poco… Se lo estoy contando a Blanca… ya ves qué tontería. Como si no tuviera suficientes cosas por las que preocuparme.

Aquella maldita mesa mal pintada. Toda una vida mal pintada, mal cubierta con barnices. Quiso gritar. Se ahogaba ante el teléfono. Estaba obrando de manera inadecuada. Rodrigo se preocuparía, se volvería loco de inquietud. Y sin poder hacer nada. Estaba lejos, atado por el trabajo. No podía hacer nada.

—¿Qué te preocupa, Elsa? ¿Qué es lo que pasa?

Ella movió de nuevo la cabeza, como si pudiera verla. —Vén, Rodrigo.

Luego lo repitió, con la voz enturbiada por las lágrimas.

—Ven, Rodrigo. Necesito que vengas. Por favor, ven a verme.

9

Rodrigo pasó ante el viejo mendigo de la esquina y su perro mendicante de ojitos cerrados. No prestó atención a la tienda de orfebrería y plata de la plaza, con sus juegos de tocador aristocráticos y macizos. Dejó atrás el café modernista
(los jueves, bingo)
y su mampara de retales de vidrio de colorines. Ni siquiera posó la mirada en el cruel cartel despintado que anunciaba que en algún momento se había vendido allí carne de potro.

Debiera haberse fijado con interés, haber demorado la vista en todo ello, pero Rodrigo, tan minucioso por lo habitual, como ya se ha dicho, no se mostró particularmente metódico en esos detalles. Se detuvo ante el portal indicado, subió hasta el tercero y allí le abrió la puerta Elsa. No había dudado, no consultó el número y el piso, que había repetido como una letanía a lo largo de todo el viaje. Ante ella se quedó sin palabras. La encontró hermosa, melancólica, desconocida. No era hablador, su misión no era componer bellas frases. Hizo un gesto con los hombros
(aquí estoy, al fin he venido a por ti, cómo pudiste creer algún día que te abandonaría),
y sonrió ante su sonrisa.

Es preferible no narrar esto. Elsa grande no se lo hubiera contado a nadie, a Blanca, todo lo más, tendidas las dos sobre la cama en una tarde de confidencias. Por otro lado, su encuentro no fue nada extraordinario. No hubo un choque de cuerpos y lenguas como si se aprestaran a una batalla, ni sintieron con especial placer el tacto de pétalo de la piel, no hubo situaciones inverosímiles ni el éxtasis compartido. No hubo frases apasionadas ni llantos entrecortados.

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