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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (28 page)

BOOK: Melocotones helados
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—¿De qué hablas?

—Hablo de Silvia, de lo que le estamos haciendo a Silvia. Me voy.

Rosa no pareció muy extrañada.

—Cada cual es libre de tomar sus decisiones.

Esperaba lágrimas, súplicas, una muestra de cariño al menos, pero Rosa continuó doblando manteles, como hacía todas las noches, y no se conmovió.

—Llévate al menos algo de dinero —le dijo ella, y le tendió, doblado, un fajo de billetes.

Él se quedó con ellos en la mano, mirándolos, como si no supiera qué hacer con ellos. Luego se levantó, tendió una mano a Rosa, que se la estrechó tibiamente, y salió del café.

Vagabundeó por Desrein hasta la madrugada, hasta que comenzó a refrescar y sintió que los efectos de la bebida desaparecían. Le dolía la cabeza, y pensaba con un poco más de claridad. El dinero que Rosa le había dado le quemaba en el bolsillo.

—Yo he puesto en ese negocio más que nadie
… —pensó de pronto—
. ¿Con qué autoridad me despacha esta mujer como si fuera un mendigo, con una limosna? Las cosas no pueden quedar así.

Todo le pareció carente de sentido; la llantina de Silvia, una rabieta sin importancia. Las palabras de Arana, menos altivas y más lógicas.

—Soy demasiado susceptible —reflexionó—. Al fin y al cabo, ¿qué me han dicho tan grave como para que yo me marche? Ni que fuera la primera vez que Arana dice algo que me desagrada, o que Silvia arma una escenita de las suyas. Y mi reacción es marcharme. Algo ha cambiado. ¿Qué me pasa? Estoy cansado…

Sólo la actitud de Rosa se salía de lo normal. Además, aun en caso de irse, su ropa, un par de trajes y las elegantes corbatas que había comprado obedeciendo las indicaciones del otro se habían quedado allí. Se encaminó al café a buen paso. Había salido sin abrigo, en el furor de los primeros momentos, y tuvo que frotarse los brazos para entrar en calor.

La planta baja donde se confundían el café y la vivienda de las Kodama no despertaba hasta muy tarde. Esteban buscó la llave de la puerta en su monedero, y abrió con cautela. Durante el desayuno se disculparía y se excusaría en las tres copas de aguardiente. Si no preguntaban, si los mohines de Silvia no continuaban, ni siquiera tendría por qué decir nada.

Oyó voces, y se le cayó el alma a los pies al pensar que esa noche le había dejado el campo libre a Arana. Pero eran las dos mujeres. Charlaban en la habitación de Rosa, sin dejarse vencer por el sueño, y de vez en cuando, reían, Esteban pegó la oreja a la puerta. Escuchó. Hablaban de él. De Melchor Arana. De un plan que había dado resultado. Silvia ya no lloraba. Al contrario, parecía muy satisfecha, orgullosa ante las alabanzas de su madre.

—Ahora —decía la voz convincente de Rosa— debemos pensar en tu carrera. En todo lo que Melchor te ha prometido. Esto es el comienzo, nena. Te lo digo yo. Con que cumpla la mitad de lo que ha prometido…

La puerta estaba entreabierta, y la luz de la mesita, encendida. Esteban asomó la cabeza, muy despacio. No podían verle. Las dos miraban al techo, al círculo de luz que esparcía la lámpara.

—Vamos a dormir un poco —dijo Rosa—. Dime la verdad, ¿vas a echar de menos a ese hombre?

—No —fue la respuesta de Silvia, segura y cortante—. Ya sabes que no.

La mano de Silvia surgió bajo la colcha y tanteó en busca de la pera de la luz. Durante un momento, Esteban vio que el anillo que le había regalado, el coqueto anillo con la perlita blanca, había desaparecido. En el dedo índice llevaba una sortija nueva, un enorme anillo con una esmeralda. Ya no era suya. Estaba marcada, como una vaca. Ahora pertenecía a Melchor Arana.

No recogió sus trajes, ni las corbatas, ni se detuvo a pleitear por su parte del negocio. Llenó una bolsa con cuatro objetos que necesitaba y marchó a pie hasta la estación. Los excesos de la guerra habían terminado. Como muchos otros, había comenzado de nuevo su vida aquel día en Navidad, bajo las hogueras y la algarabía de la victoria, pero Esteban había tomado el camino equivocado. O tal vez el error hubiera comenzado antes, el día en que se resignó a marchar a la guerra, cuando conoció a José, el desreinense, y se dejó seducir por un mundo que no era el suyo.

Ya daba igual. Una historia vulgar, sin tremendismos, sin amores terribles que le consolaran del egoísmo de aquellas dos mujeres rastreras. Las cosas regresaban poco a poco a su lugar. Y junto con las cosas, Esteban ansiaba volver a su sitio de origen. A Duino. A su maletita de viajante, a cualquier situación que le borrara de la mente los últimos meses. No quería encontrar a nadie que le conociera. En lo que a él se refería, acababa de nacer. Silvia Kodama había sido su madre. Acababa de cortar el cordón umbilical, y se sentía dolorido, frío y perplejo.

Quizá por eso nunca olvidó a Silvia, porque había sido su madre, quien le había abierto camino en otra vida y quien le había matado; Elsita, en cambio, sólo fue su hija. No le dio nada, ni la vida, ni la muerte. Unas pocas horas de alegría, a lo largo de su existencia. Unas cuantas horas de dolor, antes de desaparecer definitivamente.

No había sido suficiente, no había dejado suficiente rastro. Por eso había olvidado a Elsa.

También aquella historia, otra historia que falta por contar, tal vez porque nunca había sido contada del todo, había comenzado por la tarde, un día especialmente aburrido en que Leonor no había salido a jugar con ella, las niñas de la plaza se habían mostrado especialmente hostiles y Manzanito y Toby, los abnegados amigos invisibles, no respondían a sus llamadas.

Era la hora tranquila que sigue a la comida, y la mayor parte de los niños permanecían aún en sus casas, ayudando a sus padres. Sólo los hijos de Esteban y Antonia habían regresado a la plaza. Habían comido solos con la tata; les había dado una manzana a cada uno y los había despachado, porque ella misma debía regresar sin demora a la pastelería.

Elsita marchó con sus hermanos, remoloneando y de mala gana. Durante un rato los vio jugar a las canicas. Suspiró y se levantó de su banco.

—Voy a llamar a Leonor.

—Vale. No tardes.

Los maestros estaban en mitad de la comida, una comida de excepción, por ser el santo de la maestra, y la invitaron a sentarse.

—No, gracias… ¿puede venir a jugar Leonor?

—Puede. Pero tiene que terminar de comer, y dormir un poquito de siesta. El sol está muy alto, y os puede hacer daño.

Las dos niñas protestaron.

—Nos quedaremos a la sombra… de verdad… y no correremos. Estaremos quietecitas en el banco.

La maestra sonrió.

—Está bien. Pero déjala que coma primero. Cuando termine, te irá a buscar.

Elsita se fue, y el maestro levantó la cabeza del plato.

—No pensarás en dejar ir a Leonor con este calor.

—Claro que no. Pero no las puedo tener llorando a mi alrededor todo el día.

Leonor continuaba comiendo, tan tranquila. Ya se le había olvidado que Elsita acababa de estar allí.

La niña regresó a la plaza saltando por los adoquines. Uno no, uno sí. Sus hermanos no se habían movido. Carlos iba ganando.

—Espera —dijo de pronto, y se levantó,

—¿Adonde vas? —preguntó Miguel.

—A por el resto de las canicas.

Se refería a las vulgares, a las metálicas que guardaban en una caja, en casa.

—¿Para qué?

—Vamos a jugar una partida gigante.

Miguel se encogió de hombros, y se sentó con su hermanita. Le tiró cariñosamente del pelo.

—¿Qué haces?

—Nada… espero a Leonor.

Esa semana le tocaba a Miguel cuidarla. Reñía menos con ella, pero a veces se olvidaba de que existía, si algo más importante aparecía. La cogió por las piernas y se la subió a la espalda.

—Vamos, te doy una vuelta.

Elsa se agarró a su cuello y se sujetó bien. Recorrieron la plaza y volvieron al banco de origen.

—¡Arre, arre!

Y Miguel relinchaba. Entonces vieron que no estaban solos. Patria volvía al lugar de los juegos, y sonreía al verlos. Elsita le cogió la mano a su hermano. Mientras estaba con él, Patria nunca se mostraba hiriente ni despectiva.

—¿A que no eres capaz de hacer eso conmigo? —preguntó Patria.

Miguel la sopesó con la mirada, una muchacha seca y endurecida.

—¿Que no?

Por sorpresa, se lanzó sobre ella y la alzó en alto. La sostuvo durante varios segundos, mientras ella, encantada, se debatía.

—¡Bájame, bájame!

Patria se colocó de nuevo el pelo detrás de la oreja, y suspiró.

—¿Y los demás? ¿No ha venido nadie?

Elsita negó con la cabeza.

—Entonces —continuó la otra, sin apartar los ojos de Miguel—, hoy no tienes excusa. Anda, Miguel… ven a dar un paseo conmigo… Vamos hasta la Lobera.

—¿Con este calor?

—¿Puedo ir con vosotros? —preguntó Elsita.

Patria negó sin mirarla.

—No, que te cansarías.

Entonces, Miguel cedió. De pronto comprendió que no era el paisaje desde la Lobera lo que Patria quería que él viera. Sonrió, un tanto azorado.

—Elsita, quédate aquí hasta que vuelva Carlos… Dile que yo vuelvo en seguida. Pero no le digas dónde he ido. —Y como vio que ella comenzaba a protestar le dio un empujón—. ¡No empieces! Nadie quiere a las lloronas.

Elsita obedeció. No por Miguel, ya que ella se había llevado empujones más fuertes que aquél, sino porque no quería ir a ningún sitio con Patria. Vio cómo los dos tomaban la senda hacia el monte, y movió la cabeza. Quiso saber la hora. Miró hacia la torre de la iglesia, pero el sol le quemó la vista, y durante un momento vio una mancha roja.


Cuando sea mayor, tendré un reloj
—sé prometió.

Carlos tardaba, y decidió acercarse de nuevo a casa de Leonor. Total, si no había nadie en la plaza, daba igual que se quedaran a jugar en la casa que fuera. Se puso en pie, tiró del vestido con pajaritos para que no mostrara arrugas y se marchó por la calle lateral.

Por eso cuando Carlos regresó con las canicas no la encontró, ni a ella ni a Miguel. Durante un momento se quedó parado en mitad de la plaza, desorientado. Luego se enfureció. En seguida llegaron los otros niños, y tuvo con quién jugar, pero aquello no le consoló. Cuando Elsita y Miguel aparecieran, se iban a enterar de lo que significaba dejarle tirado. A él.

Como Miguel no estaba, los otros le aceptaron como jefe.

Miguel regresó muy pasada la hora de la merienda. Pese al
cuidado
con que Patria y él se habían quitado las hierbas, traía una bolita espinosa prendida al pelo, y un aire de culpabilidad evidente. Como se quedó callado, y no discutió que Carlos debía mandar en los juegos, la temible bronca quedó aplazada.

—No imparta
—pensó Carlos—
. Luego. Delante de mamá.

Los dos pensaban que Elsita estaba con el otro. Cuando llegó la hora de cenar, y aún no había aparecido, la echaron de menos, pero aún no se preocuparon. Estaría en la casa de los maestros. Antonia sintió dudas de pronto. Ella se había pasado la tarde allí, y no había escuchado chistar ni a Leonor ni a Elsita. Pero a la fuerza debía de estar en casa de los maestros. La tata fue a buscarla.

Luego, esa noche, todo el pueblo salió a buscarla.

Leonor no había terminado aún de comer, o al menos, eso le dijeron. Malhumorada, Elsita regresó de vacío a la plaza por segunda vez, pero, para variar, escogió la calle vieja. Su madre, que en esos momentos abandonaba la pastelería en dirección a la casa de los maestros, tomó, precisamente, la otra calle. Elsita, saltando sobre un pie, y luego sobre el otro, se encontró con César.

—Hola, Elsita. ¿No te hará daño este sol tan fuerte?

—No…

—¿Adonde vas?

—A la plaza, a jugar.

—¿Tú sola?

A los mayores nunca les preguntaban adonde iban. En el caso de César hubiera sido interesante, porque se marchaba al monte, a espantar el aburrimiento. Con mucho secreto, la tata acababa de comentar con Antonia que, todos los días, a la hora de la siesta, Carmen, la niña más guapa del pueblo, se veía con el hijo de Roque en el almendral de éste. Nadie los había visto aún juntos, pero la tata, que no era tonta, había atado cabos, y estaba segura de que no podía ser de otra manera.

—A ver si no qué va a buscar Carmen al monte a esa hora en que la gente de bien se queda en casa, durmiendo.

César, cautivado por la posibilidad de observar lo que nadie conocía aún, había esperado a que Antonia se marchara y la tata regresara a la casa para ocuparse en otras cosas. Y como tantas otras veces, se había deslizado sin ser visto.

—¿Tú sola?

Elsita asintió con la cabeza, alicaída.

—¿Y cómo es eso?

—Carlos se ha ido a casa, y entonces ha venido Patria donde nosotros y le ha dicho a Miguel, ¿vamos al monte, a la Lobera?, y Miguel ha dicho, bueno, y a Leonor no la dejan salir, de modo que no tengo a nadie.

César abrió mucho los ojos.

—¿Miguel y Patria se han ido al monte? —Y luego calculó edades, y le encajó todo—. Vaya, vaya.

Sonreía. Con aquello no contaba. La tarde se presentaba más interesante de lo que creía. Años más tarde sonreiría de igual modo ante las revistas con mujeres que salvaba de la quema. Se dirigió al sendero del monte, y luego, como si dudara, se detuvo. Se volvió a Elsita.

—Voy al monte, a coger moras, ¿Quieres venir conmigo?

Y Elsita, emocionada ante la idea de que alguien quería pasar un poco de tiempo con ella, corrió a darle la mano. Luego, los dos juntos, subieron al monte.

Mientras tomaban la senda hacia la cumbre, César dudaba entre acercarse primero al almendral o a la Lobera. Hizo cálculos del tiempo que los llevaría llegar allí, y del que permanecerían las dos parejas en cada lugar. Elsita, que caminaba a su lado parloteando sin pausa, no le dejaba concentrarse.

—¿Para qué me la habré traído?

Siempre preparaba alguna excusa convincente, por si le sorprendían; según la temporada, eran caracoles, o setas, o castañas. Le había parecido que nadie sospecharía de una niña y un hombre respetable cogiendo moras entre las zarzas.

—¿Que hago ahora con ella?

No quería que viera nada, ni, mucho menos, que se enterara de lo que veía él. Elsita cortó el hilo de sus reflexiones.

—Sí que vienes preparado. No has traído cubo para las moras.

—¿Ah, no, lista? Lo que pasa es que nos las vamos a comer todas. ¿Te gustan las moras? ¿Sabes el mejor modo de comerlas?

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