Melocotones helados (29 page)

Read Melocotones helados Online

Authors: Espido Freire

BOOK: Melocotones helados
3.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se acercó a una zarza y engulló unas cuantas exagerando los gestos.

—¡Ñam, ñam! ¡Hmmmm! ¡Qué buenas!

Elsita se echó a reír y le imitó.

—¡Ñam!

Continuó comiendo moras y diciendo
ñam
hasta que se aproximaron a la Lobera. Entonces César le dijo que se callara. Dio unos pasos con extremada cautela y se asomó a mirar entre dos arbustos.

—Creo que ahí hay un jabalí —dijo en voz baja—. Espera aquí, voy a mirar.

Elsita permaneció muy quieta y silenciosa junto a un árbol. Nunca había visto un jabalí, y en su lista de miedos estaba muy por debajo de la peste, la viruela o los enfados de la tata, pero había escuchado a los mayores, y sabía que era algo de lo que preocuparse.

—¡Ten cuidado! —le susurró a César, tan valiente, que avanzaba hacia allí.

César le hizo una seña, sin mirarla, apartó los arbustos y, con la pericia de quien es un maestro en la materia, se aproximó lo más posible a Miguel y Patria.

Tumbado en la Lobera, Miguel, alto para su edad, tan espabilado en otras cosas, estaba aprendiendo mucho y muy rápidamente de Patria. Y lo que estaba descubriendo le gustaba. No era la primera vez que ella subía allí. Las niñas como Patria crecían pronto. Alguien se encargaba siempre de ello.

César regresó junto a Elsita al cabo de un momento.

—¿Se ha ido? —preguntó ella.

—Sí, se ha ido.

—¿Le has espantado?

—Sí, con un palo —dijo él.

La niña le miró llena de admiración.

—Yo me he quedado aquí quieta.

—Así me gusta, que seas obediente.

Se alejaron un poco. A César le corría prisa por llegar al almendral y terminar una tarde realmente fructífera.

—¿No comes más moras? —le dijo a Elsita—. Mira, por aquí hay muchas.

—¿Adonde vamos ahora?

Tuvo que repetir la pregunta.

—Pues vamos hacia allí, ¿ves? A ver si puedo cazar ese jabalí.

—¿Sólo con un palo? —preguntó ella, con los ojos muy abiertos.

—Claro. No me he traído la escopeta. Pero tú tienes que ayudarme.

En un intento por atajar, César avanzó por la loma del monte. Esa parte quedaba más al descubierto, y desde ella se divisaba todo Virto. En otras ocasiones se detenía para admirar los tejaditos como de juguete y la torre de la iglesia en la distancia; pero temía llegar y que Carmen y el de Roque se le hubieran escapado ya.

—¡Mira qué bonito! —gritó Elsa—. ¡Se ve mi casa! ¡Mira, César, se ve la pastelería!

—Sí, ya veo.

La niña, además, le retrasaba. Dejaron la loma y pasaron al otro lado del monte. El almendral quedaba bastante más abajo, pero Elsa no podría bajar por allí. César pensó un momento. Luego fingió haber visto de nuevo al jabalí.

—Tú no te muevas —le dijo—. No vayas a perderte. No cojas miedo, que no hay nada que temer, y en seguida vuelvo a por ti.

—No me marcho, no te preocupes —prometió ella, y se sentó sobre una roca.

Esta vez, César tardó más en regresar.

Tardó tanto que Elsita comenzó a aburrirse. De vez en cuando, entre las peñas aparecía una lagartija. Brillaba al sol como una tela cara por un momento, y luego desaparecía. El calor había aflojado un poco, pero continuaba fuerte, y Elsa se limpió la frente con un pañuelo.


¿Cuánto tiempo mas tendré que estar aquí?
—se preguntó.

Al guardar el pañuelo se encontró con su cordelito embreado. Recordó, un poco avergonzada, que había pasado todo el camino dando saltos, y que las damas no caminaban así, como las cabras, de modo que se ató los pies, primero una vuelta en torno al tobillo, así, luego el otro, y por fin amarrados de modo que entre ellos quedara la distancia de un brazo extendido.

Caminó con precaución entre las piedras, porque los primeros pasos eran siempre complicados, hasta que se acostumbraba a no dar zancadas, y se acercó por ver si venía César. Ni rastro de él. Avanzó hacia el otro lado, hasta la loma, porque le había gustado la vista de Virto desde tan lejos, allí quieto en la llanura, y de los campos geométricos, surcados por las acequias.

Vio también la vía del tren, un alambre endeble que se extendía durante muchos kilómetros y que brillaba menos que el río bajo el sol.

—Si ahora pasara un trenecito…
—deseó, y trató de calcular la hora.

Con un poco de suerte, podría convencer a César para que se quedaran allí hasta que pasara un tren. Sentía la cara sucia, y se la limpió de nuevo con el pañuelo.

—Me he debido de poner buena de moras.

También se había manchado el vestido, y no estaba del todo segura de que las manchas de mora se fueran. Las de sidra, desde luego, no. Su padre se había vertido por encima media botella, y ahora empleaba aquella camisa y aquel pantalón para andar por casa. Su madre se había enfadado mucho, y eso que no fue por su culpa. El corcho de la botella no ajustaba bien, y se había derramado. Las de mora, estaba por ver.

Entonces vio a Miguel, que bajaba al pueblo por la senda por la que ella había subido. Se había quitado la camisa, y la llevaba sobre un hombro. Unos metros atrás iba Patria, intentando mantener el paso. Y ninguno de los dos sabía que un jabalí andaba suelto.

Por un momento, se sintió tentada de no avisarlos. Al fin y al cabo, la habían dejado sola, mientras ellos se iban a jugar y se dedicaban a sus secretitos. Si los mordía el jabalí, les estaría bien empleado. Pensó en arrojarles una piedra. Luego se dejó llevar por sentimientos más apacibles, y con un ademán lleno de dignidad que hubiera hecho palidecer a cualquier princesa de sangre real, se recostó sobre un tronco y se quedó callada, hinchada por el resentimiento.

Al final, ya arrepentida por su mal corazón, llamó:

—¡Miguel!

Se puso en pie, y quiso correr hacia ellos. Había olvidado el cordel. Se tambaleó, quiso mantener el equilibrio. Perdió pie. Resbaló varios metros por la ladera, demasiado asustada incluso para gritar. Se golpeó la cabeza contra las peñas medio ocultas.

Para cuando unos matorrales frenaron su caída, había muerto ya.

Miguel y Patria, con un fondo de vergüenza por lo que acababan de hacer, continuaron en silencio. Les pareció que unas rocas rodaban más arriba, en la ladera del monte, pero cuando volvieron la cabeza todo había cesado. Si atajaban y saltaban la acequia llegarían al pueblo antes de que nadie se percatara de su ausencia. Cuando llegaron al pueblo, se encontraron con Carmen y el hijo de Roque, que charlaban al fresco, junto a la casa de la chica. Se miraron por un momento, sin sospechar nada los unos de los otros.

Al fin y al cabo, cada uno tenía su vida.

Pesé a que se deslizó de través sobre los desniveles, Cesar se perdió lo mejor de la escena del almendral. Vio, eso sí, a Carmen medio desnuda, y se quedó con la impresión de que los del pueblo exageraban. En unos pocos años, sería una mujer corriente, gorda, con un rostro fresco y ojos vivos, y muy poca cosa más.

Regresó hasta donde había dejado a Elsita, y no la vio. Dio unos pasos hacia la ladera, y la llamó varias veces.

—Demonio de niña
—pensó—. Se
ha escapado.

Eso le dejaba a él en una delicada situación. Si se le ocurría mencionar cualquier cosa de la excursión al monte, del almendral, de la Lobera, César tendría que recurrir a mentiras convincentes. Y sin duda algo diría, por lo menos, del jabalí.

Nadie los había visto subir, de modo que, en el peor de los casos, siempre le quedaba el recurso de reírse de ella y de admirarse ante la imaginación de la niña. Jabalíes. Peste, viruela, amigos invisibles. Elsita se enfurruñaría con él una temporada, pero se le pasaría. No le quedaba otro remedio. Nadie más jugaba con ella. Debía regresar a Virto lo más rápidamente posible. Sólo faltaba que la niña llegara antes que él y comenzara a contar historias.


¿Cuánto tiempo más tendré que estar aquí?
—se había preguntado. Pudo haber salido del monte tres noches más tarde, cuando Carlos la encontró. Pero en lugar de llevársela de allí, él firmó su estancia definitiva. La enterró y calló, quién sabía por qué. El miedo obligaba a adoptar resoluciones extrañas. De eso hacía ya mucho tiempo.

Al fin y al cabo, la ladera no era tan mal lugar para vivir. Lagartijas con el sol, caracoles y babosas amigables los días de lluvia. A veces, no muy a menudo, alguien pasaba por allí, pero Elsita no se atrevía a darles conversación. Si lo creía muy urgente, llamaba, con la esperanza de que sus advertencias fueran escuchadas. Otras veces sabía que de nada serviría chillar y alertar del peligro; era un fantasmita pequeño, apenas el espectro de una niña, y hacía todo lo que podía.

Eso era lo terrible de la muerte. Gritar y que nadie la oyera. Presenciar en silencio las desgracias. Como le pasaba con Elsa pequeña.

Porque, andando el tiempo, también buscaban a Elsa pequeña en otra ciudad, otra gente. En otra historia no contada, que tampoco sería nunca contada.

Ella, Elsa pequeña, en su historia desconocida acababa de tomar la decisión de huir de la ciudad. No se sentía segura en Lorda. Le parecía que se había pasado toda la vida leyendo un libro escrito, un manual con normas que debía seguir para no defraudar a los otros, y que, de pronto, las hojas del libro estaban en blanco. La obsesionaba una imagen: aquella ladera desde la que había visto Virto, aquella vista tan semejante al cuadrito que había en su casa. Allí había despertado ella. Lo recordaba con milimétrica precisión: las manos atadas, el pelo trenzado. Sus pies que pisaron algo similar a ramas quemadas, a huesos muy viejos, que crujieron bajo su peso.

Para distraerse, había comenzado a leer libros sobre bosques y animales salvajes, pero en seguida los abandonó, asqueada. Buscaba en ellos la confirmación de que el hombre había pervertido la naturaleza, pero comprobó con asombro que los osos machos devoraban a veces a las crías de las osas, que los monos llegaban a ser caníbales, y que existían ballenas asesinas que surcaban los mares con la potencia de transatlánticos.

Una mañana, mientras contemplaba su propio rostro deformado en la cafetera metálica del local donde siempre comía, y donde había desayunado, se echó a reír. No existía justicia humana; ni tampoco, por lo que ella podía apreciar, divina. Sólo existía ella, Elsa, los límites confusos de su vida. Decidió que no iría a trabajar, ni tampoco a los Juzgados, para desesperarse por la falta de noticias.


Caminaré por Larda. Iré a la playa, tomaré un poco el sol, si me apetece, me bañaré desnuda. Al fin y al cabo, soy joven, soy bonita, es verano. Tengo derecho a sentirme viva.

Se olvidó de ojos espías que la vigilaran, y salió del café. Se detuvo ante un escaparate, y entró a comprarse un traje de baño. Tal vez fuera excesivo, incluso para ella, bañarse desnuda.

Fuera de la tienda, dos hombres fingían interesarse por unas hojas de periódico tiradas en el suelo. Cuando Elsa pequeña salió y continuó caminando, perdieron súbitamente el interés y la siguieron.

Elsa pequeña había comprado un traje de baño rosa que le hacía parecer una niña: tenía dos florecitas en los tirantes, primorosamente confeccionadas con lazos verdes. Era el único que había encontrado de su talla. Podía contarse las costillas, y el hueso de la pelvis se marcaba bajo la tela, pero, en conjunto, se sintió bien, reconfortada por el sol y la brisa marina.

Todas las preocupaciones parecían quedar muy lejos. Se obligó a no pensar en nada, salvo en mover la toalla si la marea subía hasta su altura. Era un día entre semana, y poca gente se había acercado a la playa. Volvía a sentirse coqueta y animada, e incluso le pidió a un chico que se sentaba cerca que le extendiera bien la crema por la espalda.

—Gracias.

El chico, un miembro de la Orden que había tenido que comprarse a toda prisa un equipo de playa para acercarse a ella y no perderla de vista, le sonrió.

—Es un. placer.

—¿Quiere un poco? —le preguntó, con la loción solar en la mano, porque el chico presentaba una piel lechosa que comenzaba a enrojecer.

Hacía mucho tiempo que no coqueteaba, y ya casi había olvidado cómo hacerlo.

—No, no. Me dan alergia esos productos.

Elsa pequeña no le prestó más atención. Se tumbó con la espalda aceitosa al sol y se adormiló. El chico de la toalla de al lado hizo una seña. Desde el malecón, otros dos hombres le respondieron. Oscureció en la playa, y unas cuantas gaviotas revolotearon sobre los contenedores de basura. Elsa pequeña comenzaba a sentir frío, pero no se sentía con ánimos para regresar a su casa. Tenía el pelo enmarañado, y se lo peinó con los dedos. Luego, con un suspiro, se puso en pie, sacó de la bolsa la falda y el jersey ancho y se vistió. Cuando llegó a las escaleras que subían hasta el paseo, sacudió la arena de un pie, y luego del otro.

Hacía varios meses que no salía de casa a aquella hora, y la sorprendió la animación de la zona playera. Las terrazas estaban llenas de gente, y ella desentonaba con la ropa. A todos les había dado tiempo adueñarse y a cambiarse para encajar en los bares de la noche. Elsa pequeña esperó el autobús sin saber qué haría luego.


¿Y si salgo? Puedo llamar a alguna de las chicas de la asociación. Bailar…

Era jueves. Encontrarían alguna discoteca.


No puedo quedarme en casa… esta noche.

Alzó la cabeza. Habían asomado muchas estrellas, con menos fuerza que en el monte, amortiguadas por las luces del paseo, pero lo consideró una buena señal.


Si lo hubiera sabido, me hubiera comprado algo… no tengo nada que ponerme
—pensaba en el autobús.

Se lo repitió a la mujer que había compartido piso con ella. Fue a la primera a la que llamó. Ella se alegró de oírla.

—No seas tonta. Cualquier cosa te queda bien. Vamos a ver… ¿Por qué no te vienes a casa? Podemos arreglarte algo con lo que yo tenga.

—Muy bien. Me encantan esas cosas.

Eso hacía que sintiese que tenía amigas.

Quedaron en su antigua casa una hora más tarde, y Elsa pequeña llevaría el maquillaje y unos cuantos productos de la peluquería. Corrió al cuarto de baño. El sol había avivado el color de sus mejillas, y se dio un beso en el espejo. Rebuscó en el armario, metió en el bolso una camiseta con hilos dorados que se había dejado allí la anterior inquilina y se marchó.


Si llegamos muy tarde, mañana tampoco podré ir a trabajar. A ver qué excusa les cuento.

Other books

The Ellie Hardwick Mysteries by Barbara Cleverly
Blackhand by Matt Hiebert
Twelve by Lauren Myracle
The Old Boys by Charles McCarry
On the Floor by Aifric Campbell