Authors: Muriel Spark
Y así pasearon por entre las tumbas, inclinándose para leer los nombres sobre las lapidas.
—Estas tumbas, lo veo muy bien, denotan la existencia del prójimo —dijo él—. Fíjate aquí, en efecto, esculpidos en la piedra, nombres y fechas. No son una prueba, pero sí un válido testimonío.
—
Naturalmente
,
las tumbas podrían ser una alucinación. Pero no creo que lo sean —dijo ella.
—
Considero incluso esta hipótesis —asintió Alec con cortesía tal que irritó profundamente a Jean.
—Pero, por lo menos, las tumbas son tranquilizadoras —prosiguió ella—. ¿Por qué nos tomaríamos la molestia de enterrar a la gente si no existiera?
—En efecto —admitió también Alec.
Recorrieron lentamente el corto vial que llevaba a la casa. Lettie, que estaba escribiendo junto a la ventana de la biblioteca, les miró y luego apartó los ojos. Cuando entraron, Lisa Brooke, con su cabeza de rojos rizos, salía de la casa.
—¡Hola! —exclamó, mirando dulcemente a Jean Taylor.
Alec fue directamente a su cuarto, mientras Jean iba a buscar a Charmian.
Encontró a varias personas que la saludaron con un «Hola». Eran personas de ideas abiertas. No hicieron malignas suposiciones a propósito de su paseo con Alec, en aquel verano del 1928, pese a que algunas de ellas recordaban aquellos amores del caserío en 1907. En aquellos tiempos había suscitado cierto revuelo. Sólo un brigadier —que había sido invitado porque el dueño de la casa deseaba su opinión sobre la cría de animales de leche, y se había cruzado con la pareja que estaba paseando—, preguntó más tarde a Lettie, cuando aún Jean podía oírla:
—¿Quién es esa señora que he encontrado con Alec? ¿Ha llegado hace poco?
Lettie detestaba a Jean tanto como Jean la detestaba a ella, pero quería pasar por una mujer de visión amplia. Por eso contestó que era la camarera de Charmian.
—Piense usted lo que quiera sobre esas cosas, pero a los otros sirvientes no les gustará con seguridad —comentó el brigadier.
Su observación, después de todo, respondía a la verdad.
«No obstante —pensaba Jean Taylor mientras seguía sentada con Alec en la sala Maud Long— quizás eso no había sido, al fin y al cabo, una broma. Quién sabe si, por lo menos en parte, la pregunta de Alec había sido hecha sinceramente.»
—Vamos, ponte serio —le dijo mirándose las manos deformadas por la artritis.
Alec Warner miró el reloj.
—¿Has de irte? —preguntó ella.
—No. Dispongo de diez minutos. Pero necesitaré tres cuartos de hora si atravieso los jardines. He de atenerme escrupulosamente a mis horarios. ¿Sabes? Casi ya tengo ochenta años.
—Me alivia pensar que no eres tú, Alec, quien hace esas llamadas…
—Querida mía, las llamadas telefónicas no son más que un parlo de la fantasía de Lettie. La cosa es clara. No admite dudas.
—¡Ah, no! Por lo menos ese hombre le dijo a Godfrey dos veces: «Diga a doña Lettie que recuerde que ha de morir».
—¿También lo oyó Godfrey? —preguntó Warner—. Bien, entonces debo ser un maniático. Y Godfrey, ¿cómo se lo ha tomado? ¿Se ha asustado?
—Doña Lettie no me lo ha dicho.
—¡Intenta saber cómo han reaccionado! Quiero confiar en que la policía no pondrá demasiado pronto las manos sobre ese individuo. Podrían registrarse reacciones muy interesantes.
Alec se levantó para irse.
—Oh, antes de que le vayas, quisiera pedirte otra cosa.
Él volvió a sentarse y colocó el sombrero sobre el pequeño armario.
—¿Conoces a la señora Sidebottome?
—¿ Tempest? Es la esposa de Ronald. La cuñada de Lisa Brooke. Tiene setenta y un años. La conocí en el 1930, en un barco, en el Golfo de Vizcaya. Era…
—Está bien. Tempest Sidebottome forma parte del consejo directivo del hospital. La enfermera-jefe de la sala no es adecuada para ese cargo. Todas deseamos que la trasladen a otra sala. ¿Quieres los detalles?
—No —contestó Warner—. Tú quieres que hable con Tempest.
—Sí. Hazle comprender que la enfermera en cuestión está siempre derrengada por el excesivo trabajo. Hace tiempo hubo aquí un poco de alboroto por su culpa, pero no se ha llegado a ninguna resolución.
—No puedo hablar en seguida con Tempest. La semana pasada ingresó en una clínica para ser operada.
—¿Algo serio?
—Un tumor en el útero. Dada su edad es menos grave que en una mujer joven.
—Así, por el momento, no puedes hacer nada por nosotras.
—Ya pensaré si conozco a alguien más —prosiguió él—. ¿Has tocado el asunto con Lettie?
—Sí, claro.
Él sonrió.
—No le hables más. Es tiempo perdido, Jean. Tienes que empezar a considerar en serio ir a esa clínica de Surrey. Los gastos no son grandes. Yo y Godfrey podemos correr con ellos. Y creo que pronto también Charmian estará contigo. Has de tener una habitación para ti sola, Jean.
—Ahora no —contestó Jean—. No quiero irme de aquí. He hecho algunas amistades en la sala. Ahora, ésta es mi casa.
—Adiós, hasta el próximo miércoles, querida —dijo Alec.
Tomó el sombrero y miró a su alrededor fijando los ojos en cada una de las encamadas, una después de otra.
—Si todo va bien —concluyó Jean.
Dos años antes, cuando ingresó en la sala Maud Long, Jean Taylor había deseado ardientemente ir a aquella clínica privada de Surrey, de la cual tanto se había hablado. Godfrey puso enormes inconvenientes por el pupilaje. Protestó en su presencia y citó la opinión de muchos amigos de ideas progresistas, a propósito de los nuevos hospitales gratuitos, que eran superiores a las clínicas particulares. Alec Warner había hecho notar que aquéllos eran aún tiempos de transición, que una persona con la inteligencia y las costumbres de Jean probablemente no se hubiera encontrado a su gusto entre las comunes viejecitas de un hospital. «Aunque sólo fuese por el hecho —había añadido— de que a Jean, en parte, nosotros la hemos hecho, deberemos cuidar de ella.»
Y se había ofrecido a asumir la mitad de los gastos para el mantenimiento de Jean en el Surrey. Pero, al final, Lettie puso término a la discusión, lanzando una especie de desafío a Jean.
—¿No os verdad, querida, que usted «prefiere» ser independiente? Después de todo, usted forma parte del público. Los hospitales son «suyos». Usted tiene el derecho…
—Cierto, yo prefiero ir al hospital —había contestado Jean.
Tramitó por cuenta propia todas las gestiones necesarias y había dejado a Alec y a Lettie aún sumidos en la cotidiana discusión a propósito de su destino.
A Alec Warner le había desagradado verla en aquella sala. La primera semana expresó el deseo de que ella se trasladase a otro lugar. Jean, desgraciada como era, había dudado. Los dolores aumentaban y aún no se había resignado. Hubo nuevas consultas. De nuevo se discutió sobre el asunto. ¿Quería ser trasladada a Surrey? Y Charmian, ¿no había podido reunirse allí con ella?
«Ahora no —pensó, luego de que Alec Warner se hubo marchado. Abuela Valvona habíase enhorquillado los anteojos y estaba buscando los horóscopos—. Ahora no —pensó Jean Taylor—. No ahora, que ya lo peor había pasado.»
* * *
Al primer momento, con las luces de la mañana, Charmian perdonó a la señora Pettigrew. Lentamente consiguió bajar por sí misma a la planta baja. Los otros movimientos eran más difíciles, pero Mabel Pettigrew, con bastante gentileza, la había ayudado a vestirse.
—Pero debería acostumbrarse a tomar el desayuno en la cama —le dijo Mabel Pettigrew.
—No —contestó Charmian alegremente, mientras, vacilando un poco y agarrándose al respaldo de las sillas daba la vuelta a la mesa para alcanzar su puesto—. Sería una mala costumbre. Mi taza de
té,
en cama, cuando despierto, es todo lo que deseo. Buenos días, Godfrey.
—Lydia May murió ayer en su casa de Knightsbridge, seis días antes de cumplir noventa y dos años —leyó Godfrey en el periódico.
—Una bailarina del «Gayety» —comentó Charmian—. La recuerdo muy bien.
—Esta mañana está en forma —notó Mabel Pettigrew—. No olvide tomarse las pildoras.
Había puesto el frasquito junto al plato de Charmian. Ahora desenroscó el tapón y tomó dos pildoras, que colocó ante su dueña.
—He tomado ya las pildoras —protestó Charmian—. Las he tomado con el té de la mañana, ¿recuerda?
—No —replicó Mabel Pettigrew— se equivoca, querida. Tome las pildoras.
—Había hecho una fortuna —comentó Godfrey—. Se retiró de la escena en el 1893, y se casó con una montaña de dinero, tanto la primera como la segunda vez. ¿Quién sabe cuánto habrá dejado?
—Esas son cosas que ocurrieron en los tiempos de mi niñez —observó Mabel Pettigrew.
—¡Tonterías! —exclamó Godfrey.
—Perdone, señor Colston, pero fue precisamente durante mi niñez. Si se retiró en 1893, yo entonces era una niña.
—La recuerdo —dijo Charmian—. Cantaba con mucho sentimiento. Como entonces era costumbre, naturalmente.
—¿En el «Gayety»? —preguntó Mabel Pettigrew—. Claro que…
—No. Yo la oí en una recepción privada.
—Ah, entonces usted debía ser una señorita. Tome sus pildoras, querida.
Y empujó las dos pildoras blancas hacia Charmian.
Charmian las rechazó.
—Ya las he tomado esta mañana —repitió—. Lo recuerdo perfectamente bien. Tengo la costumbre de tomar las pildoras con el primer té.
—No siempre —insistió Mabel Pettigrew—. Alguna vez se le olvida y las deja en la bandeja, como esta mañana para ser verídicos.
—Era la más joven de catorce hijos —leyó aún Godfrey en el periódico—, y pertenecía a una familia de baptistas observantes. A la muerte de su padre, a los dieciocho años, hizo su debut en un pequeño papel en el «Lyceum». Alumna de Ellen Terry y de Henry Irving, les dejó más tarde para pasar al «Gayety», en donde se convirtió en la primera bailarina. El entonces Príncipe de Gales…
—Nos la presentaron en Cannes, ¿verdad? —interrumpió Charmian, la cual, aquella mañana, iba adquiriendo confianza en su memoria.
—Exacto —confirmó Godfrey—. Hacia 1910.
—Ella saltó sobre una silla, miró a su alrededor y exclamó: «¡Dios, este sitio apesta a realeza!» Recuerdo que todos nos quedamos terriblemente turbados.
—No, Charmian, no. Esta vez te equivocas. La que se subió sobre la silla fue una de las hermanas Lilley y el hecho ocurrió mucho después. Lydia May era una muchacha completamente diferente. Pertenecía a otra clase social.
La señora Pettigrew acercó, aún más, las dos pildoras a Charmian, sin decir una palabra.
—No debo superar la dosis —dijo Charmian, y con temblorosa mano volvió a poner las dos pildoras en el frasco.
—Charmian, toma esas pildoras, querida —insistió Godfrey, y ruidosamente bebió un sorbo de té.
—Ya he tomado dos. Recuerdo muy bien haberlo hecho. Cuatro podrían hacerme daño.
Mabel Pettigrew levantó los ojos al techo y suspiró.
—¿Para qué sirve que yo pague las campanudas facturas del médico, si luego tú rehusas tomar todo eso?
—Godfrey, no tengo ninguna intención de acabar envenenada por una dosis excesiva. Por otra parte, las facturas las pago yo y con mi dinero.
—¡Envenenada, imagínese! —exclamó Mabel Pettigrew, dejando la servilleta sobre la mesa, como quien se esfuerza en contenerse más allá de los límites de lo soportable.
—Ni tampoco deseo correr el riesgo de sentirme mal —insistió Charmian—. No quiero tomar las pildoras, Godfrey.
—Está bien —dijo él—. Si es así como lo piensas, he de decirte que nos conviertes la vida en algo malditamente difícil, y nosotros no podemos asumir ninguna responsabilidad si tienes otro ataque por no seguir las prescripciones del médico.
Charmian se puso a llorar.
—¡Ya sé que quieres internarme en una clínica!
La señora Anthony había entrado en aquel momento para levantar la mesa.
—¿Qué dice? —exclamó—. ¿Quién quiere hacerla ingresar en una clínica?
Charmian dejó de llorar y le preguntó:
—Taylor, ¿ha visto la bandeja de mi té cuando la han llevado abajo?
Anthony no parecía haber comprendido la pregunta. Si bien, por descontado, la había oído, intuía que implicaba mucho más de cuanto parecía expresar.
—Ha visto… —repitió Charmian.
—En resumen, Charmian —exclamó Godfrey previendo la posibilidad de una contradicción entre la respuesta de Anthony y la precedente afirmación de la señora Pettigrew.
Precisamente en este sentido, él estaba verdaderamente obsesionado por la preocupación de prevenir un posible conflicto entre las dos mujeres. Su comodidad, el proceso regular de su vida dependían de la permanencia de Anthony en su casa. Si ella se despedía, él, probablemente, habría de renunciar a la casa y acabaría en una posada. Por otra parte, ahora que habían conseguido conquistar a Mabel Pettigrew debían conservarla, pues, de otra manera, Charmian acabaría retirándose en un pensionado.
—En definitiva, Charmian, no queremos más discusiones sobre tus pildoras —exclamó Godfrey.
—¿Qué decía de la bandeja del té, señora Colston?
—¿Había algo en la bandeja cuando, desde mi cuarto, se la han llevado abajo?
—Claro que no había nada en la bandeja —interrumpió Mabel Pettigrew—. Yo volví a colocar en la botellita las dos pildoras que usted se olvidó de tomar.
—En la bandeja había una taza y un platito. Lo ha llevado abajo la señora Pettigrew —dijo Anthony, esforzándose para contestar con la mayor precisión posible a preguntas que la dejaban todavía algo perpleja.
La señora Pettigrew empezó a disponer ruidosamente la vajilla de la colación sobre la bandeja de Anthony, y le dijo:
—Venga, querida, que tenemos trabajo.
Anthony intuyó que, en cierto modo, había defraudado lo que de ella esperaba Charmian, y mientras seguía a Mabel Pettigrew fuera de la habitación, hizo una mueca.
—Observa qué jaleo has armado —dijo Godfrey, cuando las dos ya habían dejado la habitación—. La señora Pettigrew estaba muy impaciente. Si la perdemos…
—¡Ah! —exclamó Charmian—. ¡Estás tomándote el desquite, Eric!
—Yo no soy Eric.
—Pero te tomas el desquite.
Quince años antes, cuando tenía setenta y uno, y su memoria había empezado a declinar ligeramente, Charmian se dio cuenta de que Godfrey se había puesto en contra de ella, como quien estuvo esperando la venganza largo tiempo. No creía que él fuera consciente de ello. La suya era una reacción instintiva contra los años durante los cuales había sido el marido de una mujer famosa y genial, y advertía que a continuación —gracias a ella— estaba recogiendo una cosecha que no había sembrado.