Authors: Muriel Spark
La señora Pettigrew seguía riendo. Lo mismo que un cazador de pájaros, Alec Warner miraba a Charmian, la cual jugueteaba con la mantita que le cubría las rodillas, en espera de poder intercalar su narración.
—Cuando estuve en Rusia —empezó levantando la cara para mirar al amigo, tal como hacen los niños—, la Zarina envió una escolta para recogernos en la frontera. Pero, en cambio, no la mandó en mi viaje de regreso. Así es Rusia. Allá toman una decisión y luego cambian de idea. Los campesinos pasan todo el invierno echados sobre la estufa. En todos los viajes que por aquel país hice en ferrocarril, mis compañeros abrían sus maletas y pasaban revista a sus cosas. Era primavera y…
La señora Pettigrew guiñó un ojo a Alec Warner. Charmian dejó de hablar y le sonrió.
—¿Ha visto a Jean Taylor, últimamente? —le preguntó.
—No la veo desde cosa de un par de semanas. He estado en Folkestone por mi trabajo de investigación. Iré a verla en la próxima semana.
—Lettie va regularmente. Dice que Jean es muy feliz y afortunada.
—Lettie es… —iba a decir que era una tonta egoísta, pero recordó la presencia de Mabel Pettigrew—. Bien, tú sabes lo que pienso de las opiniones de Lettie —continuó y con un ademán de la mano rechazó el tema.
Como si éste hubiese caído en brazos de Charmian, ésta miró su regazo y continuó:
—Si por lo menos, yo hubiera descubierto un poco antes el carácter de Lettie…
Él se levantó para despedirse. Conocía la facultad inherente a la memoria de Charmian de repetir las arbitrariedades del pasado, en éste o aquél año. Era verosímil que se hubiese posado en aquellos acontecimientos —en aquel año 1907— para acercárselos tal como se acerca un libro a los ojos. La época de su asunto amoroso con Jean Taylor, cuando era camarera en la casa de Piper, antes del matrimonio de Charmian, le parecería a ella ocurrido en la semana pasada. Su mentalidad de novelista, por pura costumbre profesional, confería aún a estos hechos, destacados de su contexto, una fisonomía que él no podía aceptar, porque, en cierto sentido, lo consideraba infiel. Había amado a Jean Taylor, y, en resumen, decidió escuchar la opinión de todos. Por eso se había prometido con Lettie y luego se había alejado de ella, cuando pudo conocerla más a fondo. Éstos eran los acontecimientos de 1907. A partir del año 1912 había logrado enfocarlos sin emoción alguna. Pero la querida Charmian los agigantaba, los veía como una secuencia dramática proyectando conveniencias incluso sobre el trabajo de toda la vida de Alec. Eso le interesaba porque reflejaba la psicología de Charmian, y no ciertamente porque le atañía personalmente. Por su gusto, le hubiera agradado demorarse en aquella butaca esa tarde de su septuagésimonono aniversario y seguir escuchando a Charmian reevocando la pasada juventud; pero la presencia de la señora Pettigrew le desazonaba. La intrusión le había irritado. No lograba, como lo hacía Charmian, hablar como si la señora de compañía no estuviera presente. Miró a Mabel Pettigrew, mientras en el recibidor, ésta le ayudaba a ponerse el abrigo.
«Una mujer irritante —pensó. Rápidamente añadió para sí—: Una mujer agradable.»
Este pensamiento iba asociado a la carrera de ella en casa de Lisa Brooke, como pudo observar, a intervalos, durante más de veintiséis años. Pensó en Mabel Pettigrew durante todo su camino de regreso, a través de dos parques, aunque se había propuesto pensar sólo en Charmian mientras iba caminando. Se examinó a sí mismo, maravillado de tener casi ochenta años. A su juicio, Mabel debía tener sus buenos sesenta y cinco.
«¡Oh! —exclamó para sí—, esos espasmos eróticos que como ladrones vienen por la noche para robar mi elevada «eclesiasticidad».
En realidad, él no era un alto eclesiástico. Ésa era una especial manera de hablar de sí mismo.
Regresó a St. James's Street, a sus habitaciones, las cuales, si bien oficialmente eran definidas como «habitaciones sólo para caballeros», él negaba siempre que constituyeran un departamento. Colgó el abrigo, dejó sombrero y guantes. Luego se detuvo ante el gran mirador, como para admirar un imponente panorama, aunque la ventana daba sólo sobre la entrada lateral de un club. Por el contrario, el portero de su departamento estaba embocando la estrecha callejuela, leyendo atentamente la última página de un periódico de la noche.
Mientras, el doctor Warner, el viejo sociólogo, meditaba sobre la vejez, la cual era objeto de sus estudios desde que había cumplido los setenta años. Casi diez años de trabajos de investigación acabaron en los registros y ficheros cerrados en dos mueblecitos de nogal, a ambos lados de la ventana. Su manera de afrontar el argumento era único: pocos gerontólogos tenían el ingenio o la libertad de conducir sus investigaciones en el sentido adoptado por él. Warner indagaba y buscaba personalmente, y utilizaba agentes. Su trabajo era —al menos así lo esperaba— de gran valor, o lo sería algún día. Su amplia escribanía estaba desnuda, pero de un cajoncito sacó un grueso libro de anotaciones, encuadernado, y se sentó para escribir.
Se levantó casi en seguida para coger los dos ficheros. Cuando trabajaba en el escritorio manejaba continuamente las fichas dispuestas en orden alfabético. Uno de ellos contenía los nombres de los amigos y de los conocidos que habían cumplido más de setenta años. Los detalles de las relaciones que él había mantenido con ellos y, cuando se trataba en encuentros casuales, las circunstancias del encuentro. Secciones especiales eran reservadas al hospital psiquiátrico St. Aubrey, en Folkestone, en el cual desde hacía diez años se trasladaba para visitar a ciertos pacientes, siempre con la finalidad de indagaciones oficiosas.
Muchas de las informaciones suministradas por esta primera categoría de fichas eran sólo un auxilio para la memoria. En efecto, si bien ésta era aún bastante sólida, Warner quería asegurarse contra el riesgo de perderla. Ya había previsto el día en el cual al tomar una ficha, y leer el nombre, se preguntaría, por ejemplo: «Colston… Charmian. ¿Quién es Charmian Colston? Charmian Colston… conozco el nombre, pero en este momento no consigo recordar quién es…» Contra eventualidad de tal naturaleza había escrito: «Nacida, Piper. Conocida en 1907. Ver Ww pág…» «W.w.» era la abreviatura de «Who's Who». El número de la página estaba añadido a lápiz para ser sustituido cada año cuando adquiría la nueva edición del anuario. La mayor parte de las fichas de esta categoría estaban escritas con una caligrafía pequeña y por las dos caras. Por disposición suya, todas debían ser destruidas a su muerte. En la parte superior, a la izquierda, cada ficha llevaba una letra y un número de referencia en tinta roja. Estas señales se referían a una segunda categoría de fichas, las cuales llevaban los seudónimos inventados por el doctor Warner para cada persona. (Así Charmian en el segundo fichero figuraba con el nombre de «Gladys»). Éstos, los del segundo fichero, eran las verdaderas fichas de trabajo, porque contenían las referencias a los anamnesis de los casos individuales. Sobre cada una estaba señalada una nítida red de letras y de números que se referían a varios pasos de los libros de gerontología y envejecimiento, dispuestos a lo largo de las paredes y al cúmulo de datos recogidos durante diez años en sus cuadernos de apuntes.
Alec Warner levantó el receptor del teléfono y ordenó pescado a la parrilla. Sentóse ante la mesa del escritorio, abrió un cajón y sacó un libro de apuntes. Era su diario anual —también para ser destruido a su muerte— y anotó las observaciones hechas aquella tarde sobre Charmian, Mabel Pettigrew y sobre sí mismo. «Su mente —escribió— no ha dejado de funcionar, como quiere hacer creer su marido. Trabaja por asociación de ideas. Primeramente, Charmian se ha perdido tras de un sueño, atormentando con sus dedos la manta que tenía sobre sus rodillas. No siguió, efectivamente, la relación de lo que yo narraba. Pero, por lo que parece, las palabras «reina Victoria» han evocado en su mente a otra figura real. Cuando terminé de hablar, se abandonó a una reminiscencia (presumiblemente verdadera en los detalles) de su visita a Petersburgo cuando fue allí de viaje para encontrar a su padre en 1908. (Yo mismo recordaba, cuando lo explicaba, por vez primera desde 1908, los preparativos de Charmian para el viaje a Rusia. Ese recuerdo había quedado hasta ahora adormecido en mi memoria.) He observado, no obstante, que Charmian no ha mencionado el encuentro con su padre, ni con el de otro diplomático cuyo nombre no recuerdo y que más tarde se mató por causa de olla. Tampoco ha hecho mención al detalle de que la acompañaba Jean Taylor. No tengo razón alguna para dudar de la exactitud de sus recuerdos a propósito de las costumbres de los viajeros rusos. Por lo que puedo recordar, sus palabras exactas han sido…»
Siguió escribiendo hasta que llegó el pescado.
«Mi lía Marzia —reflexionó mientras comía— tenía nóvenla y dos años, o sea siete años más que Charmian, y poco antes de morir era aún una excepcional jugadora de ajedrez. La señora Flaxman, mujer del ex-rector de Pineville, tenía sesenta y tres años cuando perdió por completo su memoria. Doce años menos que Charmian. La memoria de Charmian no se ha disipado del tudo. Funciona sólo de manera intermitente.»
Se levantó y tuo hacia la mesa de escritorio para señalar un apunto al margen de la página sobre la cual había anotado la relación de la tarde pasada con Charmian. Escribió: «Ver señora Flaxman».
Volvió a su pescado. Pensó en que Ninón de Lenelos, en el Setecientos, había muerto a los noventa y nuevo años, en plena posesión de sus facultades mentales y famosa aún por su ingenio.
Acercó, por un momento, el vaso de vino a sus labios.
«Goethe —siguió pensando— era más viejo que yo cuando escribía poesías de amor dedicadas a jovencitas. Renoir a los ochenta y seis años… Tiziano, Voltaire… Verdi compuso
Falstaff
a los ochenta años. Quizá los artistas sean una excepción…»
Pensó en la sala Maud Long, donde yacía Jean Taylor y se preguntó si Cicerón hubiera podido sacar algo de ello. Miró los estantes de la librería. Los grandes escritores alemanes de esta especialidad… eran o unos visionarios o, en líneas generales, unos patólogos. Para comprender bien el argumento era necesario trabar amistad con el prójimo, servirse de espías, conquistarse aliados.
Comió la mitad de lo que le había sido servido y bebió parte de la media botella de vino. Volvió a leer lo que había escrito: la relación de la tarde desde que había llegado a casa de los Colston hasta el paseo a través del parque, con los pensamientos que lo habían cogido de sorpresa respecto a Mabel Pettigrew, cuya embarazosa presencia —lo había consignado en el diario— le había fastidiado ocasionándole un sentimiento de irritación mental y al propio tiempo de erótica turbación. El diario acabaría en el fuego, pero su tarea de cada mañana consistía en analizar y sacar del periódico los datos para la historia de sus casos, destinados después a pasar a los diversos libros de apuntes metódicamente puestos al día. En ellos Charmian se convertiría en una «Gladys» impersonal, casi sin raíces; Mabel Pettigrew, en «Joan» y él, en «George».
Entretanto guardó fichas y diario, y durante una hora leyó uno de los gruesos volúmenes de Newman,
La vida y las letras.
Antes de dejarlo, con el lápiz señaló un pasaje:
«Me pregunto de qué moría la gente en los tiempos antiguos. Nosotros leemos: "Después le dijeron a José que su padre estaba enfermo." "Y se acercaba el día en el que David iba a morir." ¿De qué estaban enfermos, y de qué morían? Lo mismo puede decirse de los grandes papas de la Iglesia: san Atanasio murió con más de setenta años. ¿Murió de parálisis? No podemos imitar a los mártires en su muerte. Pero, tal vez, a mí me parece que sería un consuelo poder parecernos en sus enfermedades a los grandes confesores y declarar: san Gregorio papa tenía gota; san Basilio una enfermedad de hígado. Pero ¿y san Gregorio de Nacianzo? ¿Y san Ambrosio? San Agustín y san Martín murieron de fiebres, de enfermedades de la vejez…»
Eran las nueve y media cuando cogió un paquete de cigarrillos de un cajón y salió. Dobló la esquina del Pall Mall, donde la calle estaba en reparación y había un vigilante nocturno de servicio a quien, desde hacía una semana, Alec Warner iba a visitar cada noche. Confiaba recoger respuestas bastante consistentes para construir un nuevo caso. «¿Cuántos años tiene? ¿Dónde vive? ¿Qué come? ¿Cree en Dios? ¿Profesa una religión? ¿Se ha interesado alguna vez por el deporte? ¿Va de acuerdo con su mujer? ¿Cuántos años tiene? ¿Quién? ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo se encuentra?»
—Hola —dijo el hombre cuando Alec se acercó—. Gracias —añadió, cogiendo el cigarrillo. Se apartó sobre el banco para acercarse al brasero y dejar sitio a Alec.
Alec se calentó las manos.
—¿Cómo se encuentra esta noche? —preguntó.
—No va mal. ¿Y usted, jefe?
—Tampoco. ¿Cuántos años me dijo…?
—Setenta y cinco. En el Ayuntamiento, sesenta y nueve.
—Naturalmente.
—No me queda mucho tiempo que vivir.
—Yo tengo setenta y nueve —gruñó Warner.
—No aparenta más de sesenta y cinco.
Alec sonrió mirando al fuego. Sabía que la afirmación no era sincera, pero a él no le importaba demostrar más o menos años, aunque la mayor parte de las personas se preocupan por ello.
—¿Dónde nació? —preguntó.
Pasó un policía y miró a los dos viejos sin mudar el ritmo de su paso. No se mostró sorprendido al ver al vigilante nocturno en compañía de un señor que tenía el aire de pertenecer a una clase social superior. ¡Cuántos viejos extravagantes habría visto!
—Ese joven policía se está preguntando qué estamos haciendo —dijo Alec.
El vigilante cogió la botella del té y quitó el tapón de corcho.
—¿Tiene alguna información para mañana?
—«Gunmetal», a dos y medio. «Inalcanzable» lo dan a cuatro y cuarto. Pero dígame…
—«Gunmetal» es dinero garantizado —le interrumpió el vigilante—. No vale la pena.
—¿Cuántas horas duerme durante el día? —preguntó Alec.
* * *
Habían metido en cama a Charmian. Ser tratada físicamente con rudeza hacía que su cerebro fuera más lúcido en cierto sentido, y más nebuloso en otro. En ese momento sabía demasiado bien que la señora Anthony no era la Taylor, que Mabel Pettigrew era la ex-gobernanta de Lisa Brooke y que le era antipática.
Acostada, Mabel Pettigrew reflexionaba en sus resentimientos y se decidió por el no. Había hecho la prueba tres semanas, y la prueba se había revelado insatisfactoria.