Authors: Muriel Spark
Percy Mannering, que casi tenía ochenta años, estaba de pie, delgado, encurvado, mientras el ataúd era transportado a lo largo de la nave de la capilla. Godfrey contemplaba fijamente los pómulos del poeta, salientes y recorridos por pequeñas y rojas venas. Miraba su afilada nariz y pensaba: «¡Apostaría algo a que está llorando por el fin de sus rentas! Todos la estrujaron viva. ¡Pobre Lisa!» En realidad, el poeta estaba en un estado de gran excitación. La muerte de Lisa le había llenado de un glacial terror. Aunque conocía perfectamente el axioma común en virtud del cual la muerte es el destino último de cada uno de nosotros, no conseguía creer en la posibilidad de tal o cual caso particular de muerte. Por este motivo cada defunción suscitaba en él una impresión diversa. Al empezar la ceremonia, pensó que dentro de pocos minutos, el ataúd de Lisa se deslizaría en el horno crematorio y, en una espantosa visión, vio los cabellos de ella, teñidos de un rojo llameante, resplandecer como siempre, en competición con las rabiosas lenguas del fuego de abajo. Puso al descubierto sus dientes en una sonrisa, igual que un lobo excitado, y derramó lágrimas de dolor humano, como si fuese mitad hombre y mitad bestia, y no mitad hombre y mitad poeta.
Godfrey, que no le perdía de vista, pensó: «Debe chochear. Sin duda ya no está en posesión de sus facultades».
El ataúd empezó a deslizarse despacio a lo largo del declive hacia una abertura en la pared, en tanto que el órgano tocaba suavemente un motivo religioso. Godfrey, que no era creyente, quedó muy turbado por aquella escena, y decidió, de una vez para siempre, hacerse incinerar también, cuando llegara su momento. «Y así es como se va Lisa Brooke», murmuró para sí, mientras miraba cómo el último ángulo del féretro bajaba hacia el horno. «La proa», pensaba el poeta, «se levanta y la nave se hunde con su capitán a bordo…» No. Demasiado trivial. Mejor imaginar que Lisa era la nave. Godfrey miró a su alrededor, pensando: «Habría podido muy bien tirar adelante otros diez años, pero ¿qué podía esperar bebiendo tanto y con aquellos estafadores revoloteando a su alrededor?» Miró en torno suyo con tanto furor en los ojos que suscitó la alarma en las caras de todos cuantos advirtieron su mirada.
La obesa Lettie alcanzó a su hermano en el ábside, cuando éste se dirigía, junto con los demás, hacia el pórtico.
—¿Qué te pasa, Godfrey? —le preguntó, jadeando.
En la puerta, el capellán estrechaba la mano a todos los del duelo. Mientras tendía la suya, Godfrey, hablando por encima de su hombro, dijo a Lettie.
—¿Que qué me pasa «a mí»? ¿Qué quieres decir? Di mejor ¿qué te pasa «a ti»?
Enjugándose los ojos, Lettie murmuró:
—No hables tan alto y no pongas estos ojos. ¡Todos te están mirando!
Sobre el pavimento del amplio porche, estaban expuestas las flores. Algunas, recogidas, formando ramilletes de buen gusto. Otras, en coronas de forma anticuada. Los parientes de Lisa las observaban, una tras otra. Los familiares eran el sobrino, de edad intermedia, y su mujer, la hermana mayor, la apergaminada Janet Sidebottome, que había sido misionera en la India cuando la India «era» aún la India; el hermano, Ronald Sidebottome, que, hacía tiempo, se había retirado de la City, y la consorte australiana de Ronald, que se llamaba Tempest. Godfrey no los identificó en seguida, porque sólo tenía delante la hilera de sus traseros. Estaban encorvados, en efecto, examinando las tarjetas de visita de cada ofrecimiento floral.
—Mira, Ronald, ¿verdad que es gracioso? Un ramillete de violetas. ¡Oh!, fíjate lo que dice: «Gracias, querida Lisa, por todas aquellas horas maravillosas. Afectuosamente, Tony»…
—Palabras un tanto raras. Estás segura…
—¿Quién será ese Tony?
—Janet, mira esa corona de rosas amarillas de la señora Pettigrew. ¡Debe de haberle costado una fortuna!
—¿Qué dices? —preguntó Janet, que era un poco dura de oído.
—Una corona de la señora Pettigrew. Debe de haberle costado una fortuna.
—¡Chist!… —dijo Janet, mirando a su alrededor.
Tenía razón, porque la señora Pettigrew —la vieja gobernanta de Lisa— se estaba acercando, con sus maneras distinguidas y eficientes. Janet, arrancada de la inspección de las tarjetas, se incorporó fatigosamente y se volvió para saludar a la señora Pettigrew. Dejó que le cogiera la mano.
—Gracias por todo lo que ha hecho por mi hermana —dijo Janet, con sequedad.
—Lo hice con mucho gusto —contestó la señora Pettigrew con voz inesperadamente suave.
Era evidente y claro que Janet estaba pensando en el testamento.
—Yo quería mucho a la señora Brooke, pobrecita.
Janet inclinó graciosamente la cabeza, retiró con brusquedad la mano y con mucha descortesía le volvió la espalda.
—¿Podemos ver las cenizas? —preguntó en voz alta Percy Mannering, mientras salía de la capilla—. ¿Hay alguna posibilidad de «verlas»?
Al oír su voz, el sobrino de Elisa y su mujer tuvieron un nervioso sobresalto y miraron a su alrededor.
—Deseo ver las cenizas, si es posible.
El poeta se había plantado ante Lettie, insistiendo ávidamente con su pregunta. Lettie advirtió algo morboso en el hombre y se apartó.
—Es uno de los artistas de Lisa —murmuró a John Sidebottome, sin demostrar ninguna intención de empujarlo hacia la salida con un «¡Oh!» de sorpresa y quitarle el sombrero en dirección a Percy, como por el contrario hizo.
Godfrey retrocedió un paso y pisó un ramo de claveles rosa.
—¡Oh, disculpen! —dijo a los claveles, apartándose con viveza.
Pronto se molestó por su torpeza, aunque sabía que nadie podía haberle visto.
Lentamente se apartó de las flores pisoteadas.
—¿Qué quiere hacer ese tipo con las cenizas? —preguntó John a Lettie.
—Quiere verlas. Quiere ver si se han vuelto grises. Es francamente desagradable.
—Es natural que sean grises. Ese fulano debe haber perdido sus facultades, siempre en el supuesto de que las haya poseído alguna vez.
—De sus facultades nada sé —replicó Lettie—. Lo que si sé de cierto es que carece de sensibilidad.
Tempest Sidebottome —apretadamente encorsetada, cabellera azulada— estaba diciendo con voz que llegaba por lo menos hasta el Jardín de los Recuerdos:
—Para cierta gente no hay nada sagrado.
—Señora —intervino Percy, mostrando en su sonrisa los dientes escasos y verdosos—, las cenizas de Lisa Brooke siempre serán sagradas para mí. Deseo verlas y besarlas, si ahora ya se han enfriado. ¿Dónde está aquel capellán?… Él debe tener las cenizas.
—¿Ves allí a la gobernanta de Lisa? —preguntó Lettie a Godfrey.
—Sí, sí, y me pregunto…
—Precisamente aquello que «también yo» me estoy preguntando —continuó Lettie.
Se estaba preguntando si Pettigrew buscaba una colocación y si aceptaría cuidar en persona a Charmian.
—Creo que a nosotros nos iría mejor una mujer más joven. Esa debe ser anciana, si no recuerdo mal —dijo Godfrey.
—Pettigrew es fuerte como un caballo —contestó doña Lettie, dirigiendo una mirada de tratante de ganado a la arrogante figura de la señora Pettigrew—. Además, hoy resulta imposible encontrar mujeres más jóvenes.
—Pero, ¿está en posesión de todas sus facultades?
—Naturalmente. A la pobre Lisa le hacía hacer todo lo que quería.
—No creo que eso le guste a Charmian…
—Charmian necesita ser dominada. Precisamente exige un puño de hierro. Es el único sistema.
—¿Y la señora Anthony? —preguntó Godfrey—. Podría ocurrir que esa mujer no estuviera de acuerdo con ella, y después sería una tragedia si la perdiéramos.
—Si no encuentras pronto a alguien que cuide a Charmian, seguro que perderás a la señora Anthony. Charmian es una carga demasiado pesada para ella. La perderás, sin duda. Charmian continúa llamando a Jean Taylor. La señora Anthony acabará por molestarse. ¿Qué estás mirando?
Godfrey observaba a un hombrecillo encorvado, el cual, con la ayuda de dos bastones, daba vuelta a la esquina de la capilla.
—¿Quién es? —preguntó Godfrey—. Me parece que le conozco.
Tempest Sidebottome dirigíase apresuradamente hacia el hombrecillo, que le estaba sonriendo con su rosada cara bajo un ancho sombrero negro. Hablaba con un tono de voz aguda, infantil.
—Siento haber llegado con retraso —dijo—. ¿Ha terminado ya la ceremonia? ¿Sois incordios o cargantes de Lisa?
—Ése es Guy Leet —exclamó Godfrey, reconociéndole en el acto, porque Guy había designado siempre «incordios o cargantes» a hermanas y hermanos
{2}
—. ¡Qué bellaco! Una vez puso cerco a Charmian. Hará treinta años que no le ve. No puede tener más de setenta y cinco años, y fíjate como está, a qué ha quedado reducido.
* * *
Para la recepción posterior a la cremación de Lisa habían sido reservadas mesas en una sala de té cercana a Golders Green. Godfrey, en principio, quiso evitar la refacción, pero la llegada de Guy Leet le hizo cambiar de idea. Había quedado como magnetizado ante aquel hombrecillo inteligente, encorvado sobre sus bastones, y no conseguía apartar la mirada del renquear artrítico de Guy, el cual iba abriéndose paso por entre las flores del funeral.
—Será mejor que nosotros vayamos también a tomar el té con los demás —le dijo a Lettie—, ¿no te parece?
—¿Por qué? —preguntó su hermana, echando una ojeada a la reunión—. Podemos tomar el té en casa. Ven conmigo, lo tomaremos en la mía.
—Creo que es mejor que vayamos con los demás —insistió Godfrey—. Quizá consigamos cambiar unas palabras con la señora Pettigrew para saber si estaría dispuesta a cuidar a Charmian.
Lettie observó como la mirada de su hermano seguía el giboso perfil de Guy Leet, quien, apoyándose sobre los bastones, había ya alcanzado la puerta de su taxi. Algunas personas de la comitiva le ayudaron a subir y después le siguieron dentro del coche. Mientras se iban, Godfrey dijo:
—¡Qué marrano! Oficialmente hacía crítica literaria, pero intentando siempre tomarse libertades con todas las escritoras. Luego, se lanzó a hacer crítica teatral y a probar con las artistas. Ya lo recordarás, supongo.
—Vagamente —contestó Lettie—. En lo que a «mí» se refiere, no logró nunca muchas satisfacciones.
—Lo dudo, jamás te cortejó —exclamó Godfrey.
* * *
En la sala de té, Lettie y Godfrey encontraron a los afligidos distribuidos en sus puestos por Tempest Sidebottome: setenta y cinco años, imponente y de busto erecto, cargada de esa energía acumulada que lanza la desesperación en el corazón de la juventud consumida y exhausta y que ahora intimidaba no poco a dos sujetos relativamente jóvenes de la comitiva: el sobrino de Lisa y su mujer, los cuales tenían algo más de cincuenta años.
—Ronald, siéntate aquí y sé bueno —dijo Tempest a su marido, que se ajustó las gafas mientras se sentaba.
Godfrey buscaba con los ojos a Guy Leet, pero su mirada fue distraída por las mesas, encima de las cuales colocaban centros de metal plateado con delgadas rebanaditas de pan y mantequilla en el plano inferior, trocitos de tarta de fruta en el de en medio y, en el plano superior, una hilera de pastas heladas envueltas en celofán. Godfrey empezó a sentir un vivo deseo de tomar su té y apartó a Lettie para ponerse bien a la vista de Tempest, la organizadora. Ella le vio en seguida y le asignó un puesto en una mesita.
—Lettie —llamó él entonces—. Ven. Nos sentaremos aquí.
—Doña Lettie —dijo Tempest por encima de la cabeza de Godfrey—. Venga aquí con nosotros, querida. Aquí, al lado de Ronald.
«Maldita presumida —pensó Godfrey—. Evidentemente está convencida de que Lettie es un importante personaje.»
Alguien se inclinó para ofrecerle un cigarrillo, de los de filtro. Dijo:
—Gracias. Lo guardo para después del té.
Luego, al levantar los ojos, vio un gesto de lobo en la cara del hombre que le tendía el paquete con mano temblorosa. Godfrey cogió un cigarrillo y lo colocó junto al plato. Estaba muy molesto porque le habían colocado al lado de Percy Mannering, no sólo porque Percy Mannering había sido uno de los parásitos de Lisa, sino porque el poeta, con toda seguridad, estaba idiotizado, a juzgar por aquel guiño y aquellos espantosos dientes, además de que, sin duda alguna, no habría sabido hacerse con la taza del té, de tanto como le temblaban las manos.
Godfrey tenía razón. Percy vertió buena parte de té sobre el mantel. «Deberían recluirlo en un asilo», pensó Godfrey. De vez en cuando, Tempest echaba una ojeada a su mesa y solicitaba silencio. Pero lo hacía con todos, como si se tratara de un banquete para niños. Percy era indiferente a los problemas que creaba, a la desaprobación de cualquiera. Otras dos personas estallan también sentadas a su mesa: Janet Sidebottome y la señora Pettigrew. El poeta había dado por descontado que él era la persona más importante y por eso estaba convencido de que a él le incumbía dirigir la conversación.
—Una vez me enamoré de Lisa —bramaba—. Fue cuando ella se juntó con Dylan Thomas.
Pronunciaba «Dailan».
—Dylan Thomas —continuó—. Lisa fue buena con él. Tomen nota de esto: si supiera que yo tenía que ir al Paraíso y allí encontraría a Dylan Thomas, preferiría ir al Infierno. Y nada me extrañaría que Lisa haya sido mandada al Infierno por incitarle a escribir aquellas avillanadas poesías.
Janet Sidebottome acercó su oído a Percy.
—¿Qué decía de la pobre Lisa? No he oído bien.
—Estoy diciendo —repitió Percy—, si Lisa no habrá ido al Infierno por culpa de su…
—Por respeto a mi querida hermana —empezó Janet con mirada hostil—, no creo que deberíamos discutir…
—Dylan Thomas murió de
delirium tremens
—continuó el viejo, alegremente—. ¿Notan la coincidencia? Sus iniciales eran D.T. y «murió» de «Delirium Tremens». ¡Ja, ja!
—Por respeto a mi difunta hermana…
—¡La poesía! —exclamó Percy—. Dylan Thomas no conocía ni siquiera el significado de esta palabra. Como yo le decía a Lisa: «Estás haciendo un modesto papel de estúpida», le dije, «dando alas a ese charlatán». La suya no es poesía. Es una tomadura de pelo. Pero ella no se daba cuenta. Nadie lo notaba. Les aseguro que sus versos, todos, eran una burla, una befa.
Tempest se volvió en la silla.
—¡Silencio, señor Mannering! —exclamó dándole un golpecito en la espalda.
Percy la miró y rugió:
—¡Ah! ¿Saben lo que podría sugerírsele a Satanás que hiciera con la poesía de Dylan Thomas?