Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (4 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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El conejo quería crecer.

Dios le prometió que lo aumentaría de tamaño si le traía una piel de tigre, una de mono, una de lagarto y una de serpiente.

El conejo fue a visitar al tigre.

—Dios me ha contado un secreto —comentó, confidencial.

El tigre quiso saber y el conejo anunció un huracán que se venía.

—Yo me salvaré, porque soy pequeño. Me esconderé en algún agujero. Pero tú, ¿qué harás? El huracán no te va a perdonar.

Una lágrima rodó por entre los bigotes del tigre.

—Sólo se me ocurre una manera de salvarte —ofreció el conejo—. Buscaremos un árbol de tronco muy fuerte. Yo te ataré al tronco por el cuello y por las manos y el huracán no te llevará.

Agradecido, el tigre se dejó atar. Entonces el conejo lo mató de un garrotazo y lo desnudó.

Y siguió camino, bosque adentro, por la comarca de los zapotecas.

Se detuvo bajo un árbol donde un mono estaba comiendo. Tomando un cuchillo del lado que no tiene filo, el conejo se puso a golpearse el cuello. A cada golpe, una carcajada. Después de mucho golpearse y reírse, dejó el cuchillo en el suelo y se retiró brincando.

Se escondió entre las ramas, al acecho. El mono no demoró en bajar. Miró esa cosa que hacía reír y se rascó la cabeza. Agarró el cuchillo y al primer golpe cayó degollado.

Faltaban dos pieles. El conejo invitó al lagarto a jugar a la pelota. La pelota era de piedra: lo golpeó en el nacimiento de la cola y lo dejó tumbado.

Cerca de la serpiente, el conejo se hizo el dormido. Antes de que ella saltara, cuando estaba tomando impulso, de un santiamén le clavó las uñas en los ojos.

Llegó al cielo con las cuatro pieles.

—Ahora, créceme —exigió.

Y Dios pensó: «Siendo tan pequeñito, el conejo hizo lo que hizo. Si lo aumento de tamaño, ¿qué no hará? Si el conejo fuera grande, quizás yo no sería Dios».

El conejo esperaba. Dios se acercó dulcemente, le acarició el lomo y de golpe le atrapó las orejas, lo revoleó y lo arrojó a la tierra.

De aquella vez quedaron largas las orejas del conejo, cortas las patas delanteras, que extendió para parar la caída, y colorados los ojos, por el pánico.

[92]

La serpiente

Dios le dijo:

—Pasarán tres piraguas por el río. En dos de ellas, viajará la muerte. Si no te equivocas, te liberaré de la vida breve.

La serpiente dejó pasar a la primera piragua, que venía cargada con cestos de carne podrida. Tampoco hizo caso de la segunda, que estaba llena de gente. Cuando llegó la tercera, que parecía vacía, le dio la bienvenida.

Por eso es inmortal la serpiente en la región de los shipaiá.

Cada vez que envejece, Dios le regala una piel nueva.

[111]

La rana

De una cueva de Haití brotaron los primeros indios taínos.

El sol no les daba tregua. Dos por tres los secuestraba y los transformaba. Al que montaba guardia de noche, lo convirtió en piedra; de los pescadores hizo árboles, y al que salió a buscar hierbas lo atrapó por el camino y lo volvió pájaro que canta por la mañana.

Uno de los hombres huyó del sol. Al irse, se llevó a todas las mujeres.

No está hecho de risa el canto de las ranitas en las islas del Caribe. Ellas son los niños taínos de aquel entonces. Dicen: «toa, toa», que es su modo de llamar a las madres.

[126][168]

El murciélago

Cuando era el tiempo muy niño todavía, no había en el mundo bicho más feo que el murciélago.

El murciélago subió al cielo en busca de Dios. No le dijo:

—Estoy harto de ser horroroso. Dame plumas de colores.

No. Le dijo:

—Dame plumas, por favor, que me muero de frío.

A Dios no le había sobrado ninguna pluma.

—Cada ave te dará una pluma —decidió.

Así obtuvo el murciélago la pluma blanca de la paloma y la verde del papagayo, la tornasolada pluma del colibrí y la rosada del flamenco, la roja del penacho del cardenal y la pluma azul de la espalda del martín pescador, la pluma de arcilla del ala de águila y la pluma del sol que arde en el pecho del tucán.

El murciélago, frondoso de colores y suavidades, paseaba entre la tierra y las nubes. Por donde iba, quedaba alegre el aire y las aves mudas de admiración. Dicen los pueblos zapotecas que el arcoiris nació del eco de su vuelo.

La vanidad le hinchó el pecho. Miraba con desdén y comentaba ofendiendo.

Se reunieron las aves. Juntas volaron hacia Dios.

—El murciélago se burla de nosotras —se quejaron—. Y además, sentimos frío por las plumas que nos faltan.

Al día siguiente, cuando el murciélago agitó las alas en pleno vuelo, quedó súbitamente desnudo. Una lluvia de plumas cayó sobre la tierra.

Él anda buscándolas todavía. Ciego y feo, enemigo de la luz, vive escondido en las cuevas. Sale a perseguir las plumas perdidas cuando ha caído la noche; y vuela muy veloz, sin detenerse nunca, porque le da vergüenza que lo vean.

[92]

Los mosquitos

Muchos eran los muertos en el pueblo de los nookta. En cada muerto había un agujero por donde le habían robado la sangre.

El asesino, un niño que mataba desde antes de aprender a caminar, recibió su sentencia riendo a las carcajadas. Lo atravesaron las lanzas y él, riendo, se las desprendió del cuerpo como espinas.

—Yo les enseñaré a matarme —dijo el niño.

Indicó a sus verdugos que armaran una gran fogata y que lo arrojaran adentro.

Sus cenizas se esparcieron por los aires, ansiosas de daño, y así se echaron a volar los primeros mosquitos.

[174]

La miel

Miel huía de sus dos cuñadas. Varias veces las había echado de la hamaca. Ellas andaban tras él, noche y día; lo veían y se les hacía agua la boca. Sólo en sueños conseguían tocarlo, lamerlo, comerlo.

El despecho fue creciendo. Una mañana, cuando las cuñadas se estaban bañando, descubrieron a Miel en la orilla del río. Corrieron y lo salpicaron. Miel, mojado, se disolvió.

En el golfo de Paria, no es fácil encontrar la miel perdida. Hay que subir a los árboles, hacha en mano, abrir los troncos y hurgar mucho. La escasa miel se come con placer y con miedo, porque a veces mata.

[112]

Las semillas

Pachacamac, que era hijo del sol, hizo a un hombre y a una mujer en los arenales de Lurín.

No había nada que comer y el hombre se murió de hambre.

Estaba la mujer agachada, escarbando en busca de raíces, cuando el sol entró en ella y le hizo un hijo.

Pachacamac, celoso, atrapó al recién nacido y lo descuartizó. Pero en seguida se arrepintió, o tuvo miedo de la cólera de su padre el sol, y regó por el mundo los pedacitos de su hermano asesinado.

De los dientes del muerto, brotó entonces el maíz; y la yuca de las costillas y los huesos. La sangre hizo fértiles las tierras y de la carne sembrada surgieron árboles de fruta y sombra.

Así encuentran comida las mujeres y los hombres que nacen en estas costas, donde no llueve nunca.

[53]

El maíz

Los dioses hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco duraron. Eran blandos, sin fuerza; se desmoronaron antes de caminar.

Luego probaron con la madera. Los muñecos de palo hablaron y anduvieron, pero eran secos: no tenían sangre ni sustancia, memoria ni rumbo. No sabían hablar con los dioses, o no encontraban nada que decirles.

Entonces los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y maíz blanco amasaron su carne.

Las mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses. Su mirada se extendía sobre el mundo entero.

Los dioses echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían que las personas vieran más allá del horizonte.

[188]

El tabaco

Los indios carirí habían suplicado al Abuelo que les dejara probar la carne de los cerdos salvajes, que todavía no existían. El Abuelo, arquitecto del Universo, secuestró a los niños pequeños del pueblo carirí y los convirtió en cerdos salvajes. Hizo nacer un gran árbol para que huyeran hacia el cielo.

Los indios persiguieron a los jabalíes, tronco arriba, de rama en rama, y consiguieron matar a unos cuantos. El Abuelo ordenó a las hormigas que derribaran el árbol. Al caer, los indios se rompieron los huesos. Desde aquella caída, todos tenemos los huesos partidos, y por eso podemos doblar los dedos y las piernas o inclinar el cuerpo.

Con los cerdos salvajes muertos, se hizo en la aldea un gran banquete.

Los indios rogaron al Abuelo que bajara del cielo, donde cuidaba a los niños salvados de la cacería, pero él prefirió quedarse allá.

El Abuelo envió el tabaco, para que ocupara su lugar entre los hombres. Fumando, los indios conversan con Dios.

[111]

La yerba mate

La luna se moría de ganas de pisar la tierra. Quería probar las frutas y bañarse en algún río.

Gracias a las nubes, pudo bajar. Desde la puesta del sol hasta el alba, las nubes cubrieron el cielo para que nadie advirtiera que la luna faltaba.

Fue una maravilla la noche en la tierra. La luna paseó por la selva del alto Paraná, conoció misteriosos aromas y sabores y nadó largamente en el río. Un viejo labrador la salvó dos veces. Cuando el jaguar iba a clavar sus dientes en el cuello de la luna, el viejo degolló a la fiera con su cuchillo; y cuando la luna tuvo hambre, la llevó a su casa. «Te ofrecemos nuestra pobreza», dijo la mujer del labrador, y le dio unas tortillas de maíz.

A la noche siguiente, desde el cielo, la luna se asomó a la casa de sus amigos. El viejo labrador había construido su choza en un claro de la selva, muy lejos de las aldeas. Allí vivía, como en un exilio, con su mujer y su hija.

La luna descubrió que en aquella casa no quedaba nada que comer. Para ella habían sido las últimas tortillas de maíz. Entonces iluminó el lugar con la mejor de sus luces y pidió a las nubes que dejasen caer, alrededor de la choza, una llovizna muy especial.

Al amanecer, en esa tierra habían brotado unos árboles desconocidos. Entre el verde oscuro de las hojas, asomaban las flores blancas.

Jamás murió la hija del viejo labrador. Ella es la dueña de la yerba mate y anda por el mundo ofreciéndola a los demás. La yerba mate despierta a los dormidos, corrige a los haraganes y hace hermanas a las gentes que no se conocen.

[86][144]

La yuca

Ningún hombre la había tocado, pero un niño creció en el vientre de la hija del jefe.

Lo llamaron Mani. Pocos días después de nacer, ya corría y conversaba. Desde los más remotos rincones de la selva, venían a conocer al prodigioso Mani.

No sufrió ninguna enfermedad, pero al cumplir un año dijo: «Me voy a morir»; y murió.

Pasó un tiempito y una planta jamás vista brotó en la sepultura de Mani, que la madre regaba cada mañana. La planta creció, floreció, dio frutos. Los pájaros que la picoteaban andaban luego a los tumbos por el aire, aleteando en espirales locas y cantando como nunca.

Un día la tierra se abrió donde Mani yacía.

El jefe hundió la mano y arrancó una raíz grande y carnosa. La ralló con una piedra, hizo una pasta, la exprimió y al amor del fuego coció pan para todos.

Nombraron mani oca a esa raíz, «casa de Mani», y mandioca es el nombre que tiene la yuca en la cuenca amazónica y otros lugares.

[174]

La papa

Un cacique de la isla de Chiloé, lugar poblado de gaviotas, quería hacer el amor como los dioses.

Cuando las parejas de dioses se abrazaban, temblaba la tierra y se desataban los maremotos. Eso se sabía, pero nadie los había visto.

Dispuesto a sorprenderlos, el cacique nadó hasta la isla prohibida.

Solamente alcanzó a ver a un lagarto gigante, con la boca bien abierta y llena de espuma y una lengua desmesurada que desprendía fuego por la punta.

Los dioses hundieron al indiscreto bajo tierra y lo condenaron a ser comido por los demás. En castigo de su curiosidad, le cubrieron el cuerpo de ojos ciegos.

[178]

La cocina

Una mujer del pueblo de los tillamook encontró, en medio del bosque, una cabaña que echaba humo. Se acercó, curiosa, y entró. Al centro, entre piedras, ardía el fuego.

Del techo colgaban muchos salmones. Uno le cayó sobre la cabeza. La mujer lo recogió y lo colgó en su sitio. Nuevamente el pez se desprendió y le golpeó la cabeza y ella volvió a colgarlo y el salmón a caerse.

La mujer arrojó al fuego las raíces que había recogido para comer. El fuego las quemó en un santiamén. Furiosa, ella golpeó la hoguera con el atizador, una y otra vez, con tanta violencia que el fuego se estaba apagando cuando llegó el dueño de casa y le detuvo el brazo.

El hombre misterioso reavivó las llamas, se sentó junto a la mujer y le explicó:

—No has entendido.

Al golpear las llamas y dispersar las brasas, ella había estado a punto de dejar ciego al fuego, y ése era un castigo que no merecía. El fuego se había comido las raíces porque creyó que la mujer se las estaba ofreciendo. Y antes, había sido el fuego quien había desprendido al salmón una y otra vez sobre la cabeza de la mujer, pero no para lastimarla: ésa había sido su manera de decirle que podía cocinar el salmón.

—¿Cocinarlo? ¿Qué es eso?

Entonces el dueño de casa enseñó a la mujer a conversar con el fuego, a dorar el pez sobre las brasas y a comer disfrutando.

[114]

La música

Mientras el espíritu Bopé-joku silbaba una melodía, el maíz se alzaba desde la tierra, imparable, luminoso, y ofrecía mazorcas gigantes, hinchadas de granos.

Una mujer estaba recogiéndolas de mala manera. Al arrancar brutalmente una mazorca, la lastimó. La mazorca se vengó hiriéndole la mano. La mujer insultó a Bopé-joku y maldijo su silbido.

Cuando Bopé-joku cerró sus labios, el maíz se marchitó y se secó.

Nunca más se escucharon los alegres silbidos que hacían brotar los maizales y les daban vigor y hermosura. Desde entonces, los indios bororos cultivan el maíz con pena y trabajo y cosechan frutos mezquinos.

Silbando se expresan los espíritus. Cuando los astros aparecen en la noche, los espíritus los saludan así. Cada estrella responde a un sonido, que es su nombre.

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