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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

Memorias de Adriano (17 page)

BOOK: Memorias de Adriano
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Yo me sentía diferente, pronto para otras lecciones. La austeridad, el renunciamiento y la negación no me eran completamente ajenos; había mordido en ellos a los veinte años, como ocurre casi siempre. Aún no tenía esa edad cuando fui a visitar, guiado por un amigo, al viejo Epicteto en su covacha de la Suburra, pocos días antes de que Domiciano lo exilara. El ex esclavo a quien un amo brutal había roto antaño una pierna sin hacerle exhalar una sola queja, el achacoso anciano que soportaba con paciencia el largo tormento del mal de piedra, me había parecido dueño de una libertad casi divina. Había mirado con admiración aquellas muletas, el jergón, la lámpara de terracota, la cuchara de madera en un vaso de arcilla, simples utensilios de una vida pura. Pero Epicteto renunciaba a demasiadas cosas, y yo no había tardado en darme cuenta de que nada era tan peligrosamente fácil como renunciar. El indio, más lógico, rechazaba la vida misma. Tenía mucho que aprender de aquellos fanáticos puros, pero a condición de alterar el sentido de la lección que me brindaban. Aquellos sabios se esforzaban por recobrar a su dios más allá del océano de las formas, por reducirlo a esa cualidad de único, de intangible, de incorpóreo, a la cual renunció el día en que se quiso universo. Yo entreveía de otra manera mis relaciones con lo divino. Me imaginaba secundándolo en su esfuerzo por informar y ordenar un mundo, desarrollando y multiplicando sus circunvoluciones, sus ramificaciones y rodeos. Yo era uno de los rayos de la rueda, uno de los aspectos de esa fuerza única sumida en la multiplicidad de las cosas, águila y toro, hombre y cisne, falo y cerebro conjuntamente. Proteo que a la vez es Júpiter.

Por aquel entonces empecé a sentirme dios. No vayas a engañarte: seguía siendo, más que nunca, el mismo hombre nutrido por los frutos y los animales de la tierra, que devolvía al suelo los residuos de sus alimentos, que sacrificaba el sueño a cada revolución de los astros, inquieto hasta la locura cuando le faltaba demasiado tiempo la cálida presencia del amor. Mi fuerza, mi agilidad física o mental, se mantenían gracias a una cuidadosa gimnástica humana. ¿Pero qué puedo decir sino que todo aquello era vivido divinamente? Las azarosas experiencias de la juventud habían llegado a su fin, y también su urgencia por gozar del tiempo que pasa. A los cuarenta y cuatro años me sentía libre de impaciencia, seguro de mí, tan perfecto como mi naturaleza me lo permitía, eterno. Y entiende bien que se trata aquí de una concepción del intelecto; los delirios si preciso es darles ese nombre, vinieron más tarde. Yo era dios, sencillamente, porque era hombre. Los títulos divinos que Grecia me concedió después no hicieron más que proclamar lo que había comprobado mucho antes por mí mismo. Creo que hubiera podido sentirme dios en las prisiones de Domiciano o en el pozo de una mina. Si tengo la audacia de pretenderlo se debe a que ese sentimiento apenas me parece extraordinario, y no tiene nada de único. Otros lo sintieron, o lo sentirán en el futuro.

He dicho que mis títulos no agregaban casi nada a tan asombrosa certidumbre; en cambio ésta se veía confirmada por las más simples rutinas de mi oficio de emperador. Si Júpiter es el cerebro del mundo, el hombre encargado de organizar y moderar los negocios humanos puede razonablemente considerarse como parte de ese cerebro que todo lo preside. Con o sin razón, la humanidad ha concebido casi siempre a su dios en términos de providencia; mis funciones me obligaban a ser esa providencia para una parte del género humano. Cuanto más se desarrolla el Estado, ciñendo a los hombres en sus mallas exactas y heladas, más aspira la confianza humana a situar en el otro extremo de la inmensa cadena la adorada imagen de un hombre protector. Lo quisiera o no, las poblaciones orientales del imperio me trataban como a un dios. Aun en Occidente, aun en Roma, donde sólo somos declarados oficialmente divinos después de nuestra muerte, la oscura piedad popular se complace más y más en deificamos vivos. Muy pronto la gratitud de los partos elevó templos al emperador romano que había instaurado y mantenido la paz; tuve mi santuario en Vologeso, en el seno de aquel vasto mundo extranjero. Lejos de ver en esas señales la adoración un peligro de locura o prepotencia para el hombre que las acepta, descubría en ellas un freno, la obligación de realizarse de conformidad con un modelo eterno, de asociar a la fuerza humana una parte de sapiencia suprema. Ser dios, en resumidas cuentas, exige más virtudes que ser emperador.

Dieciocho meses más tarde me hizo iniciar en Eleusis. Aquella visita a Osroes había cambiado en cierto sentido el curso de mi vida. En vez de regresar a Roma decidí consagrar algunos años a las provincias griegas y orientales del imperio; Atenas se convertía cada vez más en mi patria, mi centro. Quería agradar a los griegos, y también helenizarme lo más posible, pero aquella iniciación, motivada en parte por consideraciones políticas, fue sin embargo una experiencia religiosa sin igual. Los grandes ritos eleusinos sólo simbolizan los acaecimientos de la vida humana, pero el símbolo va más allá del acto, explica cada uno de nuestros gestos en términos de mecánica eterna. La enseñanza recibida en Eleusis debe ser mantenida en secreto; por lo demás, siendo por naturaleza inefable, corre pocos riesgos de ser divulgada. Si se la formulara, no pasaría de las evidencias más triviales; su profundidad reside precisamente en eso. Los grados superiores que me fueron conferidos luego de mis conversaciones privadas con el hierofante, no agregaron casi nada al loo choque inicial, idéntico al que siente el más ignorante de los peregrinos que participa de las abluciones rituales y bebe en la fuente. Había oído las disonancias resolviéndose en acorde; por un instante me había apoyado en otra esfera y contemplado desde lejos, pero también desde muy cerca, esa procesión humana y divina en la que yo tenía mi lugar, ese mundo donde el dolor existe todavía, pero no ya el error. El destino humano, ese vago trazo en el cual la mirada menos experta reconoce tantas faltas, centelleaba como los dibujos del cielo.

Conviene que mencione aquí una costumbre que me llevó durante toda mi vida por caminos menos secretos que los de Eleusis, pero que al fin y al cabo son paralelos: me refiero al estudio de los astros. He sido siempre amigo de los astrónomos y cliente de los astrólogos. La ciencia de estos últimos es incierta, falsa en los detalles, quizá verdadera en su totalidad; pues si el hombre, parcela del universo, está regido por las mismas leyes que presiden en el cielo, nada tiene de absurdo buscar allá arriba los temas de nuestras vidas, las frías simpatías que participan de nuestros triunfos y nuestros errores. Jamás dejaba yo, a cada anochecer de otoño, de saludar en el sur a Acuario, al Copero celeste, al Dispensador bajo el cual he nacido. Nunca olvidaba verificar los pasajes de Júpiter y Venus, que regulan mi vida, ni de medir la influencia del peligroso Saturno. Pero si esa extraña refracción de lo humano en la bóveda estelar preocupaba con frecuencia mis vigilias, aún más me interesaban las matemáticas celestes, las especulaciones abstractas a que dan lugar esos grandes cuerpos inflamados. Inclinábame a creer, como algunos de nuestros sabios más atrevidos, que también la tierra participa de esa marcha nocturna y diurna que las santas procesiones de Eleusis simbolizan en su humano simulacro. En un mundo donde todo es torbellino de fuerzas, danza de átomos, donde todo está arriba y abajo a la vez, en la periferia y en el centro, me costaba imaginar la existencia de un globo inmóvil, de un punto fijo que al mismo tiempo no fuera moviente. Otras veces, los cálculos de la precesión de los equinoccios establecida por Hiparco de Alejandría obsesionaban mis veladas; volvía a encontrar en ellos, en forma de demostraciones y no ya como fábulas o símbolos, el mismo misterio eleusino del pasaje y el retorno. La Espiga de la Virgen no está ya en nuestros días en el punto del mapa señalado por Hiparco, pero esta variación es el cumplimiento de un ciclo, y el cambio mismo confirman las hipótesis del astrónomo. Lenta, ineluctablemente, este firmamento volverá a ser como era en tiempos de Hiparco: será de nuevo lo que es en tiempos de Adriano. El desorden se integraba en el orden; el cambio formaba parte de un plan que el astrónomo era capaz de aprehender por adelantado; el espíritu humano revelaba su participación en el universo mediante teoremas exactos, así como lo revelaba en Eleusis con gritos rituales y danzas. El contemplador y los astros contemplados rodaban inevitablemente hacia su fin, marcado en alguna parte del cielo. Pero cada momento de esa caída era una pausa, un hito, un segmento de una curva tan sólida como una cadena de oro. Cada deslizamiento nos devolvía a ese punto en el que por azar nos encontramos y que por ello nos parece un centro.

Jamás, desde las noches de mi infancia en que el brazo alzado de Marulino me mostraba las constelaciones, me abandonó la curiosidad por las cosas del cielo. Durante las vigilias forzadas de los campamentos contemplaba la luna corriendo a través de las nubes de los cielos bárbaros; más tarde, en las claras noches áticas, escuché al astrónomo Terón de Rodas explicar su sistema del mundo; tendido en el puente de un navío, en pleno mar Egeo, vi oscilar lentamente el mástil, desplazándose entre las estrellas, yendo del ojo enrojecido de Toro al llanto de las Pléyades, de Pegaso al Cisne; contesté lo mejor posible a las preguntas ingenuas y graves del joven que contemplaba conmigo ese mismo cielo. Aquí, en la Villa, hice levantar un observatorio al que la enfermedad ya no me deja subir. Pero hice aun más, una vez en la vida: ofrecí a las constelaciones el sacrificio de toda una noche. Fue después de mi visita a Osroes, durante la travesía del desierto sirio. Tendido de espaldas, bien abiertos los ojos, abandonando durante algunas horas todo cuidado humano, me entregué desde la noche hasta el alba a ese mundo de llama y de cristal. Fue el más hermoso de mis viajes. El gran astro de la constelación de la Lira, estrella polar de los hombres que vivirán dentro de algunas decenas de millares de años, resplandecía sobre mi cabeza. Los Gemelos brillaban débilmente en los últimos resplandores del crepúsculo; la Serpiente precedía al Sagitario; el Águila ascendía al cenit, abiertas las alas, y bajo ella ardía esa constelación aún no designada por los astrónomos y a la cual habría que dar un día el más querido de los nombres. La noche, jamás tan completa como lo creen aquellos que viven y duermen encerrados en sus habitaciones, se volvió más oscura y luego más clara. Las hogueras destinadas a alejar a los chacales se fueron apagando; aquellos montones de carbones ardientes me recordaron a mi abuelo erguido en su viña sus profecías convertidas ya en presente y que bien pronto serían pasado. En mi vida busqué unirme a lo divino bajo muchas formas; conocí más de un éxtasis; los hay atroces, y los hay de una conmovedora dulzura. El éxtasis de la noche siria fue extrañamente lúcido. Inscribió en mí los movimientos celestes con una precisión que jamás me habría permitido alcanzar ninguna observación parcial. En el momento en que te escribo, sé exactamente qué estrellas pasan en Tíbur sobre este techo ornado de estucos y pinturas preciosas, y cuáles están suspendidas, en otras tierras, sobre una tumba. Algunos años después, la muerte había de convertirse en objeto de mi contemplación constante, pensamiento al cual dedicaría todas las fuerzas de mi espíritu que no estuvieran absorbidas por el Estado. Y quien dice muerte dice también el mundo misterioso al cual acaso ingresamos por ella. Después de tantas reflexiones y de tantas experiencias quizá condenables, sigo ignorando lo que sucede detrás de esa negra colgadura. Pero la noche siria representa mi parte consciente de inmortalidad.

Saecvlum Avrevm

Pasé en el Asia Menor el verano que siguió a mi encuentro con Osroes, deteniéndome en Bitinia para vigilar personalmente la tala de los bosques del Estado. En Nicomedia, ciudad clara, civil, sapiente, me instalé en casa del procurador de la provincia, Cneio Pompeyo Próculo, que habitaba en la antigua residencia del rey Nicomedes, llena de los recuerdos voluptuosos del joven Julio César. Las brisas de la Propóntida ventilaban aquellas salas frescas y sombrías. Próculo, hombre refinado, organizó reuniones literarias en mi honor. Sofistas de paso, pequeños grupos de estudiantes y aficionados a la literatura, se reunían en los jardines, al borde de una fuente consagrada a Pan. De tiempo en tiempo, un servidor sumergía en ella una jarra de arcilla porosa; los cristales más límpidos parecían opacos comparados con aquella agua pura.

Aquella noche se leía una obra asaz abstrusa de Licofrón, a quien admiro por sus alocadas yuxtaposiciones de sonidos, alusiones e imágenes, su complejo sistema de reflejos y de ecos. Algo apartado, un muchacho escuchaba las difíciles estrofas con una atención a la vez ausente y pensativa, que me hizo pensar inmediatamente en un pastor en el hondo de los bosques, vagamente atento a algún oscuro reclamo de pájaro. No había traído ni tabletas ni estilo. Sentado al borde de la taza de la fuente, mojaba los dedos en la bella superficie lisa. Supe que su padre había ocupado un puesto secundario en la administración de los vastos dominios imperiales; como quedara de niño a cargo de su abuelo, éste lo había enviado a casa de un amigo de sus padres, armador en Nicomedia, que pasaba por rico a ojos de aquella pobre familia. Hice que se quedara cuando se marcharon los demás. Era poco instruido, lleno de ignorancias, reflexivo y crédulo. Conocía yo Claudiópolis, su ciudad natal; logré hacerlo hablar de su casa familiar, al borde de los grandes bosques de pinos que proporcionan los mástiles de nuestros navíos, del templo de Atis situado en la colina, cuyas estridentes músicas amaba, de los hermosos caballos de su país y de sus extraños dioses. Aquella voz algo velada pronunciaba el griego con acento asiático. De pronto, sabiéndose escuchado o quizás contemplado, se turbó enrojeciendo, y recayó en uno de esos obstinados silencios a los que acabé por habituarme. Así habría de nacer una intimidad. A partir de entonces me acompañó en todos mis viajes, y comenzaron algunos años fabulosos.

Antínoo era griego; remonté en los recuerdos de aquella familia antigua y oscura, hasta la época de los primeros colonos arcadios a orillas de la Propóntida. Pero en aquella sangre algo acre el Asia había producido el efecto de la gota de miel que altera y perfuma un vino puro. Volvía a encontrar en él las supersticiones de un discípulo de Apolonio, el culto monárquico de un súbdito oriental del Gran Rey. Su presencia era extraordinariamente silenciosa; me siguió en la vida como un animal o como un genio familiar. De un cachorro tenía la infinita capacidad para la alegría y la indolencia, así como el salvajismo y la confianza. Aquel hermoso lebrel ávido de caricias y de órdenes se tendió sobre mi vida. Yo admiraba esa indiferencia casi altanera para todo lo que no fuese su delicia o su culto; en él reemplazaba al desinterés, a la escrupulosidad, a todas las virtudes estudiadas y austeras. Me maravillaba de su dura suavidad, de esa sombría abnegación que comprometía su entero ser. Y sin embargo aquella sumisión no era ciega; los párpados, tantas veces bajados en señal de aquiescencia o de ensueño, volvían a alzarse; los ojos más atentos del mundo me miraban en la cara; me sentía juzgado. Pero lo era como lo es un dios por uno de sus fieles; mi severidad, mis accesos de desconfianza (pues los tuve más tarde), eran pacientes, gravemente aceptados. Sólo una vez he sido amo absoluto; y lo fui de un solo ser.

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