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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

Memorias de Adriano (18 page)

BOOK: Memorias de Adriano
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Si aún no he dicho nada de una belleza tan visible, no hay que ver en ello la reticencia de un hombre completamente conquistado. Pero los rostros que buscamos desesperadamente nos escapan; apenas si un instante… Vuelvo a ver una cabeza inclinada bajo una cabellera nocturna, ojos que el alargamiento de los párpados hacían parecer oblicuos, una cara joven y ancha. Aquel cuerpo delicado se modificó continuamente, a la manera de una planta, y algunas de sus alteraciones son imputables al tiempo. El niño cambiaba, crecía. Una semana de indolencia bastaba para ablandarlo; una tarde de caza le devolvía su firmeza, su atlética rapidez. Una hora de sol lo hacía pasar del color del jazmín al de la miel. Las piernas algo pesadas del potrillo se alargaron; la mejilla perdió su delicada redondez infantil, ahondándose un poco bajo el pómulo saliente; el tórax henchido de aire del joven corredor asumió las curvas lisas y pulidas de una garganta de bacante. El mohín petulante de los labios se cargó de una ardiente amargura, de una triste saciedad. Sí, aquel rostro cambiaba como si yo lo esculpiera noche y día.

Cuando considero estos años, creo encontrar en ellos la Edad de Oro. Todo era fácil; los esfuerzos de antaño se veían recompensados por una facilidad casi divina. Viajar era un juego: placer controlado, conocido, puesto hábilmente en acción. El trabajo incesante no era más que una forma de voluptuosidad. Mi vida, a la que todo llegaba tarde, el poder y aun la felicidad, adquiría un esplendor cenital, el brillo de las horas de la siesta en que todo se sume en una atmósfera de oro, los objetos del aposento y el cuerpo tendido a nuestro lado. La pasión colmada posee su inocencia, casi tan frágil como las otras; el resto de la belleza humana pasaba a ser espectáculo, no era ya la presa que yo había perseguido como cazador. Aquella aventura, tan trivial en su comienzo, enriquecía pero también simplificaba mi vida; el porvenir ya no me importaba. Dejé de hacer preguntas a los oráculos; las estrellas no fueron más que admirables diseños en la bóveda del cielo. Nunca había observado con tanto deleite la palidez del alba en el horizonte de las islas, la frescura de las grutas consagradas a las Ninfas y llenas de aves de paso, el pesado vuelo de las codornices en el crepúsculo. Releí a los poetas; algunos me parecieron mejores que antes, y la mayoría peores. Escribí versos que me dieron la impresión de ser menos insuficientes que de costumbre.

Tuvimos el mar de los árboles, las florestas de alcornoques y los pinares de Bitinia; el pabellón de caza, con sus galerías iluminadas en las que el niño, abandonándose al ambiente de su país natal, se despojaba al azar de sus flechas, su daga, su cinturón de oro, y se revolcaba con los perros sobre los divanes de cuero. Las planicies habían acumulado el calor del prolongado verano; el vapor subía de las praderas a orillas del Sangarios, donde galopaban tropillas de caballos salvajes; al amanecer bajábamos a bañarnos a la ribera, rozando al pasar las altas hierbas empapadas de rocío nocturno, bajo un cielo en el cual estaba suspendida la delgada luna en cuarto creciente que sirve de emblema a Bitinia. Aquel país fue colmado de favores, y hasta asumió mi nombre. Hicimos una bella travesía del Bósforo, bajo la tormenta; hubo cabalgatas en la selva tracia, con el viento agrio que se engolfaba en los pliegues de los mantos, el innumerable tamborilear de la lluvia en el follaje y en el techo de la tienda, el alto en el campamento de trabajadores donde habría de alzarse Andrinópolis, las ovaciones de los veteranos de las guerras dacias, la blanda tierra de donde pronto surgirían murallas y torres. Una visita a las guarniciones del Danubio me llevó hasta la próspera población que hoy es Sarmizegetusa; el adolescente bitinio llevaba en la muñeca un brazalete del rey Decebalo. Volvimos a Grecia por el norte; me demoré unos días en el valle de Tempe, salpicado de aguas vivas; la rubia Eubea precedió al Ática color de vino rosado. Apenas permanecimos en Atenas; pero en Eleusis, durante mi iniciación en los Misterios, pasamos tres días participando con la multitud del baño de mar ritual, de los sacrificios y las carreras de antorchas.

Llevé a Antínoo a la Arcadia de sus antepasados; sus bosques seguían tan impenetrables como en los tiempos de aquellos antiguos cazadores de lobos. A veces un jinete asustaba a una víbora con un latigazo; en las cimas pedregosas el sol llameaba como en lo más vivo del verano; el adolescente se adormecía contra las rocas, caída la cabeza sobre el pecho, los cabellos acariciados por el viento como un Endimión de pleno día. Una liebre que mi joven cazador había domesticado con gran trabajo fue destrozada por los perros; nuestros días sin sombras no tuvieron más desgracias que ésa. Los habitantes de Mantinea se descubrieron lazos de parentesco con la familia de colonos bitinios, hasta entonces desconocidos; la ciudad, donde el niño tuvo más tarde sus templos, fue enriquecida y adornada por mí. El inmemorial santuario de Neptuno, casi arruinado, era tan venerable, que su entrada estaba prohibida a todos; tras de sus puertas siempre cerradas se perpetuaban misterios más antiguos que la raza humana. Construí un nuevo templo, mucho más vasto, dentro del cual el vetusto edificio yace desde entonces como el hueso en el centro del fruto. No lejos de Mantinea, sobre el camino, hice embellecer la tumba donde Epaminondas, muerto en plena batalla, reposa junto a un joven camarada caído a su lado; una columna donde está grabado un poema se alzó para conmemorar el recuerdo de un tiempo en el que todo, visto desde lejos, parece haber sido noble y sencillo: la ternura, la gloria y la muerte. Los juegos ístmicos se celebraron en Acaya con un esplendor que no se veía desde antiguos tiempos; al restablecer aquellas grandes fiestas helénicas confiaba en devolver a Grecia una viviente unidad. Las cacerías nos llevaron al valle de Helicón, dorado por las últimas lumbres del otoño; hicimos alto al borde de la fuente de Narciso, junto al santuario del Amor, y ofrecimos a este dios, el más sabio de todos, los despojos de una osezna, trofeo suspendido con clavos de oro en la pared del templo.

La barca que el mercader Erasto de Éfeso me prestaba para navegar por el archipiélago fondeó en la bahía de Falera, y me instalé en Atenas como un hombre que vuelve al hogar. Me atrevía a tocar aquella belleza, trataba de convertir una ciudad admirable en una ciudad perfecta. Por primera vez Atenas se repoblaba, empezaba a crecer después de un largo período de decadencia. Doblé su extensión; preví, a lo largo del Iliso, una nueva Atenas, la ciudad de Adriano después de la de Teseo. Había que disponerlo y construirlo todo. Seis siglos antes, la construcción del gran templo consagrado a Zeus Olímpico había quedado interrumpida. Mis obreros se pusieron a la tarea; Atenas conoció otra vez la exaltación jubilosa de las grandes empresas, que no había saboreado desde los días de Pendes. La inspección de los trabajos requirió ir y venir diariamente en un laberinto de máquinas, de complicadas poleas, fustes semilevantados y bloques blancos negligentemente apilados bajo lío el cielo azul. Volvía a encontrar allí algo de la excitación de los astilleros navales; un navío aparejaba rumbo al porvenir. Por la noche, la arquitectura cedía el lugar a la música, esa construcción invisible. He practicado un poco todas las artes, pero sólo me he ejercitado constantemente en el de los sonidos, donde me reconozco con cierta excelencia. En Roma disimulaba esa afición, a la que podía entregarme discretamente en Atenas. Los músicos se reunían en el patio donde había un ciprés, al pie de una estatua de Hermes. Seis o siete solamente: una orquesta de flautas y liras, a la que a veces se agregaba un virtuoso de la citara. Casi siempre tocaba yo la flauta travesera. Ejecutábamos melodías antiguas, casi olvidadas, y también nuevas melodías compuestas para mí. Amaba la viril austeridad de los aires dorios, pero no me desagradaban las melodías voluptuosas o apasionadas, las modulaciones patéticas o artificiosas, que las personas graves, cuya virtud consiste en tenerlo todo, rechazan por considerarlas trastornadoras de los sentidos o del corazón. A través de las cuerdas entreveía el perfil de mi joven camarada, atentamente ocupado en cumplir su parte en el conjunto, y sus dedos que corrían a lo largo de los hilos tendidos. Aquel hermoso invierno fue rico en frecuentaciones amistosas; el opulento Ático, cuyo banco costeaba mis trabajos edilicios no sin obtener provecho, me invitó a sus jardines de Kefisia, donde vivía rodeado de una corte de improvisadores y escritores de moda; su hijo, el joven Herodes, era un conservador arrebatador y sutil a la vez, que se convirtió en el comensal indispensable de mis cenas atenienses. Había perdido por completo la timidez que lo hiciera quedarse corto en mi presencia, en la época en que la efebía ateniense lo envió a la frontera sármata para felicitarme por mi advenimiento, pero su creciente vanidad me parecía divertidamente ridícula. El retórico Polemón, famoso en Laodicea, que rivalizaba con Herodes en elocuencia y sobre todo en riqueza, me encantó por su estilo asiático, amplio y centelleante como las olas de un Pactolo; aquel hábil ajustador de palabras vivía como hablaba, con fasto. Pero el más precioso de los encuentros fue el de Arriano de Nicomedia, mi mejor amigo. Doce años menor que yo, había comenzado la bella carrera política y militar en la cual continúa honrándose y sirviendo. Su experiencia de los grandes negocios, su conocimiento de los caballos, los perros y todos los ejercicios corporales, lo ponían infinitamente por encima de los simples hacedores de frases. En su juventud había sido presa de una de esas extrañas pasiones del espíritu sin las cuales no hay quizá verdadera sabiduría ni verdadera grandeza: dos años de su vida habían transcurrido en Nicópolis, en Epiro, habitando el cuchitril frío y desnudo donde agonizaba Epicteto; se había impuesto la tarea de recoger y transcribir palabra por palabra los últimos pensamientos del anciano filósofo enfermo. Aquel periodo de entusiasmo lo marcó para siempre; conservaba de él admirables disciplinas morales y una especie de grave candor. Practicaba en secreto una vida austera de la que nadie tenía idea. Pero el largo aprendizaje del deber estoico no lo había endurecido en una actitud de falsa sabiduría; era demasiado fino como para no haberse apercibido de que los extremos de la virtud se asemejan a los del amor en que su mérito proviene precisamente de su rareza, de su condición de obra maestra única, de hermoso exceso. La inteligencia serena, la perfecta honradez de Jenofonte le servían desde entonces de modelo. Escribía la historia de Bitinia, su país. Había yo colocado a esta provincia, largo tiempo mal administrada por los procónsules, bajo mi jurisdicción personal; Arriano me aconsejó en mis planes de reforma. Lector asiduo de los diálogos socráticos, no ignoraba nada de las reservas de heroísmo, abnegación y a veces sapiencia con que Grecia ha sabido ennoblecer la pasión por el amigo; así, trataba a mi joven favorito con una tierna deferencia. Los dos bitinios hablaban ese dulce dialecto de la Jonia, lleno de desinencias casi homéricas, en el cual convencí más tarde a Arriano de que escribiera sus obras.

En aquella época Atenas tenía su filósofo de la vida frugal: en una cabaña de la aldea de Colona, Demonax vivía una existencia ejemplar y alegre. No era Sócrates: le faltaban la sutileza y el ardor, pero me gustaba su burlona llaneza. El actor cómico Aristómenes, que interpretaba con brío la antigua comedia ática, fue otro de mis amigos de corazón sencillo. Le llamaba mi perdiz griega; pequeño, gordo, alegre como un niño o un pájaro, sabía más que nadie sobre los ritos, la poesía y las recetas culinarias de antaño. Me divirtió y me instruyó mucho tiempo. Por aquel entonces Antínoo se encariñó con el filósofo Chabrias, platónico con ribetes de orfismo, el más inocente de los hombres, que consagró al adolescente una fidelidad de perro guardián, transmitida a mí más tarde. Once años de vida palaciega no lo han cambiado; es siempre el mismo ser cándido, devoto, castamente ocupado de ensueños, ciego a las intrigas y sordo a los rumores. A veces me aburre, pero sólo la muerte me separará de él.

Mis relaciones con el filósofo estoico Eufrates fueron más breves. Habíase retirado a Atenas, luego de brillantes triunfos en Roma. Lo tomé como lector, pero los sufrimientos ocasionados por un absceso al hígado, y la debilidad consiguiente, lo persuadieron de que su vida no le ofrecía ya nada digno de ser vivido. Me pidió que lo autorizara a abandonar mi servicio y suicidarse. Jamás he sido enemigo de la desaparición voluntaria; había pensado en ella como posible final en la hora de la crisis que precedió a la muerte de Trajano. El problema del suicidio, que habría de obsesionarme más tarde, me parecía entonces de fácil solución. Eufrates recibió el permiso que reclamaba; se lo hice llegar por mano de mi joven bitinio, quizá porque me hubiera gustado recibir de un mensajero semejante la respuesta suprema. El filósofo se presenté aquella noche al palacio, para mantener una conversación que en nada difería de las anteriores, y se suicidó a la mañana siguiente. Hablamos muchas veces de ese episodio, que tuvo taciturno a Antínoo durante muchos días. Aquel hermoso ser sensual miraba con horror la muerte, y yo no me daba cuenta de que pensaba ya mucho en ella. Por mi parte, apenas comprendía que pudiera abandonarse un mundo que me parecía hermoso, y que no se agotara hasta el límite, pese a todos los males, la última posibilidad de pensamiento, de contacto y hasta de mirada. Mucho he cambiado desde entonces.

Las fechas se mezclan; mi memoria compone un solo fresco donde se acumulan los incidentes y los viajes de diversas temporadas. La lujosa barca del comerciante Erasto de Éfeso puso proa a Oriente, luego al sur y por fin rumbo a Italia, que para mí significaba el Occidente. Tocamos Rodas dos veces; Delos, encenguecedora de blancura, nos recibió una mañana de abril y más tarde bajo la luna llena del solsticio; el mal tiempo en la costa de Epiro me permitió prolongar mi visita a Dodona. En Sicilia nos demoramos unos días en Siracusa para explorar el misterio de las fuentes: Aretusa, Ciadné, hermosas ninfas azules. Me acordaba de Licinio Sura, que antaño consagraba sus ocios de estadista a estudiar las maravillas de las aguas. Había oído hablar de las sorprendentes irisaciones de la aurora sobre el mar Jónico cuando se la contempla desde la cima del Etna. Decidí emprender la ascensión de la montaña, pasamos de la región de los viñedos a la de la lava, y por fin a la de la nieve. El adolescente de piernas danzantes corría por las pendientes escarpadas; los hombres de ciencia que me acompañaban subían a lomo de muía. En la cresta habían levantado un abrigo que nos permitiría esperar el alba. Amaneció: un inmenso velo de Iris se desplegó de uno a otro horizonte; extraños fuegos brillaron en los hielos de la cima; el espacio terrestre y marino se abría a la mirada hasta el África visible y la Grecia adivinada. Fue una de las cumbres de mi vida. No faltó nada en ella, ni la franja dorada de una nube, ni las águilas, ni el escanciador de inmortalidad.

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