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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (15 page)

BOOK: Memorias de África
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Cuando más tarde llegué a comprender lo que leía aprendí el efecto magnificador de las noticias escritas. Los mensajes que hubieran sido recibidos con duda o con desprecio oralmente —porque todos los nativos son grandes escépticos— eran tomados ahora como la verdad del Evangelio. Los nativos son también muy rápidos para captar cualquier confusión de palabras en un discurso; una equivocación de ese tipo les proporciona un malicioso placer, no lo olvidan nunca y pueden nombrar a un hombre blanco para toda su vida por un error de lenguaje; pero si el error es en lo escrito, lo cual ocurre con frecuencia dado que los escribas son gente ignorante, se empeñan en darle cierto sentido, inquieren y se preguntan sobre ello, creyendo las cosas más absurdas en vez de buscar en donde está la falta.

En una de las cartas que le leí a un muchacho de la granja, el amanuense, entre otras noticias, daba el siguiente y lacónico mensaje: «He cocinado un babuino». Le expliqué que seguramente quería decir que había cazado un babuino, porque en
swaheli
las dos palabras son parecidas. Pero el receptor de la carta se mostró en absoluto desacuerdo.

—No,
Msabu
, no —dijo—, ¿qué es lo que ha escrito en mi carta? ¿Qué es lo que está escrito ahí?

—Ha escrito —le dije— que ha cocinado un babuino, ¿pero cómo va a cocinar a un babuino? Y si lo hubiera hecho de verdad te diría por qué y cómo lo hizo.

El joven kikuyu se mostró confuso por esa crítica a la palabra escrita, me pidió que le devolviera la carta, la plegó cuidadosamente y se marchó.

En cuanto a la declaración de Jogona le fue muy útil, porque cuando la leyó el Comisionado del Distrito rechazó la apelación de los de Nyeri, que se marcharon malhumorados para su aldea, sin llevarse nada de la granja.

El documento se convirtió en el mayor tesoro de Jogona. Pude vedo más veces. Jogona hizo una bolsita de cuero para él, bordada con bolitas, y la colgó con un cordel del cuello. De vez en cuando, sobre todo los domingos por la mañana, podía aparecer súbitamente en mi puerta, se quitaba la bolsa y me daba el papel para que lo leyera. Una vez, cuando yo había estado enferma y era la primera vez que montaba de nuevo a caballo, me vio desde lejos, corrió un largo trecho para alcanzarme, llegó sin aliento al lado de mi caballo, para darme su documento. En cada lectura su rostro adquiría la misma expresión de profundo triunfo religioso y al acabar alisaba solícitamente el papel, lo doblaba y lo volvía a colocar en la bolsa. La importancia del documento no disminuyó, sino que aumentó con el tiempo, como si la gran maravilla para Jogona fuera que no cambiaba. El pasado, que había sido tan difícil de traer a la memoria, y que probablemente le parecía que cambiaba cada vez que pensaba en él, había sido atrapado, conquistado y delimitado ante sus ojos. Se había convertido en historia; contra él no prevalecían ni la variabilidad ni las sombras del cambio.

IV
Wanyangerri

Cuando volví a Nairobi fui a ver a Wanyangerri en el Hospital Nativo. Como tenía tantos aparceros en mi tierra casi siempre tenía pacientes allí, era una
habituée de la maison
y me llevaba muy bien con la matrona y los enfermeros. Nunca he visto una persona que se pusiera una capa tan espesa de polvos y colores como la matrona: con su cofia blanca su ancho rostro parecía como el de esas muñecas rusas que se desatornillan y tienen dentro otra muñeca y otra y otra, que se venden con el nombre de Katinka. Como era de esperar de una Katinka era una matrona amable y eficaz. Los jueves removían todas las camas y las llevaban a un patio abierto, mientras limpiaban y aireaban las casas. Era un día muy agradable en el hospital. Desde el patio había una espléndida vista, con las secas llanuras de Athi en primer término y, allá lejos, las montañas azules de Donyo Sabouk y las grandes colinas de Múa. Era curioso ver a mis ancianas kikuyus en la cama, con las sábanas blancas, como mulas cansadas o como alguna otra paciente bestia de carga; se reían conmigo de la situación, pero agriamente, como lo hubiera hecho una vieja mula, porque los nativos tienen miedo de los hospitales.

La primera vez que vi a Wanyangerri en el hospital, estaba tan trastornado y abatido que pensé que lo mejor para él hubiera sido morir. Se asustaba de todo, lloró durante el tiempo que estuve con él y me pidió que lo llevara a la granja; temblaba y se agitaba bajo sus vendas.

Pasó una semana antes de que volviera otra vez. Le encontré tranquilo y sosegado, me recibió con dignidad. Sin embargo, estaba muy contento de verme y el enfermero me contó que se le notaba muy impaciente esperando mi visita. Porque tenía que contarme, con absoluta convicción, y despidiendo las palabras a través de un tubo que tenía en la boca, que había sido muerto ayer y que volverían a matarlo dentro de unos días.

El médico que trató a Wanyangerri había hecho la guerra en Francia y había arreglado muchos rostros. Se preocupó por él y tuvo éxito. Puso una pieza de metal en sustitución del hueso de la mandíbula y la atornilló a los huesos que quedaban en la cara, recogió los trozos de carne arrancada y los cosió, haciéndole una especie de barbilla. Según me dijo el propio Wanyangerri, cogió un trozo de piel de su hombro para completar el remiendo. Cuando al final del tratamiento le quitaron las vendas, el rostro del niño había cambiado mucho y parecía raro, como la cabeza de una lagartija, porque no tenía barbilla. Pero podía comer de manera normal y hablar aunque después del accidente ceceaba un poco. Todo eso llevó muchos meses. Cuando iba a ver a Wanyangerri me pedía azúcar, así que solía llevar unas cuantas cucharadas en un trozo de papel.

Los nativos, si no están paralizados y aterrorizados por lo desconocido, gruñen y rezongan en el hospital, e inventan lo que sea para que los dejen irse. La muerte es una de esas invenciones; no la temen. Los europeos que han construido y equipado los hospitales, que trabajan en ellos y que con mucho esfuerzo consiguen traerlos aquí, se quejan con amargura de que los nativos no saben nada de gratitud y que da lo mismo lo que hagas por ellos. Para los blancos hay algo de vejatorio y mortificador en ese estado de ánimo de los nativos. Por supuesto, da lo mismo lo que hagas por ellos; puedes hacer muy poco y lo que haces desaparece, y no se vuelve a oír hablar de ello; no te dan las gracias, no sienten rencor y, aunque lo quieras, nada puedes hacer. Es una cualidad alarmante; parece anular tu existencia como ser humano individual, obligarte a asumir un papel que no has escogido, como si fueras un fenómeno de la naturaleza, como si fueras el clima.

En este aspecto los emigrantes somalíes son diferentes de los nativos del país. Tu comportamiento para con ellos los afecta profundamente, en verdad es muy difícil que lo que haces no afecte de un modo u otro a esos apasionados y orgullosos jaques del desierto, y a veces les hieres profundamente. Tienen un profundo sentido de la gratitud y pueden conservar un rencor para siempre. Un beneficio, como una ofensa o un menosprecio, queda escrito en piedra dentro de sus corazones. Son severos mahometanos y, como todos los mahometanos, tienen un código moral de acuerdo con el cual te juzgan. Con los somalíes puedes crearte un prestigio o destruirlo en una hora.

En esto los masai tienen una posición peculiar entre las tribus nativas. Recuerdan, pueden sentirse agradecidos y pueden sentir animosidad. Cuando te toman animosidad desaparecerá sólo cuando desaparezca la tribu.

Pero los desprejuiciados kikuyus, wakambas o kavirondos no tienen ningún código; Piensan que casi todo el mundo es capaz de cualquier cosa, así que no puedes escandalizarlos con nada, aunque te lo propongas. Se puede decir que un kikuyu es un infeliz o un pervertido sin importarle lo que hagas con él. Según su propio modo de ser y las tradiciones de su nación, consideran nuestras actividades como propias de la naturaleza. No te juzgan, pero son agudos observadores. De la suma de sus observaciones depende nuestra buena o mala fama.

La gente muy pobre en Europa es, en este aspecto, parecida a los kikuyus. No te juzgan, pero sacan sus conclusiones. Si les gusta o quieren a alguien es de la manera misma que aman a Dios; no por lo que haces por ellos, de ninguna manera, sino por lo que tú eres. Un día, durante mis errabundeos por el hospital, vi a tres pacientes nuevos, un hombre muy negro con una cabeza muy grande y dos chiquillos, los tres con la garganta vendada. A uno de los enfermeros de la sala, que era jorobado y le gustaba contar cuentos, le encantaba explicarme los casos más intrigantes. Como me vio detenerme ante los lechos de los recién llegados se acercó y me contó su historia.

Eran nubios, de la banda de los Fusileros Africanos del Rey, los soldados negros de Kenya. Los chiquillos eran tamborileros y el hombre corneta. El corneta tenía graves problemas en su vida y perdió la cabeza, cosa frecuente entre los nativos. Primero se dedicó a disparar con su rifle a derecha e izquierda sobre los barracones y, cuando vació el cargador, se encerró con los dos chiquillos en su cabaña de chapa ondulada e intentó degollarlos y degollarse a sí mismo. El enfermero sentía que no los hubiera visto cuando los trajeron, la pasada semana, porque estaban enteramente cubiertos de sangre y yo creería que estaban muertos.

Mientras el narrador contaba su historia, los tres estaban en la cama y le escuchaban con profunda atención. Le interrumpían para corregirle detalles del cuento, y los chiquillos que tenían una gran dificultad para hablar, se volvían hacia el hombre que estaba en la cama entre ellos para que confirmara lo que decían, confiados en que él me contaría la historia con tanta precisión como fuera posible.

—¿No echabas tú espuma por la boca, no aullabas? —le preguntaban—. ¿No decías que nos ibas a cortar en pedazos tan pequeños como saltamontes?

El homicida decía apesadumbrado:

—Sí, sí.

A veces tenía que quedarme en Nairobi durante media jornada alguna cuestión de negocios o esperando el correo europeo, cuando el tren de la costa llegaba tarde. En esas ocasiones, cuando no sabía qué hacer, solía conducir hasta el Hospital Nativo y recoger una pareja de convalecientes y llevarlos a dar una vuelta en el automóvil. Cuando Wanyangerri estaba en el hospital, el gobernador, sir Edward Northey, tenía enjaulados en los terrenos de la Casa de Gobierno una pareja de cachorros de león, que debía enviar al zoo de Londres. Eran la gran atracción de los que estaban en el hospital; todos querían ir a verlos. Prometí a los pacientes de la banda de los Fusileros Africanos del Rey que los llevaría cuando estuvieran bien, pero ninguno quería ir hasta que pudieran hacerla todos juntos. El corneta fue el más lento en recuperarse; uno de los chiquillos fue incluso dado de alta en el hospital antes de que él se sintiera lo suficientemente bien como para venir conmigo. El chiquillo iba todos los días al hospital a preguntar por él, para asegurarse de que no se perdería su paseo. Una vez me lo encontré por la tarde y me dijo que el corneta seguía teniendo unos terribles dolores de cabeza, lo que no era de extrañar, porque la había tenido llena de demonios.

Por fin vinieron los tres y permanecieron absortos frente a la jaula. Uno de los jóvenes leones, irritado porque le estuvieran mirando durante tanto tiempo, se levantó repentinamente, se estiró y dio un pequeño rugido, con lo que los mirones se dieron un susto, y el más pequeño se escondió detrás del corneta. Cuando íbamos de vuelta, le dijo:

—Ese león era tan malo como tú.

Durante todo ese tiempo el caso de Wanyangerri permaneció en suspenso en la granja. Sus familiares a veces venían y me preguntaban cómo estaba, pero, con la excepción de su hermano pequeño, parecían tener miedo de ir a verlo. Kaninu también aparecía por mi casa a última hora de la tarde, como un viejo tejón que— anduviera de reconocimiento, para sondearme sobre el niño. Entre nosotros, Farah y yo, a veces sopesábamos sus sufrimientos y los traducíamos en ovejas.

También Farah, dos meses después del accidente, me informó sobre una nueva característica del caso.

En estas ocasiones venía mientras yo cenaba, se quedaba muy erguido al otro lado de la mesa y se dedicaba a ilustrar mi ignorancia. Farah hablaba bien inglés y francés, pero se empeñaba en ciertos errores peculiares suyos. Decía «exactamente» en lugar de «excepto» —«han vuelto todas las vacas, exactamente la vaca gris»— y en vez de corregirle tomé la costumbre de utilizar la misma palabra cuando hablaba con él. Tomó una expresión seria y digna, pero empezó de una manera vaga:


Mensahib
—dijo—, el Kabero…

Ese era el programa. Esperé a que siguiera.

Después de una pausa Farah retornó el asunto.

—Tú crees,
Mensahib
—dijo—, que Kabero está muerto y lo han comido las hienas. No está muerto. Está con los masai.

Poco convencida le pregunté cómo lo sabía

—Oh, lo sé —dijo—. Kaninu tiene demasiadas chicas casadas con masai. Cuando Kabero pensó que no conocía a nadie que pudiera socorrerle exactamente los masai, fue a ver al marido de su hermana. Es verdad que lo pasó muy mal, estuvo toda una noche sentado en un árbol con las hienas esperando debajo. Ahora vive con los masai. Hay un viejo masai, muy rico, dueño de muchos centenares de vacas, que no tiene hijos y quiere recoger a Kabero. Kaninu lo sabe muy bien y hablado de eso con los masai muchas veces. Pero tiene miedo de decírtelo, cree que si los blancos se enteran ahorcarán a Kabero en Nairobi.

Farah siempre hablaba de los kikuyus de una manera arrogante.

—Las mujeres masai —dijo— no pueden tener hijos. Les gusta recoger niños kikuyus. Roban muchos. Pero Kabero —prosiguió— volverá a la granja cuando crezca, porque no quiere vivir como los masai, que siempre andan de un lado para otro. Los kikuyus son demasiado holgazanes para eso.

Desde la granja se podía seguir el trágico destino de la tribu masai del otro lado del río, que iba desapareciendo de año en año. Eran luchadores que habían dejado de luchar, un león agonizante con las garras cortadas, una nación castrada. Les habían quitado sus lanzas y hasta sus hermosos escudos y, en el cazadero, los leones perseguían a sus rebaños. Una vez, en la granja, tuve tres novillos que convertimos en pacíficos bueyes para el tiro y la labranza, y luego los encerramos en el patio de la granja. Aquella noche las hienas olieron la sangre, vinieron y los mataron. Pensé que ese era el destino de los masai.

—La mujer de Kaninu —dijo Farah— está muy apenada por perder a su hijo durante tantos años.

BOOK: Memorias de África
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