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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (41 page)

BOOK: Memorias de África
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Luego Lord Winchilsea, hermano de Denys, hizo poner un obelisco en su tumba con una inscripción extraída del
El viejo marinero
, un poema que Denys admiraba especialmente. Yo nunca lo había escuchado hasta que Denys me lo citó —la primera vez, que yo recuerde, cuando íbamos a la boda de Bilea—. No he visto el obelisco; lo pusieron después de que yo me marché de África. También en Inglaterra hay un monumento a Denys. Sus antiguos compañeros de colegio pusieron, en su memoria, un puente de piedra sobre un arroyo que divide los campos de Eton. En una de las balaustradas escribieron su nombre y las fechas de su paso por Eton y las palabras: «Famoso en estos campos y muy amado por sus numerosos amigos».

Entre el río en el suave paisaje inglés y los montes africanos, corre el sendero de su vida; es una ilusión óptica que parezca torcerse y desviarse, lo que le rodeaba es lo que se desvía. El arco se disparó en el puente de Eton, la flecha describió su órbita y alcanzó el obelisco en las colinas de Ngong.

Después de que me fuera de África, Gustav Mohr me escribió contándome una cosa muy extraña que había sucedido en la tumba de Denys, nunca había oído nada semejante. «Los masai», me escribió, «han informado al Comisionado del Distrito de Ngong que muchas veces, al alba y al crepúsculo, han visto leones en la tumba de Finch-Hatton en las colinas. Un león y una leona han aparecido allí y se quedan de pie, o se echan, en la tumba durante mucho tiempo. Algunos indios que pasan por el lugar en sus camiones camino de Kajado también los han visto. Después de que te fuiste el suelo que rodea la tumba fue nivelado, formando una especie de gran terraza, supongo que el lugar tan plano es un buen sitio para los leones, desde allí pueden ver toda la pradera, el ganado y la caza que hay en ella».

Era justo que los leones fueran hasta la tumba de Denys y la convirtieran en un monumento africano. «Y renombrada sea tu tumba». Pensé que el propio Lord Nelson, en Trafalgar Square, sólo tiene leones de piedra.

IV
Farah y yo vendemos

Ahora estaba sola en la granja. Ya no era mía, pero la gente que la había comprado se ofreció a dejarme permanecer en la casa el tiempo que quisiera, y por razones legales me la alquilaban por un chelín diario.

La venta de mis muebles nos dio mucho trabajo tanto a Farah como a mí. Tuvimos que poner toda la porcelana y la cristalería a la vista sobre la mesa del comedor; más tarde, cuando vendimos la mesa, las colocamos en largas filas en el suelo. El cuco del reloj cantaba las horas arrogantemente por encima de las filas, luego fue vendido y voló fuera. Un día vendí mi cristalería y luego, durante la noche, lo pensé mejor, así que por la mañana me fui en automóvil a Nairobi a pedirle a la dama que la había comprado que anuláramos el trato. No tenía sitio donde meter la cristalería, pero los dedos y los labios de muchos amigos la habían tocado, me habían regalado vinos excelentes para beberlos en ella; retenían un eco de las antiguas charlas de sobremesa y no quería compartirla. Después de todo, pensé, es fácil de romper.

Tenía un viejo biombo de madera con figuras pintadas de chinos, sultanes y negros, con perros sujetos por la correa que se ponía juma al fuego. En los atardeceres, cuando las llamas resplandecían, las figuras se animaban y servían como ilustraciones para los cuentos que le contaba a Denys. Después de mirarlo durante mucho tiempo lo doblé y lo empaqueté en una caja, donde las figuras podían descansar por el momento. Lady McMillan, en aquel tiempo, había terminado el McMillan Memorial, que había hecho construir en Nairobi en recuerdo de su marido, Sir Northrtup McMillan. Era un bonito edificio con bibliotecas y salas de lectura. Ahora ella solía venir en automóvil a la granja, hablaba de los tiempos pasados con tristeza y me compró la mayor parte de mis antiguos muebles daneses, que yo trajera de mi país, para la biblioteca. Me gustó saber que los alegres, sabios y hospitalarios arcones y gabinetes iban a permanecer juntos, en medio de libros y de estudiosos, como un pequeño círculo de señores que en tiempos revolucionarios encuentran asilo en la Universidad.

Mis libros los empaqueté en cajas y me sentaba o comía sobre ellos. Los libros en una colonia desempeñan un papel diferente en tu existencia que en Europa; toda una parte de tu vida depende de ellos; y por eso, según su calidad, te sientes de lo más agradecida o indignada, en una escala mucho mayor que en un país civilizado.

Los personajes de ficción de los libros corren en la granja, junto a tu caballo o pasean contigo por los maizales. Por sí mismos, como buenos soldados, saben encontrar el alojamiento que les conviene. Una mañana, después de haberme pasado la noche leyendo
Crome Yellow
—nunca había oído hablar del autor, pero cogí el libro en una librería de Nairobi y me quedé tan contenta como si hubiera descubierto una nueva isla, cubierta de vegetación, en el mar— cuando galopaba por un valle del cazadero, un pequeño antílope saltó, y se convirtió en un cervato para Sir Hércules y su esposa con su traílla de treinta dagas falderos negros y amarillentos. Todos los personajes de Walter Scott se encontraban a gusto en el país y topabas con ellos por todas partes; lo mismo pasaba con Ulises y sus hombres, y curiosamente con muchos personajes de Racine. Peter Schlemihl pasaba sobre las colinas con sus botas de siete leguas y «Clown Agheb», la abeja, vivía en mi jardín junto al río. Otras cosas se vendieron, se empaquetaron y se enviaron fuera, de manera que la casa, durante esos meses, se convirtió en
das Ding an sich
, noble como una calavera, un lugar frío y espacioso, lleno de ecos, y la hierba del prado creció tamo que empezó a cubrir los peldaños de la escalera. Al final, ya no quedaba nada en las habitaciones y para mí, en ese estado, comenzaron a parecerme más acogedoras que antes.

Le dije a Farah:

—Así es como debíamos de haberla tenido siempre. Farah me comprendió muy bien porque los somalíes tienen algo de ascético. Durante esa época Farah estaba enteramente dedicado a ayudarme en todo; pero cada vez se parecía más a un auténtico somalí, tal como era en Adén, donde le habían enviado a buscarme, la primera vez en que vine a África. Le preocupaban mucho mis viejos zapatos y me confió que rezaba a Dios todos los días para que me duraran hasta que fuera a París.

Durante esos meses Farah se ponía cada día sus mejores ropas. Tenía mucha ropa bonita: chaquetillas árabes bordadas de oro que yo le había dado y otra, muy elegante, de color escarlata con encajes dorados que le regalara Berkeley Cole, además de turbantes de seda de hermosos colores. Por lo general los tenía guardados en arcas y sólo los usaba en ocasiones especiales. Pero ahora se ponía lo mejor que tenía. Caminaba un paso detrás de mí por las calles de Nairobi o me esperaba en las sucias escaleras de los edificios gubernamentales o de los bufetes de los abogados, vestido como Salomón en todo su esplendor. Sólo un somalí podía hacerlo.

Tenía que decidir el destino de mis caballos y de mis perros.

Durante mucho tiempo pensé en matarlos, pero varios de mis amigos me escribieron pidiéndome que se los dejara. Después de esto, cuando salía a cabalgar acompañada por los perros, no me parecía justo matarlos a tiros, tenían demasiada vida dentro. Tardé mucho en decidirme, no creo haber cambiado tantas veces de opinión sobre un mismo tema. Por último, decidí dárselos a mis amigos.

Cabalgué al paso hasta Nairobi en mi caballo favorito, «Rouge», mientras miraba todo de norte a sur. Debió ser muy extraño para «Rouge», pensé, ir hasta Nairobi por la carretera y no volver por el mismo camino. Lo instalé, no sin esfuerzo, en el vagón de los caballos del tren de Naivasha, me quedé allí y sentí por última vez su morro sedoso en mis manos y en mi rostro. No te dejaré marchar, «Rouge», si no me das tu bendición. Juntos encontramos el sendero para bajar galopando al río entre las
shambas
y las cabañas de los nativos, bajabas por la resbaladiza pendiente con la prudencia de un mulo, y en la parda corriente tu cabeza y la mía se reflejaban juntas. Que puedas ahora, en un valle de nubes, comer claveles a la derecha y alhelíes a la izquierda.

Los dos jóvenes galgos que yo tenía, «David» y «Dinah», hijos de «Pania», se los di a un amigo de una granja cercana a Gil-Gil, donde podrían tener buena caza. Eran muy fuertes y juguetones y, cuando los metieron en un automóvil y se fueron en gran estilo, jadeaban, sus cabezas juntas asomando por la ventanilla, las lenguas fuera como si estuvieran siguiendo la pista de una espléndida presa. Con los ojos y las patas rápidas, alegres corazones, los dos perros se marchaban de la casa y de la pradera para resollar, husmear y correr llenos de felicidad por otros lugares. Parte de mi gente comenzó a abandonar la granja. Como ya no había café ni molino de café, Pooran Singh se encontró sin trabajo. No quiso coger otro trabajo en África y, al final, decidió volver a la India.

Pooran Singh, el que dominaba los minerales, era fuera de su trabajo como un niño. No le cabía en la cabeza la idea de que se había terminado la granja; se afligía, lloraba con claras lágrimas que corrían por su negra barba y durante mucho tiempo no me dejaba en paz con sus intentos de que me quedara en la granja y con sus planes para que ésta continuara funcionando. Estaba orgulloso de nuestra maquinaria y parecía como si estuviera clavado a la máquina de vapor y al secador de café de la factoría, sus suaves ojos oscuros devoraban cada una de sus tuercas. Luego, cuando finalmente se dio cuenta de lo desesperado de la situación, se le vino todo encima de pronto, siguió muy triste pero absolutamente pasivo y a veces, cuando le veía, me hablaba mucho de sus planes de viaje. Cuando se fue el único equipaje que llevó consigo consistía en una pequeña caja de herramientas y útiles de soldadura, como si ya hubiera enviado su corazón y su vida al otro lado del océano y sólo quedara aquella persona flaca, modesta y parda con su soldador para seguirles.

Quería hacerle un regalo a Pooran Singh antes de que se fuera y esperaba tener algo conmigo que le gustara, pero cuando se lo dije manifestó con gran alegría que quería un anillo. Yo no tenía ningún anillo ni dinero para comprarlo. Esto ocurrió ya unos meses antes, cuando Denys venía a cenar a la granja, y una noche le dije lo que pasaba. Denys me había dado una vez un anillo abisinio de oro blando, que se podía adaptar a cualquier dedo. Pensó que proyectaba dárselo a Pooran Singh, porque solía quejarse de que todo lo que me regalaba yo, a mi vez, se lo daba a mi gente de color. Para impedirlo me lo quitó de la mano, se lo puso en la suya y dijo que se lo quedaría hasta que Pooran Singh se marchara. Fue pocos días antes de que se fuera a Mombasa y así el anillo fue enterrado con él. Sin embargo, antes de que Pooran Singh se fuera reuní suficiente dinero, vendiendo mis muebles, como para poder comprarle el anillo que quería en Nairobi. Era de oro pesado, con una piedra roja grande, que parecía de cristal. Pooran Singh se puso tan contento que derramó unas cuantas lágrimas más y me parece que el anillo le ayudó en su separación final de la granja y de su maquinaria. Porque en su última semana se lo ponía todos los días y cuando venía a casa lo traía en la mano y me lo enseñaba con una sonrisa radiante y gentil. En la estación de Nairobi lo último que vi de él fue su delgada mano morena, que había trabajado en la forja a tan furiosa velocidad. La extendía a través de la ventanilla del abarrotado y caluroso vagón de ferrocarril para nativos en el cual se había instalado Pooran Singh con su caja de herramientas, y la piedra roja brillaba como una estrellita mientras subía y bajaba diciendo adiós.

Pooran Singh se fue a Penjab con su familia. Hacía muchos años que no la veía, pero siempre estuvieron en contacto con él, enviándole fotografías que guardaba en su casita de chapa ondulada en la factoría y que me enseñaba lleno de ternura y de orgullo. Me escribió muchas cartas, algunas desde el barco que le llevaba a la India. Todas empezaban de la misma manera: «Querida señora. Adiós», y luego me daba noticias suyas y me contaba sus aventuras durante el viaje.

Una semana después de la muerte de Denys, una mañana me ocurrió una cosa extraña.

Estaba en la cama pensando en los acontecimientos de los últimos tiempos e intentando entender lo que realmente había ocurrido. Me parecía que, de alguna manera, me había salido del curso normal de la existencia humana, metiéndome en un
maelstrom
donde nunca debía haber entrado. Por donde fuera que yo caminaba, el suelo fallaba bajo mis pies y las estrellas caían desde el cielo. Pensaba en el poema sobre Ragnarok, donde se describe esa caída de las estrellas y los versos sobre los enanos que gemían en sus cuevas de las montañas y morían de miedo. Todo esto, pensaba, no puede ser una coincidencia de circunstancias, lo que la gente llama una racha de mala suerte, sino que debe tener un fundamento. Si lo encontraba, me salvaría. Si buscaba donde debía, reflexioné, la coherencia de las cosas se me aclararía. Pensaba que debía levantarme y buscar una señal.

Mucha gente cree que no es razonable buscar una señal. Se debe a que para hacerla hay que estar en un determinado estado de espíritu y mucha gente nunca lo logra. Si en esa disposición de ánimo pides una señal, no puede fallar la respuesta; se produce como consecuencia natural de una petición. De la misma manera un jugador de cartas inspirado reúne trece naipes en la mesa y levanta lo que se llama una mano-una unidad. Donde los otros no ven nada, él es capaz de ver el gran capote que lo está mirando. ¿Es que existe el gran capote en las cartas? Sí, para el jugador que sabe.

Salí de casa en busca de una señal y vagué al azar entre las cabañas de los sirvientes. Acababan de soltar a sus gallinas que corrían de un lado a otro entre las casas. Me detuve un rato y me puse a contemplarlas.

El gran gallo blanco de Fathima se pavoneaba delante de mí. De pronto se detuvo, ladeó la cabeza en una dirección, luego en otra y levantó su cola. En el otro lado del sendero, por la hierba, apareció un pequeño camaleón gris que, como el gallo, estaba haciendo su reconocimiento mañanero. El gallo se fue derecho hacia él —porque los comen— cloqueando de satisfacción. Al verlo el camaleón se quedó completamente paralizado. Tenía miedo, pero a la vez era valiente, plantó las patas en el suelo, abrió la boca tanto como pudo y, para asustar a su enemigo, le sacó su lengua en forma de porra. El gallo se quedó quieto un momento como si estuviera sorprendido, luego rápida y decididamente bajó su pico como un martillo y arrancó la lengua del camaleón.

BOOK: Memorias de África
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