Read Mensajeros de la oscuridad Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Quiere callarse de una vez?
—Fue usted quien me lo pidió.
—Está bien, pues ahora le pido que no siga.
—Como quiera, aunque se pierde la mejor estrofa.
—Sabré sobreponerme a la pérdida.
Su emergente barriga se agitaba frente al volante por efecto de las carcajadas.
—Dígame, Fermín, ¿cuántas canciones o poesías de ese tipo conoce?
—¡Uf, se sorprendería si lo supiera! Las he aprendido por todas partes, a lo largo de toda una vida. En el colegio, en la mili, entre los compañeros...
—¡Ah, los señores, todos tan orgullosos con su cosa!
—¡Más vale que no falte!
Aquel comentario impensado e inocente sonó de pronto como un trallazo y nos devolvió a una triste realidad. Quedamos callados. Intenté remontar.
—¿Quiere que trabajemos un poco, Fermín? Voy a ir leyendo en voz alta los informes sobre Arco Iris.
—Me parece lo mejor.
La Comunidad del Arco Iris era una secta implantada en España por un tal Emilio Fidel, sin antecedentes penales, que había logrado mantener seis casas en el país. Nunca habían tenido problemas policiales, lo que nos complicaba la cuestión. El tal Fidel había sido en su tiempo un antifranquista al que le dio después por la sublimación espiritual de tipo hindú. Todos solían vestir con túnicas anaranjadas de monje budista cuando estaban en el interior de las comunidades. Los principios doctrinales que postulaban constituían un auténtico follón, una mezcolanza que apenas podía imaginarme de tantrismo, budismo, naturismo, esoterismo, magia, yoga, psicoanálisis, bioenergía, sufismo, musico-terapia, taoísmo y expresión corporal. Ni un barman loco hubiera concebido un combinado con tales ingredientes. Sin embargo, su marca de fábrica radicaba en ser la única escuela tántrica de España. Garzón me pidió aclaraciones sobre eso, y yo sólo pude informarle de lo que contaba el padre Villalba en su dossier: «El tantrismo es una escuela de éxtasis muy dura que ha inspirado numerosos yogas y el budismo tibetano.» Al parecer aquellos éxtasis se los provocaban los adeptos con danzas desenfrenadas y técnicas bioenergéticas y, detalle muy importante, con un elemento básico en el tantrismo: el sexo. Los fieles al Arco Iris se declaraban amorales y practicaban la más libre promiscuidad sexual.
—Quizá algunos muchachos se excedieron y fueron castigados, o traicionaron el espíritu de la comunidad.
—No me interrumpa, Garzón. En principio nuestra sospecha se basa en que represaliaron a los que intentaron abandonar.
—¿Y cómo se financian estos pájaros?
—Con aportaciones de los adeptos. El informe policial dice que no está nada claro de dónde salió el dinero con el que compraron su finca de Alcover. Sin embargo, al no existir indicios de delito económico, ningún juez decidió intervenir. También obtienen muchos beneficios utilizando a los miembros como mano de obra gratuita.
—Ya ve, inspectora, no sé por qué no fundamos una secta usted y yo; viviríamos mejor.
—Ni lo sueñe, el color naranja me sienta fatal.
Los Arco Iris captaban y adoctrinaban a los jóvenes por medio de conferencias y sesiones de terapia naturista. Villalba hacía mucho hincapié en que psicólogos que habían visitado Arco Iris por curiosidad salieron de allí horrorizados, afirmando que se aplicaban técnicas psicológicas peligrosas sin la menor capacitación ni control. Añadía en un párrafo la inquietante anécdota de que en Navarra se conocían los casos de varios muchachos que habían pasado de cursos intensivos de Arco Iris al hospital psiquiátrico de la capital.
—¿Y cuál es el objetivo máximo de estos tíos?
—La liberación del individuo, dice aquí.
—Por lo menos no aspiran a dominar el planeta.
—No sé si es un consuelo. ¿Cree que coincide con las características de lo que andamos buscando?
—Ni idea; cualquier secta es lo suficientemente siniestra como para que fuera posible una castración como represalia, castigo o disuasión.
Dar con el lugar donde estaba la finca tarraconense de Arco Iris no fue difícil. La policía autonómica incluso le había trazado un pequeño plano al subinspector. Confieso que cuando llegamos allí tenía el corazón encogido y muchas reservas sobre lo que íbamos a encontrar. Sin embargo, ninguno de mis temores se confirmó. Al contrario, nos hallábamos en un paraje bucólico, casi ideal. Sobre una loma plantada de cipreses y avellanos se elevaba una gran masía en parte reconstruida. A medida que nos acercábamos íbamos viendo huertas y frutales, bien cuidadas zonas de jardín, y en las inmediaciones de la casa aparecieron las alegres figuras de los jóvenes monjes. Había tanto hombres como mujeres, todos con túnicas anaranjadas y algún que otro grueso jersey para preservarse de la fría mañana. No se sorprendían al ver el coche, ni ponían mala cara. A decir verdad, nos sonreían, como si la llegada de extraños fuera bienvenida.
Paramos en una amplia explanada frente a la puerta principal. Unos cuantos perros mansos se acercaron a olisquearnos.
—Esto no parece en principio ningún antro de perdición —susurró el subinspector.
—Abra bien los ojos por si acaso.
Detuvimos a uno de los chicos, de unos veintitantos, que pasaba por allí empujando una carretilla llena de patatas recién recolectadas.
—Perdone, queremos ver al responsable del centro.
Asintió sin decir ni una palabra y desapareció en el interior de la casa con una sonrisa entre la beatitud y la estupidez. Aleccioné brevemente a mi compañero.
—Mire por todos lados en busca de la piedra de los fósiles. Y ya sabe, no pretendemos entrar con mal pie; no pronuncie nunca la palabra secta, siempre comunidad o congregación.
Para mi sorpresa, y supongo que también para la de Garzón, en menos de cinco minutos volvió a salir nuestro chico mudo seguido de ¡una mujer! Era algo inesperado ya que, según las notas del padre Villalba, todas aquellas organizaciones tendían a la misoginia colocando a las mujeres siempre en un nivel de inferioridad. Por unos instantes pensé que quizá se tratara de una gobernanta o ayudante general; pero no, se presentó como directora del centro y nos invitó a pasar. Yo le dije que éramos policías y teníamos una orden judicial para inspeccionar las instalaciones. No se inmutó lo más mínimo.
—¡Ah, por supuesto, eso no es ninguna novedad! De vez en cuando algún juez nos envía a policías de Tarragona con orden de inspeccionar. No sé qué piensan que hacemos aquí; pero si eso les hace sentirse más seguros, yo nunca tengo inconveniente. ¡Pasen a mi despacho, por favor!
Tenía unos cuarenta años y vestía también una de aquellas túnicas budistas. Entramos en una sobria habitación de gruesas paredes. La mujer nos invitó a sentarnos. Se llamaba Esperanza Ortiz y, para que lo comprobáramos, sacó de un cajón su carnet de identidad. En el apartado de profesión figuraba: «Psicóloga.»
—¿En qué puedo servirles?
—Seguimos un caso y queremos saber que no hay ninguna implicación en su comunidad.
—¿Un caso de qué?
—Tenencia de drogas —mentí.
Ella sonrió.
—¡Ah, eso, por Dios!, pero si justamente nosotros somos impulsores de la vida
sana
.
—¡Tanto mejor para ustedes! Por cierto, ¿podemos fumar?
—¡Por supuesto! No somos dogmáticos, dejamos hacer.
—Dígame, señora Ortiz, ¿cuántos jóvenes viven aquí y qué edades tienen?
—Somos unos treinta viviendo de forma permanente, aunque a veces vienen a pasar el fin de semana jóvenes de las ciudades, que también pertenecen a la organización pero prefieren vivir con sus familias.
—¿Es eso posible?
—¡Por supuesto que sí! Aquí no se obliga a nadie, inspectora. Todos entran y salen según su criterio, y todos son mayores de edad.
—También pueden abandonar la comunidad definitivamente sin problemas, supongo.
—¡Pues claro!
—¿Podría darnos una lista de algunos adeptos que hayan dejado de pertenecer a Arco Iris?
—Hermanos, nosotros preferimos llamarles hermanos. Verá, eso es complicado. Justamente por la libertad de movimiento que reina entre los miembros no sería ético conservar sus datos una vez que han manifestado su deseo de irse. Tampoco diría mucho a nuestro favor que diéramos esa información sobre personas que quizá han decidido mantenerlo en secreto por algún motivo. Estaríamos ante una intromisión en la vida privada.
—Lo comprendo. ¿Puedo preguntarle qué actividades realizan aquí?
—¡Oh, muy variadas! Trabajamos la tierra para nuestro mantenimiento, meditamos, hacemos sesiones comunitarias de tipo terapéutico, oímos música, realizamos trabajos manuales, preparamos algunas funciones de teatro y danzamos.
—¿Danzan?
—La danza es muy importante para nuestros objetivos espirituales.
—¿Y el sexo? —pregunté con voz falsamente meliflua.
—¡También, el sexo también! ¿Hay algo ilegal en el sexo, inspectora? —dijo con la mejor de sus sonrisas.
—No, en principio, no.
—Me tranquiliza, porque aquí el sexo es algo hermoso y natural.
Estábamos dando vueltas en torno a lugares comunes que no nos conducirían a ningún buen puerto. Aquella mujer sabía muy bien cómo comportarse y qué decir. Juzgué que sería más fructífero pasar a la inspección ocular. Pero tampoco en esa parte parecía haber nada sospechoso. Preguntamos por alguna capilla o sala de ofrendas en busca de velas moradas, pero no existían. Aquella gente no celebraba más rito que las misteriosas danzas. También quisimos saber si tenían enfermería, con la vana esperanza de hallar una culpable mesa de operaciones y materiales quirúrgicos, pero sólo contaban con un pequeño botiquín habitual; si estaban enfermos acudían al médico del pueblo. Nada. Frente a nosotros iban abriéndose habitaciones y comedores, duchas, cocina y despensa, ninguna dependencia que no hubiera podido encontrarse en un colegio. Exploramos minuciosamente toda la parte de la masía que había sido reconstruida más recientemente. Pero no, no había piedra blanca caliza, todo era piedra gris y ladrillos corrientes. Había que capitular, poco más íbamos a sacar de aquella fuente.
—Una hermosa excursión, y un hermoso fracaso también —dijo Garzón, de vuelta en el coche.
—Lo secreto es secreto hasta que deja de serlo.
—¿Qué es eso, una frase esotérica?
—No, quiero decir que poco podíamos esperar directamente de un lugar así, pero ahora lo hemos visitado y sabemos que está ahí; además, nuestra visita quizá precipite algún movimiento.
—Sí, esta noche quemarán toda la marihuana que guardan bajo las camas por si volvemos con perros. Ya verá, va a llegar el humo hasta el pueblo, ¡incluso el alcalde se emporrará!
El único modo que se me ocurrió de acabar con el mal humor de mi compañero fue proponerle que paráramos a comer antes de llegar a Ulldecona. Aceptó dando muestras de que sólo con la propuesta el mal humor comenzaba a remitir.
La zona costera que va desde Tarragona a Vinaroz tiene gran fama gastronómica, por lo que abundan los restaurantes de lujo que se llenan de ejecutivos en viaje de trabajo. Recabamos en Sant Carles de la Ràpita y escogimos uno de los lugares de fama. Pensé que Coronas pondría el grito en el cielo al ver nuestra nota de gastos, pero desde que tratábamos temas espirituales había comprendido que el cielo estaba atestado de diversos gritos e imprecaciones, de modo que poco iba a notarse uno más.
El restaurante se hallaba en efecto repleto de hombres con corbata que se reunían frente a un plato para hablar de negocios. Garzón y yo contrastábamos con el ambiente general, pero eso no era nada nuevo, siempre fui consciente de que formábamos una extraña pareja. Él parecía no enterarse, y mucho menos cuando nuestra mesa empezó a surtirse de apetitosas bandejitas con las delicias del mar. Mi compañero entró en uno de sus éxtasis para el que nunca necesitaba escuela tántrica alguna.
—¿Ha probado estos calamarcitos, Petra? Son más de lo que un hombre honrado puede soportar. Entraría en cualquier secta si me prometieran que iba a comer así todos los días.
—¿Lo dice en serio?
Arrancó un mejillón de su valva con los labios carnosos.
—Quizá estoy exagerando, pero le confesaré que cuando he visto el ambiente de paz y de orden que había en esa Comunidad del Arco Iris... No negaré que entrar en un mundo donde todo está arreglado y no tienes más problemas que cultivar pimientos... debe de ser agradable.
—Sí, ése es el espejismo de la paz cotidiana. Creo que todos lo experimentamos. Yo misma, cuando estuve hablando con el padre Villalba y comprobé el ambiente de serenidad y trabajo en el que vive..., bueno, tuve la fantasía de que habría sido maravilloso que se tratara de un pastor protestante y estar casada con él.
—¡Carajo! —exclamó Garzón, genuinamente sorprendido—. ¿Y qué demonio haría usted casada con un cura?
—Pues nada en particular, organizaría meriendas para los pobres y les prepararía tazas de chocolate. Por la noche me reuniría con mi esposo frente a la chimenea y le prepararía tazas de té.
—No sé si me la imagino preparando tazas de cosas todo el día.
—Pues lo mismo que yo a usted cultivando pimientos.
—Al menos en Arco Iris me pasaría las noches enteras practicando el sexo libre y puro.
—¿Y qué cree que haría yo? Los pastores tienen fama de ser muy voraces en la cama.
—Serán los de la Alcarria, porque los protestantes no sé yo si...
El camarero interrumpió nuestras risas poniendo en la mesa una olorosa paella marinera. Garzón silbó, transido de gozo, y se aprestó a servirla él mismo.
—Puede que estemos de broma, inspectora, pero le puedo asegurar que de todo este asunto lo que me llama más la atención es ver hasta qué punto hay gente con hambre de espíritu, de religión.
—No esté tan seguro, yo creo que se trata de la soledad.
—¿La soledad?
—La gente está muy sola, Fermín, con el corazón encogido pensando que no hay nadie a quien le importe su suerte.
—También estamos solos usted y yo y no nos da por la mística.
—Estamos solos porque queremos.
—Usted puede que sí...; yo, no.
Se le había entristecido la cara, había parado de comer. Sin darme cuenta había cometido una torpeza que no podía remediar si no era cambiando de tema.
—En cualquier caso, Fermín, tendemos a creer que las comunidades religiosas viven fuera de los sentimientos humanos, y no es así. Estoy convencida de que los mismos monjes trapenses están sujetos a pequeñas miserias: rencillas entre ellos, sensaciones de inutilidad, envidias... Aparte de no comerse nunca una paella así.