Read Mensajeros de la oscuridad Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Hay dos sectas, sin embargo, que parecen haber sido especialmente violentas para quienes intentaron salir —precisó el subinspector—. La Iglesia de la Cienciología, de origen americano, y Arco Iris, una de tipo hindú que hasta llegó a cargarse ex adeptos en la India para que no hablaran.
—¿Y en España?
—El informe de la policía dice que en contra de la Cienciología se han presentado algunas demandas que no prosperaron, puesto que se retiraron después sin dar origen a una investigación. Asegura que algunos de los ex integrantes han llegado a estar aterrorizados por las posibles represalias. Pero los hindúes no han ido tan lejos, son más pacíficos por aquí.
—Será influencia de la dieta mediterránea.
—Ni que lo jure. Su sede central está en una finca de Alcover, un pueblo de la provincia de Tarragona.
—Ya, parece que ésa es una de las aspiraciones básicas de todos en general: construirse un gran centro en el campo donde puedan peregrinar o incluso vivir todos juntos por temporadas. Muchos de los recursos económicos que las sectas generan van a parar a la compra de propiedades rústicas y a la construcción o reconstrucción de grandes casas-madre.
—Hay que ver, cuanto más leo sobre todo esto más imposible me parece que exista tanto chalado en el mundo.
—Los hay, Fermín, los hay, chalados de todos los colores y todas las medidas. Lo malo son los jóvenes que captan; ésos deben de ser chicos normales que pasan por épocas de inestabilidad emocional.
—Pero acabarán chalados igual.
—Puede ser, de cualquier modo, todo este guirigay de profetas y creencias no nos ayuda. ¿Qué podemos hacer?, ¿por dónde empezar? No es cuestión de abrir una investigación indiscriminada sin pruebas.
—Supongo que no.
—¿Y entonces?
—Habrá que esperar. Si es verdad que tiene usted un delator que va pasándole indicios, algo hará.
—No sé, Garzón, las piezas siguen sin encajarme. Que todos esos jóvenes hayan sido castrados quirúrgicamente para evitar que dejaran la secta es algo..., no sé, algo excesivo. Fíjese en estos informes, siempre parece haber alguien que logró escapar, que a pesar de amenazas y presiones se zafó. ¿Por qué nuestros hipotéticos ex adeptos van al matadero sin rechistar?, ¿por qué, incluso una vez producida la terrible mutilación, siguen callados?
—No me parece tan difícil de encajar. Saben que el paso siguiente podría ser la muerte. Además, la castración es algo deshonroso que tiende a ocultarse. Si se quedan, los responsables deben de prometerles cobijo y comprensión para su nuevo estado de...
—¿Eunucos?
—¡Exacto!, así de cruel. Piense que por el procedimiento quirúrgico se aseguran que no haya desenlaces fatales. Todo resulta limpio e indoloro, excepto el proceso de llevarlos hasta la sala de operaciones; supongo que ahí utilizan la fuerza antes de mediar la anestesia.
Miré a Garzón con curiosidad, ¿cómo se las apañaba para aparecer tan lúcido y fresco? Yo me encontraba extenuada, casi incapaz de pensar. Eran las cinco de la mañana.
—¿No cree que deberíamos dormir un rato, Fermín?
—Sí, eso estaría bien. Ya me voy.
—Quédese aquí, puedo prestarle mi habitación de invitados.
—¿Y esos de fuera?
—¿Los vigilantes?
—Es mejor que me vaya, serían capaces de criticarnos si me viesen dormir aquí.
—Sólo me faltaba tener que pensar en la reputación. Si critican, tanto peor. Ellos por su parte están camelándose a mi doméstica.
—¡No me diga!
—De verdad, ya los he pescado charlando varias veces.
—¡Joder! —Se acercó hasta la ventana y miró a través de las cortinas—. Sí, ahí están. Bueno, inspectora, por mucho que estén camelándose a su doméstica yo me voy a marchar. Más vale no dar lenguas al pregonero.
—Como quiera.
Atisbé yo también por la ventana y vi que Garzón se acercaba al coche de mis guardianes. Les preguntó algo y se marchó. Ahora tenía un nuevo garante que, en esta ocasión, velaba por mi buen nombre dentro del Cuerpo. Perfecto, nunca había estado tan atrincherada frente al mundo exterior.
Nos encontrábamos varados como una bicicleta en la arena, como un carro en un lodazal. Las sospechas que incluyen un radio amplísimo son el enemigo mayor de cualquier investigación. Al menos habíamos acotado la posible personalidad de mi corresponsal secreto, el muchacho del casco, dando por bueno el supuesto de que se trataba de un adepto o ex adepto a una secta. Una simple hipótesis, si bien se pensaba. Todo habría resultado mucho más abarcable si el número de sectas implantadas en Barcelona hubiera sido menor. Nunca se me hubiese ocurrido que cerca de nuestra próspera civilización crecieran tantas plantas exóticas. Pero era así.
El ritmo de nuestras pesquisas se ralentizó. Hacíamos supuestos partiendo del material teórico de las sectas y visitábamos el Efemérides con regularidad. En el fondo de nuestra actividad inactiva palpitaba la espera con toda desvergüenza. Esperábamos una nueva comunicación del motorista fantasma, ésa era la verdad. En tal dudosa probabilidad radicaba nuestra única esperanza. Era lógico que tarde o temprano se produjera un nuevo intento de contacto. Lo que se había iniciado y continuado no podía acabar por las buenas sin haber llegado a una solución. Si el muchacho estaba siguiéndonos, vería que no habíamos incluido vigilancia extra de ningún tipo, ni erigido barreras a nuestro alrededor. Es más, yo había adquirido la costumbre de ir sola a algún bar. Solía sentarme y, en un momento dado, me levantaba e iba a los servicios dejando el periódico doblado sobre la mesa. Por desgracia éste siempre estuvo vacío al volver. Garzón, que se había sumado a mi guardia tutelar, deploraba estas visitas en solitario. Le había dado por pensar que entrañaban cierto peligro, y cada vez que las realizaba me costaba una discusión. Cuando le dije que una mujer siempre despierta los deseos de protección masculina, me contestó tan fresco que eso era lo natural. Yo se lo rebatía malamente, sin ganas de meterme en pendencias feministas a las que había renunciado tiempo atrás. En el fondo me parecía agradable que Garzón me protegiese, sobre todo porque se olvidaba con frecuencia de su papel y pasaba a representar el de alegre compañero con mucha más convicción.
El comisario Coronas llevaba con paciencia el enternecimiento de la investigación. De cuando en cuando despachábamos con él, momento que aprovechaba para sugerirnos alguno de sus estrafalarios métodos de serie B. Un buen día se le ocurrió que lo adecuado era que yo volviera a aparecer en televisión; sería una especie de señuelo para mover al castrador a una confesión. Me escandalicé, y no porque el sistema me pareciera un refrito de
film noir,
sino porque implicaba sutilmente que yo era inspiradora y en cierto modo culpable de aquellos delitos. Coronas no se quedó nada cortado cuando se lo argumenté, y me dijo tan campante que no debía olvidar que los paquetes venían a mi nombre. Me rebelé contra una vaga sensación de culpabilidad. Por fortuna al comisario le costaba pasar del nivel teórico a la realidad, y raramente objetivaba en órdenes sus desordenados comentarios. De cualquier manera, tampoco hizo falta que forzáramos ninguna reacción con mi aparición estelar en la pantalla, porque el día 16 de diciembre, estando yo en mi despacho de comisaría, entró un guardia corriendo con uno de aquellos paquetes en la mano.
—Inspectora. Ha llegado esto para usted.
El pene número cuatro, pensé, y si por una parte sentí una punzada de alegría al ver que nuevas pistas se avecinaban, cuando pude reaccionar de modo más humano empezaron a temblarme las piernas. Otro hombre mutilado, quizá otro cadáver, nada que debiera ser celebrado.
En aquella oportunidad, sabedores de que los penes llevaban anexa su pequeña explicación, el comisario e incluso el juez pidieron estar presentes durante la autopsia del miembro. El doctor Montalbán se hallaba un poco superado por la dimensión espectacular que había adquirido su trabajo, pero no tuvo nada que objetar. Tan seguros estábamos de lo que contenía el envío, que ni siquiera lo habíamos desenvuelto antes de entrar en el Anatómico Forense. Por eso, cuando Montalbán lo colocó bajo una potente lámpara y se aprestó a abrirlo, vi algo que me llevó a pedirle que se detuviera. Hubo un momento de desconcierto general. Tomé un bolígrafo y con la punta señalé hacia el matasellos.
—¿Han visto esto?
—¡Viene de Tarragona! —exclamó Garzón.
—¿Todos los demás fueron enviados desde aquí? —preguntó el juez.
—En su totalidad.
—¿Hay alguna diferencia externa más?
—Las otras características son exactamente igual; sin embargo, creo que será mejor que hagan un análisis grafológico para ver si la caligrafía coincide con las anteriores.
—Bien pensado, Petra, ordénelo. Ahora prosigamos, doctor.
Coronas apenas podía disimular su impaciencia; también la mirada del juez estaba hipnóticamente fija en la mesa de operaciones. Sólo Garzón permanecía pendiente de mis ojos, atento a comunicarme su complicidad. Le devolví el entendimiento.
Una vez que Montalbán hubo quitado el papel, apareció ante nosotros la consabida caja de plástico y en su interior, de modo inexorable, el cuarto pene envuelto en plástico y formol. Un estremecimiento recorrió a los presentes.
—Aquí lo tenemos —masculló Montalbán en tono malhumorado.
—¡Dios eterno! —dijo por lo bajo el juez.
Asistimos a las maniobras que yo, desgraciadamente, ya conocía casi a la perfección. El forense iba ratificando todos sus diagnósticos anteriores: emasculación quirúrgica, macho joven, tejidos que no habían experimentado la retracción de la muerte por lo que se deducía que el miembro había sido sumergido en formol poco después de ser separado del cuerpo...
—¿No hay ningún objeto extraño? —pregunté, incapaz de retenerme por más tiempo.
—A simple vista... no. Veamos por dentro.
Con unas pinzas separó el lánguido prepucio, y un glande arrugado y blancuzco emergió tristemente. En ese momento algo cayó sobre el lienzo inmaculado. De manera instintiva, todas las cabezas sufrieron un acercamiento hacia el centro.
—¿Y eso qué es? —soltó Coronas al borde del corte respiratorio.
—¡Cómo quiere que lo sepa, comisario! —contestó el médico con cierta impaciencia.
Siempre con la ayuda de las pinzas movió el minúsculo objeto en todas direcciones y, acto seguido, lo acercó a la luz. Desde mi puesto de observación me pareció percibir algo duro y cuadrado, de color blanquecino. Entonces Montalbán informó:
—Señores, esto no entra en lo mío, pero podría jurar que es un trozo de piedra, de mármol o algo así, una esquirla de roca, quizá.
—Sugiero que lo envíen a su propio laboratorio, en el de aquí determinar un análisis tardará seguramente un poco más —indicó el juez.
—Así lo haremos —manifesté mientras se empezaba a deshacer la reunión.
—Manténganme informado y, por favor, extremen la discreción —pidió el juez—; no les digo la que podría armarse si los mercaderes de la noticia dieran con este caso.
—No se preocupe, señor juez. Por cierto, ya que está usted aquí. Mañana el subinspector y yo necesitaremos una orden de registro. Nos proponemos inspeccionar la sede de una de las sectas de las que le hablé, situada en Tarragona.
—No hay inconveniente, pasen por los juzgados antes de las diez.
Aquél no era el único paso previo que teníamos que dar antes de nuestro pequeño viaje de una hora. Necesitábamos preguntar la dirección de la secta Arco Iris en Alcover a los Mossos d'Esquadra y contar con el informe analítico de la piedra o lo que demonio fuera. Mientras todos esos requisitos eran cumplidos, permaneceríamos recogiendo más información sobre la secta y su líder. No consideré excesiva tanta actividad concentrada, ya que me sentía eufórica y llena de ímpetu. Por primera vez contábamos con una pista que coincidía con algo exterior, aunque fuera simplemente un lugar en el mapa.
Para colmo de beneficios, la mañana siguiente la pista se amplió un poco más. El análisis de laboratorio confirmó que la esquirla hallada en el pene era un trozo de piedra, pero de un tipo muy especial. Se trataba de una caliza blanca llena de pequeños fósiles que se daba únicamente en una explotación de Ulldecona y que se usaba en edificación. Ulldecona está a unos cien kilómetros de Tarragona, por lo que era perfectamente sólito que hubiera sido tomada en el primer sitio y trasladada al segundo. Aquella precisión ampliaba nuestro viaje un poco más lejos, ya que si no encontrábamos pruebas concluyentes en Alcover, contar con una lista de clientes de la cantera nos resultaría muy útil, quizá definitivamente esclarecedor; de modo que nos proponíamos viajar hasta allí.
Garzón, como de costumbre, no compartía mis buenas perspectivas de futuro, y seguía creyendo que el fantasma del casco jugaba con nosotros.
—¡Pero ni siquiera el matasellos es del pueblo de Alcover! —protestaba cuando íbamos ya en el coche de camino.
—¿Y qué puede importar? Es de la misma provincia. El enviante se desplazó a la capital porque en un pueblo pequeño cualquiera hubiera podido verlo depositar el paquete en el buzón. ¡Elemental, mi querido Fermín!
—No me gusta verla tan contenta; cuando uno se confía demasiado en las pistas que tiene, las cosas tienden a funcionar mal.
—¡Vamos, amigo, no sea agorero! Creo que ahora vamos bien. Por lo menos tener algo concreto que investigar es ya un avance. ¡Y no olvide que la que hemos seleccionado está en Tarragona! ¡Eso ya es mucho!
—No sé yo si... este maldito caso..., y van cuatro hombres ya, cuatro fantasmas.
—Olvídese. ¿Por qué no me recita uno de esos poemas groseros sobre pollas que se sabe?
Creí que no lo haría, pero quizá sólo para fastidiarme me miró de reojo y exclamó.
—No tengo ningún inconveniente, pero como vamos de viaje mejor le cantaré una canción.
—Adelante —tuve que contestar, mientras todos mis sentidos me indicaban que me había equivocado embromándolo. Entonces el subinspector, que conducía, se aclaró la garganta y desafinando como un gato en celo, cantó a media voz:
Hay pollas descomunales
y pollas en miniatura,
pero no importa el tamaño
siempre que se pongan duras.
—¡Pero subinspector! —grité fingiendo escandalizarme.
Él se reía como un niño en el cine y remachó encantado su faena:
—Aquí figura que entra un coro numeroso y repite con brío: «Duras.»