Read Mensajeros de la oscuridad Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
La bronca que me dedicó Coronas fue colosal, quizá incluso desmedida e injusta, pero al menos tenía toques barrocos que la hacían entretenida.
—¿Es que quiere usted convertirse en mártir o lo que pretende es resolver el caso solita, como en las películas? Entérese de que ahora mismo podría empaquetarla como a un regalo de cumpleaños. Esconder datos de una investigación a sus superiores o colaboradores está considerado falta grave.
—Pero comisario, ni siquiera hay seguridad de que esa llamada tenga algo que ver con el caso de los penes.
—Mire, Petra, dejémonos de coñas, hay algo más que dudas razonables de que esté relacionado. Además, ¿qué objeto tiene tanta reticencia? ¿De verdad le molesta hasta ese punto que haya dos polis en su puerta?
—No duermo bien sabiendo que están allí.
—¡Pues tómese un somnífero! Es más, vaya comprándose un pijama aparente, porque si sigue tocándome los cojones voy a meterle a esos dos tíos en su cama.
—Puedo defenderme a mí misma sin necesidad de tutela.
—Si todo este número estuviera montándomelo un hombre, usted diría que se trataba de un machito y un prepotente. Pero, claro, así se invierten los términos y el prepotente soy yo. Mire, inspectora, o me apea usted ahora mismo las reivindicaciones feministas o la apeo yo de este caso. Usted verá.
—No era mi intención crear problemas.
—¡Perfecto! Entonces intervendrán su teléfono y la patrulla volverá a su casa por las noches. A ver si aclaramos de una puta vez quién ha decidido complicarle la vida. ¿De acuerdo?
—A sus órdenes, comisario.
Garzón caminaba a mi lado por los pasillos, sin soltar prenda. Al comprobar que yo tampoco tenía intención de hablar, dijo por fin con aire ofendido:
—Nunca hubiera esperado de usted que a mí tampoco me dijera nada.
Me paré, volviéndome completamente hacia él.
—Subinspector, he aguantado la filípica de Coronas porque no me han quedado más narices, pero le advierto que no voy a encajar ningún otro reproche.
Se quedó callado. Entonces continué andando y refunfuñando en voz aún audible:
—¡Joder, ni que hubiera estado de cháchara con el carnicero de Milwaukee!
Garzón me alcanzó y, en un quiebro imprevisto, propuso:
—Oiga, ¿por qué no nos vamos a cenar al Efemérides? ¡Llevamos todo el día encerrados en esta puta comisaría!
Mientras nos acercábamos al bar de mi segundo ex marido iba calculando mentalmente cuánto tiempo hacía desde la última vez que lo había visto. Me quedé horrorizada al contar tres años. ¿Tres? En ningún momento lo había echado de menos. Para ser honesta, ni siquiera tuve recuerdo de él en todo ese período. Sabía por Garzón que vivía con una periodista, que era aparentemente feliz y que sus postulados vitales seguían siendo los mismos. Me hubiera costado bien poco acercarme por su local en alguna ocasión y estar un rato de charla. No existían entre nosotros rencor ni episodios tortuosos de ruptura. Simplemente no había sentido curiosidad ni tampoco la había sentido él. Sin embargo, aquella tarde, mi reacción al vislumbrar su figura tras la barra me llenó de pensamientos confusos. Era como si hubiera crecido y cambiado en aquel tiempo. Ridículo, lo sé, nadie crece a partir de los veinticinco, pero se trataba quizá de su porte, de su actitud, del aspecto más fornido de sus hombros y más maduro de sus facciones. Fuera por lo que fuere, una tremenda nostalgia me invadió. La vida había pasado rápida y alocada por mí, pero se detuvo y aportó cosas a Pepe. Los ojos que antes miraban con candidez lo hacían ahora con seguridad. Me pareció terrible comprobar que había frustración mezclada en mis sentimientos. Sí, no podemos soportar que aquellos con los que ya no estamos hayan seguido su camino. Al mismo tiempo, notaba una ternura bobalicona, un cierto orgullo materno. Estaba guapo, y fuerte, y sano, y resplandecía como una joya que ya no sería mía nunca más.
Se sorprendió y alegró de verme. Me dio un abrazo prieto, llamó a Hamed. No sabía en realidad qué hacer para demostrarme su euforia. Garzón propuso un brindis e inmediatamente se descorchó una botella de champán. Luego hablamos y reímos y bromeamos todos juntos. Fue un reencuentro jubiloso que en ningún momento planteó situaciones embarazosas de silencio o pausas incómodas. Observé que era el subinspector quien soportaba sutilmente el peso de la escena. Comentaba con desenfado temas variados, hacía inconcretas loas a la amistad y los tiempos felices para internarse después en disquisiciones más o menos casuales sobre el corazón humano y sus misterios.
Esperamos a que hubieran servido la cena de los parroquianos para comer algo nosotros también. Garzón y yo nos sentamos en un rincón. Pepe y Hamed atendían a la joven clientela. Pepe me miraba de vez en cuando y sonreía. Me inquieté. ¿Qué vería en mí? Los signos de vejez de tres años sobre mi cara. El cansancio de alguien que no tiene grandes proyectos para el futuro. ¡Y encima estaba vestida con un traje sastre gris que solía ponerme los días anodinos! Le sonreí a mi vez. Tenía los ojos grandes, la mirada limpia, una boca alegre y sensual. Con toda probabilidad aquella zorra de la periodista lo trataba mejor que yo. Aunque para eso no eran necesarios grandes esfuerzos, yo lo había tratado fatal. No lo había tratado, en realidad, me había casado con él y dedicado después a ver cómo podía reconducir mi vida. Una vez ésta reacomodada, resultó que no había sitio para él. ¡Pobre Pepe, y ni siquiera me guardaba rencor! Era cierto que vivir con él no resultó nada excepcional, que a veces se ponía impertinente, que tenía ganas de jugar cuando yo estaba seria y viceversa; pero no podía olvidarme de que le llevaba un montón de años. ¡Claro que también se los llevaba su segunda mujer! Seguro que ella siempre tenía ganas de jugar cuando era pertinente.
A la una de la mañana aligeraron su trabajo y vinieron a sentarse de nuevo. Abrimos otra botella de champán y volvimos a brindar por una serie de cosas abstractas. Entonces Garzón, demostrando ser depositario de una gran sensibilidad, se llevó hasta la barra a Hamed con el pretexto de hacerle unas preguntas sobre arte oriental. Me quedé a solas con Pepe, sin saber a ciencia cierta si quería estarlo. Aunque cualquiera hubiera jurado que sí, porque como tocada por un resorte, enseguida le pregunté:
—¿Eres feliz?
Pepe inició una risa divertida.
—¡Joder, Petra, tirando a matar!
—Ya ves.
—En otra época te hubieras enfadado si llego a ser yo quien te pregunta algo así. Me hubieras dicho que la felicidad es un concepto desfasado y burgués, que no se vende en el supermercado, que...
—Debió ser un coñazo estar casado conmigo.
—No sé, duró tan poco... Fue como esos ciclones tropicales que llegan, arrasan y se van.
—Y sólo dejan desolación y malos recuerdos.
—¡Ni hablar, dejan la sensación de que uno ha vivido algo arrasador!
—Pero queda la casa destrozada.
—Eso sí; a uno no le queda más remedio que construirse otra.
—Otra más fuerte y mejor.
—La primera casa es la que hace más ilusión, la que se recuerda siempre.
Cabeceé intentando parecer irónica.
—¿Te va bien con la periodista?
—Sí, aunque no nos vemos mucho. Ella está siempre trabajando y yo siempre aquí. Supongo que soy de los que necesitan una mamá.
—Todos buscáis una mamá, la diferencia es que tú lo reconoces.
—Pero sólo bajo presión psicológica.
Nos reímos a gusto, en perfecta sintonía, con una pequeña nube de emoción gravitando sobre nuestras cabezas.
—Garzón me ha dicho que lleváis un caso complicado.
—¿Te ha contado algo más?
—¡Ya puedes imaginártelo! Toda esa historia lo tiene obsesionado.
—¡No me hables, es como si cada pene se lo cortaran a él!
—Muy natural.
—¡No me parece tan natural, yo lo tomo con mucha más calma!
—¿Es el caso de tus sueños?
—Insinuar eso es una iniquidad.
Levantó ambas manos en exagerada reclamación de inocencia.
—¡Ni se me ocurriría ser malpensado! Pero dime, y tú, ¿eres feliz?
Me dispuse a una pequeña representación que disipara la melancolía que estaba invadiéndome.
—¡Por supuesto que sí! Como bien puedes ver vivo en una orgía perpetua de pollas cortadas, sangres derramadas, almas condenadas..., y todo lo alimento con unos gramos de perversidad.
—Es un buen plan.
—¿Me dejas decirte una cosa? Estás guapo. Siempre fuiste un hombre hermoso.
Acerqué mi cara a la suya y le besé los labios. Estaban calientes, secos, mullidos y acogedores como un trozo de algodón perfumado. Sonrió serenamente.
—¿Vendrás más a menudo por aquí?
—En cuanto deje de tener mi despacho lleno de penes.
Me despedí de todos con ademanes alegres. Totalmente falsos. Estaba triste. El camino de vuelta a mi casa se me antojó lento y trabajoso. Pensaba. El pasado, la fugacidad de amores y pasiones. Tuve por un momento la globalidad de mi vida en la cabeza, y eso es aniquilador. Pero ¿hubiera podido ser de otra manera? Sí, como todas las cosas, mi vida hubiera podido ser diferente, incluso opuesta. Aunque daba igual, siempre hay hechos que te inducen a cambiar y cada cambio se vive como una pérdida. Vivir es una pérdida continua, hasta que al final se pierde todo.
Ni siquiera la visión de Marqués y Palafolls frente a mi casa, alojados en su coche como un par de solitarios mejillones, logró evaporar mi dolorosa concentración. Entré como una exhalación dispuesta a meterme en la cama sin darme oportunidad de más pensamientos nublados. Di un vistazo general al salón. Sobre la mesa estaba el paquete. Reconocí al instante su morfología peculiar. No había ninguna duda, era un paquete idéntico a los dos anteriores. Hice ese descubrimiento sin alarma ni excesiva reacción, casi sin la menor sorpresa. Pero entre un primer reflejo y el ahondamiento en la realidad median momentos estáticos en los que uno hace reflexiones extrañas. «¿Hay alguien que quiere asesinarme?», pensé.
Al tomar el paquete en mis manos dejé de flotar y entré en el mundo material. Venía a mi nombre y aquélla era mi dirección. Matasellos de correos. El anónimo comunicante debía de haberme seguido hasta mi casa. Sin duda era también quien había llamado por teléfono. Estaba localizada. Cazada por alguien que intentaba provocarme. ¿Cometía sus castraciones sólo para poder mandarme los macabros paquetes?
Llamé a Julieta por teléfono. El paquete lo había traído el cartero por conducto normal. Nada sospechoso. ¿Qué debía hacer, esperar hasta el día siguiente con aquella cosa allí, abrirla al menos, dejarla como estaba? Deseando sacarlo de mi entorno e incapaz de desenvolverlo en aquellos momentos, me incliné por seguir el proceso legal y llevé el pene al juzgado de guardia, donde se lo harían llegar al juez que instruía el caso. De vuelta a casa le comuniqué la noticia a Garzón. Más tarde me confesó no haber pegado ojo en toda la noche a causa de mi llamada. Lo lamenté por él. Pregunté a mis protectores si habían visto algo anormal en la calle y se quedaron sorprendidos. Marqués se atrevió a mostrar su curiosidad, pero sólo pude decirle que mantuvieran los ojos bien abiertos. Le gustó mi nueva actitud, los convertía en dos seres menos inútiles pegados a mi puerta.
A primera hora de la mañana Garzón me esperaba en el Anatómico Forense para repetir la ya consabida operación. Debía haber acudido a trabajar a las cinco de la mañana porque a aquellas horas tempranas venía ya con la información de que no se habían hallado cadáveres mutilados. Es decir, volvíamos a enfrentarnos a un miembro viudo sin más. El doctor Montalbán empezaba a estar alarmado. Al principio pudo tener su gracia, pero aquello ya le parecía una ofensa frontal, como todo lo que no tiene explicación.
—¿Está segura de no haber enviado a la cárcel a algún delincuente relacionado con la prostitución o el abuso de menores?
Estaba segura de que los pocos delincuentes que durmieron en la cárcel por mi culpa no podían hacerme una cosa así. Yo era de las que acababan en buenos términos con los culpables, que hasta se quedaban con ganas de invitarme a merendar. Como muy bien decía Garzón, era del tipo maternal cuando no me daba por ser del tipo salvaje.
—Ha de haber tres cadáveres, inspectora —decía Montalbán—. Parece imposible que si existen tres hombres castrados por ahí no hayan presentado denuncia o, de alguna manera, no se les haya localizado.
—Y si hay muertos, ¿dónde están? —inquiría Garzón.
—Los paquetes vienen de Barcelona, pero ¿por dónde empezamos a buscar muertos? Pueden estar incinerados en el horno de una industria, enterrados en un jardín de los alrededores. No tiene caso ni pensar en una búsqueda a ciegas.
La pasión hacía rebosar las teorías de aquellos dos hombres, lograba que se olvidaran del momento presente. Mientras ellos se dedicaban a interrogarse, la cajita con el nuevo pene yacía sobre la mesa de disección.
—Señores, por favor. ¿Por qué no procede a la autopsia, doctor Montalbán?
El forense se dio cuenta de que estaba dejándose llevar por una fuerza investigadora que excedía su cometido especial. Entonces se puso más serio aún y, calándose las gafas, bajó los ojos y los fijó en el inerme cuerpecillo cortado.
Tras media hora de silenciosa observación, en la que nos mantuvimos a dos prudentes pasos de distancia, Garzón no pudo contenerse más y dijo:
—¿Hay algo nuevo, doctor?
Montalbán levantó la vista desenfocada y alzando un dedo en el aire sentenció:
—Hay algo sorprendente, pero denme dos minutos más.
Yo también estaba reconcomida por los nervios y la impaciencia, ¿para qué voy a negarlo?, y viendo que el médico demoraba su inspección, le di un codazo al subinspector y le propuse que saliéramos a fumar un cigarrillo.
En el corredor pude comprobar lo que era un hombre en estado de consunción. Mi compañero literalmente humeaba. Por sus orejas salían los vapores de la intriga, mordía el filtro manchándose los labios de nicotina y se paseaba de un lado a otro con furibundas y estériles zancadas. No pudiendo mantener más la tensión, empezó a ponerse crítico.
—¿No cree que este forense es un poco lento?
—No sé, Fermín, será lo normal.
—Bueno, lo normal... Tampoco está destripando la momia de Ramsés; total, por una minga de nada de las que ya ha visto dos...
Antes de que pudiera mandarlo al infierno, Montalbán asomó la cara por la puerta.